Primer FAmilly Killer, sin cubiertas, sin correcciones posteriores, tal cual salió lo tienes.
Ideado con motivo de la celebración del Reto Fancine 2009.
Introducción:Los objetivos de Desarrollo Sostenible
Family Killer
1. FAMILY
KILLER
Colección de cuentos originales
Edita: Ventayovski & Sons
2. Perpetrado por Miguel Ventayol
CON LA GRAN EXCUSA DE LA CELEBRACIÓN DEL
RETO FANCINE 2009
Albacete, diciembre de 2009
Precio del ejemplar: 1 euro. O intercambio
3.
4. Lo que te vas a encontrar en este fancine:
De cruz de mayo a Elvira. Páginas 7-9.
Látigo y Pistola. Páginas 10-13.
El primer día de trabajo Páginas 14-19.
Tres muelles en perfecto estado. Páginas 20-23.
El breve romance de Edin Menic. Páginas 24-26.
Levantar el vuelo. Páginas 27-30.
Asesinato en Octavio Cuartero. Páginas 31-38.
5. aire y luz y tiempo y espacio
Charles Bukowski
ya sabes, la familia, el trabajo,
siempre ha habido algo
en mi camino
pero ahora
he vendido mi casa, he encontrado este
sitio, un estudio grande, tienes que ver qué espacio y
qué luz.
por primera vez en mi vida voy a tener un sitio y tiempo para
crear.
no, hijo, si vas a crear
crearás aunque trabajes
16 horas diarias en una mina de carbón
o
crearás en un cuarto pequeño con 3 niños
mientras que no cobras más que
el paro.
crearás como parte de tu mente y de tu
cuerpo
destrozados.
crearás ciego
mutilado
6. demente,
crearás con un gato subiéndote por la espalda mientras
la ciudad entera se estremece ante un terremoto, un bombardeo,
una inundación, un incendio.
hijo, aire y luz y tiempo y espacio
no tienen nada que ver con la creación y no crean nada
más que, quizás, una vida más larga para
encontrar nuevas
excusas para no hacerlo.
7. De Cruz de Mayo a Elvira
La época universitaria o postadolescente da pie a que una serie de mitos se vayan construyendo y otros
cuantos vayan cayendo por su propio peso. Las aventuras sexuales de un adolescente sirven de edificación a
decenas de historias, en su mayor parte inventadas, pero que, al menos, hacen saltar las lágrimas de los
amigos, cuando no las propias.
Cuando las aventuras de escarceos sexuales se entremezclan con las de escarceos alcohólicos, las
historias adquieren ese tono épico, tanto por lo que relatan como por lo difícil de sostener algunas situaciones.
Ésta en concreto es la mezcla de varias aventuras de las mencionadas, donde un grupo de amigos pensó
que lo mejor para quitar las penas del protagonista era una encerrona al viejo estilo. Pero cuando uno no
pone de su parte, ni las mejores intenciones sirven.
Llevaban seis o siete cervezas, no muchas más, aún no estaban borrachos, aunque iban por el lugar
correcto.
Un miércoles cualquiera de finales de junio, en un lugar adecuado para que el mes, la hora y el día
supusieran un cambio fundamental en la vida o no supusieran nada en absoluto, dependía de la dirección que
tomases en la siguiente esquina.
Ella no era ni guapa ni fea, simplemente era una murciana simpatiquísima y podía beber cerveza como el
que más, incluso más que cualquiera de nosotros, sólo existía un inconveniente: cuando menos lo esperabas,
se derrumbaba.
La chica que no paraba de sonreír era el romance habitual de uno de los compañeros de piso de Pablo.
Sus escenas erótico festivaleras eran comentadas a lo largo de la semana en las sobremesas del piso de la
calle Cruz de Mayo, lugar de reunión de lo más variopinto o perdido en una ciudad estudiantil como aquella.
Esquina adecuada para transeúntes, yonkis y gente sin hogar. Cualquiera podía caer por allí.
Ella no era menos.
Él no era menos.
8. Se conocían como se conocían todos en aquel callejón, de tomar cervezas, de charlar, de mirar el futuro
con el optimismo propio del licor y el humo. Se conocían de asomarse a la calle y contemplar, a un lado, una
esquina cualquiera, al otro, un enorme muro de diez metros de altura.
Salieron a tomar cervezas un día entre semana, sin atender al calor andaluz ni lo complicado que es llegar
a fin de mes cuando no se dispone de ingresos.
El bar La Estrella fue el lugar indicado.
Los amigos imperturbables y maliciosos de aquel infeliz, Pablo R., Ricardo y Enrique, se miraron de reojo y
salieron corriendo dejando al chico que leía demasiado y la chica que no paraba de sonreír delante de la
quinta cerveza.
Los habían abandonado sin tiempo a reaccionar, sin tiempo a pensar por qué motivo los habían dejado
solos, si apenas se conocían, si apenas habían charlado en dos años que se conocían.
Así que hicieron lo que mejor hacían, apurar las cervezas sin hablar y, al cabo de una hora, preguntarse el
uno al otro si se largaban o pedían otra cerveza fiada.
Optaron por salir de La Estrella y encaminarse cada uno a su casa.
La calle Elvira puede ser el sitio mágico que pervierte las mentes adolescentes, como ya pasó con aquellos
románticos del siglo XVIII que acababan con sus vidas suspirando de pasión al tener que dejar la ciudad de la
Alhambra. Es refugio de turbios establecimientos donde comprar y vender sexo, drogas, carne, futuro o el
alma, si la tienes a mano.
Ella caminaba de manera torpe.
Él se balanceaba debido a la cerveza. Nunca perdía la compostura y el aire chulesco, aunque era un torpe
bebedor y en absoluto valiente.
Ella caminaba al lado de él, hablando de cosas tan insulsas como exámenes a los que no presentarse o el
cielo estrellado. Él caminaba junto a ella imaginando antiguas novias que no tenía, viejos amores que cambió
por besos cargados de ceniza o bragas de discutible diseño.
Ella dijo, “vamos a casa y nos tomamos un café o desayunamos ya, si quieres”. Mientras él contestaba con
un leve movimiento afirmativo de cabeza.
Pablo sabía que una invitación de tal calibre supone saltar al vacío. Y saltar al vacío significa sopesar en
menos de tres segundos si te cambiaste de ropa interior, si el aliento sabe a fresa ácida o a ceniza, si la
cerveza ingerida permitirá cualquier acto que no se limite a varios besos apasionados y roces amistosos.
Saltó al vacío con una facilidad adolescente.
Ella preguntó: “¿Quieres un café, una cerveza, un cola-cao?”.
9. Él no contestó, la atrajo hacia sí y una cinta comenzó a dar vueltas en el radiocassette: Extremoduro.
Aquellas canciones se grabarían en la mente del infeliz el resto de sus días. Aunque no recordase el nombre
de la chica al cabo de tres días.
Los cuerpos se desnudaron en una canción, en otra canción pasaron a los malabares; en una tercera, los
flujos se enturbiaron y las mentes desaparecieron.
Ella había bajado el colchón de su cama al suelo debido al terrible calor de Andalucía en verano, la cama
sin colchón estaba plagada de libros, apuntes, restos de comida y ropa interior de colores.
El calor de Andalucía no fue suficiente para separar los cuerpos entrelazados que saltaron la primera cara
de la cinta de música ambiente.
Igual que saltó la primera, llegó la segunda y el chico se preguntaba qué motivos le condujeron a aquella
cama a compartir sexo con aquella chica.
La cinta recorrió su cara A con facilidad, al son de riñones y caderas. La cara B saltó sin que se dieran
cuenta mientras Pablo pensaba: “¿Autoreverse? ¿De cuánto es la cinta, de 30 o de 45?
Es importante para disponer de referencia a la hora de contarlo a los amigos. Cualquiera sabe, hasta el
más inocente, que lo mejor del sexo es poder contarlo, relatarlo, detallarlo e inventarlo si el auditorio es el
adecuado o la experiencia insuficiente.
Empezó a pensar en los exámenes, en las vacaciones y el trabajo de verano.
Empezó a pensar que era la segunda vez que escuchaba aquella canción y que le dolían los brazos del
esfuerzo, porque a la chica no le gustaba cambiar de posición y prefería la comodidad de estar debajo a
esforzarse lo más mínimo.
Sólo había pasado una hora y media, quizás algo más, porque las canciones se entremezclaban en la
mente de aquel pobre a quien los efectos de la cerveza impidieron solucionar el asunto en cinco minutos, a
quien los efectos de la cerveza ya se le habían pasado.
Los rayos del sol iluminaron las caras de los falsos enamorados.
Se descubrieron. Cesaron los movimientos.
Él puso la tonta excusa del alcohol, de una cabeza enamorada.
Cualquier excusa es válida cuando se pretende huir sin menoscabar la dignidad.
Aún en calzoncillos se cruzó con tres compañeras de piso demasiado acostumbradas a las visitas como
para saludar siquiera. No le ofrecieron café ni tostadas, no le ofrecieron zumo.
Lo miraron de arriba abajo y se limitaron a acabarse el desayuno dispuestas a ir a los trabajos,
universidades o donde quiera que fueran.
10. El chico que nunca iba a clase huyó a toda velocidad, caminó por calles que no conocía, orientándose por
vericuetos como siempre hacía, sin pensar, callejeando una y otra vez por los mismos lugares, pensando una
y otra vez las mismas cosas sin obtener conclusiones aceptables.
La ropa le olía a cerveza y Fortuna, el pelo le olía a perfume de oferta y manos desconocidas.
La ciudad olía a madrugada.
11. Látigo y pistola
Este relato está basado en la vida de Joan Margarit que en una época de su vida se vio obligado a
emigrar para ganarse el pan, aunque nadie le preparó para lo que se le venía encima.
Las historias de inmigración tienen muchos componentes, en su mayoría personales y sentimentales, de
lucha, de sufrimiento, de abandonar todo lo que uno tiene con la esperanza de un futuro mejor.
Pero no siempre es así, aunque las mentes inteligentes terminan por agarrarse a una serie de detalles,
pequeñas historias, anécdotas familiares que se cuentan de vez en cuando, todos reconocen y terminan por
convertirse en parte del mobiliario.
Uno de los componentes que me atrae de la historia es la esclavitud, que solemos asociar con Estados
Unidos y África, cuando en un país civilizado como España se ha recurrido a ella en muchas ocasiones y no
hace tanto tiempo. La esclavitud y cómo, mientras unos la entienden como base de la economía y de la vida
diaria, a otros se les hace inexplicable.
—¿Para qué quiero yo esto? —Preguntó Juan a su mujer, sujetando con la mano derecha un látigo brillante
de cuero negro sin estrenar, que no había caído sobre las espaldas de nadie —No entiendo qué quiere esta
gente que haga yo aquí. Además, ¿cómo se usa esto?
