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LA GUERRA DE LOS REINOS DE LA LLANURA. AUTOR: IGNACIO (IGGY)

CAPÍTULO 1.

De Anuario actualizado de los planetas, edición 1174, varios autores, Ed. Stellarium, 1173,
Tierra:
«Sadal Suud III o, como es más conocido, Alanna, es un de los mundos más interesantes
colonizados por la raza humana. Sus características físicas (véase tabla) no tienen nada de
particular entre los mundos
Sadal Suud III (Alanna)______________________

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Diámetro ecuatorial: 10.988 km
Período de revolución sideral: 401 d 7 h 15 min 56 s
Período de rotación sideral: 22 h 47 min 14 s
Gravedad: 0,94 g
Semieje mayor de la órbita: 1,27 ua
Inclinación del ecuador: 31º 11’

»habitados. Su singularidad es social, y debe esta, como tantos otros, a su aislamiento tras
su colonización. En este particular, la mayoría de los estudiosos, aunque no todos,
coinciden en señalar que tiene su origen en la disfunción hormonal producida en el organismo
humano por un enzima nativo del planeta.»

Las Tierras Altas no eran un país acogedor. Ni siquiera agradable, aunque sí podía decirse que resultaba hermoso.
De una terrible hermosura. Los peñascos de grisáceo granito se elevaban en abruptas formaciones rocosas, sobre las
que el viento silbaba de manera constante. Entre las peladas cumbres se extendían valles, como heridas infligidas
por aquellas cuchillas de afilada piedra. Aquí y allá, resistiendo al helado viento, matas de brezos y aulagas trataban
valientemente de sobrevivir.

La vegetación era escasa, tanto por el clima frío como por la poca tierra. El único árbol que resistía aquellas tierras
era el siláceo. En realidad se trataba de una especie de árbol-helecho. Lo que desde la distancia parecían hojas, de
cerca eran un denso follaje de plumas verdeazuladas, insertas en grandes troncos negros dotados de múltiples ramas.
El susurro de los siláceos en el viento resultaba característico. El suspiro de las Tierras Altas.
La población de las Tierras Altas hacía como el matorral: se aferraba a la escasa tierra negra de los estrechos
valles, tratando de succionar un pobre sustento de ella. Allí, los caseríos resultaban casi invisibles debido a su pardo
color, dispersos aquí y allá, cobijados a veces entre oscuros bosquecillos de siláceos.

Todas las Tierras Altas se extendían como una meseta montañosa. Los caminos entre los valles no siempre
resultaban practicables del todo, ni en todas las estaciones. Ello explicaba que las Tierras Altas se hallasen divididas
entre numerosos clanes. Estos con frecuencia eran feroces enemigos unos de otros. La vida era dura allí, los
recursos escasos, y el saqueo una costumbre tan útil como, a veces, necesaria.

Gwyn plantó ambos pies, bien separados, sobre la cumbre rocosa. Desde aquel punto de vista, podía ver casi todo el
territorio de su clan. Cerca, sobre otra cumbre abrupta, se cernía el castillo de Glewfyng. Pese a su aspecto oscuro y
anguloso, evocaba en ella la calidez del hogar. Después de todo, lo había sido durante casi toda su vida. A
diferencia del resto de sus compañeras de adiestramiento, jamás lo había abandonado para regresar a la calidez de
uno de los caseríos. Todavía no había optado por encontrar pareja, abandonar provisionalmente la vida guerrera y
criar niños y cultivar campos, como el resto de las de su generación. A su edad, ya en absoluto juvenil, aquello no
hacía más que crearle problemas. Tras un período de servicio de armas en el castillo, se suponía que todas las
guerreras debían establecerse y cumplir con su obligación para con el clan de una forma distinta a la de las armas.
Suspirando resignada, Gwyn dejó que sus pies la llevaran de nuevo ladera abajo, hacia el castillo. El sol ya estaba
alto, iluminando un cielo que pasaba con rapidez del morado oscuro al azul violáceo. Las dos pequeñas lunas, las
Amantes Desdichadas, se perseguían como siempre sin encontrarse jamás, ya hacia su ocaso. La Tawanna, la jefa
de su clan, había convocado a sus guerreras a aquella hora. Todo hacía pensar que se trataría algún asunto de
importancia.
Las guerreras se hallaban dispuestas en ordenadas filas ante el estrado de la Tawanna. La mayoría eran jóvenes, y
trataban de dar una impresión de severa marcialidad. Gwyn sonrió. Ella había adiestrado a la mayoría, y conocía
sus defectos y virtudes. El defecto más habitual era el exceso de entusiasmo guerrero. La virtud más extendida era...
el entusiasmo guerrero. Eran jóvenes, animosas, en la flor de la vida, y sólo querían resultar útiles a su clan.
Aquello era bueno. Sin embargo, las hacía ser alocadas a veces, con excesos de valentía y desafíos de bravuconería
que se convertían en dolores de cabeza para sus adiestradoras. Sin embargo, Gwyn sabía que aquello pasaría,
encontrarían pareja, perderían su entusiasmo juvenil y cumplirían con su clan de forma más dulce y tranquila.
Habían pasado por sus manos varias generaciones de entusiastas guerreras, y las había visto convertirse en pacíficas
y alegres campesinas. Primero se emparejaban, después realizaban alguna visita a las Estancias Reservadas, y tras la
ceremonia matrimonial por fin se establecían, para criar a sus hijas y cultivar la dura tierra. Gwyn suspiró, divertida
y resignada a la vez. La mayoría de ellas habría protestado indignada ante esta predicción. Eran todavía muy
jóvenes y no se imaginaban a sí mismas fuera del romántico servicio de armas para el clan.

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La Tawanna, una mujer vigorosa pero con un cabello que ya mostraba no pocas canas en medio del lustroso
azabache, entró de repente, y todas las cabezas se volvieron en su dirección en cuanto subió a su estrado. Desde su
puesto retrasado - el hecho de que a su edad siguiera soltera la hacía figurar entre las filas menos destacadas Gwyn pudo ver todas aquellas oscuras cabezas seguir a su líder. Como era habitual en las Tierras Altas, la mayoría
eran muy morenas de cabello, como ella misma. Sin embargo, y a diferencia de ella, solían llevar el pelo corto,
como orgullosas de mostrar así su condición de guerreras en activo. Ella ya había pasado por aquella fase hacía
tiempo; el cabello largo no tenía por qué molestar a una guerrera en absoluto. Aquello no era más que una
afectación juvenil, pasajera como todas.
También eran altas, como era habitual en su país y su clan. Y, cosa que desde su punto de vista no podía ver pero
sí conocía en detalle, eran casi todas de piel y ojos claros. El pueblo de las Tierras Altas se caracterizaba por tener
los ojos grises, azules o de un índigo casi negro, el cabello azabache o al menos de un marrón intenso, y una piel
clara y luminosa. Ella misma respondía perfectamente al modelo, con su complexión fuerte y sus ojos de un azul
celeste. Sus brillantes ojos, junto a su experiencia de combate, le habían proporcionado muchos éxitos. Después de
todo, su vida, aunque soltera, no había sido monacal. Su posición como adiestradora le proporcionaba infinidad de
ocasiones para mantener su camastro cálido y ocupado, pero... Gwyn abandonó abruptamente sus pensamientos. La
Tawanna había empezado a hablar, y las guerreras le prestaban toda su atención.

– Os he reunido a vosotras, mis guerreras, con un objetivo. Sobre vosotras va a recaer la responsabilidad de
mantener intacto el honor del clan.

Aquello se salía de lo común. No iba a tratarse de otra expedición de saqueo o represalia. Gwyn notó cómo las
guerreras aguzaban el oído.

– Todas recordáis el invierno de hace tres años. – prosiguió la Tawanna. Desde luego que lo recordaban. La llegada
del viento del norte más de un mes antes de lo habitual supuso le pérdida de toda la cosecha. Tras una pausa para
permitirles meditar sobre aquello, la Tawanna prosiguió.
– También recordáis cómo nos salvamos de la muerte y el hambre. Contrajimos entonces una deuda con cierto
reino de la Llanura. – La Tawanna se refería al reino de Athiria. En aquel difícil momento, su reina les ofreció
entonces un considerable cargamento de trigo. Nada se hacía gratuitamente, y menos entre los pueblos de la Tierras
Altas y los de la Llanura.
– Ha llegado la hora de devolver el servicio. Vosotras, hijas del clan Glewfyng, saldaréis la deuda pagando el trigo
con vuestra sangre. Mañana mismo partiréis hacia la tierra de Athiria, al servicio de su reina. Recordad – e hizo
una pausa – que de vuestro valor y fidelidad depende el honor del clan. Que la Diosa os acompañe, hijas mías.

La Tawanna hizo un amplio gesto que las abarcaba a todas. Las guerreras se fueron marchando, y pese a que una
vez concluida la audiencia el silencio era la regla, los murmullos no tardaron en alzarse. Las jóvenes guerreras se
veían excitadas, deseosas sin duda tanto de defender el honor del clan como de conocer las legendarias tierras de la
Llanura. Lo cierto es que era relativamente habitual que las famosas guerreras de las Tierras Altas se empleasen
como mercenarias para los más civilizados y refinados reinos de las Tierra Bajas. Sin embargo, aquellas eran
guerreras jóvenes, en su período de servicio exclusivo. Por tanto, apenas habían salido de los reducidos territorios
de su clan. Su excitación ante aquella aventura no era de extrañar. Gwyn, sin decir palabra, empezó a retirarse
también.
– Gwyn.
La Tawanna había pronunciado su nombre, al tiempo que hacía un gesto. Las guerreras ya se dispersaban. Sin
embargo, y por lo visto, la jefa del clan quería hablar con ella en privado. En consecuencia, se quedó en la estancia,
esperando a que se vaciase. En cuanto se hubieron ido todas, se acercó al estrado.
Desde cerca, las arrugas en el rostro de la Tawanna se hacían visibles. No sólo la edad, sino las preocupaciones de
su cargo habían provocado aquellas estrías en las comisuras de ojos y boca de su líder. Sin embargo, pese a ello,
seguía pareciendo hermosa, e incluso más majestuosa si cabe.
– Gwyn. – repitió. – Deberás marchar a esta misión...

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Dejó la frase inconclusa. Parecía triste.
– Lo sé. – repuso ella, con voz firme. – Estoy lista.

