1. UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PAMPA
FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS
DEPARTAMENTO DE FORMACIÓN DOCENTE
DIDÁCTICA
Eje 1: Por qué enseñar hoy
Philippe Meirieu
2. FUNDAMENTACIÓN
La asignatura Didáctica, pertenece al ciclo de Formación Docente de los Profesorados
de las Facultades de Ciencias Humanas y de Ciencias Exactas y Naturales de la UNLPam.
Se dicta simultáneamente para los siguientes planes de estudios: Profesorados en
Letras, en Inglés, en Historia, en Geografía, de Química, en Matemática, en Computación, en
Matemática y Computación, en Matemática y Física, en Física, en Ciencias Biológica, en
Ciencias Naturales.
Se articula con las asignaturas pedagógicas previas, de ahí que la concepción de
enseñanza se enmarca en las finalidades educativas que atienden a las particularidades de la
cultura, y ponen, a su vez, en vigencia la ética universal con el profundo sentido de
implicación moral y social preconizado por Freire. Nuestra perspectiva sobre los sujetos que
se educan, los presenta profundamente involucrados en el mejoramiento de sus condiciones
de vida, los concibe en sus posibilidades instituyentes sin desconocer las limitaciones
estructurales, que sin embargo no actuarían como condicionamientos preestablecidos. En este
sentido las finalidades educativas hacia las que se orienta la Didáctica se vinculan con la
formación de sujetos para una democracia crítica, capaces de usar responsablemente su
libertad, de participar crítica y creativamente en la vida cívica, involucrarse en la defensa de
la justicia con criterio ético, en fin, sujetos que puedan conquistar la autonomía moral e
intelectual para pensar reflexivamente, actuar con criticidad y tomar decisiones ajustadas al
bien común. En este sentido, además, se habilitarían las posibilidades de ejercitar la
resistencia ante las injusticias, por medio del discurso, que como eje de la comunicación
permitiría argumentar y aun en el discenso, hallar las vías para el entendimiento entre los
hombres.
La perspectiva psicológica brinda contexto para la comprensión del sujeto de
aprendizaje concebido como sujeto epistémico portador de necesidades y deseos que pueden
ser decodificados por el docente en su función de enseñanza. Las concepciones de los
alumnos se transforman en factor decisivo para la organización de la enseñanza y la
construcción del saber.
3. Desde el punto de vista epistemológico, la enseñanza se visualiza como práctica social
y como cuerpo de saber teórico y en este sentido se la concibe como elaboración dialéctica,
como praxis y por tal, histórica y socialmente construida. Esta concepción imprime un sello
distintivo a la enseñanza de la Didáctica pues debe articular teoría y práctica para su
aprendizaje. Además se considera que el saber didáctico, como todo saber, presenta una
estructura semántica articulada a la estructura sintáctica. La primera como conjunto de
conceptos y sus interrelaciones en principios descriptivos, explicativos, prescriptivos y
tecnológicos, la segunda, al decir de Schwab podría ser considerada la metodología de
construcción del saber didáctico pero no en el sentido restringido de método científico.
Abarcaría en cambio, tanto el contexto de descubrimiento como el contexto de justificación,
los procedimientos e instrumentos de recogida de información, de análisis e interpretación,
sistemas de validación empleados, etc. Ante los distintos abordajes de la investigación
educativa, se analizará la investigación acción en sus posibilidades para la profesionalización
docente y consiguiente impacto en la calidad educativa.
La enseñanza finalmente, como objeto (controvertido) de la Didáctica se concibe en
sus dimensiones político ideológica, ética, social, científica y tecnológica. En este ámbito
cobra particular importancia la investigación como mejoramiento de la propia práctica y a la
vez, como productora de conocimiento. Se transforma el rol de docente que de aplicador
neutro de tecnologías, pasa a convertirse en protagonista activo y crítico, con posibilidades
instituyentes para la transformación. En esta visión de la Didáctica también la concepción de
la evaluación se transforma, para articularse al proceso de formación, a partir de lo cual es
posible organizar las ayudas contingentes en la reestructuración de los errores y asumir las
responsabilidades didáctico-pedagógicas que subyacen en el fracaso escolar. La acción de la
ideología a través de la evaluación podría ser desocultada a partir de esta concepción
formativa de la evaluación que recupera la visión histórica de Juan Amós Comenio. La
articulación permanente con la realidad escolar permite incluir la planificación o diseño
didáctico sobre contenidos y situaciones de enseñanza aprendizaje en ámbitos
institucionales.
Finalmente, se presenta el diseño de la enseñanza en el marco contextual y en una
perspectiva institucional que permitiría localizar los intersticios del sistema para las acciones
transformativas desde la Institución.
4. ¿CÓMO TRABAJAMOS EN LOS MÓDULOS?
A fin de adecuarse a los fundamentos explicitados, se ha seleccionado una
metodología dialéctica que articula saberes cotidianos con los marcos teóricos y estos a su vez
con la práctica educativa, en continua retroalimentación. Por eso se elabora un Plan de acción
que articula teóricos con prácticos organizados a partir de un eje estructurante: la enseñanza.
En estos Módulos te proponemos el diseño de trabajos prácticos que tienden al
análisis y la reflexión sobre los cuerpos teóricos y la práctica de enseñar. Cada autor que se
lee se vincula a la estructura de la materia, en una perspectiva de contraste y comparación
poniendo en acto los siguientes principios didácticos:
La atención a las concepciones personales, que una vez diagnosticadas sirven de
base tanto al alumno como al docente, para contrastarlas con la teoría y la acción
docente y dar posibilidades a la reconstrucción.
La recurrencia en cuanto, mientras se avanza en la realización de tareas y abordajes
de contenidos, se retorna a la estructura para profundizarla en relaciones, ampliarla
en conceptos y retrabajarla procedimentalmente.
La integración, implica establecer vinculaciones y nexos en una visión holística del
saber.
La evaluación permanente con la devolución sistemática para ayudar en la
reconstrucción conceptual y procedimental.
La reflexión crítica, el contraste de ideas en el dialogo, la discusión en la construcción
socializada del saber en grupos de aprendizaje.
La vinculación teoría práctica: los aportes de la teoría didáctica, analizados,
contrastados, y estableciendo las vinculaciones intertextuales posibles, serán además
vinculadas a la realidad educativa, tanto en forma de testimonios, casos, biografías,
etc como en la misma investigación que se realizará durante el cursado de didáctica.
El aprendizaje por resolución de problemas: posibilidad de activar significados, de
co-pensar y de construir el saber desde la metodología investigativa.
5. Los ejes de trabajo propuestos para la organización de los prácticos se orientan a garantizar
el logro de los objetivos planteado por el programa de la asignatura:
• Interpretar aportes de las teorías de la enseñanza y situaciones didácticas de la realidad
escolar.
• Relacionar aportes teóricos con la práctica institucional de la enseñanza, y ambos con el
contexto socio-político-cultural.
• Vincular el proceso de evaluación con las posibilidades de transformación o de control
de la realidad educativa.
• Elaborar críticas fundadas sobre la teoría y la práctica de la enseñanza.
• Valorar la investigación didáctica como punto de partida de las innovaciones
tendientes a mejorar la calidad de la educación.
• Crear alternativas curriculares prácticas de acuerdo al análisis realizado.
TRABAJO PRÁCTICO INICIAL
Este trabajo práctico indaga acerca de tus concepciones personales, tus ideas
sobre la enseñanza, el aprendizaje, la evaluación y la escuela. No busca definiciones, ni
mención de autores, sino tus propios significados. El mismo será retomado en distintos
momentos de la cursada, después de trabajar cada eje para potenciar posibles
reestructuraciones.
CONTENIDOS Y BIBLIOGRAFÍA
Eje Nº 1. Por qué enseñar hoy Philippe Meirieu
La didáctica: la enseñanza como objeto de estudio y acción en la emancipación de los
sujetos. El lugar del alumno y del saber. La responsabilidad de la enseñanza: saber, tarea y
seguimiento del aprendizaje. Hacer actuar para hacer aprender en el ámbito de la escuela.
Aprender haciendo. Didáctica General y didácticas especiales. La investigación didáctica en
la construcción del saber. La profesionalización docente.
BIBLIOGRAFIA OBLIGATORIA
6. MEIRIEU, P. 2009. Carta a un joven profesor. Por qué enseñar hoy. Barcelona. ESF
éditeur.
MEIRIEU, P. 2001. La opción de educar. Etica y pedagogía. España. Octaedro.
PRUZZO, Vilma (2006). La Didáctica. Su reconstrucción desde la historia en Revista
Praxis Educativa. Año X, Nº 10, ICEII Buenos Aires, Miño y Dávila. páginas 39 a 49.
COMENIO, Juan A. 1978. Didáctica Magna. México, Porrúa.
CAMILLONI, Alicia (2007). “ Justificación de la Didáctica. Por qué y Para qué la
Didáctica. En Camilloni, A. et al. El saber Didáctico, Buenos Aires, Paidós
DAVINI, C. (1996). “Conflictos en la evolución de la Didáctica. La demarcación entre
Didáctica General y las didácticas especiales
BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA
PRUZZO, Vilma (2007) “Las tensas relaciones entre Didáctica y “las” didácticas”. En.
Praxis Educativa. Año 11 Nº 11. ICEII, Buenos Aires, Miño y Dávila
LITWIN, E. 1997. Las configuraciones didácticas. Una nueva agenda para la enseñanza
superior. Buenos Aires, Paidós Educador.
CAMILLONI, Alicia (2007). “ Los profesores y el saber didáctico. En Camilloni, A et al. El
saber Didáctico, Buenos Aires, Paidós
CONTRERAS DOMINGO, José. (1991). Enseñanza, Curriculum y Profesorado.
Introducción crítica a la didáctica. Madrid, Akal.
FREIRE, Paulo. (1997). Pedagogía de la autonomía. Saberes necesarios para la práctica
educativa. México, Siglo XXI.
PIAGET, Jean. (1996). La actualidad de Juan Amós Comenio en Páginas escogidas de
Juan Amos Comenio. Buenos Aires, A-Z Editora., Ediciones Unesco.
DIAZ BARRIGA, Angel. (1992). Didáctica. Aportes para una polémica. Buenos Aires,
Aique.
