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Canicas Rojas
Durante los duros años de la
Revolución, en un pueblo pequeño
 de Aguascalientes, México, solía
 parar en el almacén del Sr. Muro
 para comprar productos frescos.

  La comida y el dinero faltaban
  y el trueque se usaba mucho.
Un día en particular, el Sr. Muro me estaba
           empaquetando unas papas.

 De repente me fijé en un niño pequeño, delicado
 de cuerpo y aspecto, con ropa roída pero limpia
   que miraba atentamente un cajón de peras
             frescas y maravillosas.

 Pagué mis papas pero también me sentí atraído
          por el aspecto de las peras.

¡Me encanta el dulce de pera y las papas frescas!
  Admirando las peras, no pude evitar escuchar la
          conversación entre el Sr. Muro
                     y el niño.
«Hola Toño, ¿cómo estás hoy?»
 «Hola Sr. Muro. Estoy bien, gracias..... solo
    admiraba las peras... se ven muy bien.»
«Sí, son muy buenas. ¿Cómo está tu mamá?»
        «Bien. Cada vez más fuerte.»
 «Bien. ¿Hay algo en que te pueda ayudar?»
     «No Señor. Sólo admiraba las peras.»
     «¿Te gustaría llevar algunas a casa?»
  «No Señor. No tengo con que pagarlas.»
«Bueno, qué tienes para cambiar por ellas?
   «Lo único que tengo es esto, mi canica más
                      valiosa.»
          «¿De veras? ¿Me la dejas ver?»
             «Acá está. ¡Es una joya!»
«Ya lo veo. El único problema es que ésta es azul
            y a mí me gustan las rojas.
 ¿Tienes alguna como esta, pero roja, en casa?»
           «No exactamente, pero casi.»
«Hagamos una cosa. Llévate esta bolsa de peras a
 casa y la próxima vez que vengas muéstrame la
              canica roja que tienes.»
            «¡Claro!. Gracias Sr. Muro.»
La Sra. de Muro se me acercó a atenderme y
            con una sonrisa me dijo:
    «Hay dos niños más como él en nuestra
   comunidad, todos en situación muy pobre.
 A Salvador le encanta hacer trueque con ellos
  por peras, manzanas, tomates, o lo que sea.
    Cuando vuelven con las canicas rojas, y
siempre lo hacen, él decide que en realidad no
 le gusta tanto el rojo, y los manda a casa con
otra bolsa de mercadería y la promesa de traer
   una canica color naranja o verde tal vez.»
Me fui del negocio sonriendo e impresionado
                  con este hombre.
  Un tiempo después me mudé a Guadalajara
pero nunca me olvidé de este hombre, los niños
               y los trueques entre ellos.
Varios años pasaron, cada uno más rápidamente
     que el anterior. Recientemente tuve la
   oportunidad de visitar unos amigos en esa
 comunidad en Aguascalientes. Mientras estuve
         allí, me enteré que el Sr. Muro
                    había muerto.
Esa noche sería su velatorio y sabiendo que mis
    amigos querían ir, acepté acompañarlos.
Al llegar a la funeraria, nos pusimos
        en fila para conocer a los parientes
    del difunto y para ofrecer nuestro pésame.

  Delante nuestro, en la fila, había tres hombres
                    jóvenes.

Uno tenía puesto un uniforme y los otros dos unos
        trajes oscuros con camisas blancas.

             Parecían profesionales.
Se acercaron a la Sra. Carmelita,
    quien se encontraba al lado
   de su difunto esposo, tranquila
             y sonriendo.

  Cada uno de los hombres la abrazó,
la besó, conversó brevemente con ella
    y luego se acercaron al ataúd.
Los ojos cafes llenos de lágrimas de la Sra.
  Carmelita, los siguió uno por uno, mientras
 cada uno tocaba con su mano cálida, la mano
             fría dentro del ataúd.

Cada uno se retiró de la funeraria limpiándose
                    los ojos.
Llegó nuestro turno y al acercarme a la Sra. De
  Muro le dije quién era y le recordé lo que me
   había contado años atrás sobre las canicas.

Con los ojos brillando, me tomó de la mano y me
                  condujo al ataúd.

  «Esos tres jóvenes que se acaban de ir son los
 tres chicos de los cuales te hablé. Me acaban de
    decir cuanto agradecían los «trueques» de
                      Salvador.
Ahora que Chava no podía cambiar de parecer sobre
el tamaño o color de las canicas, vinieron a pagar su
                       deuda.

          «Nunca hemos tenido riqueza»
-me confió- «pero ahora Salvador se consideraría el
          hombre más rico del mundo.»

Con una ternura amorosa levantó los dedos sin vida
                  de su esposo.

      Debajo de ellos había tres canicas rojas
            exquisitamente brillantes.
Moraleja
No seremos recordados por
   nuestras palabras , sino por
       nuestras acciones.