Su actitud resuelta no pareció disipar la actitud melancólica de la Tawanna; más bien todo lo contrario: – Gwyn,
Gwyn... ¿Por qué nunca te has casado?
Aquella era una vieja discusión, en la que ella siempre se encontraba en inferioridad.
– Yo... Nunca he encontrado a nadie que...

– Excusas. – La Tawanna barrió sus viejos argumentos con un gesto de su mano. – Tienes esa obligación con tu
clan. Nadie te puede forzar a ello, claro, pero... Habrías podido llegar tan lejos. Podrías haber sido mi sucesora,
Gwyn.

Aquello era una novedad en sus repetidas discusiones sobre este tema. La Tawanna debía buena parte de su
prestigio a sus proezas como guerrera, pero aquello no era lo decisivo. Había llegado a su puesto tras criar a cuatro
hijas, además de dos - no ya uno, lo que sería más que suficiente, sino dos - varones sanos y ya adultos. En este
sentido, su prestigio era incontestable, y sus servicios al clan irrebatibles. Sin embargo, viendo las arrugas de
preocupación en el rostro de la Tawanna, Gwyn comprendió que el argumento que pensaba utilizar contra los de
ella tampoco la influiría. Sin embargo, a falta de otro, lo usó.
– Yo... Con todo respeto... – bajó la cabeza – no sé si quiero tampoco llegar a tan alta posición.

La mujer mayor torció el gesto, claramente decepcionada. Su expresión pareció hundirse, replegarse, y de repente
pareció aún más vieja.
– Gwyn... Esta misión... No importa. Puedes marcharte.

Ante este gesto de despedida, bajó de nuevo la cabeza, tocó el suelo con una rodilla y abandonó la sala. Como
exigía la costumbre tras ser despedida por la Tawanna tras una audiencia, ni dijo palabra ni la volvió a mirar.

sigue --->
continuación...:

Ella no debería estar allí. Como soltera, su presencia en las Estancias Reservadas resultaba casi injustificable. Como
mínimo, sospechosa de perversión. Sin embargo, como miembro de una expedición guerrera a punto de partir hacia
las tierras de la Llanura, tenía una excusa para acceder a aquel lugar. Así, las guardianas que flanqueaban la única
entrada a aquella parte del castillo la dejaron pasar, no sin que una de ellas le lanzase una sonrisa maliciosa.

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Aunque dentro del castillo, las Estancias Reservadas eran un mundo aparte. El mundo de los hombres. Eso se
observaba ya en la informalidad que allí reinaba. Después de la serena ceremoniosidad de la audiencia de las
guerreras con la Tawanna, la diferencia se hacía aún más perceptible. Tuvo que deambular durante un rato por
pasillos y salas hasta dar con Fiedgral.
Fiedgral era, incluso para ser un hombre, un sujeto peculiar. Alto y desgarbado, su pelo rojizo y su palidez pecosa
delataban un indeterminado origen mestizo. Sin embargo, era el experto en mapas y tierras lejanas, y su consejo
sería imprescindible.

La estancia en la que lo encontró se hallaba cubierta de estanterías llenas de viejos libros, mapas y sólidos tomos de
enormes tapas metálicas. Sus cerraduras de hierro revelaban el carácter peligroso de los secretos que ocultaban
estos últimos en sus páginas. Después de todo, la función de los hombres - una de sus dos funciones, se dijo con un
ligero rubor - era la custodia del conocimiento. Era una ocupación adecuada para los hombres, tanto por su carácter
poco práctico como por lo compatible que resultaba aquella ocupación con su vida recluida. No había hombres
fuera de las Estancias Reservadas, no al menos en las Tierras Altas.
La necesidad para los hombres de una vida resguardada y segura era evidente por sí misma. Aparte de tener sus
órganos propios expuestos, de aquella forma tan vulnerable... Pero además, por misteriosas razones que jamás se
habían podido desentrañar, casi todos los niños varones nacían muertos, no sólo en las Tierras Altas sino en todo el
mundo. En consecuencia, los hombres eran, como todo lo escaso, un bien valioso que debía ser protegido. Pero no
sólo por lo escaso, y por su necesario concurso para la continuidad de la raza. Gwyn, pese a su soltería, los había
tratado bastante. Los conocimientos que custodiaban eran necesarios muy a menudo para sus tareas. Y así, había
podido comprobar el carácter despreocupado, irresponsable incluso, de los hombres. Desde luego, el hecho de vivir
una vida de reclusión, lejos de cualquier ocupación práctica, acentuaba aquel carácter natural en ellos.
Fiedgral era un buen ejemplo de todo aquello. Se hallaba rodeado de varias montañas de papeles y pergaminos, y
apenas se había dado cuenta de su presencia. Gwyn carraspeó.
– ¿Oh? ¡Ah! Hola, Gwyn. Pasa, pasa.
– ¿Qué haces?

– ¿El qué? Ah, sí, esto... Intentaba dar con un mapa del viejo reino de Caliria. Es allí adonde vais, ¿no?

– No, Fiedgral. La expedición es a Athiria... – Visto que no la invitaba a sentarse, lo hizo por su cuenta a su lado,
echando una ojeada a los crujientes pergaminos.
– Athiria. ¿Athiria? Ah, sí, claro, claro. Vamos a ver...

Empezó a revolver entre las pilas de papeles, poniendo en fuga a varias lepismas, a las que ignoró como si no
existiesen. Inclinada a su lado, Gwyn aprovechó la pausa para mirarle de reojo. ¿Cómo sería tener un hijo de él? Su
carácter era sumamente inconstante, aunque eso mismo podía decirse de los demás hombres. Podría ser interesante
tener una hija con aquel curioso pelo rojizo, y aquella piel lechosa... Sin embargo, por la razón que fuera, tal vez
por su misma peculiaridad física, Fiedgral nunca había sido elegido como padre. Era joven, más que ella, aunque a
esas alturas ya tendría que haber... Gwyn le sonrió, acodada a su lado. Él pareció confuso, aunque le devolvió la
sonrisa.
– Al menos, aquí tengo un mapamundi. – exclamó, tras un instante de vacilación, exhibiendo un pergamino de
aspecto vetusto.
Ambos se inclinaron sobre el documento.
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Athiria no era ni el más antiguo ni el más poderoso de los reinos de la Llanura. Sin embargo, su posición era
sólida, gracias tanto a sus campos de cultivo como a la situación de su capital en una encrucijada: en la confluencia
de los ríos Agatón y Cotreo. Eso suponía considerables ingresos por comercio, que hacían de Athiria, ciudad y
reino, un lugar no sólo próspero sino cosmopolita. Aún más que el resto de reinos de las Llanuras, famosos por su
estilo de vida extravagante y hasta perverso. Al menos eso era lo que se decía en las Tierras Altas, y por tanto en
los documentos y mapas de Fiedgral.
Aunque la situación no les había sido explicada por la Tawanna, Gwyn había hablado con la capitana que dirigiría
la expedición. Sabía, por lo tanto, que el actual enemigo de Athiria, y su probable objetivo bélico, era el reino de
Deiria.
– Deiria, Deiria... – masculló Fiedgral en cuanto le preguntó por él. – Ha sido siempre un reino poco importante.
Sin embargo...
Revolvió de nuevo entre los papeles, sacando uno de aspecto sorprendentemente blanco y nuevo.

– Por lo visto, su nueva reina lo ha engrandecido últimamente. Mira, – dijo, señalando el informe – ya ha
anexionado Filiria y Quirinia. Tal y como están las cosas, su próximo objetivo bien podría ser Athiria. Sin embargo,
es extraño.
– ¿Por qué?

– Pese a todo, Athiria sigue siendo mucho más fuerte. No me explico cómo puede Deiria pretender enfrentarse a un
reino tan poderoso. Ya puestos... no me explico por qué Athiria os necesita. Hay algo extraño...
Ninguno de los dos tenía la menor idea de cuál podía ser la solución a ese misterio. En consecuencia, la
conversación murió y ambos quedaron un rato en silencio, pensativos.

Al poco, Fiedgral rompió el silencio, cambiando de tema. – Me gustaría tanto acompañaros... – El suspiro del
pelirrojo fue notable, incluso para alguien tan propenso a la ensoñación.

Gwyn sonrió. – Sabes que no es posible, Fiedgral. Los hombres tenéis que estar a resguardo, y correremos grandes
peligros.
– Lo sé. – repuso. – Sin embargo... A veces me gustaría ir por el mundo, conocer todo lo que sale en los libros...

Gwyn no necesitó contradecir algo tan obviamente poco realista. En cambio, tratando de animar al joven, le dio un
amistoso golpe en el hombro, como haciéndole partícipe de la camaradería de las guerreras. Aunque le pilló
desprevenido, y enclenque como era, casi lo lanza contra la mesa. – Ánimo, hombre. Esto no está tan mal. Aquí
estás seguro. Nosotras, en cambio... ya veremos.

Algún tiempo antes, en otro lugar, en un país distinto...
Taia se dispuso a salir de palacio. Aquello no era algo sencillo; de hecho, suponía toda una elaborada serie de
preparativos. Desde luego, debía presentar un buen aspecto. Aunque eso mismo ocurría cuando permanecía dentro.
Con todo, debía revisarlo. Estudió su indumentaria en el espejo de plata pulida. Viendo que iba a arreglarse, sus
sirvientas se apresuraron a su lado.
– ¿Os disponéis a salir, alteza? – le preguntó una, perspicaz.

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– Sí. Ve a dar las órdenes pertinentes.

Desde luego, necesitaría una escolta. En realidad no la necesitaba, pero su dignidad como princesa heredera del
reino la obligaba a ello. También la acompañarían algunas esclavas, portando un palio en las ocasiones solemnes, o
como en este caso, al menos una sombrilla. También debían acompañarla algunas “amigas”. Ese era el nombre
oficial, aunque la mayoría no lo eran en ningún sentido de la palabra. Se trataba de mujeres nobles que habían
ganado el privilegio de acompañarla de una u otra forma. Debía, por tanto, soportar su presencia. Su vida era una
serie de actos perfectamente organizados, fuera de los cuales apenas le quedaba espacio para nada.

Suspiró. Demasiadas responsabilidades... Aunque había que reconocer que no la afectaban en lo más mínimo, se
dijo admirando su figura en el espejo. Llevaba el pelo rubio corto, en un simple flequillo. El peinado era una de las
pocas opciones que tenía para salirse de la norma.
Dejó que las sirvientas la vistieran, sin dejar por ello de admirar su figura en el espejo. Era ligeramente más baja
que la media, con un cuerpo reforzado por el ejercicio. Aquello provenía de otra de sus obligaciones, su
entrenamiento militar. Algún día sería reina, y debía estar familiarizada con el uso de las armas.
– Buenas tardes, princesa. – dijo una voz profunda tras ella, contrastando vivamente con el suave bullicio de las
sirvientas.