Para iniciar nuestro trabajo vamos a recuperar algunos párrafos de la obra del
pedagogo brasileño Paulo Freire quien a través de sus escritos y de su acción dejo
testimonio de la naturaleza política de la educación
Paulo Freire, Pedagogía de la Autonomía
Enseñar exige comprender que la educación es una forma de intervención en
el mundo… La educación nunca fue, es o puede ser neutra… desde el punto de vista
de los intereses dominantes no hay duda de que la educación debe ser una práctica
inmovilizadora y encubridora de verdades… para mi es una inmoralidad que a los
intereses radicalmente humanos se sobrepongan, como lo viene haciendo, los intereses
del mercado…
7. No puedo ser profesor si no percibo cada vez mejor que mi practica, al no poder ser neutra
exige de mi una definición, una toma de posición… no puedo ser profesor a favor de quienquiera y a
favor de no importa que. No puedo ser profesor a favor del Hombre o de la Humanidad, frase de una
vaguedad demasiado contrastante con lo concreto de la práctica educativa. Soy profesor a favor de la
decencia contra la falta de pudor, a favor de la libertad en contra del autoritarismo, de la autoridad
en contra del libertinaje, de la democracia en contra de la dictadura de derecha o de izquierda. Soy
profesor a favor de la lucha constante contra cualquier forma de discriminación, contra la
dominación económica de los individuos o de las clases sociales. Soy profesor contra el orden
capitalista vigente que inventó esta aberración: la miseria en la abundancia. Soy profesor a favor de
la esperanza que me anima a pesar de todo. Soy profesor contra el desengaño que me consume y me
inmoviliza….
Pag.98-99. Siglo XXI Editores. 1997
Compartimos con ustedes los argumentos de Daniel Pennac, un autor que nos
acompañará a lo largo toda la cursada y nos ayuda a entender el lugar de la escuela.
VINCULA del párrafo seleccionado “les debemos la vida” con las palabras de Freire
para quien la educación es una forma de intervención en el mundo.
Pennac, D., Mal de escuela
A todos los que hoy imputan la constitución de bandas solo al fenómeno de las
banlieues, de los suburbios, les digo: tenéis razón, sí, el paro, sí, la concentración de
los excluidos, sí, las agrupaciones étnicas, sí, la tiranía de las marcas, la familia
monoparental, sí, el desarrollo de una economía paralela y los chanchullos de todo
tipo, sí, sí, sí... Pero guardémonos mucho de subestimar lo único sobre lo que
podemos actuar personal- mente y que además data de la noche de los tiempos pedagógicos: la soledad
y la vergüenza del alumno que no comprende, perdido en un mundo donde todos los demás
comprenden.
Solo nosotros podemos sacarlo de aquella cárcel, estemos o no formados para ello.
Los profesores que me salvaron -y que hicieron de mí un profesor- no estaban formados para
hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo
buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en
peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de
nuevo, día tras día, más y más... y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo.
Literalmente, nos repescaron. Les debemos la vida.
Mondadori, Barcelona 2008 página 36.
Se completa la mirada política con un fragmento del texto de Pablo Gentili Desencanto
y Utopía que expresa lo que implica el analfabetismo (humillación) y pérdida de la
8. condición política de un sujeto. En ambos casos se busca fortalecer el sentido político de la
formación respecto a “soy profesor a favor de ….”.
Gentile, P., Desencanto y Utopía
Cápitulo IX - Educar contra la humillación
Para el visitante inesperado, aquella era la mañana como todas.
Desde temprano el calor arrasador convertía las calles en un pequeño infierno quebradizo y
polvoriento. Sin embargo, detalles casi imperceptibles anunciaban un acontecimiento poco común,
quizás inédito, en calles que, sin ocultar la profunda miseria e injusticia social incrustadas en los
rostros de la gente del lugar, proclamaban la inminencia de una fiesta silenciosa. Mientras me
derretía caminado hacia la escuela donde estaba previsto el esperado acto, le comenté a la Secretaria
de Educación de la cuidad de que el cielo gris podía estar prometiéndonos una lluvia redentora.
Aquí, dijo ella, nunca llueve en esta época. Como Ud. Sabe, me dijo, el agua en el “sertao nordestito”
es propiedad de los ricos. Dios, continuo ella, les da a los pobres las lágrimas para que siembren sus
esperanzas; el Estado les da a los ricos el riego artificial, para que arranquen riquezas de este suelo
duro y amarrete. El carmín de sus labios brillaba, vistiendo su risa blanda de dignidad y de
amargura. Pero hoy es el día de festejo, de alegría y de agradecimiento, concluyo lacónica, se nos
acaba una parte de la sequía injusta, aunque no es la que es responsabilidad de la lluvia.
En algunos minutos comenzaría, en una de las tres escuelas de la pequeña ciudad, la entrega de
diplomas de un curso de educación popular que, con apoyo del gobierno nacional y municipal, había
alfabetizado casi un centenar de adultos, hombres y mujeres, todos ellos curtidos por el sacrificio,
ilusión interminable y una voluntad liberadora. El salón de actos estaba adornado con dos enormes
banderas descoloridas y una larga mesa cubierta con un paño rojo sobre el que reposaban cajas de
cartón. En una de ellas sobresalían los codiciados diplomas, enrollados y amarrados con una cintita
de colores del Brasil. En la otra, misteriosa, había un conjunto de sobres blancos intrigantemente
apilados, al menos para el visitante inesperado. Pregunté qué eran esos sobres, cuál era su contenido.
Radiante, la Secretaria me respondió que eran las cedulas de identidad de los adultos que habían
participado del curso de alfabetización, quienes, además de su diploma, iban a recibir su nuevo
documento, ahora firmados por ellos.
El acto fue, como no podría ser de otra manera, un homenaje a la dignidad. Uno a otro, una a una,
ex alumnos y alumnas se dirigían hacia la mesa y, mientras lo hacían, sus pasos arrancaban risas y
lágrimas, lágrimas y risas, y muchos aplausos, especialmente cuando recibían, además del diploma,
el sobre con la nueva cédula de identidad.
Al terminar la ceremonia, me sentía insignificante. Intentaba conversar con quienes se acercaban
a mi, pero no sabia qué decir. Buscaba palabras que aludieran a cosa relevantes, pero sólo pensaba,
amparado en un discreto y estúpido pudor, en contener mi emoción. Inesperadamente, una mujer se
acercó a nuestro grupo y se presentó. “Me llamo Felicidad-dijo-, tengo setenta y cinco años y hoy mi
nombre tiene sentido”. Con una sucesión de monosílabos incoherentes, yo trataba de deshacer mi
nudo que amarraba mi garganta a mi corazón. “Hoy -prosiguió ella- es el día más feliz de mi vida.
Tengo mi diploma y una cédula de identidad que yo misma he firmado. Uds.-continuó Doña
Felicidad- no saben cómo se siente una persona que tiene su cédula de identidad firmada por el
pulgar. No pueden imaginárselo”. Mis piernas temblaron, mientras seguía tratando de articular
algún comentario inútilmente apropiado. Masticando mi estúpida neutralidad académica, pregunté:
“¿Cómo se sentía Ud., Felicidad, cuando tenía su cédula de identidad firmada con el pulgar?” Ella
me miro fijamente a los ojos y respondió sin dudar un instante: “humillada, me sentía humillada”.
9. Durante los días que siguieron a esa emocionante experiencia en el interior pernambucano, las
palabras de Doña Felicidad retumbaban de forma insistente en mi recuerdo. Ella había conseguido
sintetizar de manera extraordinaria el sentido radical y transformador de la educación democrática,
el desafío emancipatorio de todo proceso educativo. Lo mas, curioso, pensaba yo, es que Doña
Felicidad había aprendido, en una vida repleta de injusticias y negaciones, aquello que, siendo obvio,
comúnmente olvidamos.
Pag:93-95 Homo Sapiens 2007
Te proponemos ahora ANALIZAR la enseñanza a partir de la obra Carta a un joven
profesor de Philippe Meirieu. La obra de P. Meirieu pone ala enseñanza en el centro del
mensaje a los jóvenes profesores. Inicia Carta …. analizando la identidad profesional, es
esa intencionalidad profesional lo que lo instituye como profesor: el profesor se dedica a
enseñar. La finalidad de la tarea docente, su proyecto es el acto pedagógico (momento
extraordinario en el que contra todas las dificultades en la clase se enseña y se aprende…
los alumnos comprenden, progresan y el entusiasmo genera placer)
El acto pedagógico es el núcleo de la profesión. En la “dimensión oculta” es donde la
profesión encuentra sentido, es lo que nos mantiene en pie. Implica que el profesor
considere a niños y jóvenes tanto como a los conocimientos de manera original.
Ya desde los primeros capítulos nos invita a pensar que no tenemos porque elegir entre el
amor a los alumnos y el amor al saber, argumentos que suelen estar presenten en las
explicaciones de la cultura.
Te proponemos que antes de leer la Introducción y los capítulos 1 y 2
de la obra Cartas a un joven profesor y organizados en pequeño grupo puedan
discutir y compartir las opiniones respecto a la tarea docente, la formación requerida y los
modos de aprender.
10. A. Caracterizá al maestro de primaria, profesor de secundaria y profesor de
universidad respecto a:
¿De qué tareas se tiene que ocupar cada uno?
Maestro de primaria:
Profesor de secundaria:
Profesor de universidad:
¿Qué formación tiene que tener cada uno?
Maestro de primaria:
Profesor de secundaria:
Profesor de universidad:
B.- Comentá y ejemplificá:
¿cómo aprendiste vos de niño?
¿cómo aprendiste de adolescente?
¿cómo aprendés ahora de alumno universitario?
11. En la puesta en común grupal fortalecemos una de las ideas más potentes que ofrece
P Meirieu: entre el amor a los alumnos y el amor al saber, no tenemos porque elegir. Hay
que supera la representación tradicional de oposición entre ambas (centrada en el saber y
centrada en el alumno). El maestro de Primaria pareciera tener una relación especial con la
infancia, tiene paciencia y solicitud; hay un maestro para todas las ciencias y se interesa
por el niño es su globalidad. El maestro de secundaria privilegia el saber erudito,, lo
caracteriza la impaciencia, la rectitud, hay un profesor por saber (especialización). Hay que
superar esta representación dado que enseñar es difícil cualquiera sea el nivel. Enseñar es
organizar la confrontación con el saber y proporcionar las ayudas para hacerlo propio. No
se trataría de enfrentar una profesión “centrada en el alumno” que se dedica a ayudarlo a
comprender y superar los obstáculos con los que se encuentra, con una profesión “centrada
en el saber”, que se contenta con transmitir los conocimientos a individuos a quienes se
anima a realizar una labor personal, esforzarse día a día y comprometerse con ella de forma
autónoma.
La verdadera enseñanza a todos los niveles articula a la vez el carácter inquietante del
encuentro con lo desconocido y el apoyo que aporta la tranquilidad necesaria. Siempre se
enseña algo a alguien y es fundamental que se acompañe y se respalde dado que el
aprendizaje es complejo, difícil. Cuando se aprende cada uno se enfrenta a algo que lo
supera, requiere compromiso y asumir riesgos que nadie puede hacer en su lugar, allí se
tambalean las propias certezas y se necesitan puntos de referencia.
