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Libro complementario esc sab 08/12/2012
- 1. Capítulo 10
La Ley y el evangelio:
¿aliados o enemigos?
J
ohn Milton captó la relación entre la ley y el evangelio en unos de
los versos más sublimes de El paraíso perdido:
«Descenderá Dios al monte Sinaí,
cuya nebulosa cima lo recibirá temblado,
y desde allí entre truenos y relámpagos
y estruendoso tañido de trompetas
les dictará sus leyes, unas referentes a la justicia civil,
otras a los ritos religiosos de los sacrificios,
anunciándoles por medio de imágenes y sombras
al que está destinado a hollar la cabeza de la Serpiente
y el modo con que proveerá a la salvación del género humano».
¿Puede la Biblia darle la razón a Milton? ¿De verdad, en el Sinaí se
reveló la salvación de los seres humanos? ¿Qué tiene que ver el Gólgota
con la ley? Busquemos juntos las respuestas a estas preguntas.
El Sinaí: el monte de la gracia
Muchos suponen que el Antiguo Testamento habla de una salvación
basada en la observancia de la ley, mientras que el Nuevo Testamento
nos presenta una salvación por gracia, sin las obras de la ley. Tratemos
de dilucidar este asunto tomando como base la experiencia de Israel en
el Sinaí.
Los israelitas llegaron al desierto de Sinaí tres meses después de ha-
ber salido de Egipto. Allí Dios les entregaría la ley y volvería a confir-
mar su pacto de gracia con los descendientes de Abraham. 1 En el Sinaí
© Recursos Escuela Sabática
- 2. el Señor les recordó:
«Vosotros habéis visto lo que he hecho a los egipcios, y cómo
os he tomado sobre alas de águilas y os he traído a mí. Ahora
pues, si en verdad escucháis mi voz y guardáis mi pacto, seréis mi
especial tesoro entre todos los pueblos, porque mía es toda la tie-
rra; y vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación
santa» (Éxodo 19:4-6).
Este pasaje constituye un resumen de los hechos narrados en Éxodo
6-18. 2 Dios tomó a su pueblo y lo sacó de Egipto. La redención de Is-
rael comienza con la victoria del Señor sobre el faraón. Para los egip-
cios, el faraón era la encarnación misma de su principal deidad. 3 Al
derrotar al faraón, Jehová está poniendo de manifiesto su supremacía
sobre los dioses egipcios, que en realidad no eran más que demonios.
¿Qué hizo Israel para merecer esa liberación del yugo de esclavitud?
¡Absolutamente nada! Así como el aguilucho depende por completo de
su madre para comer o volar, Israel llegó al Sinaí gracias al auxilio di-
vino, sin haber hecho nada que lo hiciera meritorio de semejante acto
redentor. De hecho, el deseo del Señor fue malinterpretado y algunos
pensaron que su plan no beneficiaría a la nación y trataron de boico-
tearlo (Éxodo 5:21). Sin embargo, a pesar de la actitud del pueblo, Dios
completó su obra y los israelitas cruzaron el mar Rojo (ver Éxodo 12-
14).
Alguien podría suponer que Israel consiguió salir de Egipto por su
grandeza, poderío militar o rectitud moral. Pero Israel no era una na-
ción grande (Deuteronomio 7:7), tampoco era justa: «No digas en tu
corazón por mi justicia me ha traído Jehová a poseer esta tierra. [...] No
por tu justicia ni por la rectitud de tu corazón entras a poseer la tierra»
(Deuteronomio 9:4, 5). Si no era por su justicia ni por su rectitud, ¿por
qué recibiría Israel la tierra? Por una razón: la misericordia de Dios. El
don de Dios nunca ha sido resultado de las obras humanas. No hay
nada en nosotros que nos haga acreedores de la bendición divina. Solo
la gracia del Señor podía hacer que Israel dejara de ser una nación de
esclavos sujetos al faraón para convertirse en el pueblo regio y sacerdo-
tal de Jehová.