Aquella voz provenía de la segunda de sus obligaciones. Era Gartión, su tutor. Por alguna razón, los hombres solían
dedicarse a aquella tarea. Al menos entre las clases altas. Mostraba en su cuello, cómo no, la cinta negra de su
condición, aunque la llevaba con un desparpajo notable, como si no fuera con él. Se trataba de un hombre ya
mayor, de cabello ceniciento, y con dos características raras en los hombres: aceptable musculatura y un profundo
bronceado.
– Esta tarde no tendré tiempo para lecciones, Gartión. Voy a salir. – le dijo sin volverse, tras devolverle el saludo.
Por el espejo pudo ver que torcía el gesto. Pese a la cinta en su cuello, no faltaba la vez que se enfadaba con ella
en ocasiones como esta. Pero Taia ya no era ninguna niña, y no podía reñirla ni mucho menos.

– Quería comentaros algunos detalles de política. Vuestra madre la reina insiste en que estéis preparada para asumir
el poder en cualquier momento. – replicó, pese a todo.
– Mi madre reinará muchos años más. No hace falta tanta insistencia.
– Pero...

– Sin peros, Gartión. Mañana me pondrás al corriente.

Lo despidió con un gesto de la mano. Tras un descarado instante de vacilación, se inclinó, retirándose.

¿Por qué serían hombres los tutores? Eran tan descarados, como si no supieran su lugar en la sociedad... Además,
tan poco prácticos. Siempre insistiendo en que aprendiera aquellos detalles inútiles, absurdos... Claro que con el
modo de vida que llevaban los hombres en general, no era de extrañar que fueran poco prácticos, irresponsables
incluso. No era culpa suya.

Aliviada de la presencia de Gartión, Taia contempló cómo la habían dejado sus sirvientas. La habían recubierto de
gasas de colores hasta hacerla parecer una bola amorfa.
– ¡No, no, no! – exclamó. Las sirvientas se apartaron, sorprendidas.
Se arrancó todo aquello. Expeditivamente, se puso una sencilla túnica corta de lino blanco, con bandas moradas. Se
la ciñó con un cinturón dorado del que pendía una espada corta. Dudó, hasta que seleccionó un peto de acero
dorado, con hombreras. ¿No debía dar imagen de competencia militar? Pues listos. Hizo una única concesión a la
elegancia con una cadena de plata con pequeñas esmeraldas, que se colocó alrededor de su frente como muestra de
su rango. También hacían juego con sus ojos, se dijo, sonriendo de nuevo. Acto seguido, salió en tromba, obligando
a las sirvientas que la acompañarían a correr tras ella.
– ¿Adónde, alteza? – le preguntó, un tanto secamente, la jefa de su escolta, ya en el exterior del palacio. Era una
mujer joven aunque extremadamente competente. Seria y eficaz, mostraba sin embargo una sonrisilla constante,
como si su competencia la pusiera por encima de cualquier problema. Su nombre era Terinia, aunque se la conocía
formalmente como la Capitana de la Guardia de Palacio.

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– Vamos a callejear un rato. Al mercado, tal vez.
La guerrera, tan rubia como ella bajo su casco empenachado, asintió y se dispuso a encabezar la marcha. La
multitud, en parte gracias al parasol que sostenía una sirvienta a su lado, la veía desde lejos y le abría paso. Athiria
era una ciudad abigarrada, que le encantaba. Era lamentable no poder mezclarse con la multitud, de forma anónima.
Se veía gente de todas partes de la Llanura, e incluso...
– Capitana.

Esta estuvo a su lado en un instante. Prefería consultar con ella que con sus “amigas”, a las que ignoraba
olímpicamente.
– ¿Sí, alteza?

– ¿De dónde son aquellas mujeres de pelo negro? – las aludidas destacaban no sólo por su cabello oscuro en medio
del mar rubio de la multitud, sino también por su elevada estatura y aspecto competente.
– Son mercenarias de las Tierras Altas, princesa.

– Eso me parecía. ¿Son mercenarias a nuestro servicio?

– No, princesa. Ahora mismo no tenemos contratadas mercenarias de las Tierras Altas. Suelen crear problemas en
tiempos de paz. Deben estar de paso.

Lástima. Eran ciertamente exóticas, a su modo salvaje. Recordaba que Gartión le había contado, hacía tiempo,
algunas cosas sobre esas tierras. Todas sus habitantes eran guerreras, y guardaban a sus hombres celosamente fuera
de la vista del mundo. Estaban en perpetua guerra unas contra otras, y en los períodos en que reinaba algo parecido
a la paz, se alquilaban como mercenarias en la Llanura. Su salvajismo no conocía límites, lo que explicaba que
buscasen la guerra por cuenta ajena cuando no se estaban matando entre sí. Gartión le había explicado también que
sus tierras eran pobres y que así conseguían dinero o algo parecido. No recordaba muy bien. En todo caso, hacía
tiempo que Athiria vivía en paz, lo que explicaba que no hubiera visto a aquellas feroces guerreras antes.
Fuera como fuere, pasaron de largo, en absoluto impresionadas por su séquito. Taia decidió que buscarlas o
seguirlas estaría muy por debajo de su dignidad. Reemprendieron camino.

Al fin pudo librarse de séquito, escolta y demás incordios. Taia se sacó la túnica por encima de la cabeza y se
tendió sobre mesa de masajes boca abajo. Suspiró en cuanto sintió unos ágiles y firmes dedos sobre su espalda.
– Hola, Arneo.

– Buenas tardes, princesa. – respondió él, al tiempo que empezaba a atacar los tensos nudos de su espalda.
Taia se relajó aún más. Sus visitas a los baños le resultaban cada vez más indispensables. Así lograba olvidarse de
sus responsabilidades, y algo más. El esclavo tenía una especial habilidad. Siendo alguien ajeno a la corte y palacio,
insignificante además como hombre que era, podía relajarse en su presencia.
– Hoy he visto un grupo de guerreras de las Tierras Altas. – le comentó.
– ¿En serio? – respondió, con voz algo ansiosa. – He oído decir que son terribles. Grandes como hombres pero más
fuertes que ninguna guerrera. También he oído que nunca jamás se relacionan con hombres, que los matan al nacer.
Desde luego, por aquí nunca ha venido ninguna, y si lo hiciera, me moriría de miedo.
Arneo siguió con su absurda y relajante cháchara, sin descuidar el masaje. Taia cerró los ojos y suspiró.
– No tengas miedo. Aquí estáis seguros. Además, no todo lo que se dice debe ser verdad. ¿Cómo iban a tener hijos
sin hombres? Se habrían extinguido hace tiempo.
El esclavo no supo qué responder. Al menos, sus manos prosiguieron desanudando las tensiones que se habían
acumulado en su espalda. Aquello era estupendo, pensó Taia.

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– Estáis muy tensa, princesa. Hacía tiempo que no os sentía tan agarrotada.
Aquella línea de conversación la llevaría a recordar sus preocupaciones, por lo que no dijo nada. Al poco, se
levantó. Además, Arijana estaría a punto de llegar.
– Gracias, Arneo. Puedes retirarte.

El esclavo se inclinó respetuoso y obedeció. Taia se envolvió en una toalla y pasó al baño de vapor. Arijana aún no
había llegado. Siempre se encontraban allí. No había sido fácil dar con un lugar de encuentro tan adecuado.
Necesitaban una cierta discreción, y un lugar como éste era inmejorable. Además, nadie le preguntaría por qué
parecía tan feliz y relajada al salir...

Al poco la puerta se abrió. Entró una chica de su misma estatura, cubierta también por una toalla. Era rubia, de
redondas caderas y un pecho suficientemente abundante para sujetar la toalla en su lugar sin el menor problema. Su
sonrisa era tan relajante como los cuidados de Arneo.
– Hola, Arijana. – le devolvió la sonrisa, alegre por su presencia.

– Hola, Taia. – Era la única que la llamaba por su nombre, aparte de su madre.
Se sentó a su lado, y de momento, mantuvo la toalla en su sitio.

– ¿Cómo va todo? – le preguntó nada más acercarse a ella. Debió notar también su preocupación, porque siguió
preguntando. – ¿Mal? Pareces desanimada.
– A ti no te puedo ocultar nada, Ari. Mi madre insiste. Va en serio.

– Oh. – pareció decepcionada, aunque no demasiado. – Era de prever. Al final tendrás que casarte.

– Pero ¿por qué tengo que casarme con quien ella diga? Es absurdo, casarse con una persona desconocida, de otro
reino además. Es absurdo... – insistió.
– Oh, vamos. Sabías que al final pasaría. Ya sabes, la política de los reinos y todo eso. Matrimonios de Estado. A
tu madre no le ha ido tan mal después de todo, ¿no? Se quieren mucho, o eso me has contado.

– Sí, ya, pero... – se detuvo. – ¡Oye! ¿Tú de qué lado estas? Si me caso, es probable que no te pueda volver a ver...
Arijana pareció triste, a su plácida manera. Aunque parecía haberse resignado. A decir verdad, la notaba algo
distante desde hacía tiempo, como si se hubiera...
– ¿Te has cansado de mí, Ari?

– ¿Qué? ¿Yo? Vamos, cómo puedes decirme eso, Taia. – sonrió, burlona. – Sabes que no...
La toalla cayó hasta sus caderas, y entonces pasó a demostrarle lo equivocada que estaba.

Sigue -->
LA GUERRA DE LOS REINOS DE LA LLANURA.

Autor: Ignacio (Iggy)

CAPÍTULO 2.