Ser profesor es un oficio que asocia en un mismo acto profesional: el saber y el seguimiento.
Es asumir siempre a la vez la presentación del saber y el seguimiento de su asimilación.
Como profesores nos preocupamos por inventar métodos, desglosar los conocimientos
que intentamos enseñar para favorecer una mayor comprensión, comprender al otro a
quien va dirigido, ofrecer y solicitar compromiso, poner a disposición los recursos., es decir
generar un acto pedagógico: enseñar y enseñamos para que los demás vivan la alegría de
nuestros propios descubrimientos.
12. Continuamos analizando la obra de P. Meirieu quien menciona que como profesor
joven apasionado no se fiaba de sus inclinaciones selectivas y se imponía
como deber no dejar a nadie al margen. El sentido de su tarea se centra en la
posibilidad de institucionalizar el acto pedagógico de modo accesible a todos
y sin trivializarlo. Se ayuda para ello de la lectura de los grandes pedagogos,
particularmente en los que se habían dedicado a la educación especial. Y asegura que
Nuestro proyecto de transmisión no puede conciliarse con las presiones sociales. Y
defiende que el propósito de educar es la utopía. Para ello cuestiona cuando las reformas
institucionales y proyectos de escuela generan problemas al proyecto educativo, sobre todo
cuando se precipitan sin horizonte político preciso, sin investigación, sin evaluación de
espaldas a la escuela y el aula y sin participación de los docentes.
Un proyecto educativo debe ser visto como una oportunidad: para expresar la propia
libertad e inventiva; una oportunidad de reflexionar; poner el eje en el acto pedagógico y no
en el cumplimiento de las normativas e incidir en el deseo de enseñar y en la voluntad de
aprender;
En el proyecto educativo los componentes fundamentales del oficio de profesor que
propone P. Meirieu son los de facilitar que todos los alumnos progresen; seguimiento
individualizado, atención a los errores por que es a través de ellos que podemos acceder a
la comprensión de su propio saber. Esa comprensión posibilitará dar forma a nuestro
proyecto profesional
Para ello la organización escolar se debe centrar en el proyecto de enseñar y en el acto de
aprender. Propone pedagogizar la organización y no organizar la pedagogía (desde afuera
de la organización) el cambio debe tener en cuenta tanto a los alumnos como a los
profesores
Al señalar el autor que queremos ser eficaces de verdad, pero no a cualquier
precio señala que la didáctica permite hacer accesibles y transparentes los
contenidos del saber que deben enseñarse. Enseñar es organizar situaciones
de aprendizaje eficaces ¿Qué tengo que pedirles a mis alumnos que hagan
hoy? ¿Con que materiales debo trabajar y que consignas debo darles, para
13. que todos ellos accedan a los conocimientos que deseo transmitirles? Esencial revertir: ¿Qué
les voy a decir? por ¿Qué les voy a pedir que hagan?
Deberíamos comenzar siempre nuestras clases con la pregunta ¿qué acción debe realizar el
alumno sobre cierto objeto para acceder a cierto conocimiento?
El trabajo con los contenidos en vista a su enseñanza nos deviene en docentes-
investigadores al presentar los contenidos desde su génesis, enseñarlos de manera
estimulante y eficaz y relevar diferentes fuentes de información para organizar la clase.
Esto implica elaborar una secuencia de aprendizaje que lleva a redescubrir los propios
conocimientos
Y vuelve sobre el sentido de la tarea de educar, -tal como menciona desde las hojas inciales
del libro- formulando que nuestro proyecto educativo implica luchar contra toda forma de
exclusión, asegurar la enseñanza a los mas desfavorecidos en el marco de una “escuela
Justa” para propiciar la comprensión de aquello que les sucede (desnaturalizar la realidad
social y educativa) para propiciar la construcción de los conocimientos básicos de la
ciudadanía
Luego se plantea que En el centro de nuestra profesión: la exigencia. Propone
el autor superar falsos dilemas al enseñar ¿el centro de la enseñanza son los
saberes a enseñar? ¿son los alumnos? Hay que estar motivado para trabajar o
trabajar para sentirse motivado?. Nuestro esfuerzo, dice Meirieu debe
centrarse en hacer surgir la motivación a partir de la tarea que les proponemos hacer con
los saberes.
La tarea de enseñar requiere proponer tareas que le implican al alumno un esfuerzo pero
que en el transcurso del mismo halla satisfacción por la labor realizada que le posibilita
mayores niveles de comprensión de la realidad en la que está inserto. Esta motivación no
va de la mano de la trivialización de los saberes. La enseñanza debe afrontar la
descalificación de aquellos que consideran que las diferentes formas de ayuda rebajan la
calidad de los saberes ofertados. Y recuerda el autor que la denuncia que ancla la
preocupación por la calidad de los aprendizajes en muchos casos encubre la renuncia a
enseñar.
14. La enseñanza propone formas de mediación con el propósito de acompañar a los alumnos
partiendo de lo que saben para no dejarlos ahí sino por el contrario para hacerlos progresar de
manera exigente. Cuando se trabaja con máxima exigencia cualquier actividad humana lleva
en si toda la inteligencia.
Los profesores somos portadores de la exigencia de calidad sin la cual ninguna de nuestras
asignaturas, ningún conocimiento humano se habría podido constituir. Importa ser
exigente con uno mismo y con los alumnos.
Cuando plantea Una preocupación que no tiene porqué ruborizarnos: la
disciplina en clase parte de convencernos que la disciplina que se enseña y la
disciplina que hay que mantener son una misma y única cuestión y que cualquier
intento de separarlas es en vano. Advierte que vivimos una situación escolar
completamente inédita y que en ese espacio debemos construir una autentica disciplina
escolar. Para ello menciona principios básicos, simples:
• preparar minuciosamente el trabajo,
• cuidar el entorno, (estructurar el tiempo y el espacio, organizar el espacio escolar
como un verdadero espacio de trabajo;
• mantenerse firmes con las consignas,
• encontrar la manera de que cada cual tenga su sitio en la empresa colectiva.
La enseñanza se estructura alrededor de un proyecto que lleva al alumno a comprometerse
con la tarea propuesta si es que la considera un trabajo de verdad. Es decir que lo que debe
organizarse es el trabajo no la disciplina. Es la profundización de la disciplina que se enseña
donde se encuentran los fundamentos de la disciplina que se hace respetar. La disciplina es
el aprendizaje en la escuela
Sea cual sea nuestro status, sean cuales sean nuestras disciplinas de
enseñanza, todos somos profesores de escuela
15. La escuela instituye un tipo de relación especial con los conocimientos que enseña tanto
como los alumnos que escolariza. Es un espacio y un tiempo estructurados por un
PROYECTO ESPECÍFICO que une la transmisión de los conocimientos y la formación de
los ciudadanos. Así Instituye una forma particular de la actividad humana basada en
valores: reconocimiento de la alteridad; la exigencia de precisión, de rigor; el aprendizaje
conjunto de la construcción del bien común; la capacidad de pensar por uno mismo
Propone entender a la escuela como:
* un encuentro con la alteridad de manera de favorecer la renuncia en los niños a ser el centro
del mundo (egoismo), reconocer la alteridad (los otros), ocupar una parte del mundo
(lugar) y reconocer ese derecho en los otros.
* institución de la búsqueda de la verdad, lo que implica aprender a distinguir entre el saber y
el creer con esfuerzo y con ayuda del profesor cuya autoridad se respalda en el saber y no
en la fuerza. En la escuela todas las disciplinas favorecen la exigencia de precisión, de
idoneidad, rigor; el trabajo en común; la argumentación, respeto mutuo, reciprocidad
* institución de una sociedad democrática que favorece el pasaje progresivo del punto de vista
y los intereses propios a la búsqueda del bien común. Esta escuela debe trabajar en doble
vía: por un aparte ayudar a los alumnos a cuestionar, a escapar de formas de conformidad a
la norma, a la sumisión, de dominación; y por otro lado enseñará constantemente a cada
uno a apartarse de sus preocupaciones inmediatas y de sus intereses personales para
asociarse con otros. Pensar por si mismo y pensar con otros, trabajar por la construcción de
una personalidad autónoma y solidaria. La escuela debe aprender a trabajar en un proyecto
en común.
Debe garantizar una verdadera formación para la democracia en cada curso, en cada clase y
finalmente en la escuela. Asegura que la democracia no es una ilusión del siglo pasado. La
democracia sigue siendo para el profesor, la única utopía de referencia posible.
16. Por eso dice Meirieu como profesores no nos dejemos llevar por la desesperanza tan
generalizada en la actualidad, no podemos abdicar sino proponer acciones hacia la
transformación.
Ser profesor implica tener un proyecto educativo y político, no ceder ante la desesperanza.
no aceptar la segregación ELEGIDOS/EXCLUÍDOS, no renunciar a enseñar la disciplina y
comprometerse con la creación de un mundo más justo y solidario. Educar es crear
humanidad
La conclusión cierra con el mensaje más potente de la obra: Utópicos por vocación y
propone reconciliar la emancipación de la persona con la justicia social – la libertad y la
igualdad- gracias a la educación.
El fin de los grandes relatos también supone la apertura de nuevos espacios de inventiva y
esperanza lo que implica un desafío a la libertad y la imaginación. Apenas se vive sin una
utopía de referencia que nos configure lo posible y lo deseable y si utopía hay cinismo y
desesperación
El trabajo del profesor radica en convencer a nuestros alumnos, contra toda fatalidad, que
un futuro diferente es posible. Un futuro en el cual gracias a que habrá conseguido
aprender, podrá comprenderse mejor y comprender el mundo y así asumir, prolongar y
subvertir su propia historia
Esto es por lo que los pedagogos luchan desde hace lustros, e implica articular la
inteligencia y la libertad, la cultura asimilada, la invención de lo posible, la realización de si
mismo y la solidaridad del colectivo. Para finalizar hace suyas las palabras de Fernand
Deligny invitando a cada uno de nosotros a hacernos cargo “Capaces de todo Ahora te
toca a ti hacerlo todo”
Te ofrecemos la lectura de CASOS en pequeños grupos.
Te proponemos su análisis a la luz de las categorías teóricas trabajadas en la obra Carta a un
joven profesor de P. Merieu para poder pensar la enseñanza como acto pedagógico en nuestra
tarea. Las situaciones que se presentan en los textos si bien no son de este siglo conservan
la vigencia del sufrimiento. El problema de la pobreza y la marginación no es nuevo para
17. los educadores, como tampoco es novedosa la lucha por encontrar alternativas que
habiliten su cambio. Pensar en el otro con la ayuda de la disciplina habla de un
compromiso social que repudia la resignación y el conformismo.
