¡Vengan a beber agua, todos los sedientos, y el que no tenga plata, venga también; vengan a comer gratis…! ¡Estamos hartos de tanta propaganda, de tantas propuestas; si alguien llegara a ofrecernos algo gratuitamente, inmediatamente desconfiaríamos y frunciendo la nariz olfatearíamos alguna trampa, algún engaño…! Un atardecer, en un lugar llamado Siete-fuentes, a orillas de un lago, encontramos una multitud que sigue a Jesús, gente con mucha hambre, con muchas hambres… Allí, en descampado, los sorprendió la noche. Hay hambre, ¿qué hacer? Los discípulos del Rabí de Nazaret ni lo dudan: que se vayan, compren y paguen lo comprado. Mismito sería el consejo que daríamos nosotros: ¡Al fin y al cabo nada es gratuito. Toda contabilidad, también la de la vida, tiene su debe y su haber! Todo tiene precio y todos tienen su precio. ¡Qué lástima quedar aprisionados en la inexorable lógica del acumular, del tener…! La lógica de Jesús es muy distinta: dar: den, dense a sí mismos… Jesús nos introduce en su mundo, en el del Reino, enseñándonos a conjugar la vida con otro verbo: dar y darse, regalar y regalarse. No, no se trata de comprar, tampoco de prestar… Se trata de aprender a dar sin esperar nada a cambio, a no ser alegría dada, compartida, multiplicada… No hay necesidad de dinero, se ofrece lo que se es y tiene. En la contabilidad de Dios tu hambre es un problema material, pero el hambre de tu hermano, de tu hermana, es un problema espiritual: en el último día te harán el balance de acuerdo a lo que hiciste con el hambre, la sed, el frío y el dolor del más pequeño de los hermanos, de las hermanas de Jesús: les aseguro que cada vez que lo hicieron [que no lo hicieron] con el más pequeño de mis hermanos lo hicieron [no lo hicieron] conmigo. Cada uno de nosotros es testigo de las maravillas, las multiplicaciones, ocurridas en nuestra vida: son innumerables, enumeremos apenas alguna: nada, ni el hambre, ni el desierto, ni la noche pueden separarnos del amor de Jesús, de la fascinación por Cristo; cinco son los panes que pasando de las manos de uno al corazón de todos, a todos saciaron… El primer gran milagro es el de la desmultiplicación de mis egoísmos, temores y desconfianzas, logrando que me multiplique sin tasa y sin cuento, dándome y dándome…, haciendo que ‘mi pan’ se transforme en ‘nuestro pan’: ¡Padre nuestro…, danos el pan nuestro de cada día!. Misteriosa y maravillosa lógica la del Reino: el poco pan, compartido entre todos, alcanza para todos, al convertirse,- ¡al convertirnos! -, en pan-de-Dios. El hambre comienza cuando yo guardo mi pan solo para mí. Cuando países y personas que tenemos alimento en sobreabundancia no lo compartimos. En cambio, cuando se instaura la lógica del Reino, la del dar y darse, entonces de lo compartido nada se pierde y lo que sobreabunda, los pedazos que quedan, al ser atesorados amorosa y cuidadosamente en doce canastas, sacian las hambres de los que van llegando. ¡Doce son las canastas recogidas: una para cada uno de los meses del año, una para cada una de las doce tribus del Israel de Dios! ¡Para que en ninguno de los doce meses olvidemos las hambres de cuantos nos rodean; para que no cerremos los ojos ante ninguna de las tribus que integran y conforman el mundo entero! Y las palabras de Jesús que ordenan: recojan los pedazos, adquieren de pronto otras resonancias, trayéndonos el eco de otros pedazos: estamos hecho pedazos, divididos entre tantas cosas y tantos intereses, despedazándonos mutuamente. Unidos y reunidos en el Pan único y partido, todo dolor y todo sufrimiento queda ‘enterado’ [es decir, entero e integrado] en el Pan partido y entregado, en el Cáliz derramado… Es como si el Maestro nos dijera: “no dejen que nada se pierda, anonádense, piérdanse más bien ustedes dándose por entero”. ¿Quién podrá separarnos del amor a Cristo? ¿Las tribulaciones, las