—Tranquilo, Joan —contestó ella mientras le cogía la mano para darle tranquilidad y quitarle el látigo. No
llevaban ni unas horas en Buenos Aires, en la fábrica textil donde lo contrataron como nuevo encargado.
Las mañanas en Sudamérica se le hacían a Juan demasiado largas, el color del firmamento parecía
extraño; echaba de menos, desde el primer día, el color de su Cataluña, el color de los árboles, el color del
amanecer. Hasta el color de los paños de la fábrica que le había contratado se le antojaba diferente, aunque
él no dejaba de pensar que esto se debía a un juego de su imaginación y a las dudas que seguía
manteniendo desde que se embarcó rumbo a Argentina hacía dos meses.
¿Había hecho bien dejando atrás todo, yendo a vivir a la tierra de las oportunidades? Conocía, por muchos
amigos, por conversaciones a la hora del almuerzo, que cientos habían hecho fortuna en menos de un año. —
¿Un año? —dijo a su mujer mientras cenaban pan con aceite y tomate y un poco de butifarra— En un año en
12. Terrasa no ahorramos ni para la dote de Margarita —Sólo te pido un par de años, verás cómo las cosas
mejoran, conseguimos ahorrar lo suficiente para comprar algún terreno, o poner un pequeño comercio, del que
yo pueda hacerme cargo. Si las cosas van como espero, incluso podría ser yo el amo de una pequeña
fábrica, con la gente que conozco y los contactos que haré.
Las frases se le atragantaban en la boca, él que era una persona de pocas palabras, él que decía mejor
contar hasta diez antes de soltar ninguna barbaridad de la que luego arrepentirse. Él que nunca cruzó la línea
de lo atrevido.
Ella le miraba de reojo, como miran las mujeres, con la paciencia que les da ser conscientes de que
decidirán más tarde.
Miraba de reojo, pensando en el baúl lleno de ropa, los artilugios, el clima: “¿Cuánto se tarda de Terrasa a
Buenos Aires? ¿Es verano cuando aquí es invierno?”
—Joan, come despacio, come tranquilo, todo irá bien —susurraba mientras recogía las migas del mantel y
seguía pensando en sus cosas.
Mercedes confiaba en su marido, sin mirar. Confiaba tanto en él que era capaz de surcar los siete mares
para verlo feliz, para labrarse un futuro juntos. Por el bien de ambos y de la pequeña Margarita, que reposaba
en la camita cerca del matrimonio. Quizás su matrimonio no se caracterizase por los mimos, las caricias y
palabras bonitas, pero si había que saltar al otro lado del charco para hacer las Américas, se haría.
Ella tenía un miedo impresionante, en el mercado escuchó historias de gente que no volvía, de gente que
se quedaba en el mar, de la cantidad de personas extrañas que podían encontrarse al otro lado del océano.
Por un momento incluso pensó en los libros de piratas que había leído de niña, aquello era demasiado: ¡Iba a
salir loca!
—No importa —pensó—,si es lo que mi Joan quiere, debe ser bueno, porque él no querría nada malo ni
para mí ni para Marga.
Pero de reojo se imaginaba al abandonar su tierra, esta Cataluña en la que vivían demasiado bien, esta
Cataluña que veían prosperar sin sobresaltos, despacio, con esfuerzo, con la sensación de quien hace un
trabajo bien hecho y sin descanso. —Vivimos bien, sin ostentaciones pero bien, ¿para qué movernos al otro
lado del mundo? —Era la conclusión a la que llegaba su cabeza de ama de casa organizada.
Oyó decir que en Argentina se ganaba dinero con facilidad y en poco tiempo. Lo que nadie le comentó es
que los jóvenes se suicidaban antes que ver pasar hambre a sus hijos. No soportaban la desgracia de ver
sufrir y morir a sus retoños antes que ellos. Nadia le contó, antes de salir de Terrasa, que su dinero saldría
del esfuerzo y de la sangre de cientos, miles incluso, de pobres trabajadores que observaban de reojo el látigo
13. recién estrenado. Para ellos no era sino un español más, que venía a obligarlos a trabajar más horas, a
esforzarse sólo por el beneficio de la empresa, por unas cuantas migajas.
Los trabajadores de la fábrica soportaban doce, catorce horas de trabajo asfixiante, sin descanso apenas,
con una leve parada a comer esos saquitos de comida cuyo olor le repugnaba, doce horas sin parar. Siete
días a la semana.
Sabía de sobra que aquel ritmo era insoportable. Sus espaldas no aguantaban la presión del látigo pero
caía de nuevo sobre todo aquel que frenaba el ritmo o miraba al firmamento, soñador.
—El látigo los devuelve a la realidad, no dude en utilizarlo. Esta gente se lo merece, son vagos por
naturaleza y se aprovecharán de usted si ven la más mínima debilidad en su comportamiento, señor Juan—,
decía uno de los responsables de la empresa.
La pistola del guardaespaldas temblaba bajo su axila y Juan sólo deseaba volver junto a Merche y Marga,
a la casa que los responsables de la fábrica habilitaron para ellos.
Cuando bajaron del transatlántico, tras unas semanas de viaje, uno de los responsables de la fábrica que
contactó con él en Catalunya, le esperaba en el muelle. A su lado un tipo con aspecto de quebrantahuesos,
similar a algunos que había visto en Barcelona cerca de empresarios llamados nuevos ricos. Solían ser
exboxeadores o luchadores venidos a menos, aunque en su mayor parte se trataba sencillamente de
camorristas sin miedo a romper un brazo, una pierna, una nariz, o incluso llegar un poco más lejos si la
situación lo requería y a la otra persona no le entraba el miedo.
El quebrantahuesos le escrutó de pies a cabeza, llamó a un par de pilluelos que correteaban por el muelle
y cargaron sus bultos. “Media vida”, dijo Merçe al salir de Barcelona.
El representante se deshacía en guiños a Margarita y parabienes a Mercedes. Había algo sospechoso en
tanta amabilidad. Le advirtieron sobre el humor de los argentinos, similar al italiano. Pero no conocía ni a unos
ni a otros, no podía sospechar. Por otro lado, temer no era una de sus cualidades, no era en absoluto una de
sus características.
No tenía miedo a nada, sólo a fallar a mi familia a la que había sacado de mi hogar. No me amedrentaba
el espacio entre España y América, ni el mar océano, ni el tiempo tras de mí, ni siquiera el quebrantahuesos:
obreros más duros del Vallés habían callado a una mirada mía en la fábrica de Terrasa, idiotas más recios
había derribado de un mandoble.
14. Pero el miedo no tiene nada que ver con la intuición. A gritos decía que algo pasaba, algo no funcionaba.
La mano de su mujer le tranquilizó, le agarró del brazo, le miró con dulzura y le susurró en catalán, para que
no lo entendiera nadie alrededor: —Tranquilo, todo va a ir bien.
Todo va a ir bien, era más un deseo que un pensamiento real. Con la mandíbula apretada se dijo que
tendría que verlo antes de asegurarlo con firmeza.
Delante de la familia Margarit, el quebrantahuesos chillaba a los pilluelos. El equipaje se dirigía camino de
la nueva casa, junto a la fábrica textil en Buenos Aires.
Una casa vigilada por pistolas que no llegó a convertirse en su hogar.
¿Qué puede hacer un hombre cuando otro hombre le ofrece un arma para mantener el orden cuando el
orden ni siquiera se ha roto?
¿Cómo usa la pistola alguien que jamás ha llevado un arma encima?
— ¿Cómo se sale de aquí? —se oyó Juan gritar, cubierto en sudor tras una noche de pesadillas en el
barco de vuelta a España.
15. El primer día de trabajo
La manera en que uno empieza una jornada laboral es siempre la misma, pero cuando uno inicia una
andadura en un lugar de trabajo que considera ideal (aunque no lo sea) y, además, tratándose de medios de
comunicación, el primer día de trabajo es inolvidable.
Quise hacer un pequeño homenaje a todos los periodistas de provincias; pero, en concreto, he querido
hacer un homenaje a Nacho porque sus únicos días de trabajo fueron especiales todos ellos. No le dio tiempo
a cansarse con las rutinas, y su lugar de trabajo fue especial (aunque no lo fuera) porque se dedicó a lo que
realmente quería hacer con su vida.
El primer día de trabajo que Javier pasó en el periódico no pudieron presentarse mejor las cosas: un
atentado, un concejal ladrón sorprendido, un accidente múltiple a diez kilómetros de la ciudad y la
inauguración de varias exposiciones con aperitivo incluido. Pude observar cómo entraba en la redacción a
primera hora de la mañana.
Lo habían contratado para encargarse de las páginas de teletipos.
A las diez y media de la mañana un tipo con aspecto de jefe le ofreció una grabadora con las pilas medio
gastadas y una cinta sin rebobinar.
Le comunicó, sin apenas mirarle a los ojos, que tenía dos opciones: o correr o salir cagando ostias. Me
miró sin entender, con un gesto le dije que atendiera a las prerrogativas del jefe; primera lección de la
mañana.
Aquel chaval disfrutaba de primer día de trabajo después de ocho meses en el paro, una licenciatura
brillante, tres veranos de prácticas y el bolsito de Zara cargado de ilusiones. El mismo bolsito donde relucían
la agenda y la libreta que su novia le había regalado la tarde anterior, con un lema sellado: “En esta libreta
sólo puedes escribir cosas importantes”. Javier se lo tomó al pie de la letra y soñó con corresponsalías de
guerra y viajes por el Mundo. Es lo que sueña cualquier novato.
Lo miré mientras salía de la redacción con el pecho cargado de orgullo. Su primera rueda de prensa se
había presentado de carambola.
16. La suerte le regaló el primer destino: la inauguración de una tienda de joyas de una señora de primera
división, de bandera y cirugía. O una manera agridulce a través de la cual la jet set desorientada recaía en la
ciudad a recibir nueve mil euros a cambio de unas sonrisas. Si se le une cómo la redacción de un periódico
de provincias se mantiene con el mínimo de trabajadores, la carambola se completaba.
A Javier le tocó acompañar a nuestra veterana fotógrafa y su permanente cara de pocos amigos. Al verla,
se dijo si el primer día de trabajo sería conveniente invitar a café a una compañera de melena rizada, ojos
negros y brillantes, gesto duro de quien lo ha visto todo o casi, y unos pantalones hippies de colorines
mecidos por la brisa.
—¿Dónde está la tienda ésa? —dijo para romper el hielo. La chica de aspecto hippie caminaba medio paso
por delante de él, cargaba una mochila negra donde escondía una cámara digital de un precio superior al
sueldo de los dos intrépidos reporteros.
—En el Centro Comercial Los Mayos—. Y zanjó la conversación acelerando el paso y apretando la
mandíbula. Antes de darse cuenta habían llegado ante el corrillo de curiosos que se arremolinaban en el
escaparate sin apenas permitirles el paso.