Tan grande y magnifica fue la liberación de Israel, que Dios prescri-
bió que era preciso que se recordara cada año mediante la celebración
de la Pascua; además, ordenó que se eliminara del pueblo a quien se
negara a tomar parte activa en la festividad (Levítico 23:4-6; Números
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- 3. 9:13). Los israelitas tenían que dar de testimonio de su liberación a todo
el que preguntara, diciendo: «Nosotros éramos esclavos del faraón, en
Egipto, y el Señor nos sacó de allí con gran poder. Nosotros vimos los
grandes y terribles prodigios y las señales que el Señor realizó en Egip-
to contra el faraón y toda la casa real; pero a nosotros nos sacó de allí, y
nos llevó al país que había prometido a nuestros antepasados, y nos lo
dio» (Deuteronomio 6:22, 23, DHH).
En resumen, Dios libró al pueblo de la esclavitud por su amor y mi-
sericordia, sin que el este hiciera nada para merecerlo. Israel fue redi-
mido por la «gran justicia de Dios» (Éxodo 6:6), no por su buen com-
portamiento. Usando el vocabulario neotestamentario podríamos decir
que Dios salvó a Israel, no por las obras de ley, sino por gracia (Efesios
2:8). Ahora bien, no podemos pasar por alto que tan pronto como el
pueblo fue redimido, y solo entonces, estuvo en condiciones de obede-
cer las leyes del Señor. Dios no demandó obediencia para liberar a Is-
rael; pero sí reclamó lealtad a sus leyes a fin de que dicha liberación se
mantuviera vigente. Que seamos liberados sin antes haber obedecido
no significa que, tras la liberación, no tengamos que ser obedientes.
Antes del Sinaí hubo redención de la esclavitud. La gracia entró en
escena antes que ley para que, como dijo Elena G. de White, compren-
diéramos que «no hay poder en la ley para salvar al transgresor de la
ley» (Manuscript Releases, tomo 17, p. 115). La ley sería dada a gente que
ya era libre, no a esclavos. Este es el contexto en el que hemos de en-
tender la entrega de la ley tal y como aparece en Éxodo 19 y 20. El dis-
curso de Éxodo 19 encierra el pasado (visteis lo que hice), el presente
(ahora oíd mi voz) y el futuro del pueblo de Dios (seréis mi especial te-
soro). 4 El presente y el futuro dependían de lo que el Señor hizo en el
pasado. Dios primero los redimió, pero ahora los redimidos habían de
ser obedientes, no por sus fuerzas, sino porque la redención los había
habilitado para obedecer y prestar atención a las palabras de su nuevo
dueño.
Al dar la ley en Éxodo 20 Dios pone por escrito la expresión objetiva
de su voluntad para nuestras vidas, a fin de que al conocer y practicar
sus requerimientos nos vaya bien y podamos conservar la vida que él
ya nos hado (Deuteronomio 6:24). Estos diez principios servirían como
elementos reguladores del pacto de Dios con su pueblo. 5 La ley no da
vida, pues nunca podrá remediar nuestras faltas pasadas; pero vivir en
armonía con ella sí prolonga la vida que ya hemos recibido por gracia
(Deuteronomio 32:47; Nehemías 9:29).
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- 4. Así como después de la Pascua vino el Sinaí, tras el evangelio viene
la ley. Siempre que el verdadero evangelio cala profundo en el corazón
de los seres humanos suscitará en ellos el deseo de vivir en consonancia
con los mandatos de su Redentor. De esta manera, ya el Antiguo Tes-
tamento deja bien claro que la obediencia a la ley es resultado de la sal-
vación.
