1. DISCIPLINA… ¡QUE HORROR¡
La palabra disciplina suena a arcaísmo una costumbre feroz del pasado, de la que por
fortuna ya se libró el mundo. Quienes así piensan son personas superficiales e
indoctas que no han reflexionado. Porque disciplina no es un reglamento hecho con el
fin de sojuzgar y de deteriorar la libertad de nadie, inventado por alguien enfermo de
autoritarismo y de ansia de dominio.
¿Qué es, pues la disciplina? Pongamos, primero, ciertas premisas. Evidentemente
nada funciona bien si no se establece un orden. En el desorden todo se hecha a
perder.
Imaginemos una tienda que no fija las horas de dar servicio, sino que abre y cierra sus
puertas al capricho, donde no se encuentran los artículos que pide el cliente porque
los empleados no se someten a un orden y los colocan en cualquier parte; también,
rebelándose contra las disposiciones, no llevan cuentas, ni marcan precio en las
mercancías. Claro está que si no se organiza subordinándose a un reglamento, va a
arruinarse sin remedio.
Tampoco prosperaría una fábrica si se proclama que cada quien haga lo que se le
antoje. Pero una familia también necesita ciertas reglas que acaten sus miembros. Y
una escuela, y un ejército y la ciudadanía.
El orden es el que organiza, el que crea un organismo; esto es, una institución.
Y asimismo es condición para que cualquiera de nuestras labores se efectúen con
facilidad y eficacia. Aún más, nuestra propia vida ha de ser planeada; es decir, tendrá
que obedecer a un orden y el orden implica reglas.
De orden derivan las palabras ordenar, o lo que es lo mismo, mandar. Alguien debe
poner orden ordenando, mandando. Y si uno quiere que las cosas salgan bien,
gustosamente acata esa ordenanza, porque sabe que esas reglas son las recetas del
buen éxito.
Esta es la disciplina. Consiste en un conjunto de reglas que obedecemos para que las
cosas salgan bien.
La disciplina no lesiona nuestra libertad. Libremente queremos que algo resulte lo
mejor posible y aceptamos las reglas; como para llegar a un sitio deseado tomamos la
carretera que conduce a él y esto no mengua nuestro libre albedrío.
La disciplina requiere de una autoridad que vele por el cumplimiento de las reglas, y
use sanciones en caso de que alguien las viole porque sea tan obtuso que quiera un
fin pero rechace los medios de lograrlo.
Por lo dicho, la disciplina supone obediencia. “¡Ah no! ¡Obedecer me humilla!, dirían
los frívolos. Y habrá que contestarles que el sector que en una sociedad representa la
fuerza es el de los militares, y en ellos la obediencia ha de ser total, sin discusiones.
¿En qué los humilla? Por lo contrario, obedecer los enorgullece y exalta. La
inobediencia podría hacer fracasar la batalla y serían portadores de severa culpa.
Hay que quitarse la idea de que se obedece a fulano o zutano sometiéndosele. No es
verdad.
No es una persona a quien uno se subordina. No; a quien se obedece es a la razón.
La obediencia nos muestra ante los demás como seres racionales.
Tan no es un hombre a quien se obedece, que ante un agente de tránsito,
posiblemente ignorante y que pertenece a una categoría social mínima, le obedecen la
orden los automovilistas, aunque sean capitanes de empresa, famosos escritores o
sabios universitarios. A quien obedecen es a la razón. Quien no obedece, es sin duda
irracional.
La ley, los reglamentos, las disposiciones, son la forma del orden para garantizar una
institución -ó hasta nuestra propia vida – para que subsistan exitosamente. Ceñirse a
la disciplina es dar muestra no sólo de ser inteligente sino libre. Como dice Sócrates:
“Solo es libre el que es esclavo de la ley”.
Fuente: Godoy E. “Que mis Palabras te Acompañen”, tomo 2, Editorial Jus, 1986