—Allí es donde se van a hacer las declaraciones. Si quieres, pregunta a los de la tienda cómo se va a dar
el asunto—. Comentó la redactora gráfica mientras sacaba la cámara de la mochila y comenzaba a disparar
entre joyas, escaparates recién bruñidos, sonrisas forzadas, tacones brillantes y homosexuales fingidos.
Javier conocía los detalles de la profesión a pesar de la inexperiencia y los meses de paro, sabía a quién
se tenía que dirigir, qué preguntas hacer y cuáles podría escribir. Estas simples cuestiones las aprendes en las
prácticas de verano, cuando los periodistas titulares se van de vacaciones.
Después de hablar con la organizadora del evento y constatar que la reina de la fiesta, la mujer que había
congregado entorno a su persona a más de 80 personas, era una vieja actriz del destape español que ahora
lucía incluso mejor, decidió preguntar a las chicas de los mostradores.
—¿Cuánto cobráis y cuántas horas vais a echar a la semana? —dijo de manera estúpida e inocente. Las
tres chicas postadolescentes, preanoréxicas y de maquillaje perfecto se miraron absurdamente a los ojos, de
reojo vigilaron a una señora de 50 años, operada de pies a cabeza literalmente, que se encontraba al otro
extremo de la tienda.
El novato descubrió a la jefa de la tienda y comprendió el poder que ejercía sobre las recién contratadas.
Ninguna de ellas contestó y Javier, pletórico de ingenuidad, se dirigió a la estupenda señora de 50 años a
interrogarla sobre un par de cuestiones que quedarían sin respuesta.
Lo poco que obtuvo tras indagar, curiosear y estirar el oído, fue la certeza de que ninguna de aquellas
maniquíes disponía de contrato al efecto ni estaban dadas de alta en la Seguridad Social. Se les pagaría unos
17. 20 euros por día, por supuesto ni una comisión de las joyas millonarias. Con estos condicionantes no era raro
que ninguna de las chicas quisiera decir nada, la promesa de un contrato con comisiones quien superase la
prueba de asumir todo cuanto la jefa mandase, sobrevolaba sus futuros.
—Eso no es nada —comentó Laura la fotógrafa, 22 minutos más tarde—, según las malas lenguas, la
mujer ésta tenía antes una tienda de tes e infusiones, y la misma chica colombiana que tenía cuidándole la
casa, la tenía el resto del tiempo en la tienda de dependienta. Le pagaba un sueldo normal pero la tenía
cogida con el tema de que era inmigrante, tenía un hijo, quería traer a su familia y, sobre todo, no conocía
ninguno de sus derechos. La chica pasaba desde las 7 de la mañana a las 11 de la noche trabajando para
esta mujer. En el colmo de la hipocresía, ese mismo año le dieron un premio a la mujer empresaria solidaria o
algo parecido.
—¿Me estás hablando en serio? ¿Esas cosas pasan aquí y la gente no se entera? —Suspiró Javier. Un
silencio de 20 segundos dejó patente su inocencia y el calado de su pregunta.
—¿De dónde has salido tú? ¿Es que no has mirado lo que te pagan en el periódico, cobras más que los
demás o qué? Desde luego, hay cosas que no se aprenden en la Universidad, chico—. Contestó enfadada.
—¿De qué hablas? —Saltó el aspirante a Premio Pulitzer picado en su orgullo corporativo.
—Joder, que en el periódico trabajamos diez horas al día y cobramos 700 euros al mes. No deberían darte
pena ni las modelitos de la tienda, ni los inmigrantes, ni nadie, porque bastante tenemos nosotros con lo que
tenemos. Cómo se nota que el redactor jefe todavía no te ha dado la charla sobre el compromiso y el buen
periodismo de provincias—. Zanjó la fotógrafa, sin saber si se había excedido con el recién desembarcado.
Mientras enfilaban el camino hacia la redacción, Javier sopesaba cómo enfocar aquella noticia. Laura lo
tranquilizó: pocas palabras y muchas fotos.
Javier se dio cuenta de que su trabajo de estreno quedaría en segundo plano y no supo cómo entenderlo,
si como ayuda gratuita de buena compañera a novato, o como fotógrafo que pisa terreno al redactor.
Nuevamente le picó el corporativismo bien memorizado en la Universidad.
Le vi entrar en la redacción y antes de despojarse de su jersey y su grabadora, el director lo estaba
llamando a su despacho, cerró de un semiportazo y lo enfocó con una mirada de ojos estrábicos.
Le explicó en dos palabras que aquella era su primera y última oportunidad. En el futuro se dejaría de
preguntitas si quería llegar a ser un buen periodista y hacer carrera.
Entendí que le acababan de dar la segunda lección de periodismo que Javier asumió de un chispazo. El
trabajo es una cosa, lo que se aprende en Madrid, otra. En el mismo Madrid donde los más descarados de la
Facultad insisten en preguntar a los chicos de provincias si cuando concluyan la carrera volverían a sus
respectivos pueblos. Allí podrían ocuparse de las cadenas de radio locales, de los periódicos de poca tirada,
18. las gacetillas parroquiales o lo que quiera que se hiciera en provincias. Porque en Madrid estaban cansados
de que vinieran de fuera a quitarles los buenos puestos en los medios nacionales, los que dan prestigio y
popularidad. Los que te cuelan en las casas de la gente a la hora de la comida y de la cena, y te aseguran
contratos publicitarios.
El director del periódico descolgó el teléfono, esperó tres timbrazos y explicó que el chico había entendido
todo. “Tiene cara de buen chico y en esta casa apreciamos a la gente que se porta bien con la empresa”
“¿Era eso lo que tenía que decirle, no?”. La conversación concluyó sin más protocolo con la persona al otro
lado del teléfono.
Salió del despacho con la conciencia de que el director le había redactado más de medio artículo: quién
entró a la tienda, qué vio y dónde, a qué precios, cuánta gente se apelotonaba en la puerta, a quién miraba y
por qué.
Acompañando a sus palabras, fotos brillantes de personas y joyas de Laura para darle peso a la noticia.
En la página impar que acompañaba a la noticia, como sin querer y a todo color, cerca de 500 euros de
publicidad, más IVA, de la joyería. Sólo la publicidad suponía su sueldo.
Tuve que explicar a Javier que aquella joyería dejaría muchos euros en publicidad y no se la podía
molestar con tonterías laborales. A este pequeño detalle había que unir otro no menos pequeño: la dueña era
amiga íntima de la mujer del propietario del periódico. El chico no tenía por qué saberlo, de hecho muy pocos
lo sabían.
—¿Qué? ¿Cómo ha ido? ¿No está mal para ser el primer día? Es una buena manera de hacerse notar,
meterse con las amigas del jefe—. Rió el responsable de edición, un tipo alto y desgarbado que por su
aspecto y el aliento a café de máquina manifestaba a las claras que pasaba más tiempo dentro de la
redacción que en la calle buscando noticias— ¿Sabes el día que entendí yo el poder que tenemos los medios
de comunicación?
Javier supuso que se trataba de una pregunta retórica, pero no, aquel tipo desaliñado continuó,
despreocupado de si el novato escuchaba o no. Lo había atrapado por los hombros, como sólo algunos
hombres pesados saben hacer. Le contó cómo hacía dos años y medio estaban construyendo un enorme
centro comercial en la ciudad. Un trabajador peruano se desplomó desde una altura de cinco metros y le
provocó la muerte inmediata debido a la colisión de su cabeza contra el suelo. “Vamos, que se abrió la
cabeza”, repitió de manera innecesaria.
Siguió contándole que los sindicatos pusieron el grito en el cielo porque las medidas de seguridad dejaban
mucho que desear y la prevención de riesgos laborales se había sustituido por las prisas y la premura ante la
inauguración.
19. —Los teléfonos comenzaron a sonar en la redacción de una manera que pocas veces sucede—. Siguió
explicando el editor jefe. Había tanto dinero invertido, y tantos puestos de trabajo prometidos, mezclado con
una serie de intereses ocultos. Las llamadas no eran sino síntoma de la importancia del suceso.
Alguien llamó al director, él llamó al despacho al editor, redactor de local por aquellas fechas, y le dijo que
escuchase atentamente a la persona que llamaría en breve al teléfono privado de su despacho.
El teléfono sonó, el director conectó el manos libres y una responsable de prensa sin nombres ni apellidos,
explicó (no sugirió) cómo debería salir la noticia al día siguiente. Su voz sonaba angustiada, nerviosa y
agotada, prueba de que había ofrecido la misma explicación en muy poco tiempo a muchos directores y jefes
de redacción.
—¿Sacasteis la noticia? —Preguntó azorado el joven redactor mientras trataba de zafarse de aquel tipo a
quien apenas le habían presentado unas horas antes.
—¿No has escuchado lo que te he dicho? El poder que tenemos los medios de comunicación es que
podemos publicar lo que queramos cuando queramos. Lo que queramos, cuando queramos. Ésta es nuestra
fuerza. Temen que podamos perjudicarles.
—Pero si no publicas la noticia, de qué te sirve. Al final se salen con la suya con una simple llamada. –
peleó indignado.
—Joder, cuánto te queda por aprender, chico—. Fue la frase que cerró la conversación y libró a Javier de
las garras del enjuto jefe de edición.
Javier se acercó a mi lado, encendió el ordenador, buscó el editor de textos y ojeó las notas de la libreta
que le había regalado su novia. Comenzó a pensar si firmaría la noticia con su nombre o con el nombre del
periódico. En la redacción nadie se había fijado en su conversación con el director ni con el jefe de edición. A
las dos menos cinco le dije que apagase el ordenador y dejase de darle vueltas a la cabeza. Me miró
sorprendido y se fue a comer, charló con María, su novia, y no habló de lo sucedido, sólo que todavía estaba
en la fase de tomar contacto y que había cubierto la inauguración de la nueva joyería.
A las cinco de la tarde volvió a la redacción. Debía encargarse de la sección de cartas al director y
transcribir dos de ellas; todavía eran muchas las personas que las enviaban por correo ordinario y escritas a
lápiz. Tenía que dar forma al artículo de la joyería y preparar las páginas de provincias que los corresponsales
mandaban por correo electrónico entre las 7 y las 8 de la tarde. Sabía que no saldría de la redacción antes de
las 9 o 9.30 pero como María tenía turno de noche tampoco se preocupaba demasiado en echar dos horas
extra no remuneradas.
20. A las 7 de la tarde el director le volvió a llamar a su despacho. A la vuelta me explicó que le había
encargado el artículo de opinión de la página dos. Debía elegir entre el accidente o el atentado. Bromeamos
sobre si era una buena proposición o sólo aumentar su carga de trabajo del primer día.