Después de que Dios, una vez hubo entregado la ley, especificara
sus planes respecto al futuro de la nación, y después de que el pueblo
hubo dado una respuesta positiva al decir: «Cumpliremos todas las pa-
labras que Jehová ha dicho» (Éxodo 24:3), en el mismo Sinaí, Dios rati-
ficó una vez más su pacto con Israel como un pacto de gracia (ver Éxo-
do 24). 6 En dicho pacto entran en escena tres actores: Dios, Moisés y el
pueblo. Dios da forma al pacto, Moisés es mediator del pacto y el pue-
blo se compromete a guardar el pacto. Para su ratificación se edificaron
doce columnas, una por cada tribu de Israel (versículo 4); luego se ofre-
cieron «holocaustos y becerros como sacrificios de paz» (versículo 5), se
leyó el libro del pacto ante todo el pueblo, que una vez más dijo: «Obe-
deceremos y haremos todas las cosas que Jehová ha dicho. Entonces
Moisés tomó la sangre, la roció sobre el pueblo y dijo: "Esta es la sangre
del pacto que Jehová ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas"»
(versículos 7, 8). Según Elena G. de White «esto significaba que me-
diante la sangre asperjada de Cristo, Dios bondadosamente los acepta-
ba como su tesoro especial. Así los israelitas entraron en un pacto so-
lemne con Dios» (Comentario bíblico adventista, tomo 7A, p. 39).
Asimismo como la sangre dio inicio a la liberación del pueblo de Is-
rael cuando este era esclavo en Egipto (ver Éxodo 12), igualmente, aun
después de la entrega de la ley, la sangre sustitutiva del sacrificio sigue
siendo el elemento que mantiene y ratifica la validez del pacto. En otras
palabras, Éxodo 24 proclama que si el pueblo quiere realmente cumplir
su promesa de obedecer el pacto, deberá recordar que su vigencia sigue
siendo por gracia, y no por obras. La obediencia a la ley resulta signifi-
cativa si está fundamentada en una alianza o pacto de gracia entre Dios
y el creyente. 7 Este compromiso de lealtad tenía como fundamento la
sangre que había sido rociada sobre el pueblo. En el Sinaí no hubo obe-
diencia legalista, hubo un compromiso de amor, un amor pactual. Jon
L. Dybdahl lo expresa de esta manera: «La obediencia no es un segui-
miento servil de un código legal abstracto, sino una respuesta sincera a
Aquel que salva». 8
Finalmente, después del incidente del becerro de oro, Dios una vez
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- 5. más llamó a Moisés para hacer otra entrega de «las palabras que esta-
ban en las tablas primeras», es decir, los Diez Mandamientos (ver Éxo-
do 34:1, 2). Jehová va a renovar el pacto que Israel quebrantó, y da
inicio a la reconciliación proclamando la esencia de su nombre:
«¡Jehová! ¡Jehová! Dios fuerte, misericordioso y piadoso; tardo
para la ira y grande en misericordia y verdad, que guarda miseri-
cordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el peca-
do» (Éxodo 34:6, 7).
En el Sinaí Israel quedó «bajo la gracia».
El Gólgota: el monte de la Ley
En la manifestación divina sobre el monte Sinaí se produjeron true-
nos, relámpagos, una nube que cubrió el monte, sonido de bocina muy
fuerte, miedo por parte del pueblo, etc. Todo parece indicar que el Dios
del Sinaí es un personaje poco amigable. Pero ya vimos que el Sinaí
constituye un monumento conmemorativo de la gracia divina. Fue el
monte donde Dios confirmó su pacto con Israel y proclama que sacó a
Israel «de casa de servidumbre» (ver Deuteronomio 5:1-5).
Sin embargo, el Gólgota es el monte de la ley. Allí se ejecutó la sen-
tencia de muerte que la ley establecía para el pecador. Por ello, los
mismos elementos que estuvieron presentes en la teofanía del Sinaí
también se manifestaron en el Gólgota. Cuando Cristo fue colgado en
la cruz, la tierra tembló, las rocas se partieron (Mateo 27:51), el centu-
rión y los que estaban con él tuvieron miedo (Mateo 27:54); como en el
Sinaí, una vez más Jesús clamó a gran voz (Mateo 27:46) y toda la tierra
quedó cubierta de tinieblas (Mateo 27:45). Como bien dijo Alden
Thompson, el Gólgota es una «continuación del Sinaí». 9 Pero a diferen-
cia del Sinaí, en el Gólgota sí hubo muerte. Cristo murió allí a fin de
que se cumpliera la ley del Sinaí. En el Gólgota, Cristo quedó bajo «la
maldición de la ley» (ver Gálatas 3:10-13).