De Introducción a un mito real: Alanna, por P. A. M. Terin, Ed. Rosgolim, Kalinia, 1095:

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«Sadal Suud III (esto es, el tercer planeta de la estrella Sadal Suud, conocido localmente
como Alanna) fue descubierto, o más bien redescubierto, en el año 1011 eE (era Espacial,
2968 de la antigua era Cristiana). Como pronto se hizo evidente, su descubrimiento original
y subsiguiente colonización debía datar de varios siglos antes, probablemente durante el
siglo III de la era Espacial. Como es bien conocido, durante este periodo se enviaron
innumerables expediciones colonizadoras, con muchas de las cuales se perdió pronto contacto.
Algunas de ellas dieron lugar a lo que popularmente se han conocido como los "mundos
perdidos"...»
De "Análisis clínico de las causas de la disfunción reproductiva en Alanna", por C. García
Donoso, en Revista de bioquímica clínica, núm. 1.356, Ed. Conole, Tierra, 1097:
«... En definitiva, y como consecuencia de los efectos hormonales anteriormente descritos,
el cigoto masculino presenta diversos grados de malformación, extremadamente variables, y
que no descartan un porcentaje de en torno al 18% de malformaciones irrelevantes,
inapreciables o inexistentes. En consecuencia, alrededor de un 12% de los varones alcanzan
la pubertad sin presentar problemas, momento a partir del cual se puede dar por segura la
viabilidad del individuo.»
De El mundo de las mujeres guerreras, por T. J. Warhound, Ed. Funambule, Tierra, 1123:

«Sin duda, lo que más ha llamado la atención del público acerca del mundo de Alanna ha sido
su peculiar orden social. Se ha hablado a veces de "matriarcado", con notable impropiedad.
En esta obra divulgativa no entraremos en las causas que lo originaron. Lo que nos interesa
conocer, en todo caso, es el reducido porcentaje de varones presentes en esta sociedad, en
torno a un 15%. Esto significa, haciendo un sencillo cálculo, que en Alanna existen casi
siete mujeres por cada hombre. Ya imagino las sonrisas en los rostros de mis lectores
varones, pero la solución que a ellos sin duda les ha pasado por la cabeza, una poligamia
rodeada de elementos orientales, no es ni mucho menos la que se dio en Alanna.»

El día de la partida había comenzado ya. Como instructora, Gwyn disponía de su propia habitación en el castillo,
no demasiado espaciosa sin embargo. Apenas cuatro paredes de piedra, una estrecha ventana, una alfombra, un tapiz
y su camastro. Pese a su recalcitrante soltería, Gwyn no solía tener este último vacío. Su posición como guerrera
veterana la convertía en cierto modo en referencia para la admiración de las jóvenes. Y Gwyn no era mujer capaz
de resistir un asedio de ese tipo.
– Vamos, levántate, Eilyn.

Eilyn había compartido su cama durante los últimos meses. Era una de las guerreras que partirían con ella; por lo
tanto, debían apresurarse las dos. El sol ya se insinuaba en una aurora gris a través de la ventana.

Se vistieron y equiparon con prisas; la compañía debía estar a punto de formar en el patio del castillo.
Extrañamente, habían recibido instrucciones de no vestir los colores del clan. Por lo tanto, se vistieron con faldas
pardas, sin teñir. Eilyn se mostraba alegre y excitada ante la partida. Gwyn le echó una ojeada. Pelo tan negro
como el suyo, no muy corto, ojos violeta profundo, alta, algo delgada. Casi demasiado para una guerrera. Otras
como ella habían pasado por su cama. Sin embargo, su entusiasmo juvenil se desvanecía con el tiempo, y al final
todas acababan encontrando pareja, casándose. Criando hijas en la placidez de un caserío, listas como guerreras
retiradas para una leva de emergencia, sí, pero con su vida en el castillo superada. Y ella quedaba atrás, una y otra
vez. Tenía que reconocer que ella tampoco había puesto mucho de su parte. Sea como fuere...
– ¡Vamos, Gwyn, no te quedes ahí! – le gritaba Eilyn, animándola a marchar. Remolona al principio, se le había
acabado por adelantar. En consecuencia, abandonó su introspección y la siguió, ya lista, hacia el patio.

Las guerreras ya habían empezado a formar en el frío patio de piedra. La aurora extendía sus débiles rayos,
iluminando apenas la escena con diversas tonalidades de gris. La tropa sería pequeña: treinta guerreras jóvenes,
todas las que estaban en su periodo de instrucción, dirigidas por una única oficial. Eso sí, las comandaría Rya.
Gwyn la conocía bien. Era una de las mejores capitanas de la Tawanna, y su hermana, hijas además de la misma
madre. Era viuda; no había tenido hijos propios. En cuanto estuvieron todas formadas, impartió unas pocas órdenes
y formaron en fila doble para marchar por debajo de la arcada del castillo.
En estas ocasiones, la costumbre dictaba que la presencia de la Tawanna era desaconsejable. Como madre
simbólica de todas ellas, no debía contemplar su marcha a una posible muerte. Sin embargo, Gwyn creyó atisbar
una figura muy parecida a ella, contemplándolas en silencio desde una alta ventana. Pero la dejaron atrás, y
emprendieron la marcha sin saber si realmente era ella.

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El equipamiento de las guerreras era el habitual en las Tierras Altas: la gran espada recta, ancha y de doble filo, el
pequeño escudo redondo y el hacha arrojadiza de combate. Vestían la falda corta de lana de las solteras, justo hasta
por encima de la rodilla, un cinturón ancho de cuero, una manta arrollada en torno al torso y un justillo de cuero. El
metal era escaso, y no se destinaba a proteger el cuerpo, sino a las armas ofensivas, al menos en las Tierras Altas.
Las cobardes guerreras de las Tierras Bajas sí solían llevar cotas de malla, corazas y aún cascos, cosa que habría
avergonzado a cualquier guerrera de cualquier clan. Tradicionalmente, cada guerrera acarreaba su equipamiento por
sí misma, todo a su espalda. Era lo normal, dado que las expediciones de saqueo, que eran la operación militar más
frecuente, no las solían llevar muy lejos.
Esta vez, sin embargo, la expedición las llevaría a tierras lejanas, durante un periodo de tiempo indeterminado. En
consecuencia, dispondrían de un ambulacro. No existiendo ningún animal de carga, desaparecidos (si es que habían
existido alguna vez) los legendarios caballos, el ambulacro era la bestia de carga por excelencia. A falta de otra
cosa.

El nombre de bestia le venía ancho a ese extraño ser. Su mayor parecido era con una especie de oruga gigante algo
aplastada de cuerpo. En realidad se trataba de una planta más que de un animal, aunque fuera móvil. Esto se veía
en su color verde vivo, moteado de marrón. El ambulacro consistía en una serie variable de secciones, cada una
con un par de patas flexibles, sin articulaciones, y acabadas en anchos pies en forma de ventosa. Por esos pies el
ser sorbía la sustancia y la humedad del suelo, que sometía a fotosíntesis en su verdoso lomo. En consecuencia, el
ambulacro sólo podía cargar bultos en alforjas bajo su cuerpo, y no encima. De hecho, el ambulacro caminaba lenta
pero incansablemente mientras fuera de día, estuviera nublado o no. Sólo por la noche se detenía. Así, había otra
forma de pararlo: se le disponía una lona a uno de sus lados, y si se extendía sobre todo su lomo, el ser se detenía,
creyendo que había llegado la noche. Así, se descorrió la lona del lomo del ya cargado ambulacro y comenzó la
marcha.

Se trataba, en este caso, de un ambulacro pequeño, de tan solo doce pares de patas. Cargaba con unas pocas tiendas
de campaña, provisiones y poco más. Como siempre, las guerreras acarreaban sus propias armas. Otra de las
ventajas del ambulacro era que se podía cortar una de sus secciones, delantera o trasera (el bicho no tenía un
extremo distinto del otro, pues no tenía ojos ni boca ni el correspondiente orificio opuesto), y su carne se podía
comer en caso de emergencia. Al poco tiempo, el ser desarrollaba una yema que se convertía en una nueva sección
con su par de patas correspondiente.

Así, escoltando al ambulacro, pues estos tenían tendencia a desviarse hacia tierra fresca, marcharon por los senderos
de la tierra de su clan. A esa hora, como para saludar al sol, las habitantes de los caseríos ya se asomaban a sus
puertas. En uno cercano, una mujer con un bebé en brazos las saludó con una sonrisa y un gesto de buena suerte.
Gwyn, contemplándola y devolviéndole la sonrisa, se preguntó por qué nunca se habría casado. La sensación de
melancolía aumentó cuando, volviendo de los campos, a aquella mujer se le unió su esposa, llevando igual que ella
los pantalones holgados de las casadas. Ambas se abrazaron, con el bebé en medio, y saludaron de nuevo a la
compañía de guerreras que ya se alejaba. Gwyn suspiró. Por alguna razón, todavía no había encontrado a la mujer
que le hiciera parecer atractiva aquella escena, pero protagonizada por ella y en su compañía.

Las Tierras Altas llegaban a un fin abrupto. A sus pies, envuelto en una neblina dorada, se extendía el país de la
Llanura, las tierras bajas. Desde aquella altura, la vista alcanzaba distancias prodigiosas. Era como ver un mapa
extendido ante ella, detallado y a la vez difuso, como si encerrase tantos misterios como revelaba. Justo bajo las
Tierras Altas, como marcando la frontera, oscuros bosques se abrazaban a los pies de las montañas que habían sido
su hogar. Tras ellos, luminoso bajo el brillante sol, se veía la enorme extensión de las Llanuras. Se podían
vislumbrar plateadas cintas de ríos, caminos entrecruzados, colinas, bosquecillos, campos cultivados verdes y
amarillos y... ciudades. Como intrincadas gemas lanzadas al azar, dispersas ciudades albergaban sin duda el famoso
bullicio de las gentes de las Llanuras. En algún lugar indeterminado de aquella inmensidad debía hallarse el reino
de Athiria. Tendrían que internarse en aquel país, tan seductor como peligroso. Aquella luz había atraído, y
quemado como a curiosas polillas, a muchas de sus antecesoras. Ahora eran ellas las que deberían seguir ese
camino, hasta el triunfo o el desastre.
En la pared del reborde de las Tierras Altas se abría un estrecho desfiladero: el paso Berenia. Zigzagueaba cuesta
abajo, lo que mantuvo a la compañía ocupada. El ambulacro tenía tendencia a seguir recto. La única manera de
guiarlo era dándole fuertes golpes con los pequeños escudos. Creía así haber topado con una pared y variaba su
rumbo. Se mantuvieron todas ocupadas por tanto escoltándolo a ambos lados, vuelta tras revuelta. Fueron así
llegando a las Tierras Bajas, aunque antes tendrían que superar otro escollo. Entre ambos territorios se extendían
densos bosques de robles negros.
La tierra de los bosques era el territorio del misterio y las leyendas. Una de ellas indicaba que allí moraban
hombres, hombres salvajes que vivían solos, sin mujeres, matando a las que hallaban. Lo obviamente absurdo de
esta leyenda no le quitaba nada de su terrorífico encanto, que era tal vez la razón de su persistencia.

