1. Discordia
La luz del atardecer caía sobre sus dorados y rizados mechones, haciéndolos
resplandecer como una brillante piedra de ámbar, mientras sus ojos se mezclaban con el
cielo, el cual iba convirtiéndose poco a poco de un tono anaranjado al violeta más
oscuro. Su piel era blanca como la nieve que pisaban sus botas, y su rostro era más bello
que cualquier otro en existencia. Y, sin embargo, su corazón era más negro que la noche,
más negro incluso que aquella noche próxima en que la luna sería tapada por los cirros
que cubrían el cielo.
Serafina era una guerrera, adalid de todas las tropas del reino de Darlion. Ella era la
primera opción del gobernante a la hora de encomendar cualquier tipo de misión, que
regularmente realizaba acompañada de sus soldados. No obstante, en este caso, debía
llevar a cabo la ardua tarea que se le había confiado en solitario, factor que no minó su
confianza y seguridad.
El encargo que se le había hecho a Serafina podría haber resultado de lo más simple en
compañía de su séquito, pues se trataba de ahogar una rebelión que, aunque resultaba
una molestia de la magnitud de una mosca para el rey Darlion, era preferible que fuera
sofocada. Sin embargo, los soldados del poblado de Evein superarían con creces la
individualidad de Serafina, sumando el hecho que el pueblo se encontraba en la cima de
la montaña más alta de todo el reino.
Los claros ojos de Serafina brillaban con determinación y seguridad. ¿Cómo podía
caber en la cabeza de alguien la derrota de la valiente e invencible joven, adalid de todo
ejército, mano derecha del rey? ¿Qué eran decenas, o cientos de soldados contra ella?
Nada. Y ella era consciente de ello.
Hacía frío, y la noche ya casi había caído definitivamente sobre ella. Debía pararse en
algún lugar, antes de haber de depender de su único apoyo; el quinqué, que tampoco
podría encender si su visibilidad era impedida por la huida del sol. Siguió avanzando,
notando cómo el gélido aire que había estado soplando cesaba a medida que se acercaba
al punto al que se encaminaba. ¿Habría algo más adelante que parara el viento? Tras
unos minutos de marcha, finalmente se topó con una pequeña gruta. Sin pensárselo dos
veces, Serafina se dirigió al interior de la cueva, y encendió un fuego rápidamente. Se
despojó de su pesada armadura, y se quedó en ropa interior, delante del caliente fuego.
Secó sus ropajes, que se habían mojado por la humedad del aire, y se vistió con unas
mudas secas y calientes que llevaba dentro de su bolsa. Improvisó un saco para dormir
con varias mantas, se tumbó junto al fuego e, imaginando la masacre de la que iba a ser
autora, terminó por dormirse.
Abrió los ojos al día siguiente, habiendo conseguido acaparar las mantas el calor que
habían despedido las llamas hasta apagarse. Le costó quitárselas de encima, sentía que
se congelaba. Finalmente, consiguió levantarse, para posteriormente volver a equiparse
con su armadura de argento. Recogió todos los cobertores que la habían mantenido
cálida la noche anterior y los metió en su bolsa, conjuntamente con la ropa que había
vestido para dormir. Se colgó la vaina y la espada que contenía, y se dispuso a continuar
su travesía. Según sus cálculos, poco quedaba para arribar al poblado de Evein.
2. Aún somnolienta, Serafina caminaba lentamente sobre el nevero, que confirmaba su
teoría; su destino estaba cerca. Otra pista sumamente desveladora habría sido que, de no
estar tan sumergida en sus pensamientos mientras miraba al suelo, hubiera sido capaz de
avistar la muralla que se levantaba ante su cuerpo. La muralla de Evein, que tendría que
escalar, y detrás de la cual se encontraban sus desafortunadas víctimas.
Aquel día había una espesa niebla, para la fortuna de la guerrera. Habría de seguir
siendo cauta, sí, pero sería mucho más cómodo para ella infiltrarse en Evein. Serafina
sacó de su bolso una soga, que anudó y enganchó en una de las almenas de la muralla.
Tardó largos minutos en trepar la pared, debido al peso de su armamento, pero
consiguió hacerlo relativamente rápido a pesar de ello.
Una vez arriba, se encontró con la mirada de un guardia. Serafina corrió lo más rápido
que pudo hacia él, y antes de que pudiera articular sonido, el hombre estaba muerto. La
joven extrajo de su cuello la daga que le había clavado, lo que provocó que un chorro de
sangre saliera disparado desde la carne del tipo. Serafina limpió la hoja del arma con las
ropas de su víctima, y la guardó.
Desde el punto en el que estaba, observó el panorama en el pueblo. Nada parecía fuera
de lo normal, las personas iban y venían y nadie actuaba de manera extraña. Descendió
hasta el interior de Evein, y se acercó a las personas para ver si lograba averiguar algo.
Nada.
Estaba lista para llevar a cabo su plan inicial. Sacó un pergamino en el que tenía
apuntadas las direcciones en que debía depositar los explosivos que llevaba con ella. La
mayoría de lugares eran las casas de los comandantes de la rebelión que se llevaba en
contra del imperio, aunque en otros casos simplemente se decidían residencias al azar,
como sangrienta advertencia.
Y lo hizo. Se infiltró en cada una de las casas en las que debía hacerlo, y depositó las
bombas. Los primeros hogares en los que entró fueron anfitriones de los explosivos con
las mechas más largas, para así asegurarse la detonación simultáneamente de todos
ellos. Y, para cuando el momento llegó, la noche ya se había adueñado del pueblo.
De un momento a otro, el poblado se convirtió en un festival de explosiones. Más de
veinte bombas detonaron, y más de ochenta personas fueron asesinadas por Serafina
aquella víspera. Ella estaba satisfecha, había cumplido el cometido que su rey le había
otorgado. Corrió hacia las puertas de salida del pueblo, pero estas habían sido cerradas.
Un gran número de personas se le abalanzaron encima, conscientes de que ella era la
artífice de aquel terrorífico acontecimiento. Serafina desenvainó su espada, y la clavó en
el pecho de una mujer que se le había tirado encima, dándole una patada a su cuerpo
para recuperar su acero. Otro hombre intentó lo mismo, pero se dio la vuelta al ver el
cuerpo de su compañera. Sin embargo, sufrió el mismo destino que ella, aunque
recibiendo el filo de la hoja por la espalda. Y así decenas de hombres y mujeres fueron
cayendo, hasta que Serafina sintió un pinchazo. No podía mover su cuerpo, pero logró
girar su cuello, para ver el cuerpo de una pequeña niña sujetando la espada que tenía
clavada en su espalda, profundamente.
-¡Monstruo! ¡Has asesinado a mi madre! -chillaba la chiquilla mientras lloraba
desconsolada- ¡Muere…!
3. La niña empujó con más fuerza la espada dentro de la carne de Serafina. El mundo le
daba vueltas, y sentía como si su cuerpo experimentara escalofríos constantes. Estaba
frío, y sin embargo caliente. Sentía el aire llevarse su sangre, hasta que solo sintió frío, y
hasta que no pudo sentir nada. Su cuerpo se desplomó.
María del Mar Prieto Pedroso. 2.º Bach. A