Camus, Albert - El Primer Hombre
CASO I
Después venía la clase. Con el señor Bernard era
siempre interesante por la sencilla razón de que
él amaba apasionadamente su trabajo. Fuera el
sol podía aullar en las paredes leonadas
mientras el calor crepitaba incluso dentro de la
sala, a pesar de que estaba sumida en la sombra
de unos estores de gruesas rayas amarillas y
blancas. También podía caer la lluvia, como
suele ocurrir en Argelia, en cataratas
interminables, convirtiendo la calle en un pozo
sombrío y húmedo: la clase apenas se distraía.
Sólo las moscas, cuando había tormenta,
perturban a veces la atención de los niños.
Capturadas, aterrizaban en los tinteros, donde
empezaba a morirse horriblemente, ahogadas en
el fango violeta que llenaba los pequeños
recipientes de porcelana de tronco cónico
encajadazos en los agujeros del pupitre. Pero el
método del señor Bernard, que consistía en no
aflojar en materia de conducta y por el contrario
en dar a su enseñanza un tono viviente y
divertido, triunfaba incluso sobre las moscas.
Siempre sabía sacar del armario, en el momento
oportuno, los tesoros de la colección de
minerales, el herbario, las mariposas y los
insectos disecados, los mapas o… que
despertaban el interés languideciente de sus
alumnos. Era el único de la escuela que había
conseguido una linterna mágica y dos veces por
mes hacía proyecciones sobre temas de historia
natural o de geografía. En aritmética había
instituido un concurso de cálculo mental que
obligaba al alumno a ejercitar su rapidez
intelectual. Lanzaba a la clase, donde todos
debían estar de brazos cruzados, los términos de
una división, una multiplicación o, a veces, una
suma un poco complicada. “¿Cuánto suman
1267 +691?. El primero que acertaba con el
resultado justo ganaba un punto que se
acreditaba en la clasificación mensual. Para lo
demás utilizaba los manuales con competencias
y precisión… Los manuales eran siempre los que
se empleaban en la metrópoli. Y aquellos niños
que sólo conocían el siroco, el polvo, los
chaparrones prodigiosas y breves, la arena de las
playas y el mar llameante bajo el sol, leían
aplicadamente, marcando los puntos y las
comas, unos relatos para ellos míticos en que
unos niños con gorro y bufanda de lana,
calzados con zuecos, volvían a casa con un frío
glaciar arrastrando haces de leña por caminos
cubiertos de nieve, hasta que divisaban el tejado
nevado de la casa y el humo de la chimenea les
hacía saber que la sopa de guisantes se cocía en
el fuego. Para Jacques esos relatos eran la
encarnación del exotismo. Soñaba con ellos,
llenaba sus ejercicios de redacción con las
descripciones de un mundo que no había visto
nunca, e interrogaba incesantemente a su abuela
sobre una nevada que había caído durante una
hora, veinte años atrás, en la región de Argel.
Para él esos relatos formaban parte de la
poderosa poesía de la escuela, alimentada
también por el olor del barniz de las reglas y los
lapiceros, por el sabor delicioso de la correa de
su cartera que mordisqueaba
interminablemente, aplicándole con ahínco a sus
deberes, por el olor amargo y áspero de la tinta
violeta, sobre todo cuando le tocaba el turno de
llenar los tinteros con una enorme botella oscura
en Cuyo tapón se hundía un tubo acodado de
vidrio y Jacques husmeaba con felicidad el
orificio del tubo, por el suave contacto de las
páginas lisas y lustrosas de ciertos libros que
despedían también un buen olor de imprenta y
cola, y finalmente, los días de lluvia, por ese olor
de lana mojada que despedían los chaquetones
en el fondo de la sala y que era como la
prefiguración de ese universo edénico donde los
niños con zuecos y gorro de lana corrían por la
nieve hacia la casa caldeada.
Sólo la escuela proporcionaba esas
alegrías a Jacques y Pierre. E indudablemente lo
que con tanta pasión amaban en ella era lo que
no encontraban en casa, donde la pobreza y la
ignorancia volvían la vida más dura, más
desolada, como encerrada en sí misma; la
miseria es una fortaleza sin puente levadizo.
Pero no era sólo eso, porque Jacques se
sentía el más miserable de los niños durante las
vacaciones, cuando para librarse de se chico
infatigable, la abuela lo mandaba con otros
18. cincuenta niños y un puñado de monitores, a
una colonia de vacaciones en las montañas del
Zaccar, en Miliana, donde ocupaban una escuela
provista de dormitorios, comían y dormían
confortadamente, jugaban y se paseaban el día
entero vigilados por amables enfermeras, y con
todo eso, al llegar la noche, cuando la sombra
subía a toda velocidad por la pendiente de las
montañas y desde el cuartel vecino del clarín, en
el enorme silencio de la pequeña ciudad perdida
en las montañas, a unos cien kilómetros de
cualquier lugar realmente concurrido, empezaba
a lanzar las notas melancólicas del toque de
queda, el niño sentía que lo invadía una
desesperación sin límites y lloraba en silencio
por la pobre casa, desposeída de todo, de su
infancia.
No, la escuela no sólo les ofrecía una
evasión de la vida de familia. En la clase del
señor Bernard por lo menos, la escuela
alimentaba en ellos un hambre más esencial
todavía para el niño que para el hombre, que es
el hambre de descubrir. En las otras clases les
enseñaban sin dudas muchas cosas, pero un
poco como se ceba a un ganso. Les presentaban
un alimento ya preparado rogándoles que
tuvieran a bien tragarlo. En la clase del señor
Germain, sentían por primera vez que existían y
que eran objeto de la más alta consideración: se
los juzgaba dignos de descubrir el mundo. Más
aún, el maestro no se dedicaba solamente a
enseñarles lo que le pagaban para que enseñara:
los acogía con simplicidad en su vida personal,
la vivía con ellos contándoles su infancia y la
historia de otros niños que había conocido, les
exponía sus propios puntos de vista, no sus
ideas, pues siendo, por ejemplo, anticlerical como
muchos de sus colegas, nunca decía en clase una
sola palabra contra la religión ni contra nada de
lo que podía ser objeto de una elección o de una
convicción, y en cambio condenaba con la mayor
energía lo que no admitía discusión: el robo, la
delación, la indelicadeza, la suciedad.
Pero, sobre todo, les hablaba de la
guerra, todavía muy cercana y que había hecho
durante cuatro años, de los procedimientos de
los soldados, de su coraje, de su paciencia y de la
felicidad del armisticio. Al final de cada
trimestre, antes de despedirlos para las
vacaciones y de vez en cuando, si el calendario lo
permitía, tenía la costumbre de leerles largos
pasajes de Les Croix de bois, de Dorgelés. A
Jacques esas lecturas le abrían todavía más las
puertas de exotismo, pero de un exotismo en el
que rondaban el miedo y la desgracia, aunque
nunca hubiera hecho un paralelo, salvo teórico,
con el padre a quien jamás había conocido. Sólo
escuchaba con toda el alma y que le hablaba otra
vez de la nieve y de su amado invierno, pero
también de hombres singulares, vestidos con
pesadas telas encostradas de barro, que
hablaban una lengua extraña y vivían en
agujeros bajo un techo de obuses, de cohetes y de
balas. El y Pierre esperaban la lectura con
impaciencia cada vez mayor. Esa guerra de la
que todo el mundo hablaba todavía (y Jacques
escuchaba en silencio, pero sin perder palabra, a
Daniel, cuando contaba a su manera la batalla
de Marne, en la que había invertido y de la que
aún no sabía cómo había vuelto cuando a ellos,
los zuavos, los habían puesto de cazadores y
después a la carga, bajaban a un barranco y no
tenían a nadie delante y avanzaban y de pronto
los soldados ametralladores, cuando estaban en
mitad de la bajada, caían unos sobre otros, y el
fondo del barranco lleno de sangre, y los que
gritaban mamá, era terrible), que los
sobrevivientes no podían olvidar y cuya sombra
planeaba
PENNAC, DANIEL- MAL DE ESCUELA
CASO II
Pero volvamos a la cuestión del haber llegado a
ser algo.
Febrero de 1959, septiembre de 1969.
Diez años, pues, habían transcurrido entre la
calamitosa carta que escribí a mi madre y la que
mi padre enviaba a su hijo profesor.
Los diez años que tardé en llegar a ser
algo.
¿De qué depende la metamorfosis del
zoquete en profesor?
Y, en menor medida, ¿la del analfabeto
en novelista?
Evidentemente, es la primera pregunta
que se le ocurre a uno.
¿Cómo llegué a ser algo?
Grande es la tentación de no responder.
Alegando, por ejemplo, que la maduración no se
puede describir, ni la de los individuos ni la de
las naranjas. ¿en qué momentos el adolescente
más reticente aterriza en el terreno de la
19. realidad social? ¿Cuándo decide jugar, por poco
que sea, ese juego? ¿Pertenece incluso al orden de
la decisión? ¿Qué parte les corresponde a la
evolución orgánica, la química celular, el
entramado de la red neuronal? Otras tantas
preguntas que permiten evitar el tema.
-Si lo que escribe usted de su coquetería
es cierto-podrían objetarme-, ¡esa metamorfosis
es un auténtico misterio!
En efecto, como para no creérselo. Por lo
demás, es el destino del zoquete nunca le creen.
Mientras es un zoquete le acusan de disfrazar su
viciosa pereza con cómodas lamentaciones: “¡No
nos vengas con historias y trabajo!”. Y cuando su
situación social demuestra que lo ha conseguido,
sospechan que está alardeando: “¿Qué había sido
usted un zoquete? ¡Vamos, vamos, está
alardeando!”. Lo cierto es que, a posteriori, las
orejas de burro se llevan de buena gana. Son
incluso una condecoración que algunos se
atribuyen en sociedad. Te distingue de aquellos
cuyo único mérito fue seguir las trilladas sendas
del saber. El Goyha pulula de antiguos zoquetes
heroicos. Escuchamos a esos listillos en los
salones, por las ondas, hablando de sus
sinsabores escolares como de hazañas de la
resistencia. Yo solo me creo estas palabras si
percibo en ellas el sonido apagado del dolor.
Pues aunque a veces uno sane de su coquetería,
las heridas que nos infligió nunca cicatrizan por
completo. Aquella infancia no fue divertida, y
¡recordaría tampoco lo es. Resulta imposible
presumir de ella. Como si el antiguo asmático se
enorgulleciera de haber creído, mil veces, que iba
a morir asfixiado. Por ello, el zoquete que se ha
librado no desea que le compadezcan, en
absoluto, lo que quiere es olvidar, eso es todo, no
pensar más en aquella vergüenza. Y además
sabe, en lo más hondo de sí mismo, que muy bien
habría podido no lograrlo. A fin de cuentas, los
zoquetes para toda la vida son los más
numerosos. Yo siempre he tenido la sensación de
ser un superviviente.