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Justo ante las primeras copas de los árboles, altos y amenazantes, Rya, la comandante, ordenó un alto. La lona se
extendió sobre el lomo del ambulacro, tras lo cual toda la compañía se reunió alrededor de su jefa.

– Ahora que ya hemos partido, puedo daros algunas explicaciones sobre nuestra misión. – dijo ella. – Que este
secreto haya sido necesario hasta ahora ya os dirá algo, lo mismo que no llevemos los colores del clan. Nuestra
misión ha de ser discreta, hasta cierto punto. Debemos llegar a Athiria sin llamar la atención. Por tanto, habremos
de desviarnos del camino directo.
El camino que habían seguido hasta entonces se abría paso, amplio y recto, a través del ominoso bosque. La
implicación de aquello empezó a entrar en el cerebro de las guerreras. Algunas desviaron la vista hacia lo más
espeso del bosque, y si no había miedo, al menos había inquietud en sus rostros.

– Sí, – confirmó Rya – nos desviaremos del camino desde ya mismo. Eso nos permitirá surgir del bosque por un
punto inesperado.
Una guerrera alzó la voz.

– Podemos aceptar eso. – dijo, con un cierto tono de desafío. – ¿Pero no podrás al menos contarnos el porqué tanto
secreto? ¿Cuál será nuestra misión?
– No. – respondió la comandante con voz firme. – No os lo puedo explicar ahora. Cuando lleguemos a Athiria, las
cosas se aclararán.
Nadie respondió a aquello, y en consecuencia se volvió a alzar la lona del ambulacro y este fue guiado hacia el
bosque.

El resto del día trascurrió sin incidentes, hasta que la falta de luz, acentuada por lo espeso del bosque, obligó a un
alto. Rya ordenó tres fuegos, sin montar las tiendas pues el tiempo era seco y cálido. El orden de las guardias fue
sorteado. Una vez hecho todo esto, Rya llevó a Gwyn aparte.
– La verdad es que podría contarles algo más de nuestra misión. – le confió. – Pero no quiero inquietarlas.
– Comprendo.

– Nuestra misión es muy complicada, Gwyn. Nos necesitan para algo que no pueden hacer ellas mismas, ¿sabes?
Pero no quiero decir más. Todo a su tiempo. En todo caso, si me pasara algo por el camino...
– Oh vamos, Rya...

– Sí, sí, vale. Pero si pasara algo, limítate a llevarlas hasta Athiria. Allí te harán saber lo que hay. De hecho, no
conozco todos los detalles. Pero, ante todo, pase lo que pase, llévalas hasta allí; de ninguna manera volváis.

– Está bien. – repuso Gwyn. No iba a insistir en la invulnerabilidad de su comandante. Ella misma no parecía
precisamente convencida. La conversación parecía haber acabado, por lo que volvió hacia las nacientes hogueras.
– Otra cosa, Gwyn. – aquello lo hizo volverse.
– ¿Sí?
– El hecho de que seas una simple guerrera no me influye para nada. Sé lo que vales, soltera o casada. Considérate
mi primera oficial.
La noche trascurrió sin problemas, pese a la inquietud con que dormían algunas. Puesto que estaban en campaña,
cada una durmió sola sobre su manta, en marcial soledad. Eilyn, de hecho, se mantuvo algo aparte de Gwyn, como
si también la considerara una oficial y por tanto, aparte de la camaradería de la tropa. A Gwyn no le pareció mal.
Tenía mucho en que pensar, sin necesidad de tener a su lado una presencia embriagadora pero intocable.

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Acompañada de nuevo de todo su séquito, Taia salió a la calle. En efecto, ya se la veía mucho más feliz y relajada.
Pero pese a la agradable compañía de Arijana, las preocupaciones habían sido aplazadas, no solucionadas. Ese
pensamiento borró la sonrisa de su cara de inmediato. Se encaminó con paso firme de vuelta a palacio, obligando a
sus sirvientas a correr tras ella con el parasol en mano.

El día siguiente se presentó aburrido. Lecciones por la mañana con Gartión y audiencia con su madre la reina por la
tarde. Esos dos solían conchabarse para amargarle días completos. Taia se resignó, y tras un breve desayuno se
dirigió hacia la biblioteca. Allí estaba ya Gartión, como si nunca durmiera y en su ausencia sólo se quedara
paralizado. Alzó la vista bajo sus espesas cejas grises.
– Buenos días, princesa. Hoy tenemos un día atareado.

Ella se limitó a suspirar, pero al fin devolvió el saludo.
– Buenos días, Gartión. ¿Qué me preparas para hoy?
– Política. Sentaos, por favor.

– Política... – así lo hizo. – Lo de siempre, vamos.

– Hoy hay novedades. Vuestra madre insiste en teneros al día de los asuntos de Estado.
– Está bien. ¿Qué ocurre?

– Llegan nuevos informes sobre el reino de Deiria. ¿Qué recordáis de Deiria?

Gartión y sus preguntas repentinas. Sabía que, dijera lo que dijera, siempre le encontraría algún fallo. Trató de
recordar.

– Es uno de los reinos del Este. – enunció, esforzándose por recordar. – Su reina es... Erivalanna. – Gartión asintió,
animándola a proseguir. – Hace sólo dos años que está en el trono. Su reino es la mitad del nuestro en extensión, y
sólo un tercio en población. Aunque Erivalanna ha estado reclutando un ejército, no es rival para el nuestro.
Ya no supo qué más decir. Contra su costumbre, Gartión asintió.

– Muy bien. Pese a ello, ha conquistado hace poco el reino Quirinia.
– Sí. No nos pareció mal, porque era un reino enemigo nuestro.

– Exacto. Ahora, ahora mismo, acaba de conquistar también Filiria. Por sorpresa, a traición, y de un solo golpe.
– ¡Filiria es nuestro aliado! ¡Y era más poderoso que Deiria! – exclamó ella. Él asintió, tranquilo.

– Eso es. Estamos al borde de la guerra. No hace falta que os diga que vuestra madre la reina está muy preocupada.
No nos interesa una guerra, pero parece que no nos quedará más remedio. Sobre todo porque, según algunas
noticias, podría conquistar un tercer reino. Si hiciera eso, y fuera otro de nuestros aliados, nuestras fuerzas ya no
serían tan superiores.
– Comprendo.
– Eso espero. Ya tenéis edad de sobra como para responsabilizaros de ciertas cosas. ¿Cómo va vuestro
entrenamiento militar?
– Yo... – su entrenamiento iba muy bien. Por supuesto, no lo realizaba con un hombre, claro. La capitana de la
guardia se encargaba de ello, y la verdad es que le gustaba más que todas las aburridas lecciones de Gartión. Sus
bíceps eran buena prueba de ello. Sin embargo, nunca se le había ocurrido que aquello podría ir en serio. Era sólo
ejercicio. Pero su madre ya era mayor. ¿Tendría que ir ella a comandar el ejército a esa guerra? – Va muy bien. –
terminó de dudar. Al menos debía parecer segura de sí misma. Era una de las lecciones de su entrenadora.

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– Me alegro. Ahora, os dejo con estos volúmenes. Son historia de Deiria y de los reinos del Este. A media mañana
os haré algunas preguntas.

Dio un salto, esquivando un intencionado golpe a ras de suelo. Con su propio palo, detuvo abajo el de su oponente.
Sonrió. Lanzó de pronto el otro extremo contra la cabeza, pero fue también detenido. Un súbito contraataque la
golpeó en los tobillos y la hizo caer sobre su trasero.
– Princesa. – La capitana le ofreció su mano, sonriendo levemente.
– Gracias. – Agarró su antebrazo y se impulsó sobre sus pies.

Ambas sudaban profusamente. La lucha, el entrenamiento en sí, había durado más que nunca. Pero Taia había
acabado cayendo de nuevo.
– Siempre me ganas, Terinia. – le dijo, algo resentida.
– Progresáis día a día, alteza. Todo llegará.

– Lo dices por decir. – Las últimas noticias la habían alterado. No se sentía en absoluto capacitada para dirigir un
ejército. Se sentía como una farsante.
– No, alteza. En absoluto.

Terinia resultaba siempre tan seria. Vestidas ambas tan sólo con prendas cortas y ajustadas de entrenamiento, Taia
no pudo sustraerse a la magnífica figura de su entrenadora y guardiana. Era algo más alta que ella, y su cuerpo
estaba en perfecta forma, lo que no quitaba para que poseyera una voluptuosa y femenina figura. No por primera
vez, se sintió algo atraída. Quizás no fuera arrebatadoramente guapa; su rostro era más regular que hermoso, de
nariz y labios finos. Pero pese a su indudable atractivo, no se le conocían relaciones de ningún tipo, ni regulares ni
ocasionales. Y eso que no era una jovencita, aunque podía parecerlo. Sus movimientos eran siempre tan precisos y
exactos. Tensa y suave a la vez. Daba la impresión de que vivía completamente dedicada a sus obligaciones. Se
acababa de soltar su rubio y lacio cabello, hasta entonces sujeto en una coleta, dando así por terminada la sesión.
– ¿Ya hemos terminado? – le preguntó. Ambas estaban cansadas y cubiertas de sudor. Pero a Taia le encantaba el
entrenamiento. Además, hoy su finalización suponía el paso a la audiencia real, y eso no le apetecía en lo más
mínimo.
– Sí. Suficiente por hoy. – Terinia la traspasó con sus ojos color acero y le ofreció una de sus peculiares sonrisas.
Era como si viera a través suyo y de sus motivaciones. Taia se ruborizó un poco y desvió la vista. Si no hubiera
sido siempre tan impersonal, distante y uniformemente cortés... Era inútil darle vueltas. Sus problemas seguirían
siendo los mismos, o tal vez mayores.
– Está bien. Terinia, yo... – se detuvo.
– ¿Sí?

– Supongo que conoces las últimas noticias.
– En efecto. – Como siempre, no le ponía las cosas fáciles.
– Parece que se prepara una guerra.
– Eso parece.
– ¡Eso parece! ¡La primera guerra en más de quince años, y eso parece! – estalló Taia. No por primera vez, la
exasperó su impasibilidad. Por un instante, ella pareció sorprendida de su reacción, dejando a un lado la toalla con
la que se enjugaba el sudor y mirándola de nuevo.
– Perdón, alteza. – dijo bajando los ojos. Cuando parecía sumisa, tenía un aire burlón, como si no fuera en serio.
Sin embargo, su cortesía era siempre irreprochable. – ¿Os preocupa? Sí, supongo que sí. Vuestra madre es mayor
ya... ¿Os preocupa el mando de las tropas?
– Yo... No sé. Supongo que sí. No me siento capacitada. Todo este entrenamiento me ha parecido siempre simple
ejercicio. Ahora me doy cuenta de lo que implica.
– ¿Os preocupa el combate?