—Ya he colocado las fotos, echa un ojo a ver qué te parece—. Dijo Laura detrás de él. Media sonrisa en
sus pómulos le daban a entender que lo había visto salir del despacho del director y que en tres jugadas como
aquella los jefes se lo habrían camelado y lo tendrían en el bote.
Comprendió que sus sospechas sobre la ambición de la fotógrafa eran infundadas. Ojeó el trabajo de la
chica, se sorprendió al contemplar al detalle una de las fotos y verse reflejado en un pendiente de oro. Tal era
el brillo que desprendía aquella joya. Supo desde aquel momento que las cosas no son lo que parecen, que la
importancia de las pequeñas cosas puede restar relevancia a las que parecen de más calibre.
Terminó de redactar la noticia, la imprimió y se enorgulleció tanto de ver su nombre impreso como de verse
reflejado en el pendiente de oro.
No encontró erratas en su primera revisión.
Eran las ocho de la tarde, sólo restaba concluir el artículo de opinión y una de las cartas al director,
además de hacer una serie de llamadas a la policía, los bomberos, protección civil, etcétera para asegurarse
de que no había sucedido ningún acontecimiento de última hora susceptible de modificar el contenido de la
portada.
Las ocho y media, decidió que el artículo de opinión trataría del atentado terrorista pero al segundo párrafo
entendió que mejor si escribía sobre el accidente. Demasiadas obviedades impresas sobre uno y otro tema
hacen la tarea complicada y trivial al mismo tiempo. En quince minutos lo concluyó mirando de reojo la hora
en el ordenador portátil que habían habilitado para él en un rincón mal iluminado de la redacción. Apenas
había despegado el pico en toda la tarde, tan concentrado estaba mientras escribía.
Se sintió orgulloso al admirar su nombre una vez más. Le dije si podía leer el artículo y me explicó que era
la primera vez que publicaba nada con su nombre, que fuera crítico pero no duro.
Mientras leía su artículo, Javier contó el número de páginas que debía corregir, cerca de seis llevaban su
impronta, aunque no su firma. De reojo miró el reloj, las nueve y media. En menos de media hora saldrían las
dos últimas páginas corregidas, y él se podría largar al apartamento alquilado que compartía con su novia.
En la redacción apenas quedábamos varios redactores, la fotógrafa de aspecto hippie, el redactor jefe y el
jefe de edición, así como los responsables de maquetación. Contó mentalmente las horas que habían
transcurrido desde que comenzó el día a las 10 de la mañana y las tareas que le habían asignado “no lo
hagas” —le sugerí—, “no merece la pena”. Contó sus páginas y consultó su correo electrónico, incluso perdió
21. el tiempo buscando información en otros periódicos nacionales. Todavía no era la hora de salir y el reloj
pasaba de las diez. Le dije: “Mañana más, buen artículo. Pero te quedan muchas guerras por cubrir”.
A las diez y media, corregidas todas las páginas, la fotógrafa de aspecto imponente denotaba su aspecto
cansado, miró de reojo a Javier y le dijo si se tomaba una caña antes de irse a casa, “ha sido un día largo
para todos pero no de los más largos, ya lo irás viendo”.
Javier pensó en su firma estampada en dos páginas, pensó en su novia echando noches a 3 euros la
hora, sin nocturnidad ni extras,
pensó en el alquiler, pensó en
su cuenta corriente, una cartilla
heredada de la primera
comunión, pensó en las pobres
personas que habían fallecido
en el accidente múltiple, y en
el orgullo que sentiría su
abuela al leer el apellido
familiar en el periódico.
—Vale. Una caña sí me
tomo—. Contestó olvidando el
cansancio del día, olvidando
las motivaciones que le
llevaron a estudiar una carrera
de 800 euros al mes y
horarios interminables. Lo
olvidó todo, a pesar de que los
ojos de la fotógrafa no eran ni una cuarta parte de chispeantes que a primera hora de la mañana.
22. Tres muelles en perfecto estado
Las historias de la guerra civil siguen suponiendo un lastre en nuestro país. El componente sentimental, el
componente ideológico, las mentiras que se cuentan y se han consolidado lo convierten en un tema espinoso.
La única intención de este relato es convertir una mentira en una verdad, y una verdad en una mentira,
porque para eso están los relatos.
El enfoque de un abuelo que inventa cuentos para su nieto es archiconocido y la atracción secreta que se
genera entre ambos, también, una química contra la que luchan las abuelas de manera desmesurada, sin caer
en la cuenta de que las abuelas tienen un rincón más especial aún en el corazón de los nietos.
Las historias de maquis son infinitas.
Las historias que se cuentan en determinados pueblos, tanto de Levante, como de Andalucía recurren
desde lo mitológico, a lo más cercano y vil.
Ésta es sólo un cuento de abuelos a nietos.
Uno de sus pies sonaba mientras taconeaba al acercarse. El otro era silencioso, como él; se aproximaba
sin que te dieras cuenta. Uno de sus pies, fiel a lo que quería; el otro caminaba presa de un vendaje que lo
comprimía dentro de un zapato enorme. Entre ambos, movían el esqueleto de pelo duro y plateado hacia la
Secretaría del Juzgado de Paz que se encontraba unas esquinas más allá. No era necesario tener prisa.
Nadie se atrevía a adelantarlo; como mucho, se acercaban, le seguían el paso y charlaban con él mientras
llegaba al despacho. Nadie lo adelantaba nunca.
—Siéntate y te cuento —me dijo—, siéntate que te cuente la vez que vino un maqui, ¿sabes que es un
maqui?, ¿no? Eran unos tipos que se ocultaban en el monte, ahí arriba en la sierra. Y tu abuelo los escondía
un rato en casa, les daba algo de comer y ya.
—¿Qué le estás contando al chiquet, lo de aquella vez que bajaron y mataron a uno del pueblo tirándole
una piedra en la cabeza? —suspiró mi abuela desde el otro extremo de la mesa camilla.
—Calla, mujer, que no sabes de lo que hablas. Si te hubieras dedicado a leer en vez de tanto coser,
sabrías algo más de las cosas —le bufaba-. No hagas caso a tu abuela —Me dijo sonriendo mientras seguía
23. con su historia mirándome a los ojos. Los suyos eran grises, los míos estaban encadilados y brillaban sin
perderlos de vista.
Y prosiguió con el relato de un tipo que bajaba de la sierra, donde supuestamente se encontraba cobijado,
al hogar de mis abuelos a pedirles comida. Mientras la mujer de la casa cosía en el fondo de la cocinilla,
olvidada del mundo, él se asomaba a ese mismo mundo a través de cientos de lecturas de entretenimiento, de
vaqueros o de gánsters; o a través de una radio antigua donde se descifraba casi en silencio la Pirenaica.
Porque la prensa, por mucho que la repases a lo largo de la jornada, no desvelaba la realidad. La realidad
era mucho más de lo que mostraban los diarios. Eso lo sabía de sobra, era de los que leen entre líneas, de
los que descubren tesoros entre la basura.
Uno de sus pies aseguraba que era zapatero.
Calzaba los zapatos más brillantes del pueblo, un diminuto pueblo escondido en la sierra de ninguna parte,
marcado en los mapas gracias a un castillo en ruinas que en su día fue un importante bastión árabe. Un lugar
al que sólo llegas si vas adrede, nunca de paso.
Uno de sus pies se dedicaba cada tarde, hora tras hora, al pegamento y la cola resinosa, a limpiar zapatos
y zurcirlos; era el tiempo en que los zapatos se utilizaban a lo largo de una vida, desde que dejaba de
crecerte el pie hasta que se salía literalmente por alguna costura imposible de remendar.
El otro pie pasaba las mañanas enteras en un amplio despacho con varias mesas y algunas sillas más.
Una ventana daba a un patio interior, bien iluminado pero sin exceso de luz, con las paredes forradas de
legajos y enormes libracos donde yacían archivados miles de restos de personas: historias inertes de la gente
del pueblo desde que alguien decidió ordenarlos por edades, nacimientos, fallecimientos, casamientos y todos
los mientos que la ley exige.
Eran sus mañanas, rebuscar entre fechas y rebuscar entre vidas, porque, a fin de cuentas, no era otra
cosa lo que se escondía entre aquellos gruesos tomos.
Cada uno de sus pies indicaba al otro que no se tomase la vida demasiado en serio. En otra época cantó
como los ángeles, tuvo incluso la posibilidad de cruzar el enorme mar océano sin más compañía que una
garganta rota por las horas de flamenco.
A mí aquello me sonaba a la historia de Juanito Valderrama, a quien descubrió la Niña de la Puebla
cantando a las ovejas en su pueblo natal. Una artista conocida, le ofertó a mi bisabuela que su pequeño hijo,
el de la voz impresionante, se fuera con la farándula a cruzar España, a merodear por los caminos, a
embarcarse rumbo a Méjico si hacía falta.
24. Aquella señora decidió que su hijo era más necesario en el pueblo que cantando y tragando polvo por los
caminos.
Las oportunidades sólo se presentan una vez, o ninguna en la mayoría de los casos.
Sus pies le indicaban que no tomase las cosas demasiado en serio porque la primera lección de la vida es:
“Adivina quién eres y sitúate en el lugar que te toca”.
Le caracterizaba el buen humor, a pesar de que el mundo no era lo alegre y agradecido que hubiera
deseado. Pero qué mejor que dejarse llevar por el buen humor: el otro camino era demasiado sencillo, y él no
lo era en absoluto.
Según relataba, uno de aquellos maquis
bajaba al pueblo con la intención de comer y
suplicar caridad a pesar de ser comunista,
porque el hambre no entiende de ideologías.
Aunque en aquella época comunista podía ser
cualquiera según hubiera caído a un lado del río
u otro. “Yo no sería tan ruso si tú no fueras tan
americano”, era un chascarrillo que algunos
viejos mascullaban en los bares a las horas en
que ni las mujeres ni los guardias civiles podían
oírlo.
El joven zapatero se limitaba a escuchar la
Pirenaica en su afán por no perder el contacto con el exterior, cuando la vida pasaba por delante de su portal
con tanta fuerza que no había lugar a dudas: el tiempo no se había parado, lo habían dinamitado. Y él miraba
a través de los barrotes de la ventana.
El maqui bajaba a casa del zapatero y la modista con la única intención de dejar de sentirse como un lobo
acorralado y hablar con alguien que, al mismo tiempo, le diese algo de comer.
Con tachuelas en los labios, el zapatero escuchaba las aterrorizadas historias del maqui en sus noches de
luna llena, perdido en la sierra. En ocasiones, cuando el pánico le agarraba las venas, aullaba como un lobo
atrapado, “así se acojonan los civiles” decía con un mendrugo de pan en la boca y las migas cayéndole por el
gabán. Pero el joven zapatero sabía que los cartuchos de los guardias civiles no conocían el miedo.
