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AL BUENOS AIRES QUE SE FUE
(Ernesto Sábato)
Cuando la dureza y el furor de Buenos Aires
hacen sentir más la soledad
busco un suburbio en el crepúsculo, y entonces,
a través de un brumoso territorio de medio siglo
enriquecido y devastado por el amor y el desengaño,
miro hacia aquel niño que fui en otro tiempo.
Melancólicamente me recuerdo
sintiendo las primeras gotas de una lluvia
en la tierra reseca de mis calles sobre los techos de zinc.
"Que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva",
hasta que los pájaros cantaban y corríamos descalzos,
a largar los barquitos de papel.
Tiempos de las cintas de Tom Mix y de las figuritas de colores,
de Tesorieri, Mutis y Bidoglio,
tiempo de las calesitas a caballo,
de los maníes calientes en las tardes invernales,
de la locomotora chiquita y su silbato.
Mundo que apenas entrevemos cuando estamos muy solos,
en este caos del ruido y del cemento,
ya sin lugar para los patios con glisinas y claveles,
donde una chica casadera cantaba algo de un pañuelito blanco,
mientras planchaba la ropa del hermano.
Cuando la dureza y el furor de Buenos Aires,
hacen sentir más la soledad,
salgo a caminar por esos barrios que tímidamente, con vergüenza,
conservan algún minúsculo tesoro de un pasado menos duro,
una maceta con malvones, alguna reja rezagada.
Pero ya Boedo no es el que cantó De Caro,
ni Chiclana la calle de Esthercita,
ni Puente Alsina en la vieja barriada
que vio nacer al poeta callejero.
En vano buscaremos las muchachas
en torno del gringo y su organito,
ansiosamente mirando la cotorra,
esperando de su pico la buena suerte o el amor.
Feliz de vos, Homero Manzi, que te fuiste a tiempo,
cuando aún era posible escribir esas canciones de trenzas y almacenes,
cuando todavía los espíritus no estaban resecados,
por la ferocidad y la violencia.
Ya no hay novias detrás de las persianas,
esperando al gringo y su monito.
Ya murió el último organito
y el alma del suburbio se quedó sin voz.
LA MARIONETA
(Gabriel García Márquez)
Si por un instante Dios se olvidara
de que soy una marioneta de trapo
y me regalara un trozo de vida,
posiblemente no diría todo lo que pienso,
pero en definitiva pensaría todo lo que digo.
Daría valor a las cosas, no por lo que valen,
sino por lo que significan.
Dormiría poco, soñaría más,
entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos,
perdemos sesenta segundos de luz.
Andaría cuando los demás se detienen,
despertaría cuando los demás duermen.
Escucharía cuando los demás hablan,
y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate.
Si Dios me obsequiara un trozo de vida,
vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol,
dejando descubierto, no solamente mi cuerpo sino mi alma.
Dios mío, si yo tuviera un corazón,
escribiría mi odio sobre hielo,
y esperaría a que saliera el sol.
Pintaría con un sueño de Van Gogh
sobre las estrellas un poema de Benedetti,
y una canción de Serrat sería la serenata
que les ofrecería a la luna.
Regaría con lágrimas las rosas,
para sentir el dolor de sus espinas,
y el encarnado beso de sus pétalos.
Dios mío, si yo tuviera un trozo de vida...
No dejaría pasar un solo día
sin decirle a la gente que quiero, que la quiero.
Convencería a cada mujer u hombre de que son mis favoritos
y viviría enamorado del amor.
A los hombres les probaría cuán equivocados están,
al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen,
sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse.
A un niño le daría alas,
pero le dejaría que él solo aprendiese a volar.
A los viejos les enseñaría que la muerte
no llega con la vejez sino con el olvido.
Tantas cosas he aprendido de ustedes, los hombres.
He aprendido que todo el mundo quiere vivir
en la cima de la montaña,
sin saber que la verdadera felicidad está
en la forma de subir la escarpada.
He aprendido que cuando un recién nacido
aprieta con su pequeño puño,
por vez primera, el dedo de su padre,
lo tiene atrapado por siempre.
He aprendido que un hombre
sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo,
cuando ha de ayudarle a levantarse.
Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes,
pero realmente de mucho no habrán de servir,
porque cuando me guarden dentro de esa maleta,
infelizmente me estaré muriendo.
EL VESTIDO DE TERCIOPELO
(Silvina Ocampo)
Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a
esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido
estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre: nos
abrieron la puerta y entramos, Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco
y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a
trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el
monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al
dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era
todo rojo, con cortinajes blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora
llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y
después de unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:
–¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos.
Habrá perros rabiosos y quema de basuras... Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es
blanca. Un ampo de nieve –me tomó del mentón y agregó–: No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho
años tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda, agregó–: ¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para
que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.
Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me
ordenó–: Alcanza de mi cartera los alfileres.
–¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.
La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.
–¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.
La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué
risa!
–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco.
–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora.
Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.
–¿Para cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.
–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que
estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio, y brillante.
–Se va a París, ¿no?
–Iré también a Italia.
–¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.
La señora asintió dando un suspiro.