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– No... ¡No! No es eso. No tengo miedo. Creo... Es que no me siento capacitada para dirigir a otras a la muerte. No
me veo tomando decisiones que signifiquen muerte o vida, victoria o derrota...
– Todas os seguiremos voluntariamente, alteza. – respondió, con esa rotunda devoción tan suya. – Sabemos a qué
nos enfrentamos, sabemos lo que defendemos. Entre todas lo haremos lo mejor posible. Y además...
– ¿Sí?

– Yo estaré en todo momento a vuestro lado, alteza.

Ella siempre la había tratado así, con una fidelidad inquebrantable aunque impersonal. Aquello tuvo un efecto
contraproducente. Toda aquella fidelidad y confianza la apabullaba. Las defraudaría, y... No quiso insistir y asintió,
agradecida. Se vistió en silencio. No tenía sentido aplazarlo más; la audiencia real la esperaba.

Sigue -->
continuación...:
Como siempre que había audiencia real, Taia hubo de pasar revista a la Guardia de Palacio, formada ante las
puertas de la sala del trono. Casi por vez primera, se fijó en los rostros de las guerreras. Tan serias y firmes. Le
habría gustado ser una de ellas. Podría sustraerse a todo aquel ceremonial y ser ella misma. Conocería nuevos
territorios, nuevos paisajes y nuevas gentes. No en las aburridas lecciones de Gartión, sino por sí misma. Dejaría las
responsabilidades sobre otros hombros y se limitaría a cumplir órdenes. Una vida aventurera, y sin presiones como
las que sufría. Podría hacer lo que quisiera. Tal vez estaría a las órdenes de Terinia y sabría cómo era en realidad,
al margen del formal respeto con que la trataba siempre. Seguro que con sus guerreras era mucho más espontánea.
Además, se decía que las guerreras, en sus cuarteles, solían... No importaba. Borró esos pensamientos de su cabeza,
compuso una expresión seria y traspuso las puertas de la sala del trono.

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Se trataba de una magnífica sala abovedada, con galerías laterales. La decoración en mosaicos y dorados realzaba el
sencillo trono, dispuesto al fondo sobre un estrado. La reina se encontraba sobre él. Su rostro se mostraba sereno,
como siempre. Vestía a la vez con sencillez y elegancia, y de alguna forma lograba que su aspecto congeniase con
los azules, rojos y dorados de la decoración, como si ella misma formase parte de los mosaicos de la sala. Siempre
había sido así; de alguna forma conseguía trasmitir serenidad y majestad. Parecía hecha para el cargo. Con el
tiempo, la edad le había otorgado aún más realeza. La banda de lino blanco que llevaba en torno a la frente parecía
inseparable de su persona.
Taia se acercó al grupo que esperaba respetuosamente al pie del estrado. Mujeres jóvenes y viejas, todas formando
parte del consejo, se agrupaban delante de la mesa dispuesta en el centro de la sala. Un par de hombres estaban
situados discretamente a un lado. Después de los saludos de rigor, la guardia cerró las puertas, quedando fuera. El
consejo había comenzado. Como consecuencia, se produjo una inmediata relajación en la formalidad. La reina se
puso en pie y bajó lentamente del estrado. Las consejeras tomaron asiento a ambos lados de la larga mesa; la reina
se situó a la cabeza. Los dos hombres, entre los que se encontraba Gartión, naturalmente no tomaban parte formal
en el consejo, y se mantenían de pie, tras las consejeras. Estaban allí como asesores, y sólo tomarían la palabra si
se les consultaba.

Taia echó un vistazo a las consejeras alrededor de la mesa. El grupo se podía dividir en dos mitades. Por un lado,
las jóvenes, casi todas guerreras. Terinia estaba allí, como jefa de la guardia. También otras oficiales, de aspecto tan
saludable como ella. Por otra parte, estaban las consejeras de la generación de su madre. Eran mujeres algo
mayores, de aspecto sensato y reposado, con la sabiduría y la prudencia emanando de sus contenidos gestos.
También, justo frente a ella, estaban sus dos hermanas de matrimonio, ambas más jóvenes. Olaia, la mayor, tenía
dieciséis años, y parecía alerta y despierta. Era una jovencita seria y formal, a la que Taia había tratado menos de lo
que debería en una hermana. Tisque, la más joven, mostraba a las claras su impaciencia por encontrarse en aquel
aburrido lugar, lleno de gente vieja y seria. Taia sonrió, recordando esa misma actitud en sí misma, y no sólo a los
trece años, sino casi hasta ayer. Sus dos hermanas parecían dividir su atención entre la reina y su propia madre, la
esposa de la reina, que como de costumbre se sentaba al otro extremo de la mesa, frente a su consorte. Al fin, la
atención de todas fue reclamada por la reina, que inició la discusión.
– Creo que ya conocemos todas la situación. La caída de Filiria es una noticia tan sorprendente como preocupante.
Cuando Deiria comenzó su programa de expansión, escuchamos aquí algunos consejos, que seguimos, y que a la
luz de los recientes acontecimientos parecen ahora desacertados.
Madre se refería a la guerra de Deiria contra Quirinia. Este último reino se encontraba entre Deiria y Athiria, y
había sido desde siempre enemigo suyo. Era casi tan poderoso como Athiria, de modo que muchas de las
consejeras habían visto con regocijo sus dificultades. Ahora, sin embargo, veían su error. Habían dejado crecer a
Deiria, un reino insignificante hasta entonces. Además, ahora tenían frontera directa en común. Esto no tenía por
qué ser malo, salvo que Deiria parecía haberse embarcado en un programa de expansión, a costa ahora de sus
aliados.

La acusación de la reina hizo mella en varias de las consejeras aludidas; unas se mostraron cabizbajas, otras
ofendidas. Taia se fijó en Terinia. Esta sonreía de forma levísima, casi imperceptible. Ella había aconsejado, por el
contrario, ayudar a Quirinia como método tanto de defensa como de reconciliación con las viejas enemigas. Ahora
se veía lo acertado de su consejo. Como consecuencia, la reina se dirigió a ella, lo que pareció sobresaltarla un
poco; la verdad era que en los consejos no solía tener mucha relevancia, joven como era.

– Algunos consejos son mejores que otros, aunque no sean mayoritarios, ahora lo veo. – estaba diciendo la reina
mientras miraba de reojo a la joven guerrera. – Pero lo importante ahora es acertar en nuestro próximo movimiento.
En ese sentido, parece que debemos pararle los pies a nuestros enemigos. Terinia, ¿cuáles son nuestras fuerzas?
¿Qué podemos hacer?
La aludida se puso en pie, como correspondía al ser interpelada por la reina. Parecía apurada. Taia se sorprendió.
No podía imaginar que Terinia se pusiera nerviosa por tener todas las miradas centradas en ella. Era siempre tan
firme, tan segura de sí misma... Al fin miró a un lado y a otro y se aclaró la voz.
– Nuestra fuerza ha sido siempre la de nuestras alianzas, majestad. En este sentido, la pérdida de Filiria ha sido un
duro golpe. Sin embargo, el peligro nos permitirá reclutar aliadas. El problema es que esto no es ni sencillo ni
rápido. Hasta dentro de un mes, por lo menos, no tendremos listo un ejército capaz de enfrentar al que Deiria ya
tiene en campaña.
– ¿Pero podremos hacerle frente? En definitiva, ¿aconsejas la guerra?
– Majestad, yo... Sí. El programa de Deiria parece claro: ir conquistando a nuestras aliadas y a nuestras enemigas,
una a una, hasta que quedemos a su merced. Debemos adelantarnos a esta amenaza.

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– Muy bien. Gracias por tu informe y consejo.

Terinia se sentó de nuevo, mirando modestamente hacia abajo. Parecía apabullada. Taia sonrió, sintiéndose
orgullosa de ella, no sabía bien por qué.

– Bien. Sin embargo, hay algo que se me escapa. –estaba diciendo la reina, con aire reflexivo.– Si los planes de
Deiria son tan transparentes, ¿cómo esperan salirse con la suya? Si lo he entendido bien, todavía podemos
aplastarlas, ¿no es así?
La pregunta parecía dirigida al aire, a nadie en concreto. Casi todas las consejeras, jóvenes y viejas, asintieron.
Desde luego, aquello no pareció disipar las dudas de la reina, que prosiguió reflexionando en voz alta.

– Por tanto, necesitan que nosotras, como cabeza de nuestra coalición, nos mantengamos inactivas mientras hacen
caer a nuestras aliadas una por una. No entiendo cómo pretenden conseguir esto. ¿Gartión?
El aludido salió de las sombras bajo la galería lateral para situarse respetuosamente de pie tras la reina, como le
correspondía.
– ¿Sí, majestad? –preguntó, tan solícito y serio como siempre.

– ¿Podemos confiar en nuestras aliadas? –le preguntó la reina, sin volverse.– ¿Hay algo que nos haga pensar que
Deiria ha llevado adelante alguna ofensiva diplomática en paralelo a su ofensiva guerrera?

– Majestad, no hasta donde yo conozco. Nuestras alianzas son tan firmes como siempre. Desde luego, ha habido
problemas entre algunas de ellas, pero en conjunto nos son tan fieles como siempre lo han sido. El único problema
son sus disensiones. Sólo se pondrán en marcha si nuestro reino las encabeza.
La reina hizo un gesto displicente con la mano, y Gartión, inclinándose de nuevo, regresó a las sombras de las que
había salido.
– En definitiva, es extraño. No puedo dejar de pensar que hay algo que se nos escapa en todo esto. No puede ser
tan sencillo.

A partir de entonces, la sesión fue decayendo. Nadie tenía ninguna idea que aclarase las dudas de la reina. Con
todo, se resolvió por amplio consenso que el reino debía prepararse para la guerra. Al fin, las consejeras se
pusieron en pie y, tras saludar a la reina, se fueron retirando. Taia se disponía a hacer lo mismo, cuando escuchó la
voz de su madre.
– Mis tres hijas, por favor, desearía que se quedasen todavía unos instantes.

Las tres se miraron. Aquello no era demasiado extraño, y menos dadas las circunstancias. Mientras la espléndida
sala se vaciaba, todas mantuvieron un tenso silencio.