—Un día dejó de venir. Unos dijeron que se lo habían cargado de tres tiros. Otros que huyó a Valencia y
escapó en un barco sin rumbo. Pero nadie lo sabía de verdad.
25. —Le pegaron tres tiros porque mató a uno de la sierra —volvió a suspirar mi abuela que permanecía todo
el rato callada con la cabeza perdida entre agujas e hilos.
—No hagas caso —insistió mi abuelo—, eso es lo que siempre han querido pensar en el pueblo pero te
contaré un secreto: aún vive en un pueblo de aquí cerca. Pasó un día por el juzgado hace unos años.
Me contó que el viejo maqui entró en su despacho una mañana de poco ajetreo, a solucionar unos papeles
del hijo recién nacido de su sobrina. Después de las gestiones y varios cigarros apurados en silencio, los
hombres se miraron a los ojos penetrándose. Luego, el forastero se llevó la mano a la boina y con este simple
gesto agradeció al humilde zapatero la ayuda prestada.
—Pero abuelo, aquel hombre había matado a mucha gente, ¿verdad? —pregunté.
—Te diré algo: aquel hombre estaba muerto de hambre, de frío y de soledad. No sé a cuántos mató, si es
que llegó a matar a alguien en su vida; aunque aquellos ojos de madrugada tenían poco de asesinos y mucho
de acorralados. Pero, en fin, vamos a dar un paseo tú y yo.
Y me condujo a paso lento por la calle Molina, contemplando cada uno de los portales de persianas
levantadas y puertas abiertas, saludando a cada vecino con quien nos cruzábamos.
Tomamos la cuesta que conduce a la Iglesia de San Miguel y nos encaminamos al juzgado de Paz.
Su taconeo marcaba mi paso y el ritmo de mi pecho al latir. Le agarraba fuerte de la mano y lo
contemplaba con la admiración del nieto a su abuelo.
Al final de la cuesta, en la esquina derecha, se encontraba el juzgado donde el zapatero pasaba sus
mañanas. Subimos al primer piso, abrió la puerta de su despacho y me hizo entrar a su refugio de legajos y
libracos jurídicos.
Me enseñó, como en un juego, a buscar las partidas de nacimiento de mis padres, de mi hermano mayor,
de alguna de mis tías. Un juego de cifras y fechas entre tomos que, para mi sorpresa, no tenían polvo.
Con un gesto me ordenó que me acercase a su mesa.
La máquina de escribir vigilaba desde un rincón. Abrió el cajón que tenía sobre sus rodillas y, de un doble
fondo disimulado, sacó una pequeña joya oculta en papel de estraza, como un regalo barato.
—Mira —me dijo—. Y desenvolviendo aquel artilugio me lo puso en la palma de la mano. Era más grande
que mi puño de niño aunque no pesaba demasiado. La empuñadura fabricada en asta de toro y la hoja algo
oxidada. Tenía unas cuantas muescas que delataban su uso diario.
La abrí con admiración, con cuidado para apreciar los tres clak clak clak de los muelles. No brillaba pero
nos quedamos deslumbrados ante la potencia de la imagen y lo que representaba.
26. —Éste será nuestro secreto —dijo el secretario de juzgado cerrando con cuidado la navaja y guardándola
de nuevo en el modesto envoltorio, oculta en el doble fondo del cajón de la mesa de su despacho—. Ahora
vamos a tomar el aperitivo con la abuela.
27. El breve romance de Edin Menic
Los hombres sueñan con las actrices de la gran pantalla, igual que las mujeres con los actores.
La posibilidad de que cualquier persona se cruce con un actor o actriz de Hollywood es remota, cercana a
lo imposible. De ahí que una historia en que el protagonista de un cuento se cruce, y algo más, a una estrella
del más alto nivel lo hace más interesante y nos permite a los demás soñar con actrices y actores de la gran
pantalla.
Angelina entró en el gran salón de actos. El suelo era brillante, recién pulido para la ocasión, como
corresponde en una gala de sociedad: la reunión quinquenal del Alto Comisionado de las Naciones Unidas,
ACNUR que con motivo del día internacional del Refugiado, el 20 de junio, se celebraba en Madrid.
Al acto estaba prevista la asistencia de lo más florido del mundo político, social y cultural español, algunos
de estos rostros claramente identificados con la causa de los refugiados internacionales. Desde la Infanta
Elena, en representación de la Casa Real, a actores, actrices y representantes del mundo asociativo. De
manera minoritaria, aunque sin perder el protagonismo que da ser miembro por derecho, decenas de familias
de ciudadanos bosnios residentes en España.
La convocatoria no tenía nada de nuevo. Salvo la presencia de la espectacular actriz, embajadora de la
buena Voluntad de Naciones Unidas, acompañada de sus cuatro guardaespaldas. Formaban un cuadrado
perfecto a su alrededor, inexpugnable. Un cuadrilátero con un muro imaginario que sólo la actriz podía
rebasar.
Edin y su familia llegaron con tiempo, la puntualidad siempre caracterizó a la familia Menic. Estaban
contentos y expectantes por reencontrarse con sus hermanos y primos, supervivientes de una guerra que no
entendieron, en la que se vieron inmersos de manera absoluta, y que les arrebató demasiadas cosas para
enumerarlas.
Al ver entrar a Angelina Jolie en la sala, Edin susurró a los oídos de su mujer y su hija que tenía que
acercarse a saludarla, presentarse, decirle alguna obviedad como que era su actriz favorita y adoraba sus
películas. No podía estar tan cerca de su estrella de cine preferida y dejar escapar la oportunidad.
28. Su mujer y su hija entendieron, y se sonrieron la una a la otra. No tenía nada que ver con su pelo, ni sus
labios, ni siquiera con la profundidad de su mirada. Era su actriz favorita y estaba a dos pasos de conocerla.
Apenas les separaban cuatro tipos de metro noventa y cinco, trajes oscuros bien planchados y axilas
ocultando pistolas.
Edin necesitaba un autógrafo, una fotografía, un pequeño detalle.
Sólo faltaba acercarse.
Estaba charlando con sus familiares cuando un representante de ACNUR a quien conocían desde el
conflicto, se les acercó por quinta vez a presentarles a alguien más. Un actor, una actriz, un cantante
comprometido con la causa saharaui, incluso un futbolista que había prestado su imagen para una campaña
publicitaria.
Se habían acostumbrado a ser el centro de la reunión sin quererlo. ¿Acaso no eran ellos los supervivientes,
los excombatientes?
La humildad, junto a la puntualidad, era otra de las características de los Menic. Saludaban, sonreían y
entendían hasta las preguntas y comentarios más estúpidos.
—Les presento a I.A. —dijo ella.
—Encantado —contestó Edin.
—Un placer —repitió su mujer, que sabía desde el primer vistazo quién era el actor a quienes les estaban
presentando, uno de los actores más serios y comprometidos del panorama español. Incluso Edin se habría
acordado de él si hubiera hecho algo de memoria pero no cayó hasta pasado un buen rato.
La representante de ACNUR contó la historia de la familia Menic en dos destellos, sin aspavientos, sin
detalles comprometedores. Imanol era inteligente, escuchaba, no hacía preguntas tontas. De hecho no hacía
pregunta alguna.
Después de intercambiar varias frases de cortesía, hablar del tiempo de Madrid y la manera de conducir de
los madrileños, no pudo evitar la pregunta que le rondaba la cabeza desde hacía rato:
—¿Qué hace un bosnio en Hellín? —pregunta que ninguno respondió, olvidando o dejando en un rincón de
la mente las motivaciones que les condujeron a buscar trabajo en la provincia de Albacete. Hasta que Edin
dijo:
—En algún sitio hay que vivir, ¿no?
Pero en la mirada de Edin sólo se encontraba la imagen de Angelina moviéndose por la sala con la
elegancia de quien no hace ruido al caminar y sabe que todos los ojos se centran en ella. Y con la seguridad
que le ofrecían sus cuatro ángeles guardianes.
29. —Voy a intentarlo —dijo a su mujer, encaminándose al cuadrado imaginario que formaban los miembros de
la seguridad privada de A.J, y dejándola sola con Imanol Arias.
Entendió por el gesto serio, aunque nada agresivo, de los cuatro tipos que era imposible acercarse a la
actriz si previamente ella no lo requería. Aun así pensó que debía intentarlo. Sin saber cómo, en un despiste
de uno de los guardaespaldas, empezó a hablar con él, descaro que había aprendido en muchos años
viviendo en España.
Le contó su situación, le contó que sólo quería una fotografía con la actriz y que se lo agradecería
eternamente. Le rogó, le dio más conversación y hasta preguntó de dónde era porque su acento parecía
andaluz.
El guardaespaldas comprendió las buenas intenciones del fan, pero sabía perfectamente que un descuido
suponía una falta grave.
—No, tío —le dijo en confianza— no puedo dejarte que hables con ella. De hecho, no puedo dejar que des
un paso más. Aunque, por otro lado… —El guardaespaldas se quedó pensando y miró de reojo a sus tres
compañeros. Como la gala se estaba dando bien, y la mayoría de los invitados apenas suponían una
amenaza, se habían relajado un punto. Le dijo a Edin que él no podía dejarle penetrar en el cuadrado
imaginario pero, si por alguna razón, conseguía entrar, entonces no podrían montar el espectáculo y sacarlo a
empujones.
Edin lo entendió. Cuando el guardaespaldas se giró a por una botella de agua mineral de una de las
mesas cercanas, Edin se colocó junto a la actriz con un ligero saltito. Acompañó de una sonrisa a un
carraspeo, y en su mejor inglés dijo:
—Good evening, How do you do? I’m Edin Menic. I’m a Bosnian refugee, and it will be a pleasure for me…
—Su discurso parecía ensayado, pero en sus ojos brillaba la imagen de la sinceridad. La misma sinceridad y
franqueza que Angelina entendió. Respondió con un cortés How do you do? Y preguntó si vivía en España, si
tenía familia.
La conversación fue breve, pero suficiente para que Edin se dejase cautivar por la voz de la estrella.
Suficiente para obtener unas fotografías de la Jolie con su familia. Suficiente para que la reunión de ese año
mereciera la pena.
Y, por qué no, para provocar la más terrible de las envidias a sus compañeros de trabajo.
30. Levantar el vuelo
Muchas veces nos dejamos llevar por los comentarios de la gente en vez de hacer caso a lo que de
verdad nos interesa. Esta historia la robé en una cafetería, inconvenientes de tener las orejas grandes.
Algunos de sus detalles me parecieron tan divertidos que no pude evitar tomar notas mientras me terminaba el
café, a pesar de parecer sospechoso.
No es una historia de amor, no es una historia de sexo. Es una historia de alguien que se da cuenta de
que no para de ligar con las personas menos indicadas, lo cual la conduce a no estar con nadie. Y se siente
tan frustrada que mira a su alrededor y siente envidia por esa gente que no para de follar a pesar de
cepillarse a cualquier asqueroso y maloliente engullecubalibres.