–Levante los dos brazos para que le pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando el vestido
y poniéndoselo de nuevo.
Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las
caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos
instantes la señora descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El
vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras, brillaba sobre el lado izquierdo de
la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y
comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era
áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía
rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno.
¡Qué risa!
–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando
caer un alfiler que tenía entre sus dientes–. ¿No le agrada, señora?
–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene
sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.
–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.
–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El
terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin
embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano, me atrae aunque
a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de
puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y
es sobrio.
Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un diario
que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire
le hacía mal. ¡Qué risa!
En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato
del afilador, y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras
veces. No me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió
a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó.
El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió
a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural, que sobraban.
–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas.
¡Qué risa!
–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente
durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.
–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que
temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la frente–.
Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.
La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón
quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:
–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto! ¡Qué risa!

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Bs as marioneta-vestido

  • 1. AL BUENOS AIRES QUE SE FUE (Ernesto Sábato) Cuando la dureza y el furor de Buenos Aires hacen sentir más la soledad busco un suburbio en el crepúsculo, y entonces, a través de un brumoso territorio de medio siglo enriquecido y devastado por el amor y el desengaño, miro hacia aquel niño que fui en otro tiempo. Melancólicamente me recuerdo sintiendo las primeras gotas de una lluvia en la tierra reseca de mis calles sobre los techos de zinc. "Que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva", hasta que los pájaros cantaban y corríamos descalzos, a largar los barquitos de papel. Tiempos de las cintas de Tom Mix y de las figuritas de colores, de Tesorieri, Mutis y Bidoglio, tiempo de las calesitas a caballo, de los maníes calientes en las tardes invernales, de la locomotora chiquita y su silbato. Mundo que apenas entrevemos cuando estamos muy solos, en este caos del ruido y del cemento, ya sin lugar para los patios con glisinas y claveles, donde una chica casadera cantaba algo de un pañuelito blanco, mientras planchaba la ropa del hermano. Cuando la dureza y el furor de Buenos Aires, hacen sentir más la soledad, salgo a caminar por esos barrios que tímidamente, con vergüenza, conservan algún minúsculo tesoro de un pasado menos duro, una maceta con malvones, alguna reja rezagada. Pero ya Boedo no es el que cantó De Caro, ni Chiclana la calle de Esthercita, ni Puente Alsina en la vieja barriada que vio nacer al poeta callejero. En vano buscaremos las muchachas en torno del gringo y su organito, ansiosamente mirando la cotorra, esperando de su pico la buena suerte o el amor. Feliz de vos, Homero Manzi, que te fuiste a tiempo, cuando aún era posible escribir esas canciones de trenzas y almacenes, cuando todavía los espíritus no estaban resecados, por la ferocidad y la violencia. Ya no hay novias detrás de las persianas, esperando al gringo y su monito. Ya murió el último organito y el alma del suburbio se quedó sin voz.
  • 2. LA MARIONETA (Gabriel García Márquez) Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero en definitiva pensaría todo lo que digo. Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan. Dormiría poco, soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz. Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás duermen. Escucharía cuando los demás hablan, y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate. Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando descubierto, no solamente mi cuerpo sino mi alma. Dios mío, si yo tuviera un corazón, escribiría mi odio sobre hielo, y esperaría a que saliera el sol. Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la serenata que les ofrecería a la luna. Regaría con lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas, y el encarnado beso de sus pétalos. Dios mío, si yo tuviera un trozo de vida... No dejaría pasar un solo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero. Convencería a cada mujer u hombre de que son mis favoritos y viviría enamorado del amor. A los hombres les probaría cuán equivocados están, al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse. A un niño le daría alas, pero le dejaría que él solo aprendiese a volar. A los viejos les enseñaría que la muerte no llega con la vejez sino con el olvido. Tantas cosas he aprendido de ustedes, los hombres. He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña, sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada. He aprendido que cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por vez primera, el dedo de su padre, lo tiene atrapado por siempre. He aprendido que un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse. Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero realmente de mucho no habrán de servir, porque cuando me guarden dentro de esa maleta, infelizmente me estaré muriendo.
  • 3. EL VESTIDO DE TERCIOPELO (Silvina Ocampo) Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa! Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre: nos abrieron la puerta y entramos, Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa! Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó: –¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras... Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un ampo de nieve –me tomó del mentón y agregó–: No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda, agregó–: ¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud. Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa! –Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó–: Alcanza de mi cartera los alfileres. –¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto. La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo. –¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla. La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa! –El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco. –Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora. Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse. –¿Para cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla. –Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio, y brillante. –Se va a París, ¿no? –Iré también a Italia. –¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos. La señora asintió dando un suspiro. –Levante los dos brazos para que le pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando el vestido y poniéndoselo de nuevo. Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El
  • 4. vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras, brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa! –¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes–. ¿No le agrada, señora? –Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos. –¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda. –El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano, me atrae aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio. Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa! En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del afilador, y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural, que sobraban. –Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto? –Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa! –Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora. Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido. –Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la frente–. Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua. –Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda. La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente: –Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto! ¡Qué risa!