En resumen, ¿qué ocurrió en mi durante
aquellos diez años?
¿Cómo logré librarme?
Una advertencia previa: adultos y niños,
es bien sabido, no tienen la misma percepción del
tiempo. Diez años no son nada para el adulto
que calcula en decenios la duración de su
existencia. ¡Pasan tan deprisa diez años cuando
se tienen cincuenta! Sensación de rapidez que,
por lo demás, agudiza la inquietud de las
madres por el porvenir de sus hijos. Le quedan
cinco años para el examen de bachillerato, ¡pero
si ya está aquí! ¿Cómo va a poder el pequeño
cambiar tan radicalmente en tan poco tiempo?
Ahora bien, para el pequeño cada uno de esos
años vale un milenio; para él, su futuro cabe por
completo en los pocos días que se acercan.
Hablándole del porvenir es pedirle que mida el
infinito con un decímetro. La expresión “llegar a
ser algo” le paraliza sobre todo porque expresa la
inquietud o la reprobación de los adultos. El
porvenir soy yo pero peor, he aquí en líneas
generales lo que yo traducía cuando mis
profesores me aseguraban que no llegaría a
nada. Al escucharles no podía hacerme la menor
representación del tiempo, sencillamente les
creía: cretino para siempre jamás, siendo
“jamás” y “siempre” las únicas unidades de
medida que el orgullo herido propone el zoquete
para sondear el tiempo.
El tiempo… Yo ignoraba que me iba a
ser neceseario envejecer para tener una
percepción logarítmica de su transcurso
(Además, por entonces yo ignoraba por completo
los logaritmos, las tablas, las funciones, las
escuelas y sus encantadoras curvas…) Pero,
siendo ya profesor, supe por instinto que era
inútil blandir el futuro ante las narices de mis
peores alumnos. A cada día su afán, y cada hora
en esa jornada, siempre que esternos plenamente
presentes, juntos.
Pero, de niño, yo no estaba allí. Me
bastaba con entrar en un aula para salir de ella.
Como uno de esos rayos que caen de los platillos
volantes, me parecía que la mirada vertical del
maestro me arrancaba de la silla y me
proyectaba instantáneamente a otra parte.
¿Adónde? ¡Precisamente a su cabeza! ¡A la
cabeza del maestro! Era el laboratorio del
platillo volante. El rayo me depositaba allí.
Tomaban entonces toda la medida de mi
nulidad, volvían a escupirme luego, con otra
mirada, como un detritus, y yo rodaba abonando
un campo donde no podía comprender ni lo que
me enseñaban ni lo que la escuela espraba de mi,
puesto que me consideraban un incapaz.
Aquel veredicto me ofrecía las
compensaciones de la pereza: ¿para qué
deslomarse en la tarea si la más altas
autoridades consideran que la suerte está
echada Como puede verse, desarrollaba ya cierta
aptitud por la casuística. Es un rasgo de ingenio
que, cuando empecé a ejercer de profesor,
encontraba enseguida entre mis zoquetes.
Llegó luego mi primer salvador.
Un profesor de francés.
20. A los catorce años.
Que me descubrió como lo que era: un
fabulador sincera y alegremente suicida.
Pasmada, sin duda, ante mi capacidad
de forjar excusas cada vez más inventivas para
las lecciones no aprendidas o los deberes no
hechos, decidió exonerar de las redacciones para
encargarme una novela. Una novela que yo
debía redactar durante el trimestre, a razón de
un capítulo por semana. Tema libre, pero que
rogaba que les entregas llegaran sin faltas de
ortografía, “para poder elevar el nivel de la
crítica” . (Recuerdo esta fórmula aunque haya
olvidado la propia novela). Aque profesor era un
hombre muy anciano que nos consagraba los
últimos años de su vida. Debía redondear su
jubilación en aquel antro absolutamente privado
de un arrabal al norte de París. Un viejo
caballero de anticuada distinción que había
descubierto al narrador que llevaba en mí. Se
había dicho que, con faltas de ortografía o sin
ellas, era preciso emprenderla conmigo por
medio del relato si se quería tener alguna
posibilidad de abrirme al trabajo escolar.
Escribí con entusiasmo aquella novela. Corregía
escrupulosamente cada palabra con la ayuda del
diccionario (que, desde aquel día, ya no me
abandona) y entregaba los capítulos con la
puntualidad de un folletinista profesional.
Imagino que debía de ser un relato bastante
triste, pues entonces estaba muy influido por
Thomas Hardy, cuyas novelas van del
malentendido a la catástrofe y de la catástrofe a
la irreparable tragedia, lo que alimentaba mi
gusto por el fatum: nada que hacer desde el
comienzo, esa es mi opinión.
No creo haber hecho progresos
sustanciales en nada aquel año pero por primera
vez en toda mi escolaridad un profesor me
concedía un estatuto: existía escolarmente para
alguien, como un individuo que tenía una línea
que seguir y que la podía aguantar
duraderamente. Enorme agradecimiento hacia
mi benefactor, claro está, y aunque fuese
bastante distante, el viejo caballero se convirtió
en el confidente de mis lecturas secretas.
- ¿Qué estamos leyendo en estos
momentos, Pennachioni?
- Pues había lectura
- Por aquel entonces, yo ignoraba que
la lectura iba a salvarme.
En aquella época, leer no era la absurda
proeza que es hoy. Considerada como una
pérdida de tiempo, con fama de perjudicial para
el trabajo escolar, la lectura de novela nos estaba
prohibida durante las horas de estudio. De ahí
mi vocación de lector clandestino: novelas
forradas como libros de clase, ocultas en todas
partes donde era posible, lecturas nocturnas con
una linterna, dispensas de gimnasia, todo servía
para quedarme a solas con un libro. Fue el
internado lo que despertó en mí esta afición.
Necesitaba un mundo propio, y fue el de los
libros. En mi familia, yo había visto, sobre todo,
leer a los demás: mi padre fumando su pipa en el
sillón, bajo el cono de luz de una lámpara,
pasando distraídamente el anular por la
impecable raya de sus cabellos y con un libro
abierto sobre las piernas cruzadas; Bernard, en
nuestra habitación, recostado, con las rodillas
dobladas y la mano derecha sosteniendo la
cabeza… Había bienestar en aquellas actitudes.
En el fondo, fue la fisiología del lector lo que me
impulsó a leer. Tal vez al comienzo solo leí para
reproducir aquellas posturas y explorar otras.
Leyendo, me instalé físicamente en una felicidad
que aún perdura. ¿Qué leía? Los cuentos de
Andersen, por identificación con El patito feo,
pero también Alexandre Dumas, por el
movimiento de las espaldas, los caballos y los
corazones. Y Selma Lagerlof, el magnífico La
saga de Costa Berling, aquel pastor borracho y
espléndido, expulsado por su obispo, del que fui
el infatiugable compañero de aventuras con los
demas jinetes de Ekeby; Guerra y paz, que me
regaló Bernard creo que cuando hice los trece, la
historia de amor entre Natasha y el príncipe
Andrei en la primera lectura –lo que reducía la
novela a un centenar de páginas.
PENAAC, Daniel- Mal de escuela
CASO III
Los males de gramática se curan con la
gramática, las faltas de ortografía con la
práctica de la ortografía, el miedo a leer con la
lectura, el de no comprender con la inmersión en
el texto y la costumbre de no reflexionar con el
tranquilo refuerzo de una razón estrictamente
limitada al objeto que nos ocupa, aquí, ahora, en
21. esta aula, durante esta hora de clase, ya puestos
a ello.
Heredé esta convicción de mi propia
escolaridad. Me sermonearon bastante, a
menudo intentaron hacerme entrar en razón, y
con benevolencia, pues entre los profesores no
falta gente amable. El director del colegio al que
me había mandado mi robo doméstico, por
ejemplo. Era marino, un antiguo capitán de
navío acostumbrado a la paciencia de los
océanos, padre de familia y atento marido de
una esposa que, según se decía, padecía un mal
misterioso. Un hombre muy ocupado por los
suyos y por la dirección de aquel internado
donde no faltaban casos como el mío. ¡Cuántas
horas destinó, sin embargo, a convencerme de
que yo no era el idiota que pretendía ser, de que
mis sueños de exilio africano eran intento de
fuga, y de que bastaba con ponerme seriamente a
trabajar para acabar con la hipoteca que más
jeremiadas hacían gravitar sobre mis aptitudes!
Me gustaba que se interesara por mi, él, que
tantas preocupaciones tenía, y prometía
enmendarme, sí, sí, enseguida. Pero, en cuanto
me encontraba de nuevo en clase de mates, o en
el estudio vespertino inclinado sobre una lección
de ciencias naturales, nada quedaba ya de la
invencible confianza que yo había obtenido de
nuestra entrevista. Y es que el director y yo no
habíamos hablado de álgebra, ni de la
fotosíntesis, sino de voluntad, de concentración,
habíamos hablado de mi, yo, un yo que era del
todo capaz de progresar, estaba convencido de
ello, si realmente me lo proponía. Y ese yo,
henchido de súbita esperanza, juraba que se
aplicaría, que no seguiría contando historias,
lamentablemente, diez minutos más tarde,
confrontando a la albebraicidad del lenguaje
matemático, ese yo se vaciaba como un globo y,
durante el estudio vespertino, yo solo era
renuncia ante la inexplicable afición de las
plantas al gas carbónico a través de la extraña
clorofila. Volvía a ser el cretino habitual que
nunca comprendería nada de nada, por la
simple razón de que nunca había comprendido
nada.
De esa desventura tantas veces repetida,
conservo la convicción de que era preciso hablar
con los alumnos en el único lenguaje de la
materia que yo les enseñaba. ¿Miedo a la
gramática? Hagamos gramática. ¿Falta de
apetito por la literatura? ¡Leamos! Pues, por
muy extraño que pueda pareceros, oh alumnos
nuestros, estáis amasados con las materias que
os enseñamos. Sois la propia materia de todas
nuestras materias. ¿Infelices en la escuela? Tal
vez. ¿Sacudidos por la vida? Algunos, sí. Pero, a
mi modo de ver, hechos de palabras, todos
vosotros, tejidos con gramática, llenos de
discursos, incluso los más silenciosos o los menos
armados de vocabulario, obsesionados por
vuestras representaciones del mundo, llenos de
literatura en suma, cada uno de vosotros, os
ruego
PENAAC, Daniel- Mal de escuela
CASO IV
Vanidad de las intervenciones Psicológicas
intencionadas. Penúltimo curso. Jocelyne está
hecha un mar de lágrimas. La clase no puede
empezar. Nada es más impermeable que el pesar
para servir de pantalla al saber. La risa puedes
acallarla con una mirada, pero las lágrimas…
¿Alguien sabe algún chiste? Tenemos que
hacer reir a Jocelyne para poder empezar.