Jesús murió en la cruz para «manifestar la naturaleza de su ley, [...]
revelar en su carácter la belleza de la santidad» (La educación, p. 70). Él
mismo proclamó: «No he venido a abolir [la ley], sino a cumplir [la
ley]» (Mateo 5:17). Comentando este pasaje el finado Joachim Jeremias
declaró que Cristo no «trata de destruir la ley, sino de completarla y de
darle su plena medida escatológica». 10 Nuestro Maestro vivió en ar-
monía con la ley, pues él era Señor de la ley. No obstante, «el camino de
los discípulos hacia la ley pasa por la cruz de Cristo», 11 pues la cruz
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- 6. hará posible que ellos puedan tener acceso a una justicia que es «mayor
que la de los escribas y fariseos» (Mateo 5:20), esa justicia que los hará
aptos para entrar al reino de los cielos: la justicia de Cristo.
Por otro lado, no hemos de olvidar que el Cristo que murió en el
Calvario fue el mismo Cristo que «promulgó a todo el pueblo los Diez
Mandamientos de la ley de su Padre, y entregó a Moisés esa ley graba-
da en tablas de piedra» (Patriarcas y profetas, capítulo 32, p. 337). En
Dios no hay dicotomía. La ley y el evangelio tienen un punto en co-
mún: Cristo fue su dador. La ley y el evangelio están unidos de forma
indisoluble. «La cruz testifica de la inmutabilidad de la ley de Dios»
(Mensajes selectos, tomo 1, p. 366).
¿Una ley imperfecta y un evangelio perfecto?
Algunos sostienen que puesto que la ley era imperfecta debió ser
abrogada por el evangelio perfecto. Este tipo de argumentación se opo-
ne a las enseñanzas bíblicas. Moisés declaró en Deuteronomio 32:4: «Él
es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectos.
Es un Dios de verdad y no hay maldad en él; es justo y recto». El profe-
ta Isaías va en esa misma dirección cuando dice: «Dios lo instruye [a su
pueblo] y le enseña lo recto» (Isaías 28:25). No olvidemos que Pablo de-
clara tajantemente que Cristo era esa Roca que estuvo junto a los israe-
litas en el desierto (1 Corintios 10:4). Si Dios es un ser justó y recto, no
puede demandar del ser humano el cumplimiento de una ley imper-
fecta, que pone en entredicho atributos clave de su personalidad.
En el Antiguo Testamento la ley de Dios es descrita con los mismos
atributos de su Dador. El salmista proclama que la «ley del Señor es
perfecta» (Salmo 19:7, NVI). ¿Puede algo perfecto ser abrogado? ¿Por
qué es perfecta la ley? Porque es la manifestación escrita de su mismo
Dador; es decir, es «un trasunto de su carácter [del de Dios]» (El conflic-
to de los siglos, capítulo 26, p. 430). En otro lugar Elena G. de White de-
claró que «Cada detalle de la ley constituye un rasgo del carácter del
Dios infinito» (Sermones escogidos, tomo 1, capítulo 26, p. 216). En otras
palabras, «la ley es como una copia escrita de la naturaleza de Dios». 12
Al relacionarnos con ella, de una u otra manera, entramos en contacto
con su Dador. Decir que la ley es imperfecta conlleva también el seña-
lamiento de que Dios participa de dicha imperfección, lo cual nos con-
vertiría en blasfemos.
Una ley perfecta demanda obediencia perfecta. Nuestro principal
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- 7. problema con la ley radica en que su perfección ya no encaja con nues-
tra imperfección. Debido al pecado, la ley perfecta se ha convertido en
un instrumento de condenación para seres imperfectos. Como el peca-
do acarrea la muerte, y la ley es quien define qué es pecado, la ley es
responsable de que sobre los pecadores caiga la sentencia de muerte.