– Hijas mías, –empezó la reina en la sala cavernosamente vacía– espero que estéis las tres a la altura de lo que nos
espera. Cada una de vosotras tendrá una responsabilidad en los acontecimientos que, por desgracia, están por venir.
Tú, hija mía, –y aquí se dirigió a Taia– conducirás mis ejércitos en mi nombre.
– Madre... –quiso interrumpir ella, pero una mano alzada la detuvo.
– Luego. Olaia, tú estarás a su lado. Aún eres muy joven, pero quiero que aprendas tanto como puedas de todo lo
que veas. Aunque no seas hija de mi seno, te considero una hija del alma y espero y deseo que estés también a la
altura. Obedece en todo a tu hermana y sé valiente y fiel. Y Tisque, –se dirigió a la más joven– tú permanecerás a
nuestro lado. Eso no quiere decir que seas menos importante. Estarás como... como reserva, por si algo... si algo
saliera mal.
La madre de ambas, que hasta entonces se había mantenido en silencio y a distancia, las miró con severidad. Tisque
pareció a punto de refunfuñar. Era a veces muy infantil, malcriada incluso, lo que no era de extrañar en la hermana
más joven. Con todo, se limitó a cruzarse de brazos y a fruncir el ceño.
– Está bien. –dijo al fin.

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– Madre, estoy dispuesta. No tendrás queja. – dijo Olaia entonces. Se la veía contenta, aunque al principio parecía
que iba a protestar por la misión pasiva que le había reservado. Olaia siempre había tenido ambiciones, mucho más
que Taia misma. No era habitual que las hijas del matrimonio de la reina heredasen, aunque se había dado el caso.
Taia no sabía como interpretar la actitud de su hermana. A veces la preocupaba su actitud aparentemente arribista.
Otras veces, en cambio, deseaba que todas sus cargas y responsabilidades cayeran sobre sus hombros. En el mejor
de los casos, ella se lo habría buscado. Eran ocasiones como esta, en la que Taia sentía que no iba a estar a la
altura. En definitiva, cuando pensaba que lo que le había caído encima la superaba.
– Muy bien. ¿Y tú, hija mía? –se dirigió por fin la reina a ella.
– Madre, yo... No sé si lo podré hacer...

– Lo harás. Todas hemos sentido dudas alguna vez. –En este punto, Olaia resopló, y Taia le echó una mirada de
reojo.– Tienes que cumplir con tus deberes... con todos tus deberes.

La reina intercambió una mirada de comprensión mutua con su esposa. Las dos solían comunicarse de esa forma,
fruto de una larga convivencia que hacía superfluo el hablar. Su atención se dirigió entonces a su hija, a la que
contempló con severidad. Aquí estaba de nuevo, el asunto del matrimonio de estado.
– Mamá, yo... eso no, por favor.

– Hija, tienes que decidirte. Tienes que casarte con una princesa real, alguien que aporte a nuestro reino ayuda, más
ahora que la necesitamos.
– No creo que...

– Ya basta. –Alzó de nuevo una mano, parando en seco sus protestas.– Un día serás reina, y el privilegio conlleva
responsabilidades. Cuando vuelvas de la guerra trataremos este asunto de nuevo. Sin embargo, todavía hay algo
más.

La mirada de su madre se hizo acerada, más que antes. Taia sintió que esa mirada traspasaba todos sus secretos. En
efecto, la reina prosiguió.
– Sé muy bien lo que te traes con esa, esa... Esa trepa de Arijana. Lo sé todo, cuándo os veis, dónde, todo. Eso sí
que tiene que acabar.

– ¡Madre! –Taia se sentía al borde de las lágrimas. Sentía una horrible vergüenza, aumentada por el hecho de tener
a sus hermanas presentes.– ¡Ya basta! ¡Yo la quiero!

– Hija, hija... – la reina sacudió la cabeza a un lado y a otro, mientras sus dos hermanas la contemplaban con
sendas sonrisitas. – Ella no te quiere a ti. Ya te he dicho que lo sé todo de ella. Está contigo porque le conviene. Sé
que es duro de admitir, pero es así. Es lo que pasa cuando tienes algo que otras quieren. Sé de buena tinta que su
familia pasa por dificultades financieras. Temo que intente sacarte dinero, favores o algo así.
– ¿Cómo puedes decir eso? –exclamó Taia, sin importarle ni su condición real ni el regocijo de sus hermanas. –
¿Qué sabrás tú?
– Más de lo que crees, hija. Más de lo que crees. Por favor, dejemos lo del matrimonio a un lado ahora, ¿de
acuerdo? Será cuando tú quieras. Te prometo además que no interferiré; no voy a meterme por medio entre esta
chica y tú. Pero prométeme que no volverás a verla. Hija, temo por ti...
– ¡No voy a prometerte nada! –chilló, las lágrimas fluyendo de decepción y humillación. – ¡¡Haré lo que me dé la
gana!!
Dicho esto, y ante la mirada pasmada y triste de su madre, dio media vuelta y salió en tromba del salón. Las
pesadas puertas resonaron por todo el palacio a sus espaldas.

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"Necesito verte. Es muy urgente, de verdad. Por favor, ven esta misma noche a la dirección escrita al dorso. Te
aseguro que no te lo pediría si no fuera muy importante. Ven lo más discretamente posible. De hecho, lo mejor
sería que vinieras sola y de incógnito. No puedo contarte más aquí; no sé en qué manos podría caer esta carta. No
me contestes. Te esperaré toda la noche si es necesario.
"Besos. Te quiero,
"Ari."
La carta le quemaba en las manos. Era la noche anterior a su partida al frente del ejército. La verdad era que, pese
a que no le había prometido nada a su madre, no había visto a Ari desde la discusión que mantuvieron. Y no
porque no la echara de menos. La añoraba, y mucho. Pero sus múltiples ocupaciones, la enorme masa de
responsabilidades que le había caído encima desde entonces la había mantenido apartada de ella. Y ahora esto.
Revolvió la carta, miró la dirección, la volvió de nuevo. ¿Querría despedirse? ¿Hasta su vuelta? ¿O para siempre?
¿O tal vez su madre había interferido, pese a sus promesas? Tal vez la había intimidado, u obligado de alguna
forma. ¿Le habría ofrecido dinero a cambio de que no la volviera a ver? Eran demasiadas incógnitas. Lo peor era
que Ari sabía bien que lo que pedía le iba a resultar muy difícil, tal vez imposible. Y eso mismo hacía que la carta
pareciera aún más preocupante. Ari nunca le habría pedido algo así en una situación normal.

Taia miró a un lado y otro, indecisa. Jamás podría escapar de palacio sin que nadie se enterara, al menos no con tan
poco tiempo para prepararlo. Era indudable que, si quería ver a Ari, debería arriesgarse. Y desde luego que quería
verla. Tras unos instantes de duda y vacilación, se vistió de la forma más discreta posible y salió de sus
habitaciones.
Dos guerreras de la guardia flanqueaban la puerta en el pasillo.

– Querría ver a Terinia. Ahora mismo, si es posible. –les dijo. Ellas se miraron entre sí, y como de común acuerdo
una asintió y marchó por el pasillo sin decir palabra.
– Esperaré dentro. Que no pierda tiempo anunciándose. –le dijo a la otra en cuanto la primera desapareció por tras
una esquina.
Pasó lo que le pareció un largo rato. El tiempo lo medían sus frenéticos paseos de un lado a otro de la habitación,
pues se sentía incapaz de serenarse. Repasó mentalmente lo que le diría a la jefa de la guardia de palacio, incapaz
de dar con algo mejor. Pese a su ansiedad, o por ella, los dos golpecitos en la puerta la sobresaltaron.
– ¡Adelante! –graznó, olvidando de aclararse su agarrotada garganta.

Pese a sus instrucciones, era Terinia, incapaz por lo visto de entrar sin avisar en los aposentos de una princesa. Su
mirada era inquieta y suspicaz. No hizo pregunta ni presentación alguna; tendría que ser su interlocutora quien se
explicase.
– Terinia... Me alegro de verte. Siento haberte llamado con tanta prisa, pero no sabía a quién acudir. Yo... Sabes
quién es Arijana, ¿verdad?

Terinia la había acompañado a muchas de sus citas con ella, pero no se habían encontrado jamás. Ella lo había
preferido así, con la vana intención de mantener aquella relación en secreto. Sin embargo, sabía que Terinia no era
estúpida. En absoluto. De hecho, era posible que la fuente de información de su madre fuera ella. En tal caso, todo
sería aún más difícil.
– Sí, alteza. Lo sé. –repuso tan solo, asintiendo con la cabeza.

– Sí, bien. Yo... Bien, yo la quiero. Mi madre no aprueba lo nuestro, lo sé y seguramente tú también lo sabes. Jamás
te pediría algo así. Pero necesito verla. Esta noche, al menos, antes de que partamos a la guerra.
Terinia parpadeó. La miró con una ternura desconocida en ella, siempre tan fría y distante. Incluso por un instante
temió que la fuera a abrazar y consolar. Justo entonces comprendió Taia lo que pasaba por la cabeza de la guerrera,
y empezó a ponerse más y más colorada. Ella no había leído la carta y creía que quería verla para... para... antes de
ir a la guerra, y por si no volvía...
– Yo... no... –balbuceó, sin saber cómo contradecirla. Pero de repente se dio cuenta que, así, tal vez consiguiera que
la ayudara. Bajó los ojos, todavía algo avergonzada, y terminó, odiándose un poco: – Yo... necesito verla, Terinia.
Por si... por si fuera la última vez...
– Está bien, princesa, no necesitáis dar explicaciones. – respondió ella, tal vez algo apurada. Miró a un lado y otro,
como valorando las posibles vías de escape. – Os ayudaré. Pero no puedo permitir que vayáis sola. Dejadme que os
acompañe con la guardia.
– Pero...

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– Por favor, princesa. Al menos con un par de guerreras. –dijo, mirando por encima de su hombro.– Son de mi total
confianza, y os aseguro que serán totalmente discretas.
– Necesito ir sola, de verdad.

– Alteza. Temo por vos. Si os pasara algo, no sé como me presentaría ante vuestra madre. Nos limitaremos a
escoltaros. Confiad en mí.

Al fin Taia dio su brazo a torcer. Difícilmente lograría otra cosa, que era más de lo que podía razonablemente
esperar. Terinia se asomó al pasillo y susurró algunas órdenes. Se volvió y asintió.
– ¿Estáis dispuesta? –le preguntó.

Ella asintió. Se acercó a ella y le dijo: – Terinia. Gracias. Muchas gracias, de verdad.
– No tenéis por qué darlas, alteza. Vamos.