Lo que me pareció más divertido de todo es que, hablando con su amiga, la chica protagonista llegó a la
conclusión de que, sólo con cambiar de estilo de peinado, modelo de gafas, o color de bolso, sería capaz de
tomar las decisiones acertadas; las decisiones que hicieran cambiar su vida de manera radical.
Como un corte de pelo, como un cambio de gafas.
La chica que no sabía volar trató de recordar su niñez cuando las cosas se limitaban a la extensión de sus
trenzas o a salir más guapa que nadie en las fotografías del colegio. Y comprendió que aquel tiempo no
volvería, que quizás necesitaba un tinte algo más agresivo en el pelo, un bolso con colores chillones y unas
gafas nuevas: nunca se había planteado que el tamaño de sus compras era inversamente proporcional al de
su insatisfacción.
En el interior de la óptica una empleada rubia de pelo cortado a lo chico y ojos vacíos de mentiras le
sugirió aquella nueva frase: “Unas gafas más agresivas”. Supuso que había robado la expresión de algún
catálogo de gafas o del último número de Elle, y no le prestó más importancia pero decidió adoptar aquel
concepto que se acercaba bastante a su estado de ánimo.
La chica que apenas sabía volar se imaginó durmiendo con su amor.
“¿Tanto tiempo ha pasado?”, se dijo mientras se ajustaba las gafas a la nariz y de reojo se aseguraba de
que nadie la mirase.
31. Decidió adaptar la agresividad a su manera de ver las cosas, indudablemente necesitaba más agresividad.
Así que decidió comprar las gafas y añadirlas al lote de complementos y la agresividad pasaría a ser el
calificativo con el cual afrontar el día a día.
Una vez más pensó que había demasiadas estaciones entre aquella mañana de primavera y la última vez
que estuvo arropada entre el pecho de su amor.
A pesar de su animado pensamiento algo surgió de entre las tinieblas procedente de las manos de su
peluquero habitual. Aquel tipo agradable y simpático mostró sus terribles carencias con las tijeras en lo más
profundo de su cabellera, y a la chica que nunca había conseguido volar no le hizo gracia verse en el espejo
al terminar. Aquello no era agresividad sino una metedura de pata. Por más que insistiera el chico de aspecto
gay, su moldeado no era el de una estrella de cine ni el de una cantante, sino que se asemejaba más a la
chica de barrio que se corta a sí misma los mechones por falta de tiempo, interés y dinero.
De repente, por no hacer gala de su recién adquirida agresividad, se encontró pensando en que el trabajo
en la óptica parecía mucho más sencillo que el de peluquero: si no te gustan las gafas, no tienes más que
devolverlas. Y tienes la opción de probártelas antes; pero un corte de pelo, uf, un corte de pelo te obliga a
esperar dos semanas hasta que la normalidad vuelve a su curso, si hay suerte.
Ni siquiera tuvo la posibilidad de utilizar las tijeras contra el pecho de aquel fingido artista de pantalones
colganderos, tinte rubio y ojos lánguidos.
Le dieron ganas de matar al peluquero pero supuso que tampoco era suya la culpa: no es sencillo
encontrar el look agresivo de una persona que habitualmente es cualquier cosa menos violenta. Se levantó,
sacó varios billetes de su monedero, pagó en la salida y se subió el cuello de la chaqueta.
Andrés, el tipo que sabía sacar partido a unas botas como ningún otro, le había asegurado el martes
anterior, durante lo que pareció un café interminable, que el fin de semana sería especial. La chica notaba
cómo sus pies comenzaban a despegarse del suelo aprovechó para empaparse del aroma de su cuello,
Andrés era de los que olían bien, y qué difícil era encontrar a un tipo que no oliera mal, siquiera regular.
El calendario se hospedó en el viernes por la mañana de manera descarada, y aún no sabía nada del
chico más guapo que había visto en un par de meses.
“¡Y cómo huele!”
Era suficiente para satisfacer el acaloramiento provocado por la revolución primaveral, era algo por donde
empezar, algo a fin de cuentas. Encontrarse al chico más guapo en un par de meses no le convertía en un
partido pero sí en alguien con atractivo suficiente como para pasar con él una hora. “¿Una hora? Con media
me conformo”, se dijo la chica que llevaba más de seis meses sin pasar cinco minutos con alguien distinto a
32. recuerdos e imaginación. “Ni con una tía”, sonreía como único consuelo, para quitarle hierro al asunto; pero
echaba de menos el contacto íntimo en determinadas partes de su cuerpo, y a solas no resultaba lo mismo
aunque calmaba el alma.
Como salir de compras.
El chico más guapo que había visto en un par de meses tenía el pelo corto, despeinado, a la moda de
unos años antes y como insistían en llevarlo algunos modernos. El resto de su personalidad se reducía a la
ropa de temporada, botas sucias de bares de copas y la mandíbula siempre sin afeitar. Pero sobre todo ese
aroma característico. Una fragancia que incitaba a lanzarse a su cuello y mantenía alerta los sentidos de la
chica que había dejado de flotar de nuevo.
“Quizás con cinco minutos me conformo, pero si dura media hora, qué digo, si aguanta todo el fin de
semana, podría incluso volver a llamarlo”. Los pensamientos se le dispararon, aunque para ella volver a llamar
a un tío suponía una carga mental insoportable, horas y horas pensando qué decir, qué escribir en insulsos
mensajes, dónde ir a cenar, qué películas ver, de qué temas conversar. Demasiado peso mental para alguien
cuya mente sufría tanta carga que ni siquiera podía volar cuando el cuerpo más se lo pedía.
“¿Tan difícil es tener sexo con un tío sin más complicaciones? Hasta la más tonta de mis amigas se cepilla
a un tío de vez en cuando”, se decía una y otra vez consciente de que las cosas debían ser más sencillas que
a los 15 años.
“Ahora las chicas de 15 o 16 años parecen saber más de sexo que sus madres”, pero la chica que nunca
había volado seguía anclada en las posturas clásicas: misionero, arriba (si el chico era guapo y tenía buenos
abdominales donde apoyarse) y poco más. Nada de sexo oral, “por favor, no” y mucho menos los juegos en
las partes traseras. Eran demasiadas las ocasiones que se sorprendía en estos pensamientos, mientras se
probaba una falda plisada, mientras redactaba un escrito al juzgado o mientras zanjaba un negocio de miles
de euros frente a encorsetados empresarios.
Sólo pensarlo le sonrojaba. Sentía cómo los presentes se colaban en sus pensamientos y descubrían lo
más turbio de su alma, aunque sabía que los cinco hombres que compartían sus reuniones eran más básicos:
le miraban el culo al levantarse, miraban su escote sin disimulo, la imaginaban en la cama, o de rodillas en la
mesa del despacho. Una vez más su mente le jugaba una pasada, aunque parecía hilarante, mostraba el
patetismo de sus jefes.
“¿Tan difícil resulta echar un casquete?” La chica de los dedos alargados y finos pensaba una y otra vez
en llamar o no al chico de olor excitante. Su mente le jugaba malas pasadas una y otra vez: Efectivamente
resulta complicado follar si supone tantas horas de dolor de cabeza. Pero ella no conocía otro sistema, lo que
era peor, podía gastar días e incluso semanas en el esfuerzo y a la hora de la verdad sufrir un colapso
33. nervioso o un ataque de risa. Y no es bueno reírse cuando un hombre está con los calzoncillos por los
tobillos.
La chica que no tenía miedo a las responsabilidades laborales sabía, porque lo había corroborado con
muchas de sus amigas más obscenas, que el placer se puede encontrar en el lugar más insospechado y con
el tipo más tonto; pero ella prefería seguir con sus rutinas, no experimentar, por mucho que se riesen de ella,
por mucho que fingiesen que se tragaban el semen de sus novios tras hacerle una felación de quince minutos.
“¡Qué cosa más insoportable, qué mentira más grande!”, solía comentarle a Andrea por teléfono en largas
conversaciones telefónicas cargadas de contenido y carentes de fondo. “Sí, y qué dolor de cuello”, reían
ambas.
Para aquella joven abogada, irse a la cama y acostarse con el primer tonto de fin de semana que riese sus
gracias, la invitase a ginebra con limón, o bailase dejando el cubalibre en la barra era incomprensible,
impensable. De hecho, tenía que reconocerlo, muchos eran los que habían intentado colarse en sus bragas a
mitad de la noche entre el último bar de copas y el portal de su casa, o a mitad de semana con llamadas,
mensajes y cafés aburridos.
Pero la sensación que tenía era que se le acercaban los más tontos del barrio. Y había probado en
muchos barrios.
“¿A qué hora te acostaste ayer?”, dijo una voz de ultratumba al otro lado del teléfono. El indicador de la
pantalla afirmaba que se trataba de Andrea, pero la voz no correspondía con aquella asesora financiera. “Creo
que llegué a casa a las 4, me dormí a las 7, no había manera”.
Su amiga le preguntó qué tal se le había dado con el chico de las botas y las patillas perfectas. El silencio
al otro lado de la línea meció en la confusión a Andrea que comprendió que la mejor idea sería cambiar de
tema antes de encontrarse de frente con las lágrimas y los sollozos.
En dos segundos Andrea dijo: “Pues al final me enrollé con Carlos”. El silencio seguía llenando la línea de
teléfono pero finalmente una risa brotó del otro lado y la chica que nunca volaría le dijo que era un poco puta,
pero que no se guardase ningún detalle, por pequeño que fuera.
“Eso, eso es lo mejor, por pequeña que fuera”.
34. El crimen de Octavio Cuartero
Las historias de asesinatos entre vecinos por culpa de las pequeñas molestias cotidianas son las más
castizas y apasionantes de las narraciones. Son las historias de primos que salen a tiros, de vecinas que se
odian toda la vida aunque se sonrían en las escaleras, o vecinos que echan la ceniza de los cigarros por la
ventana cuando la vecina de abajo tiende la ropa.
—Ya está otra vez con los ruidos. Os juro que en la próxima reunión de vecinos lo digo. No puede ser, no
puede ser que todas las tardes estemos con este jaleo —dijo la señora Concepción a sus cuatro amigas en
torno a una partida de parchís.
—Pero, ¿esto es así todas las tardes? —dijo Mari Carmen, vecina del quinto piso, quien, como todas las
demás, estaba escuchando el ruido de un taladro tan cerca de sus oídos que apenas escuchaba a sus
vecinas.
—Todas las santas tardes a las cuatro, empieza con el tracatá —repitió Concepción—, un ruido
insoportable. De verdad, con lo tranquilas que estábamos y ahora le ha dado por ahí, no lo entiendo.
—Pues al final, tienes razón, tendremos que hacer algo —intervino Manuela, vecina del tercero—. En la
próxima reunión de la comunidad se lo explicamos bien claro y ya está, no te preocupes y mira bien que
Encarna está a punto de comerte una.