Devanaos los sesos. Algún chiste muy divertido.
Presupuesto, tres minutos, ni uno más;
Montesquieu nos aguarda.
El chiste surge.
Es divertido, en efecto.
Todo el mundo se troncha, incluso
Jocelyne, y la invito a que hable conmigo
durante el recreo, si lo necesita.
Hasta entonces, te ocupas solo de
Montesquieu.
Recreo. Jocelyne nos expone su desgracia.
Sus padres no se entienden. Se pelean de la
mañana a la noche. Se dicen barbaridades. La
vida en casa es un infierno, la situación,
desgarradora. Bueno, me digo, dos nuevos
corredores de fondo que han tardado veinte años
en advertir que no funcionaban juntos, hay
divorcio en el ambiente. Jocelyne, que no es una
mala alumna, se derrumba en todas las
materias. Y heme aquí chapuceando en sus
pesares. Más vale, le digo con mucha prudencia,
tal vez, el divorcio, ¿sabes Jocelyne?, en fin… dos
divorciados apaciguados te resultarán más
soportable que una pareja empecinada en
destruirse… etcétera.
22. Jocelyne se deshace de nuevo en
lágrimas: de lo maravilloso, de toda su
gimnasia. Y por añadidura, la cosa se da aires
de rigor. Un absoluto cajón de sastre podado
como un jardín a la francesa, bosquecillo de
cincuenta y cinco minutos tras bosquecillo de
cincuenta y cinco minutos. Sólo la jornada de un
psicoanalista y el salami del charcutero pueden
cortarse en rodajas tan iguales. ¡Y todas las
semanas del año! El azar sin a sorpresa, ¡el
colmo!
Sería tentador responderles: dejad ya de
refunfuñar, queridos alumnos, y poneos en
nuestro lugar, por otra parte, vuestra
comparación con el psicoanalista no es tan mala;
todos los días el pobre ve desfilar por su consulta
las desgracias del mundo, y nosotros en nuestras
clases vemos desfilar la ignorancia en grupos de
treinta y cinco y ahora fija, durante toda nuestra
vida –como percepción logarítmica o sin ella- es
mucho más larga que vuestra demasiado breve
juventud, ya veréis, ya veréis…
Pero no, no debe pedirse nunca a un
alumno que se ponga en el lugar del profesor, la
tentación de la risa sarcástica es demasiado
fuerte. Y no le propongáis nunca que mida su
tiempo con el nuestro: nuestra hora no es
realmente la suya, no evolucionamos en la
misma duración. Por lo que se refiere a hablarle
de nosotros o de él mismo, nada de nada: el tema
no es ese. Limitarnos a lo que hemos decidido:
esa hora de gramática debe ser una burbuja en
el tiempo. Mi trabajo consiste en hacer que mis
alumnos sientan que existen gramaticalmente
durante esos cincuenta y cinco minutos.
Para lograrlo, no debe perderse de vista
que las horas no se parecen: las horas de la
mañana no son las de la tarde; las horas del
despertar, las horas de la digestión, las que
preceden al recreo, las que le siguen, todas son
distintas. Y la hora que viene tras la clase de
mates no es como la que sigue a la de gimnasia.
Estas diferencias no tienen demasiada
incidencia en la atención de los buenos alumnos.
Estos gozan de una bendita facultad: cambiar de
piel de buen grado, en el momento adecuado, en
el lugar adecuado, pasar del adolescente
revoltoso al último atento, del enamorado
rechazado al empollón concentrado, del juguetón
estudioso, del allá al aquí, del pasado al
presente, de la matemáticas a la literatura… Su
velocidad de encarnación es lo que distingue a
los buenos alumnos de los alumnos con
problemas. Estos, como los reprochan sus
profesores, están a menudo en otra parte. Se
liberan con mayor dificultad de la hora
precedente, se arrastran por un recuerdo o se
proyectan en un deseo cualquiera de otra cosa.
Su silla es un trampolín que les lanza fuera de
la clase en cuento se sientan en ella. Eso si no se
duermen. Si lo que espero es su plena presencia
mental, necesito ayudarles a instalarse en mi
clase. ¿Los medios de conseguirlo? Eso se
aprende sobre todo a la larga y con la práctica.
Una sola certeza, la presencia de mis alumnos
depende estrechamente de la mía: de mi
presencia en la clase entera y en cada individuo
en particular, de mi presencia también en mi
materia, de mi presencia física, intelectual y
mental, durante los cincuenta y cinco minutos
que durará mi clase.
PENNAC, Daniel- Mal de Escuela
CASO V
¿Quiénes eran mis alumnos? Algunos de ellos el
tipo de alumnos que yo había sido a su edad y
que se encuentra un poco por todas partes en los
centros donde embarrancan los chicos y chicas
eliminados por los institutos honorables. Muchos
repetían y se tenían en muy poca estima. Otros se
sentían plenamente al margen, fuera del
“sistema”. Algunos habían perdido, hasta el
vértigo, el sentido del esfuerzo, de la
perseverancia, de la obligación, es decir del
trabajo: se limitaban a dejar que pasara la vida,
entregándose a partir de los años ochenta a un
consumo desenfrenado, no sabiendo utilizarse a
sí mismos y poniendo su ser solo en lo que les era
ajeno (la reflexión de Rousseau, transportada al
plano material, no les había dejado
indiferentes).
Todos eran casos especiales. Este,
excelente alumno en su instituto de provincia,
había acabado siendo el último de la
preparatoria para las grandes escuelas a las que
su expediente le había dado acceso; aquello le
había producido tanto pesar que se le caía el pelo
a puñados: ¡depresión nerviosa, a los quince
años! Aquel, con tendencias suicidas, se abría
las venas (“¿Por qué lo has hecho?” “¡Para ver
qué pasaba!”); aquella coqueteaba
23. alternativamente con la anorexia y la bulimia; el
de más allá se escapaba de casa, y otro más,
llegado de África, estaba traumatizado por una
sangrienta revolución; este era hijo deuna
infatigable portera; aquel, el muchacho apático
de un diplomático ausente; algunos estaban
aniquilados por los problemas familiares, otros
los utilizaban sin vergüenza alguna; esa viuda
gótica de párpados negros y labios violetas había
jurado no asombrarse por nada, cuando aquella
chupa claveteada, tupé y botas, evadida de un
instituto técnico de Cachan para reanudar con
nosotros un ciclo largo, descubría con estupor la
gratuidad de la cultura. Eran chicos y chicas de
su generación, rockeros de los años sesenta,
punks o góticos de los años ochenta, alternativos
de los noventa; agarraban las modas como se
atrapan los microbios: modas vestimentarias,
musicales, alimenticias, lúdicas, electrónicas,
consumían.
La mitad de los alumnos de mis
comienzos, los de los años setenta, llenaban las
clases llamadas “especiales” de un colegio de
Soissons, clases de las que, con un humor muy
profesional, nos habían dicho que no eran
precisamente “celestiales”. Algunos estaban bajo
vigilancia judicial, otros eran hijos de aparceros
portugueses, de comerciantes locales o de
aquellos terratenientes cuyos campos cubrían las
inmensas llanuras del Este, abonadas por todos
los jóvenes inmolados en el suicidio europeo de
1914-1918. nuestros tipos “especiales”
compartían los mismos locales que los alumnos
“normales”, la misma cantina, los mismos
juegos, y aquella bendita mezcla debía cargarse
en la cuenta de la dirección. El iletrismo tardío
no es cosa de hoy. A aquellos chicos y chicas
“especiales” tenía yo que enseñarles de nuevo la
lectura y la ortografía, coin ellos interrogamos
aquel lo al que nunca se llega porque se ignora
que es solo un estar allí, un estar ahora, un estar
juntos y, a hacerlo, ser uno mismo.
Su profesor de matemáticas y yo les
habíamos enseñado también a jugar al ajedrez.
Y no lo hacían tan mal. ¡palabra! Habíamos
fabricado un gran tablero mural que me
regalaron cuando me marché (“Ya haremos
otro”) y que conservo piadosamente. Sus proezas
en ese juego considero difícil –era la época del
famoso campeonato Spassky-Fischer-, la
confianza que habían adquirido al derrotar a
algunas clases del instituto vecino (“Hemos
ganado a los latinistas, señor!”), no fueron
ciertamente ajenos a sus progresos en martes
aquel año, ni a su obtención del certificado de
estudios primarios. Al final del curso montamos
Ubú rey con alumnos de todas las clases. Un
Ubú puestos en escena por mi amiga Fanchon,
hoy profesora en Marsella. Otra especie de tío
Jules, inoxidable en su lucha contra todas las
ignorancias. Digamos, por añadidura, que el
Padre y la Madre Ubú habían escandalizado en
su gran cama, ante las narices del obispo local.
(Vertical, la cama, para que pudiera admirarse
a la regia pareja desde el fondo del gimnasio
donde se representaba la obra).
De 1969 a 1995, si se exceptúan dos años
pasados en un centro de alumnos muy selectos,
la mayoría de mis alumnos fueron pues, como lo
fui yo mismo, niños y adolescentes con
dificultades escolares más o menos grandes. Los
más afectados presentaban poco más o menos los
mismos síntomas que yo a su edad: pérdida de
confianza en uno mismo, renuncia a cualquier
esfuerzo, incapacidad para la concentración,
dispersión, mitomanía, constitución de banas,
alcohol a veces, drogas también, supuestamente
blandas, pero aun así algunas mañanas tenían
la mirada bien líquida.
Eran mis alumnos. (Este posesivo no
indica propiedad alguna, designa un intervalo
de tiempo, nuestros años de enseñanza en los que
nuestra responsabilidad de profesor se encuentra
por completo comprendida con estos alumnos.)
Parte de mi oficio consistía en convencer a mis
alumnos más abandonados por ellos mismos de
que la cortesía predispone a la reflexión más que
una buena bofetada, de que la vida en
comunidad compromete, de que el día y la hora
de entrega de un ejercicio no son negociables, de
que unos deberes hechos de cualquier modo
deben repetirse para el día siguiente, de que esto,
de que aquello, pero de que nunca, jamás de los
jamases, ni mis colegas ni yo les dejaríamos en
la cuneta. Para que tuvieran una posibilidad de
lograrlo, era preciso enseñarles de nuevo la
propia noción del esfuerzo, devolverles por
consiguiente el gusto por la soledad y el silencio,
y, sobre todo, el dominio del tiempo, del
aburrimiento, pues. A veces les aconsejaba
ejercicios de aburrimiento, sí, para instalarles en
la perseverancia. Les rogaba que no hiciesen
nada: que no se distrajeran, no consumieran
nada, ni siquiera conversación, que tampoco
trabajaran, en resumen, que no hicieran nada,
nada de nada.