Por eso Pablo dijo que «el mismo mandamiento que era para vida, a mí
me resulto para muerte» (Romanos 7:10) porque la ley se convirtió en
«el poder del pecado» (1 Corintios 15:56), pues todos estamos «bajo pe-
cado» (Romanos 3:9). El apóstol Santiago escribió que los pecadores
somos convictos ante la ley, puesto que ella nos acusa de transgresores
(2:9). Todos estamos atrapados en las redes de la ley. Todos hemos
quebrantado los mandamientos. Por ello «no hay justo, ni aun uno»
(Romanos 3:10).
Nuestra segunda dificultad ante la ley radica en que, aunque deci-
damos obedecerla fielmente desde este mismo momento, aun así, no
somos candidatos a recibir «la justicia de la ley» mediante la obedien-
cia, porque nuestra lealtad presente no puede ayudamos a resolver
nuestros fracasos pasados. Es decir, nuestra obediencia presente no
constituye un cheque con fondos suficientes para saldar nuestras deu-
das pasadas. Mi fidelidad presente no expía mis pecados pasados. En
resumen, tenemos dos graves problemas a la hora de alcanzar la justi-
cia por la obediencia a la ley:
• Somos imperfectos y la ley es perfecta.
• Nuestra obediencia presente no limpia nuestras transgresiones pa-
sadas.
Entonces entra Jesús en el escenario del drama que mantiene expec-
tante a todo el universo. Él sí era un «hombre perfecto» (Efesios 4:13),
pues fue «santo, inocente, sin mancha» (Hebreos 7:23) todos los días de
su vida. Como él nunca pecó, jamás estuvo bajo la sentencia de muerte
establecida por la ley. Jesús es el único ser humano que puede reclamar
para sí la justicia que viene por la ley, pues «el hombre que haga estas
cosas vivirá por ellas» (Romanos 10:5). ¡Y Cristo las hizo! Nosotros no
podemos reclamar la justicia de la ley puesto que ya hemos desobede-
cido los mandamientos; pero Jesús observó fielmente los «man-
damientos de su Padre» (Juan 15:10). Por tanto, su obediencia le da el
derecho de reclamar la vida que le otorga haber obedecido cada letra
de la ley.
Unos meses atrás me detuvo un policía de tránsito. Yo circulaba a 70
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- 8. kilómetros por hora en una zona donde el límite es 50. Es evidente que
desobedecí la ley. El policía me pidió la licencia de conducir, la docu-
mentación del vehículo y el seguro. En ese momento no tenía licencia,
pues recién me había trasladado a Miami, acababa de comprar el au-
tomóvil, no sabía dónde se encontraba la documentación y, para colmo,
tampoco encontraba la tarjeta del seguro. Como supondrá, no había
manera de que me librara de una bien merecida multa. El policía se
quedó mirándome y, después de hacerme varias preguntas, me dijo:
«Váyase». No se imagina el alivio que sentí. Desde entonces me he ase-
gurado de tener a mano mi licencia, la documentación y el seguro, y
pongo todo mi empeño en no sobrepasar los límites de velocidad.
Ahora bien, un día la ley nos detuvo porque habíamos violado el sá-
bado, deshonrado a nuestros padres, levantado falso testimonio contra
nuestro prójimo... En fin, habíamos transgredido todos sus preceptos.
No había nada que pudiéramos hacer para quedar libres de dicha si-
tuación. Todos los argumentos de la ley estaban en nuestra contra.