—Así no hay quien juegue. Siempre estáis igual. Si le chivas las jugadas me subo a mi casa —protestó la
señora Encarna, vecina del séptimo, quien se veía perjudicada por la amistad entre sus otras dos compañeras
de parchís.
Así continuaron su partida las cinco compañeras de juego, una manera sencilla como cualquier otra de
ocupar el tiempo, pasar la tarde y no ceder a la tentación de las novelas vespertinas en la televisión.
Los vecinos conocían esta reunión porque sus voces, no demasiado estridentes, ni demasiado altas,
llegaban hasta la planta de arriba y, por supuesto, a los pisos del rellano. Nadie se había quejado nunca,
¿quién podría hacerlo? Sólo eran cinco amigas compartiendo el rato de la siesta, divirtiéndose. ¡Y de qué
35. manera! Un café, una copita de anís, una partida tras otra de parchís, recuerdos, comentarios y críticas
puntuales.
A las seis de la tarde se iban con la cabeza despejada y el estrés abandonado frente a las fichas de
colores. Pero Concepción no conseguía sacarse de la cabeza el ruido de la taladradora la cual, qué
casualidad, dejaba de martillear más o menos a esa hora, con lo cual el silencio de la casa se hacía más
evidente.
En la casa del al lado, 1º C, el vecino se preparaba un café con leche con dos madalenas, era su
merienda habitual después de un rato de siesta.
Se colocaba las zapatillas de deporte y salía a dar un paseo, como todas las tardes. Su horario de trabajo
le permitía dedicar algo más de tiempo a su salud, y a hacer algo de ejercicio. Una buena caminata cada día,
de tres cuartos de hora, le proporcionaba la satisfacción suficiente para encarar la tarde de manera sosegada,
leer el periódico sentado en su sillón orejero, escuchar la tertulia da su emisora favorita, Cadena Cope, y dejar
escapar la tarde pensando qué cenar.
La cena era el momento del día en que se permitía ciertas licencias: unos días era tortilla francesa, otros
días, arroz blanco cocido; los más atrevidos, bocadillo de jamón. Los viernes los dejaba para cenar con sus
amigos.
Al terminar de cenar veía la televisión hasta las once y media, hora en la que se acostaba, salvo aquellos
días en que se quedaba traspuesto en el sofá hasta que el despertador sonaba a las seis y media de la
mañana.
Encarna salió esa misma tarde a dar un paseo, necesitaba comprar acelgas y judías verdes, para las
cenas de ese día y del siguiente. Cogió el monedero, las llaves y se puso una chaqueta sobre los hombros.
Cerró la puerta y miro por encima del hombro, con la sensación de quien siempre piensa que la espían.
Mientras cerraba no se percató de que su vecino salía con el chándal azul marino puesto. Era su hora del
paseo, ella lo sabía porque después de años de convivencia había memorizado determinados
comportamientos. Y más los de este hombre —como solía decir ella— que apenas hace otra cosa que
trabajar, ver la tele, dar paseos. Y hacer ruido.
—Buenas tardes, Conchi. ¿Cómo se ha dado la partida esta tarde? —pregunto de manera cortés el vecino.
—Bien, bien, bien —dijo de carrerilla y sin levantar la vista Concepción a quien no le gustaban estas
familiaridades—. Como todas las tardes —mientras decía, también de carrerilla—: Y las obras, ¿cómo van?
—Supongo que bien, con paciencia. Dentro de nada ya ni nos acordaremos —contestó el vecino pensando
en las obras que el Ayuntamiento estaba haciendo por todo el vecindario y ya duraban varios meses.
36. —Sí, sí, sí. Ala, adiós —zanjó indignada Concepción que no podía creer que aquel tipo le pidiera paciencia
con los ruidos que tenía que soportar a diario.
Esa tarde no paró de darle vueltas al asunto, no podía soportarlo más. Llamó a un sobrino suyo de
Valencia, experto conocedor del mundo legal pues, además de varios años en prisión (por un delito que no
cometió) había participado de pleno derecho en muchos juicios. Le explicó la situación en varias palabras, las
mismas breves palabras que su sobrino le dijo a ella:
—Tía, lo mejor es tratarlo directamente con él, se le explica que o deja de hacer el jilipollas, o se le mete
un paquete.
—Pero hijo —contestó Concepción algo asustada— cómo voy a hacer yo eso—. Y antes de que terminara
de hablar su sobrino le dijo que se encargaría él.
—En dos semanas tengo que acercarme a Albacete, así que, me dices quién es y se terminó el asunto —
dijo justo antes de colgar el teléfono.
Lejos de tranquilizarse, la llamada a su sobrino Javier inquietó aún más a la pobre mujer que, sentada
frente al televisor y con las acelgas frías en la mesa, acariciaba el rosario que su madre le había regalado
antes de morir.
En la tele, las noticias.
En la tele, una mujer asesinada a manos de su exmarido.
Sin motivo.
Concepción suspiró, la conversación con su sobrino le había quitado el hambre. Miró el televisor tratando
de sopesar qué motivos conducen a un desgraciado a quitarle la vida a su mujer. No hay motivos —pensó—.
La que tiene motivos soy yo.
Antes de darse cuenta, el pensamiento se le había colado en la cabeza. La mejor manera de acabar con
un problema es atajarlo de raíz. Algo parecido a cuando nacían ocho gatetes de la gata que tenía cuando era
pequeña: la única solución era ahogarlos en el río, sin contemplaciones, sin pensarlo. O como cuando
encontraba una cucaracha en la casa del pueblo: un escobazo. O cuando se colaba un ratón. O cuando se
descolgaba una araña.
Encontró suficientes ejemplos como para entretenerse un rato. Apenas cayó en la cuenta de que había
olvidado a su vecino, de que había olvidado los ruidos y de que era la hora de dormir.
—Tira tú, venga, María, que te toca, ¿quieres tirar de una vez? —Dijo Encarni a su compañera de juegos
—. Anda que estás despistá esta tarde.
37. — ¡Ay! Déjame, que llevo una mañana más mala que ná —contestó María moviendo el cubilete y lanzando
el dado a la mesa camilla—. ¡Un cinco! Bien empiezo.
—Te digo yo que, encima de tonta, con suerte —replicó Manuela mientras daba vueltas al café.
En ese mismo instante, el tintineo de la cucharilla quedó silenciado por el ruido del taladro, al otro lado de
la pared.
—Ya está otra vez, joder —se le escapó a Concepción que nunca usaba tacos—. Es que va a terminar con
mis nervios. Al final voy a ir y le voy a decir cuatro cosas bien dichas.
El taladro sonaba con fuerza, insistente, como si quisiera colarse en el salón comedor de Conchi. Apagaron
el televisor y las compañeras de parchís se concentraron en el estruendo, en el molesto ruido procedente del
otro lado de la pared.
—De hoy no pasa. De hoy no pasa —murmuró Conchi indignada y fuera de sí.
—¿Este hombre no se dará cuenta del ruido que hace? —Dijo otra.
—Se está pasando, se está pasando —repetía Concepción.
—Hay que hablarlo en la próxima reunión de vecinos —intervino María—, ¿cuánto falta para la próxima?
—Falta un mes más o menos —dijo con rapidez Concepción, que había repasado el calendario de
reuniones.
—¿Podemos convocar una de urgencia? —Dijo María— Porque esto es insoportable de verdad. ¡Y que
tenga que soportarlo la pobre Conchi!
—No lo sé, no lo sé. Convocar una reunión de urgencia no estaría mal —dijo otra vez Conchi—, pero mi
sobrino me ha dado una idea.
—¿Qué idea? —preguntó María.
—¿Qué sobrino? —dijo Encarni.
—Le voy a dar un susto. Se lo voy a dejar claro, a las bravas. ¿Quién se habrá pensado que es el chulito
éste? No se pensará que por ser un funcionario de tres al cuarto puede hacer lo que quiera —dijo entonces
Concepción en un alarde de valentía que sorprendió a sus compañeras de parchís.
—¿Qué dices hija mía, qué dices? ¿No pensarás quitártelo de en medio como dicen en las películas? —dijo
sonriendo María.
—Pues ahora que lo dices, no sería tan complicado, porque conozco de memoria todo lo que hace. Lo
primero, esos ruidos insoportables, luego cada una de sus actividades. Porque, además de tonto, lo hace todo
a la misma hora —contestó Conchi.
—Cualquiera diría que lo tienes planeado —empezó a decir María, antes de soltar una carcajada que
contagió a las vecinas y zanjó el asunto. Todas ellas se concentraron de nuevo en la partida.
38. Los ruidos habían cesado en aquel mismo instante, casi a la misma hora que los días anteriores.
Concepción empezó a recoger las fichas, el parchís, las migas del bizcocho que había preparado Encarna.
Barrió un poco el salón y ojeó por la ventana, cada día se hacía de noche antes. Dentro de nada pondrían las
luces de Navidad en la calle y a pesar de la oscuridad, las calles tendrían un aspecto diferente, más alegre.
Ordenó el salón en dos escobazos.
Se sentó en el butacón que solía utilizar su marido y pensó cuánto lo echaba de menos. A la hora de
dormir, a la hora de pasear por el parque, a la hora de comer. Pero, sobre todo, con estas pequeñas
cuestiones diarias que sólo un hombre sabe solucionar: decirle dos cosas bien dichas. “Si mi marido estuviera
vivo, este listo no se saldría con la suya. Los ruidos habrían terminado el primer día”, se decía echando más
de menos aún a su marido.
— ¡Ay, Valentín! —Suspiró en voz alta— ¡Qué sola me has dejao! —Se arregló la falda sacudiéndose con
la palma de las manos, juntó la punta de los pies en un gesto que había copiado de su abuela y se puso a
pensar en cómo asustar a su vecino, el funcionario ruidoso.
En el piso de al lado, el vecino había vuelto del paseo, se había desnudado y se preparaba para darse el
baño de antes de la cena, un baño ligero que a él se le hacía reconfortante y le transformaba, dejaba la
tensión del trabajo y el cansancio del paseo. Apenas media hora de baño, con un poco de música clásica.
Conchi estiró el oído y supo que si había algún instante para acercarse a intimidar a su vecino era cuando
sus defensas se encontrasen bajo mínimos, a la hora de dormir, a primera hora de la mañana o
quizás...pensando oyó el ruido de la bañera. ¡Tan tarde se me ha hecho que ha vuelto este idiota! Ya está en
el baño —dijo levantando la mirada hacia el reloj que le había regalado su marido una navidad hace muchos
años. —La bañera, la bañera, la bañera —dijo un poco más alto—. Seré tonta. A la hora del baño. Más fácil
imposible.