Ejercicios de aburrimiento, esta tarde,
veinte minutos sin hacer nada antes de ponerse a
trabajar: ¿Ni siquiera escuchar música?
¡De ningún modo!
¿Veinte minutos?
24. Veinte minutos. Con el reloj en la mano.
De las cinco y veinte a las cinco cuarenta. Os
vais directamente a casa, no dirigís la palabra a
nadie, no os detenéis en ningún café, ignoráis la
existencia de los “flippers”, no conocéis a vuestros
compañeros, entráis en vuestra habitación, os
sentáis en vuestra cama, no abrís la cartera, no
os ponéis de walkman, apartáis los ojos de
vuestra gameboy y esperáis veinte minutos,
mirando al vacío.
¿Para que?
Por pura curiosidad. Concentraos en los
minutos que pasan, no perdáis ni uno y
contádmelo mañana.
¿Cómo podrá comprobar usted que lo
hemos hecho?
No podré.
¿Y después de los veinte minutos?
Os lanzáis sobre los deberes como hambrientos.
PENNAC, Daniel – Mal de escuela
CASO VI
¡Era él un gran matemático? Y el curso
siguiente, ¿era la señorita Gi una gigantesca
historiadora? Y durante la repetición de mi
último curso, ¿era el señor S. un filósofo sin par?
Lo supongo, pero a decir verdad lo ignoro; sólo sé
que los tres estaban poseídos por la pasión
comunicativa de su materia. Armados con esa
pasión, vinieron a buscarme al fondo de mi
desaliento y solo me soltaron una vez que tuve
ambos pies sólidamente puestos en sus clases,
que resultaron ser la antecámara de mi vida. No
es que se interesaran por mí más que por los
otros, no, tomaban en consideración tanto a sus
buenos como a sus malos alumnos, y sabían
reanimar en los segundos el deseo de
comprender. Acompañaban paso a paso nuestros
esfuerzos, se alegraban de nuestros progresos, no
se impacientaban por nuestras lentitudes, nunca
consideraban con nosotros de su exigencia tanto
más rigurosa cuatro estaba basada en la
calidad, la constancia y la generosidad de su
propio trabajo. Por lo demás, no es posible
imaginar profesores más distintos: el señor Bal,
tan tranquilo y sonriente, un buda matemático,
un tornado que nos arrancaba de nuestra ganga
de pereza para arrastrarnos con ella por los
tumultuosos cursos de la Histria; por lo que se
refiere al señor S., filósofo escéptico y puntiagudo
(nariz puntiaguda, sombrero puntiagudo, panza
puntiaguda), inmóvil y perspicaz, me dejaba, al
final del día, zumbando de preguntas a las que
ardía en que él calificaba de exhaustivas,
sugiriendo con ello que su comodidad de
corrector hubiera preferido deberes más concisos.
Pensándolo bien, aquellos tres profesores
solo tenían un punto en común: jamás soltaban
la presa. No les tomábamos el pelo con el
reconocimiento de nuestra ignorancia. (¿Cuántas
redacciones me hizo repetir la señorita Gi a
causa de la mala ortografía? ¿Cuántas clases de
más me dio el señor Bal porque me encontraba
con aspecto distraído en un pasillo o soñado en
un aula de estudio? “¿Y si dedicaríamos un
cuartito de hora a las matemáticas,
Pennacchioni, ya puestos a ello? Vamos, solo un
cuarto de hora…”) La imagen del gesto que salva
al ahogado, el puño que tira de ti hacia arriba a
pesar de su gesticulación suicida, esa ruda
imagen de vida de una mano agarrando
firmemente el cuello de una chaqueta en la
primera que me viene a la cabeza cuando pienso
en ello. En su presencia –en su materia- nacía yo
para mi mismo: pero un yo matemático, si puede
decirlo así, un yo historiador, un yo filósofo, un
yo que, durante una hora, me olvidaba un poco,
me ponía entre paréntesis, me libraba del yo que,
hasta el encuentro con aquellos maestros, me
había impedido sentirme realmente allí.
Y otra cosa, me parece que tenían cierto
estilo. Estas artistas en la transmisión de su
materia. Sus clases eran actos de comunicación,
claro está, pero de un saber dominado hasta el
punto de pasar casi por creación espontánea. Su
facilidad convertía cada hora en un
acontecimiento que podíamos recordar como tal.
Podía pensarse que la señorita Gi resucitaba la
historia, que el señor Bal redescubría las
matemáticas, que Sócrates hablaba por boca del
señor S. Nos daban clases tan memorables como
el teorema, el tratado de paz o la idea
fundamental, que aquel día eran el tema.
Enseñándolo, creaban, el acontecimiento.
Su influencia sobre nosotros se detenía
ahí. Al menos su influencia aparente. Al margen
de la materia que encargaban, no intentaban
impresionarnos. No eran de esos profesores que
se vanaglorian de su ascendiente sobre una tropa
conciencia de ser maestros libertadores? Por lo
que a nosotros se refiere, éramos sus alumnos de
matemáticas, de historia o la filosofía, y nada
más. ES cierto que nos producía un orgullo algo
25. esnob, como si fuéramos miembros de un club
muy selecto, pero habría sido los primeros
sorprendidos al saber que, cuarenta y cinco años
más tarde, uno de sus alumnos, convirtiendo en
profesor gracias a ellos, les había levantado una
estatua solo por haber sido su discípulo. Tanto
mas cuanto, como mi violoncelista del
Blanc.Mesnil, una vez en casa ya, al margen de
la corrección de nuestros exámenes o la
preparación de sus clases, no debían de pensar
mucho en nosotros. Sin duda tenían otros
intereses, una gran curiosidad, que debían de
alimentar su fuerza, lo que explicaba entre otras
cosas la densidad de su presencia en clase. (La
señorita Gi, sobre todo, me parecía con apetito
bastante para devorar el mundo y sus
bibliotecas). Estos profesores no compartían con
nosotros solo su saber, sino el propio deseo de
saber. Y me comunicaron el gusto por su
transmisión. Así pues, acudíamos a sus clases
con el hambre en las tripas. No diré que nos
sentíamos amados por ellos, pero sí
considerados, sin duda (respetados, diría la
juventud de hoy), consideración que se
manifestaba hasta en la corrección de nuestros
exámenes, donde sus anotaciones solo se dirigían
a cada uno de nosotros en particular. El modelo
del género eran las correcciones del señor
Beaum, nuestro profesor de historia en el curso
preparatorio para entrar en la Escuela Normal.
Exigía que dejáramos virgen la última parte de
nuestros deberes para que pudiera escribir a
máquina –en rojo a un solo espacio- la detallada
corrección de cada trabajo.
Esos profesores que conocí en los últimos
años de mi escolaridad que resultaron muy
distintos de todos aquellos que reducían sus
alumnos a una masa común y sin consistencia,
“esta clase”, de la que solo hablaban en el
superlativo de inferioridad. Para estos, éramos
siempre la peor clase, de cualquier curso, de toda
su carrera, nunca habían tenido una clase
menos… tan…
Parecía como si, año tras año, se
dirigieran a un público cada vez menos digno de
sus enseñanzas. Se quejaban de ello a la
dirección, en los claustros, en las reuniones de
padres. Sus jeremidas despertaban en nosotros
una especial ferocidad, algo parecido a la rabia
que el náufrago pondría en arrastrar consigo,
ahogándose, el cobarde capitán que ha permitido
que el barco encallara en el arrecife. (Si, bueno,
es una imagen.. Digamos que eran sobre todos
nuestros culpables ideales, como nosotros éramos
los suyos; su rutinaria depresión alimentaba en
nosotros una cómoda maldad).
El más terrible de todos ellos fue el señor
Broncas (Broncas es un seudónimo), triste
verdugo de mis nueve años, que hizo caer sobre
mi cabeza tantos puntos malos que todavía hoy,
atrapado en la cola de una administración,
contemplo a veces el número de mi turno como
un veredicto de Broncas “N° 175, ¡Pennacchioni,
siempre tan lejos del excelente!”
O aquel profesor de ciencias naturales de
último curso a quien debo mi expulsión del
instituto. Quejándose de que la media general de
“esta clase” no superaba los 3,5/20, cometió la
imprudencia de preguntarnos la razón. Alta la
frente, adelantado el mentón, caídas las
comisuras:
Bueno, ¿alguien puede explicarme esa..
proeza?
Yo había levantado un cortés dedo y
sugerido dos explicaciones posibles: o nuestra
clase constituía una monstruosidad estadística
(32 alumnos que no podían superar una media
de 3.5 en ciencias naturales), o aquel famélico
resultado sancionaba la calidad de la enseñanza
impartida.
Satisfecho de mí mismo, supongo.
Y de patitas en la calle.
Heroico pero inútil me hizo observar un
compañero, ¿sabés la diferencia entre un
profesor y una herramienta? ¿No? Pues que el
mal profe no lo puedes reparar.
A la calle, pues.
Furor de mi padre, claro está.
¡Qué tristes recuerdos aquellos años de
rencor ordinario!
PENNAC, Daniel- Mal de Escuela
CASO VII
Hasta donde puedo recordar cuando los
profesores jóvenes se sienten desalentados por
una clase, se quejan de no haber sido formados
para ello. El “ello” de hoy, perfectamente real,
abarca campos tan variados como la mala
educación de los niños por la agonizante familia,
los daños culturales vinculados al paro y a la
exclusión, la subsiguiente pérdida de los valores
26. cívicos, la violencia en algunos centros, las
disparidades lingüísticas, el regreso de lo
religioso, y también la televisión, los juegos
electrónicos, en resumen, todo lo que alimenta
más o menos, el diagnóstico social que nos sirven
cada mañana los primeros boletines
informativos.
Del “No nos han formado para ello” al
“No estamos aquí para eso”, hay un solo paso
que puede expresarse así: “Nosotros, los
profesores, no estamos aquí para resolver dentro
de la escuela los problemas sociales que impiden
la transmisión del saber, no es nuestro oficio.
Que nos adjudiquen un número suficiente de
vigilantes, de educadores, de asistentes sociales,
de psicólogos, en resumen, de especialistas de
todo género y podremos enseñar seriamente las
materias que tantos años hemos pasado
estudiando”. Reivindicaciones por completo
justificadas, a las que los sucesivos ministerios
oponen las limitaciones del presupuesto.
Hemos aquí pues llegados a una nueva
fase de la formación de enseñantes, que se
centrará cada vez más en el dominio de la
comunicación, con los alumnos. Esta ayuda es
indispensable.
Mas que se plantean en una clase, estarán
corriendo hacia nuevas desilusiones; el “sello”
para el que no han sido formados resistirá. Por
decirlo todo, temo que “ello” no se deje definir
nunca por completo, que “ello” sea de naturaleza
distinta a la suma de los elementos que lo
constituyen objetivamente.