Nuestros propios hechos proclamaban a gritos que nuestra transgre-
sión. Y cuando el agente de la ley ya escribía la sanción que se nos apli-
caría, llega Cristo, se queda mirándonos fijamente a los ojos, se identifi-
ca con nuestra frustración. Pero no puede decirle a ley que pase por al-
to nuestra transgresión. No puede decir: «Váyanse, y ya está». Así que
se da la vuelta, se enfrenta a la ley y le dice: «Esta gente merece ser
condenada, puesto que han desobedecido; no obstante, como yo he
cumplido la ley y, por tanto, tengo vida, prefiero otorgarles la vida a
ellos, a fin de que su condenación recaiga sobre mí y mi justicia cubra
sus transgresiones». ¡Somos salvos, no por "nuestras obras" sino "por la
obra" de nuestro Señor! Sí, la salvación es por obras, pero no por obras
humanas, sino por la obra que Dios realizó en y a través de Cristo. El
Gólgota hizo posible que el manto de Jesús, que ha sido tejido por su
propia obediencia, sea «imputado al alma arrepentida mediante la fe en
su nombre» (Fe y obras, p. 110).
En Jesús, el Sinaí y el Gólgota se fusionaron para siempre. En el Gól-
gota se halla la máxima revelación de la ley, su pleno cumplimiento. La
salvación que hoy recibimos por gracia es resultado de la fiel obedien-
cia de Cristo. Si Jesús no hubiera respetado la ley no habría evangelio
de salvación para nosotros. Por ello Elena G. de White declaró por es-
crito: «Ningún hombre puede presentar correctamente la ley de Dios
sin el evangelio, ni el evangelio sin la ley. La ley es el evangelio sinteti-
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- 9. zado, y el evangelio es la ley desarrollada. La ley es la raíz, el evangelio
su fragante flor y fruto» (Palabras de vida del gran Maestro, p. 99).
La Ley, el evangelio, y nuestro crecimiento espiritual
¿Por qué la gente tiende a rechazar la ley y aferrarse a un falso
evangelio que proclama la abolición de la ley del Sinaí? El apóstol San-
tiago compara la ley con un espejo y declara bienaventurado al que
persevera en ella al mirarla con atención y poner en practica sus orde-
nanzas (Santiago 1:25). Uno de nuestros problemas con la ley es que,
como un espejo, no miente y refleja apropiadamente cuál es nuestra
realidad; y eso no nos gusta. Esto me recuerda la obra El retrato de Do-
rian Gray, de Oscar Wilde. En dicha obra el joven Dorian se las ingenia
a fin de mantenerse joven y lozano todo el tiempo, pero los signos de
decadencia moral que la gente no veía en su rostro, sí quedaban plas-
mados en el retrato. Él se veía a sí mismo con un hombre radiante y
apuesto, pero el retrato sí reflejaba todas las arrugas e imperfecciones
de su carácter. El retrato sacaba a la luz lo que nadie podía percibir: su
verdadera condición.
Así es la ley. Muchos podemos pretender que somos santos e inma-
culados. A la vista de los demás parecemos incólumes, no hay nada
que nos descalifique; no obstante, la ley de Dios exhibe ante el universo
nuestro verdadero retrato. Elena G. de White lo explica de esta manera:
«La ley de Dios condena al pecador, señalando los defectos de su carác-
ter. Pero ustedes pueden estar de pie ante esa ley toda la vida y decir:
"Límpiame. Prepárame para el cielo''. ¿Podrá ella hacerlo? No, no hay
poder en la ley para salvar al transgresor de su pecado. ¿Entonces qué?
Cristo tiene que actuar como nuestra justicia» (Sermones escogidos, capí-
tulo 14, p. 106).
Resulta admirable saber que Pablo, el mayor defensor de salvación
por fe, hizo declaraciones muy positivas respecto de la ley de Dios. 13
En Romanos 7:12 declaró que la «la ley a la verdad es santa, y el man-
damiento santo, justo y bueno». También dijo que «la ley es buena» (1
Timoteo 1:8), que por medio de la ley «es el conocimiento del pecado»
(Romanos 3:20) y que nuestra fe en Cristo no invalida la función de la
ley (Romanos 3:31). En su Carta a los Romanos coloca la obediencia
como una especie de sujetalibros, pues la menciona tanto al inicio como
al final de la Epístola (Romanos 1:5; 16:19). Pablo nunca negó que la
obediencia a la ley fuera necesaria. Incluso, felicitó a los Corintios por
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- 10. la obediencia que profesaban «al evangelio de Cristo» (2 Corintios
9:13).