    La vida no se mide por cada
aliento que tomamos, sino por las
 cosas que nos quitan el aliento.

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  • 2. Durante los duros años de la Revolución, en un pueblo pequeño de Aguascalientes, México, solía parar en el almacén del Sr. Muro para comprar productos frescos. La comida y el dinero faltaban y el trueque se usaba mucho.
  • 3. Un día en particular, el Sr. Muro me estaba empaquetando unas papas. De repente me fijé en un niño pequeño, delicado de cuerpo y aspecto, con ropa roída pero limpia que miraba atentamente un cajón de peras frescas y maravillosas. Pagué mis papas pero también me sentí atraído por el aspecto de las peras. ¡Me encanta el dulce de pera y las papas frescas! Admirando las peras, no pude evitar escuchar la conversación entre el Sr. Muro y el niño.
  • 4. «Hola Toño, ¿cómo estás hoy?» «Hola Sr. Muro. Estoy bien, gracias..... solo admiraba las peras... se ven muy bien.» «Sí, son muy buenas. ¿Cómo está tu mamá?» «Bien. Cada vez más fuerte.» «Bien. ¿Hay algo en que te pueda ayudar?» «No Señor. Sólo admiraba las peras.» «¿Te gustaría llevar algunas a casa?» «No Señor. No tengo con que pagarlas.»
  • 5. «Bueno, qué tienes para cambiar por ellas? «Lo único que tengo es esto, mi canica más valiosa.» «¿De veras? ¿Me la dejas ver?» «Acá está. ¡Es una joya!» «Ya lo veo. El único problema es que ésta es azul y a mí me gustan las rojas. ¿Tienes alguna como esta, pero roja, en casa?» «No exactamente, pero casi.» «Hagamos una cosa. Llévate esta bolsa de peras a casa y la próxima vez que vengas muéstrame la canica roja que tienes.» «¡Claro!. Gracias Sr. Muro.»
  • 6. La Sra. de Muro se me acercó a atenderme y con una sonrisa me dijo: «Hay dos niños más como él en nuestra comunidad, todos en situación muy pobre. A Salvador le encanta hacer trueque con ellos por peras, manzanas, tomates, o lo que sea. Cuando vuelven con las canicas rojas, y siempre lo hacen, él decide que en realidad no le gusta tanto el rojo, y los manda a casa con otra bolsa de mercadería y la promesa de traer una canica color naranja o verde tal vez.»
  • 7. Me fui del negocio sonriendo e impresionado con este hombre. Un tiempo después me mudé a Guadalajara pero nunca me olvidé de este hombre, los niños y los trueques entre ellos. Varios años pasaron, cada uno más rápidamente que el anterior. Recientemente tuve la oportunidad de visitar unos amigos en esa comunidad en Aguascalientes. Mientras estuve allí, me enteré que el Sr. Muro había muerto. Esa noche sería su velatorio y sabiendo que mis amigos querían ir, acepté acompañarlos.
  • 8. Al llegar a la funeraria, nos pusimos en fila para conocer a los parientes del difunto y para ofrecer nuestro pésame. Delante nuestro, en la fila, había tres hombres jóvenes. Uno tenía puesto un uniforme y los otros dos unos trajes oscuros con camisas blancas. Parecían profesionales.
  • 9. Se acercaron a la Sra. Carmelita, quien se encontraba al lado de su difunto esposo, tranquila y sonriendo. Cada uno de los hombres la abrazó, la besó, conversó brevemente con ella y luego se acercaron al ataúd.
  • 10. Los ojos cafes llenos de lágrimas de la Sra. Carmelita, los siguió uno por uno, mientras cada uno tocaba con su mano cálida, la mano fría dentro del ataúd. Cada uno se retiró de la funeraria limpiándose los ojos.
  • 11. Llegó nuestro turno y al acercarme a la Sra. De Muro le dije quién era y le recordé lo que me había contado años atrás sobre las canicas. Con los ojos brillando, me tomó de la mano y me condujo al ataúd. «Esos tres jóvenes que se acaban de ir son los tres chicos de los cuales te hablé. Me acaban de decir cuanto agradecían los «trueques» de Salvador.
  • 12. Ahora que Chava no podía cambiar de parecer sobre el tamaño o color de las canicas, vinieron a pagar su deuda. «Nunca hemos tenido riqueza» -me confió- «pero ahora Salvador se consideraría el hombre más rico del mundo.» Con una ternura amorosa levantó los dedos sin vida de su esposo. Debajo de ellos había tres canicas rojas exquisitamente brillantes.
  • 14. No seremos recordados por nuestras palabras , sino por nuestras acciones. La vida no se mide por cada aliento que tomamos, sino por las cosas que nos quitan el aliento.