PENNAC, Daniel – Mal de Escuela
CASO VIII
La idea de que es posible enseñar sin
dificultades se debe a una representación etérea
del alumno. La prudencia pedagógica debería
representarnos al zoquete como al alumno más
normal, el que justifica plenamente la función de
profesor puesto que debemos enseñárselo todo,
comenzando por la necesidad misma de
aprender. Ahora bien, no es así. Desde la noche
de los tiempos escolares, el alumno considerado
normal es el alumno que menos resistencia opone
a la enseñanza, el que nunca dudaría de nuestro
saber y no pondría a prueba nuestra
competencia, un alumno conquistado de
antemano, dotado de una comprensión
inmediata, que nos ahorraría la búsqueda de
vías de acceso a su comprensión, un alumno
naturalmente habitado por la necesidad de
aprender, que dejar de ser un chiquillo
turbulento o un adolescente problemático
durante nuestra hora de clase, un alumno
convencido desde la cuna de que es preciso
contener los propios apetitos y las propias
emociones con el ejercicio de la razón si no se
quiere vivir en una jungla de depredadores, un
alumno seguro de que la vida intelectual es una
fuente de placeres que pueden varias hasta el
infinito, refinarse expresamente, cuando la
mayoría de nuestros restantes placeres están
condenados a la monotonía de la repetición o al
desgaste del cuerpo, en resumen, un alumno que
habría comprendido que el saber es la única
solución: solución para la esclavitud en la que
nos mantendría la ignorancia y único consuelo
para nuestra ontológica soledad.
La imagen de este alumno ideal se
dibuja en el éter cuando oigo pronunciar la frase
“¡Todo se lo debo a la escuela de la República!”.
No pongo en cuestión la gratitud de quien la
pronuncia. “Mi padre era obrero y todo se lo debo
a la escuela de la República”. No minimizo
tampoco los méritos de la escuela. “Soy hijo de
inmigrantes y todo se lo debo a la escuela de la
República”.
Pero, y es más fuerte que yo, en cuanto
escucho esta manifestación pública de gratitud,
veo proyectar una película –un largometraje. A
la gloria de la escuela, es cierto, pero sobre todo
a la de este niño que habría comprendido, desde
su primera hora en el parvulario, que la escuela
de la República estaba dispuesta a garantizarle
el porvenir siempre que fuese el alumno que ella
esperaba. ¡Y pobres de aquellos que no
respondan a esas expectativas! Entonces, una
vocecilla comienza a comentar la película en mi
cabeza:
-Sí, muchacho, es verdad que le debes
mucho a la escuela de la República, una
enormidad incluso, pero no todo, no todo, en ese
punto te equivocas. Olvidas los caprichos del
azar. Tal vez eras un niño más dotado que la
media, por ejemplo. O un joven inmigrante
educado por unos padres amorosos,
voluntariosos y perspicaces, como los padres de
27. mi amiga Kahina, que quisieron que sus tres
hijas fueran independientes y tuvieran un título
para que ningún hombre las tratase algún día
como trataban a las mujeres de su generación.
Podría ser, por el contario, como mi viejo Pierre,
el producto de una tragedia familiar, y haber
encontrado tu salvación solo en los estudios,
haberse zambullido a fondo en ellos para
olvidar, mientras duraba la clase, lo que te
esperaba al volver a casa. O haber sido también,
como Minne, una niña prisionera en su jaula de
asmática y que sintió deseos de aprenderlo todo
enseguida para abandonar su lecho de enferma:
“Aprender para respirar –me dijo Minne., como
se abren las ventanas, aprender para dejar de
ahogarme, aprender, leer, escribir, respirar,
abrir cada vez más ventanas, aire, aire, te lo
juro, el trabajo escolar era el único modo…
28. PINEAU, Pablo. Relatos de escuela
CASO IX
Me mandan un alumno a la dirección y entra
con un hosco gesto partiéndole en dos la frente
ensombrecida.
No es necesario preguntarle nada para
saber que la vida no lo acogió en el sendero de
los felices. Tiene el cuerpo flaco, las rodillas
ásperas, las zapatillas gastadas, el guardapolvo
con remiendos, las manos nudosas y los ojos –los
ojos, el espejo del alma- preñados de angustia.
No sé si la maestra ha podido ver todo
eso, porque generalmente la maestra, a fuerza de
ver los programas, el horario, el método, el
procedimiento, el inspector y la técnica, concluye
por no ver al niño.
Me lo han mandado “porque no hace los
deberes ni estudia la lectura y no sirve para
nada”.
Para captarme su confianza le hablo de
cualquier cosa, lo primero que se me ocurre:
- Qué lástima, cómo se ha ensuciado el
patio con esta humedad. ¿Viste?
- A “nosotros” nos embroma este
tiempo para lustrar.
Ya está todo, ya no hace falta averiguar
nada más para explicarse por qué es mal
alumno. Trabaja, lustra.
-Y cuando la lustrada está floja –me dice
después de otras cosas-. Los lunes y los viernes
vendo pastillas…
-¿y tu papá, que hace?
- A mi papá lo llevaron al hospicio,
estaba loco de tanta bebida…
¡No me atrevo a preguntar más, ni
cuántos hermanitos son, ni qué hace la madre ni
nada!
Me quedo doblada en dos, enmudecida,
porque ya no es la primera vez que me contestan
así, porque estoy cansada de comprobar que
estos llamados malos alumnos no lo son por
propia voluntad, sino porque la vida los
maltrató
primero. Ya me está dando miedo
investigar nada, ya me está dando miedo
acariciar un chico porque en seguida me abre su
corazoncito, y ese corazón está siempre lleno de
tragedia. ¡Y lo peor es que el mío no se endurece
a fuerza de sufrir con la pena de estas criaturas.
Sino que se sensibiliza más y más, a tal punto
que a veces me basta sólo la fugaz mirada de un
niño para comprenderlo todo!.
¡No, no me atrevo a preguntar nada más!
Pero tengo que justificar mi autoridad en la
escuela, tengo que intentar siquiera algo para
decirle a la maestra que este alumno me ha
prometido cumplir con sus deberes, repasar la
lectura, atender en clase.
Y después de hablar un rato, termino
pidiéndole:
- Me traes a mí una copia nada más.
Cortita, lo que puedas, con lápiz, como sea. Una
vez por semana… y si puedes dos. Así yo le diré a
la maestra que me traes a mí los deberes,
¿entendido?
Sí, me lo promete. Me lo promete y
cumplirá. ¡Y tendré en mis manos unas hojitas
borroneadas, sucias, escritas con estas manos
nudosas y ásperas que lustran zapatos de los
otros para poder comprarse zapatillas!
¡Primero será una copia, después el
problema, luego más, más! Yo soy maestra y
tengo el deber de pedirles trabajo para la
escuela.
Porque si no fuera así, y me dejara llevar
por el impulso de mi corazón, es probable que,
cruzada de brazos delante de estos alumnos que
no tienen padre, que comen mal y duermen peor,
que cuentan diez años y ya saben lo amargo que
es ganarse la vida dijera:
- ¿Deberes? Ustedes no tienen que
hacer deberes. Jueguen en la calle si les queda
tiempo, aprendan lo malo, háganse miserables.
Nada de deberes. Ustedes no tienen ni el deber
de ser buenos, porque les han negado el derecho
a la felicidad.
29. -
PINEAU, Pablo - Relatos de Escuela
CASO X
[…] Y después de inglés juego un poco con
el Lalo y me vuelvo a hacer los deberes
que quiero hacer una ilustración al
problema de regla de tres, la maestra no
pidió ilustración pero quiero dibujar un
molino que vi en la revista que lo quiero
dibujar y no sabía dónde ponerlo, pero el
problema es del agua de un molino. Y me
lo quiero pintar bien todo con el contorno
bien hecho en negro, y cuando tocó
dibujar el aparato digestivo del ave yo no
lo hice del libro de lectura, me copié el del
libro de Zoología de Héctor, que era más
difícil y la maestra lo vio y yo creí que le
iba a gustar y dijo que era más que el
aparato digestivo que estaban los
aparatos reproductores y me dijo “en el
recreo veni”. Y en el recreo fui y me agarró
a explicarme todo: “Toto, te tendría que
hacer arrancar la página, pero ya que lo
hiciste tan bien te lo voy a explicar todo
porque puede venir la inspección y van a
decir que dibujaste esto como habla un
loro, sin entender lo que dice”. Y me
empezó a explicar qué querían decir
óvulos y genitales y líquido del macho y
todo el nacimiento porque estaban
dibujados unos racimitos amarillos y un
lío de cañitos de aquí y de allá, una
especie de taza verde para abajo con
nombres difíciles y el dibujo estaba
pintado pero era feo con todas esas líneas
enredadas parecía un cuerpo de araña
venenosa y arriba de todo estaba la
cabeza del ave con unas pocas plumas. Y
la maestra “¿entendés lo que te digo?” y yo
“si”, y no entendía nada porque me puse a
pensar en otra cosa a propósito y ni le oía
lo que decía, que el gallo, y que el líquido
del macho, que me aburrió y dele
preguntarme si entendía y yo le decía “si,
si” y para mis adentros le decía
“escorchona”, que me explotaba la cabeza
de tanto hacer fuerzas para pensar en
otra cosa.
30. A.- Autoevaluación:
1.a.- Una vez finalizado el trabajo en el primer módulo te proponemos un
análisis comparativo con la evaluación inicial donde identificábamos las
concepciones personales y del grupo respecto a la enseñazna, evaluación,
aprendizaje y función de la escuela.
a. Han producido modificaciones sustanciales
b. Se han producido pocas modificaciones
c. No se han producido modificaciones
1.b. Según la respuesta anterior señale las modificaciones.
1.c. ¿Cómo ha funcionado el grupo?:
a. Sin dificultad b.Con dificultad c. Con mucha dificulatad
1.d.- Según la respuesta anterior identifique dificultades:
1.e.- ¿Cómo ha sido la participación de los integrantes del grupo?:
a. Participaron todos b.Participa la mayoría c. participación centrada
en pocos
1.f.- ¿Cómo he funcionado dentro del grupo?
a. He realizado aportes b, he realizado pocos aportes c. No he realizado
aportes
31. B.- Evaluación de la Cátedra:
a) ¿Cuáles son los aspectos positivos?
b) ¿Cuales son los aspectos disfuncionales?
c) ¿ Qué opina acerca de :
• Selección de contenidos
• Bibliografía
• Vinculaciones que se favorecen entre autores, conceptos, ideas
• Metodología empleada
• Vinculación teoría y práctica
e) Sugerencias que pueda aportar a la cátedra