En su mente varias imágenes se colaron sin quererlo, nunca hubiera imaginado que los crímenes pudieran
engatusarla. Recordó aquella pobre mujer que se electrocutó hace muchos años de la manera más tonta. En
un descuido cayó el secador en el baño, y ella dentro. Supuso que podría hacer lo mismo. Antes de que el
vecino se diera cuenta, estaría tieso. El inconveniente era entrar en casa, a hurtadillas, sin hacer ruido, sin
que nadie se enterase ni la viese, sacar las fuerzas necesarias para hacerlo. Pero, ¿cómo entrar? ¿Cómo
entrar?
Era la hora de la cena y ella estaba pensando en cómo asesinar al vecino.
En la tele, las noticias.
Dio un respingo y se fue a preparar la cena con rapidez.
39. A la mañana siguiente, Conchi hizo sus recados como todos los días, mercado, pescadería, panadería. Fue
allí donde se encontró con su vecino, sonriendo a la panadera, sonriendo a un amigo y sonriéndole a ella,
¡menudo descaro!
—Buenos días, Conchi, ¿cómo estamos esta mañana?
—Bien, bien, aguantando. —contestó la señora con una barra de pan en la bolsa de la compra—. Y las
obras, ¿cómo siguen?
—Supongo que el Ayuntamiento no tardará en terminar con nuestra calle. ¿Desde su casa se oye mucho?
—Hombre, ¡cómo que mucho, muchísimo! ¡Será posible! —Y se fue refunfuñando sin que su vecino pudiera
hacer nada. Imaginó que los ruidos la molestaban en cierto sentido, pero no podía suponer que tanto.
Antes de llegar a casa pensó en llamar a sus amigas y decirles que no se encontraba bien, y dejaban la
cita para el día siguiente. Al llegar a casa encontró a la chica de la limpieza recogiendo las cosas en el
cuartillo de la entrada del edificio. Sin prestarle mucha atención se dirigió al ascensor.
—Señora, señora Concepción. Espere —gritó sin fuerza la chica de la limpieza.
—¿Eh? ¿Qué quieres tú? ¿Qué pasa? —contestó sorprendida.
—Señora Concepción, verá, el vecino me ha encargado que le limpie la casa, pero me tengo que ir a
llevar al chiquillo al colegio y no puedo esperar a dejarle las llaves —dijo con rapidez—. ¿Le importaría darle
las llaves cuando vuelva de trabajar?
—No, no, no. Yo no tengo tiempo. Ya se las das mañana, o se las dejas en el buzón —contestó la señora
Concepción sin pensar.
—Señora, es que el buzón está roto, ya lo he intentado, pero está roto. Y no quiero llevarme su juego de
llaves porque la semana que viene estoy de vacaciones y viene otra chica a limpiar. No quiero tener las llaves
tanto tiempo, se las tengo que devolver antes. Porque no sé a quién van a mandar de la empresa, y las
llaves no son mías y…
—Ya, ya, ya —volvió a decir. Y antes de darse cuenta, recogió las llaves de un manotazo y se subió
corriendo a su casa, cerrando las puertas del ascensor. El corazón le latía como cuando tenía 20 años. Había
comprendido lo que tenía que hacer y sabía el momento exacto en que iba a hacerlo. Ahora, además, podía
entrar a casa del vecino.
A la hora del baño.
Sin tiempo que perder, terminó de hacer la comida, comió con rapidez y se preparó un café para no
dormirse. Llevaba quince años desde que tomase el último café con su marido. Lo había dejado el mismo día
en que lo enterraron porque el recuerdo del café, el sabor del café cortado con dos cucharadas de azúcar la
recordaba su marido. Pero, sobre todo, el día de su luna de miel, su primer desayuno de casados: ella
40. aprendió la diferencia entre la chicoria que tomaba en casa de sus padres para entender el placer de un buen
café, cortado o con leche, como correspondía a una mujer en aquellos entonces.
Se tomó el café en recuerdo de su marido, con tranquilidad, degustando cada uno de los sorbos. Era el
momento de pensar en cómo entrar en casa el vecino. La hora exacta para ir al cuarto de baño, coger el
secador y lanzarlo al agua hasta ver cómo su ruidoso vecino fallecía por accidente.
La primera idea le vino cuando le escuchó cerrar con llave para ir a dar su paseo. Tenía que ponerse a
prueba a sí misma si quería acabar con los ruidos de manera determinante esa misma tarde. Y apenas
disponía de tres cuartos de hora para demostrarse que era capaz de coger las llaves semirobadas, entrar en
casa de su vecino, estudiar los rincones, ver si había pestillo en el baño, incluso comprobar si tenía secador
pues de otro modo debería modificar sus planes. Y todo ello en tres cuartos de hora.
Se asomó a la ventana y vio cómo el vecino enfilaba hacia el Parque de Abelardo Sánchez. Era el
momento de comprobar si tenía sangre en las venas, si era más valiente que su sobrino. Era el momento de
acabar con los ruidos.
Abrió la puerta, el primer paso estaba dado, no había marcha atrás.
Cerró con suavidad para que nadie sospechase. Aunque, por otro lado, ¿quién podría hacerlo? Estaba
dentro.
El piso tenía la misma disposición que el suyo pero al revés, se orientó con facilidad: la cocina, los baños,
las habitaciones, el salón comedor. Reconoció las luces, el mismo tipo de enchufes que ella tenía en casa.
Fue al dormitorio, el orden era absoluto, el vecino parecía una persona ordenada y pulcra. Por haber, no había
ni polvo. ¡Y debía quedar algo de polvo de las obras! Esa misma tarde había escuchado el taladro.
Abrió el armario, sentía curiosidad. No encontró nada salvo camisas, pantalones, chaquetas, revistas viejas
apiladas, cinturones, cajas de colonia sin estrenar. Un tipo aburrido. No había gastado ni tres minutos, empezó
a sentirse bien, olvidados los nervios iniciales. Pensó que mejor no perder el tiempo en tonterías ni en
curiosear. Tenía que mirar en el cuarto de baño, comprobar si tenía secador y dónde lo tenía. En el momento
de entrar a la casa a hurtadillas no podría perder el tiempo buscando. De hecho, consideró la posibilidad de
llevarse el aparato a su casa de manera que, al entrar en el baño, sólo tuviera que enchufarlo a la luz y
lanzarlo a la bañera.
A su vecino no le daría tiempo a reaccionar.
Encontró un secador viejo, poco usado pero muy viejo, en uno de los armaritos del baño. El mismo
armarito con espejo que ella tenía en su cuarto de baño. Lo cogió, se lo colocó bajo el brazo y salió de casa.
Con el mismo cuidado y sigilo que había entrado, salió. Ni una mirada indiscreta, nada.
41. Pero una idea le seguía rondando la cabeza, ¿en qué obras estaría metido que no quedaba ni el más leve
rastro de polvo, ni las herramientas por el medio, como acostumbran a dejar los hombres? Algo raro tenía el
vecino, algo raro que la convenció de que su idea de electrocutarlo con el secador no suponía un crimen, sino
una necesidad.
Se preparó otro café, el corazón le latía a tal velocidad que se asustó un poco, le latía con la intensidad
que no recordaba desde sus años mozos. Tuvo que sentarse para tomar aliento, descansar el pecho y beber
un poco de agua.
—Qué emocionante — pensó en voz alta—, me siento como una chiquilla. Pero éste es el último café que
me tomo.
Los tres cuartos de hora de paseo del vecino pasaron a una velocidad que a Conchi le pareció inquietante.
Se levantó, aguzó el oído, oyó correr el agua y un instante después, el silencio. Era el momento de actuar,
con rapidez pero con el mismo sigilo con el cual penetró un rato antes en casa del vecino.
Salió de casa, el secador bajo el brazo de nuevo, el cable suelto para no perder tiempo después. Miró a
un lado, al otro, no había nadie en el rellano.
Colocó la llave en la cerradura y un chispazo se le coló en la mente. ¡Las llaves! Tendría que haber hecho
copias. En el mismo instante que la policía comenzase a investigar, aunque pareciese un accidente,
comprobarían que ella tenía un juego de llaves en su poder.
El corazón empezó a latirle a toda velocidad de nuevo, imposible de parar. Como sus pies, que se
encontraban dentro de la casa, a dos pasos del cuarto de baño.
Se dijo, “es el momento Concepción. Es el momento de acabar con los ruidos de una vez. Pero, ¿es
necesario matarlo?”. El corazón empezó a dar síntomas de salirse de la camisa de luto.
Abrió la puerta del cuarto de baño, había memorizado los gestos, estaba preparada para hacerlo, ya
pensaría después en qué hacer con las llaves y qué mentira utilizar si alguien preguntaba.
Otra oportunidad tan buena no se le iba a presentar.
Entró de golpe con el brazo estirado en busca del enchufe. Un gesto rápido y memorizado.
—Pero, ¡qué hace, Conchi! —fue lo único que acertó a decir su vecino antes de que el secador cayese a
unos centímetros de su pierna. El cuerpo tembló, se movió de un lado a otro, un par de espasmos y cayó en
la bañera de nuevo.
Concepción estaba alegre, eufórica. Pero su corazón latía con más fuerza que nunca y el brazo derecho
empezó a molestarle. Se quedó mirando el cuerpo inerte del vecino, desnudo. Llevaba décadas sin ver el
cuerpo desnudo de un hombre, y la electrocución había provocado que el miembro de su vecino creciese de
42. manera vergonzosa y amenazante. Pensó en su marido cuando jugueteaba con ella y le susurraba al oído por
las noches.
El dolor del brazo se extendió, le falló una rodilla y cayó al suelo, pensando en su luna de miel, pensando
en cuánto echaba de menos a su marido. Porque su marido habría solucionado aquella situación desde el
primer momento.
En la calle los operarios del Ayuntamiento terminaron de instalar el cableado de la luz después de varias
semanas de levantar el suelo para colocar las nuevas aceras. Lo que parecía rutina se había convertido en
una semana de trabajo extra. Por suerte, ningún vecino se había quejado de los ruidos del taladro. Y es que
hay barrios en los que la gente apenas se queja.
43. “El mejor fancine del 2009” (Suplemento
Cultural Fístula)
“Una mezcla inquietante de lo cotidiano, lo
trivial y lo profundo. Imprescindible”
(Suplemento Cultural de la Novísima Razón)
“Yo nunca hubiera utilizado Arial, ese tipo de
letra es para asesinar al autor” (A.L.A. Escritor e
inventor)
“Después de entretenernos con vampiros
adolescentes y con la tercera parte del Código
Da Vinci, la mejor y más recomendable lectura
para estas Navidades” (Librería Urbano)
“Desde el club Eldritch nos preguntamos dónde
está el porno” (Comunicado privado remitido
desde el Club de Norm Eldritch)
44. Este fancine se ha escrito en Albacete en los
meses de noviembre y diciembre de 2009 bajo la
presión del tiempo y los condicionantes de los
amigos.