Lo contrario al evangelio no es la obediencia a la ley. La obediencia
es la hermana gemela de la fe. El enemigo del evangelio y de la ley es el
legalismo. El legalismo implica pretender cumplir la ley sin relacionar-
nos con el Dador de la ley; es creer que nuestra fe en Cristo no es sufi-
ciente, que, a fin de cuentas, la salvación depende de nosotros. El lega-
lismo es ley sin amor; no manifiesta piedad por nadie. El legalismo es
capaz de cumplir al pie de la letra el cuarto mandamiento y no sentir
remordimientos por matar al Hijo de Dios (ver Juan 19:31-36). Es la tí-
pica conducta farisaica que se siente orgullosa de dar el diezmo de la
menta, el eneldo y el comino y al mismo tiempo descuidar lo más im-
portante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe (Mateo 23:23). El
problema del legalismo radica en que pasa por alto dos hechos que na-
die podría rebatir: 1) Nunca dejaremos de necesitar la gracia de Dios y
2) el amor es la esencia de la ley. 14 El legalismo mata nuestro creci-
miento espiritual.
Me gustaría que al final de este capítulo reflexionemos en esta decla-
ración del don profético: «El evangelio no ha abolido la ley ni ha redu-
cido un ápice de sus demandas. Aún exige santidad en todo aspecto.
No hay tal cosa como invalidar la ley por la fe en Cristo. La ley es el eco
de la propia voz de Dios que invita a cada alma: "Asciende un poco
más alto; sé santo, siempre más santo"» (Sermones escogidos, tomo 1. ca-
pítulo 31, pp. 260, 261). ¿Escuchamos la voz de la ley que nos dice: «As-
ciende, asciende». Cada vez que nos detenemos frente al espejo de la
ley y contemplamos nuestra verdadera condición, no nos queda más al-
ternativa que clamar desde lo más profundo de nuestras almas: «Dios,
ten compasión de mí, y perdóname por todo lo malo que he hecho»
(Lucas 18:13, NVI). Únicamente cuando la ley nos conduzca a aceptar el
manto de la justicia de nuestro Señor, estaremos entre los que tienen la
«estatura de la plenitud de Cristo» (Efesios 4:13).
Referencias
1 Jeffrey J. Niehaus, God At Sinai. Covenant Si Theophany in the Bible and Ancient Near East (Grand
Rapids, Michigan: Zondervan, 1995), p. 196.
2 J. A. Motyer, Éxodo (Barcelona: Andamio, 2009), p. 251.
3 Ibid., p, 182.
4 Claude Wiener, El libro de Éxodo (Estella: Verbo Divino, 1993), p. 30.
5 Daniel I. Block, «Preaching Old Testament Law to New Testament Christians», Ministry, vol. 78,
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- 11. n° 5 (mayo 2006), p. 9.
6 Para más detalles sobre el propósito de Dios al establecer su pacto con Israel, consulte John H.
Walton, Covenant: God’s Purpose, God's Plan (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 1994), pp. 13-46.
7 Martin Noth, Estudios sobre el Antiguo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1985), p. 55.
8 Jon L. Dybdahl, Éxodo. Colección Vida Abundante (Doral, Florida: APIA, 1995), p. 179.
9 Alden Thompson, Del Sinaí al Gólgota (Doral, Florida: APIA, 2011), p. 27.
10 Joachim Jeremías, Teología del Nuevo Testamento, vol. I (Salamanca: Sígueme, 1977), p. 243.
11 Dietrich Bonhoeffer, El precio del discipulado (Salamanca: Sígueme, 2007), p. 84.
12 Millard Erickson, Teología sistemática (Barcelona: CLIE, 2008), p. 816.
13 Femi Adeyemi, «Paul's "Positive" Statements About the Mosaic Law», Bibliotheca Sacra 164
(enero-marzo 2007), pp. 49-58.
14 Erickson, p. 986.
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