Se deslizaron por pasillos del palacio que ella apenas conocía, y acabaron saliendo por una discreta puerta trasera
que jamás había usado. Una vez en la calle, Terinia la acompañaba a su lado, pasando a veces una protectora mano
sobre su hombro o brazo. Las otras dos las seguían en un discreto silencio, algo más atrás. Se deslizaron por calles
vacías y mal iluminadas, aunque aquello no tenía nada que ver con la discreción. Al menos no con la que ellas
buscasen. Sencillamente, la dirección que le había dado Ari estaba en medio de una de las zonas menos animadas
de la ciudad. De hecho, la mayor parte de las casas de aquel barrio se veían abandonadas. El silencio era opresivo,
y la oscuridad, lejos de parecer protectora, resultaba inquietante.
Al fin llegaron a la dirección. A la media luz de las lunas, Taia volvió a mirar el dorso de la carta: sí, era allí.
Parecía una casa abandonada. De hecho, se trataba de una planta baja con una puerta medio arrancada y
entreabierta, sin luz alguna en su interior.
– Alteza... –se interpuso Terinia, preocupada.
– No. Pasaré yo. Pero estad atentas.

Las guerreras se hicieron a un lado, aunque siguiéndola de cerca. Taia apartó la destrozada puerta, y se internó poco
a poco en la oscuridad.
– ¿Ari? ¿Estás ahí? –preguntó hacia lo que estaba oscuro como noche sin lunas.

Por unos instantes sólo pudo percibir la presión del aire, como si la negrura estuviera llena de sustancia. Por fin, en
medio de la oscuridad surgió la redonda cara de Ari. Sus ojos y boca estaban muy abiertos; se veía asustada o
sorprendida. Tras ella, surgiendo igualmente de la oscuridad aparecieron varias figuras de negras cabelleras. Iban
armadas hasta los dientes, y avanzaron hacia ella.
De repente, se sintió empujada hacia atrás. Terinia, junto a las otras dos guerreras de la guardia, se había
interpuesto entre ella y las intrusas. Habían desenvainado sus espadas.
– Atrás, princesa. – le susurró Terinia, protegiéndola con su cuerpo.
Pero eran sólo tres contra al menos seis. Todas las intrusas parecían más altas y fuertes, y llevaban espadas largas.
Sin mediar palabra, entrechocaron los aceros. La pelea fue breve. Nuevas guerreras surgieron de las sombras, a
espaldas de las tres guardianas. Taia recibió un golpe en la cabeza, desde atrás, y perdió el conocimiento. Mientras
caía, pudo ver como sus tres guardianas eran atravesadas y muertas.
Recuperó la consciencia poco a poco, con el corazón en un puño.
– ¡Terinia! –exclamó. En cambio, se encontró con una cara desconocida.

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– ¿Ya estás consciente? Bien. Vámonos. –La mujer que dijo eso parecía la jefa de las intrusas, pues lo último lo
dijo volviéndose hacia las demás. Taia pensó que era curioso que la menos alta de todas fuera la jefa. Cayó
entonces en la cuenta: se trataba del mismo grupo que había visto por la calle. Notó entonces que tenía las muñecas
atadas juntas con una cuerda muy apretada. La pusieron en pie y tiraron de ella; se vio obligada a avanzar,
trastabillando. Se resistió un poco, al tiempo que miraba hacia atrás. Pudo ver dos cosas. Primero, los cuerpos
ensangrentados y definitivamente muertos de sus tres guardianas. Y además, vio a Arijana. La miraba todavía con
aquella expresión asombrada. Pero había más en aquella mirada. Culpa, temor, tal vez solicitud de perdón. Una
bolsa en su mano evidenciaba que la había vendido.
Una vez fuera del recinto, la amordazaron. Transitaron por callejuelas solitarias, dando muchas vueltas. Al fin se
encontraron ante lo que reconoció como una de las puertas de la ciudad. Allí, la jefa de las secuestradoras habló
con alguien y les fue abierta la puerta.

A lo largo de todo lo que quedaba de noche, la obligaron a caminar sin parar, deseosas sin duda de poner tierra de
por medio antes de que se descubriera el secuestro. A Taia le costaba cada vez más caminar. Sentía que la sangre le
manaba de la herida que le habían producido en la cabeza. Además, la mordaza le impedía respirar. La jefa se dio
cuenta - ya estaba a punto de perder el conocimiento - y se le acercó. Le sacó la mordaza, que quedó en torno a su
cuello.
– Silencio, o te haré callar de un modo que no olvidarás. –le susurró.– De todas formas, ya estamos lejos y nadie
puede oírte. Caminarás hasta el alba.
– ¿Quién eres? ¿Quiénes sois? –le preguntó.

Ella pareció sorprendida por la pregunta. Pareció reflexionar por unos instantes. Decidió entonces que la pregunta
era juiciosa.
– Soy Morwyll. Puedes llamarme con ese nombre.

– ¿Qué queréis? ¿Por qué...? –su gesto hacia sus ataduras evidenció el resto de la pregunta.

– Esto es un encargo. Ya te enterarás cuando lleguemos. Sin embargo, de momento no hay problema en que sepas
quién ha pagado por esto: la reina de Deiria. El resto de tus preguntas se las podrás dirigir a ella.

En efecto, caminaron casi hasta el alba. Para cuando el cielo empezó a clarear por oriente, a sus espaldas, llegaron a
un bosquecillo. En su interior esperaban otras dos guerreras, también morenas. Custodiaban un ambulacro, tapado.
A Taia le fue permitido echarse, y pese a todo lo pasado ya estaba dormida cuando tocó el suelo de hojas muertas,
de puro agotamiento. Tras lo que le parecieron apenas unos minutos, fue sacudida y despertada. Tenía la boca
pastosa, y le dolía horriblemente la cabeza.
– ¡Arriba, princesita! –oyó, al tiempo que sentía que la alzaban. Seguía con las manos atadas.

Pese a que creía no haber dormido apenas, ya era pleno día. La compañía de sus captoras formaba ahora alrededor
de un pequeño ambulacro. La cuerda a la que estaba atada fue amarrada a uno de los extremos del animal-planta.
Así, en cuanto a este le retiraron la lona, no le quedó más remedio que caminar tras él. El día se fue alargando, y
curiosamente la fatiga le despejó la cabeza. Hasta ese momento no había aceptado realmente lo ocurrido. Sólo
entonces reflexionó. Ari. Madre tenía razón. La había traicionado, vendido por un saco de monedas. La realidad de
su situación la golpeó entonces, y lloró. No por la traición de Ari. No. Pensó en Terinia. Su inquebrantable
fidelidad, su tensa seriedad, su hermoso cuerpo, todo eso había desaparecido. Y era por su culpa. Ya no sabría lo
que había tras la máscara de perfecta cortesía que siempre exhibía. Recordó sus sesiones de entrenamiento, llena de
nostalgia por aquellos momentos, tan felices ahora en la distancia aunque entonces no los hubiera apreciado en
como debía. Recordó cómo ella la ayudaba a levantarse cuando, como siempre, acababa por derribarla. Si alguna
vez hubiera continuado el movimiento y la hubiera atraído hasta ella, pasando el brazo en torno a su cintura... Ya
nunca sabría lo que hubiera ocurrido. Seguro que el sexo con ella habría sido muy distinto. Dudaba que hubiera
sido plácido y suave, como con Ari. Habría sido sudoroso, intenso, incluso feroz. Bajo sus perfectos modales y sus
movimientos acompasados, había adivinado una personalidad apasionada. Ojalá le hubiera dicho alguna vez lo que
sentía por ella, la admiración, el respeto, el cariño... y todo lo demás. Ahora ya era tarde. Muy tarde.

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LA GUERRA DE LOS REINOS DE LA LLANURA.

Autor: Ignacio (Iggy)

CAPÍTULO 3.

De Estudio preliminar de la ecología alaniana, por G. K. Hauser y P. Perrault, Ed.
Universitas, Canopo, 1166:

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«Dejando de lado sus peculiaridades humanas, que son las que le han aportado fama o al menos
notoriedad, Alanna presenta también interesantes motivos para el estudio de su fauna y
flora.
»Hay que empezar por decir que esta última distinción, tan habitual en la biología, es un
tanto superflua en Alanna. En efecto, la diferenciación entre fauna y flora no es ni mucho
menos evidente entre la vida nativa de Alanna, como veremos a lo largo de todo este estudio.
De hecho, el concepto mismo de plantas sésiles no resulta en absoluto obvio. [...]
»Pero antes de entrar en un estudio pormenorizado, hay que hacer algunas salvedades. Como
mundo colonizado por la especie humana, la biología original de Alanna ha experimentado
considerables transformaciones con la introducción de especies originarias de la Tierra. Con
todo, la vitalidad de la biología nativa ha ocasionado que no todas las especies
introducidas hayan superado el reto: de entre la fauna doméstica introducida, ni los bóvidos
ni los équidos superaron el desafío de la peculiar bioquímica alaniana. De hecho, la misma
especie humana logró sobrevivir a duras penas, con las disfunciones que son conocidas y que
no comentaremos aquí. Baste decir que sólo algunas especies introducidas superaron con éxito
el desafío de la adaptación. Entre los cereales la supervivencia fue generalizada, así como
con diversas especies de árboles y en general casi todas las especies vegetales. Sin
embargo, en cuando a la fauna animal, sólo los ovinos (ovejas y cabras) sobrevivieron. [...]
»La especie nativa más singular, y que más atención ha despertado, es el peculiar ambulacro
(Multipodius ambulantis), que...»

– Sacad las hachas. Partiremos el ambulacro.

La orden de Rya llegó cuando, al final de la mañana siguiente, alcanzaron el linde del bosque. Pese a múltiples
aprensiones y misteriosos crujidos, no habían avistado un solo hombre, salvaje o civilizado. Rya había ordenado un
alto, todavía entre la espesura, como si no se atreviera a salir a campo abierto.
Las guerreras cumplieron la orden. Tras varios golpes de hacha, donde antes había un ambulacro de doce pares de
patas, ahora había dos, de seis pares cada uno. Eso sólo podía significar una cosa.
– El pelotón izquierdo vendrá conmigo. El derecho irá con Gwyn, a sus órdenes. – recalcó la comandante.
– Pero Rya... – le susurró la aludida.

– Sin peros, Gwyn. En este pergamino tienes tu ruta. No tiene pérdida. En dos grupos llamaremos menos la
atención. Ya sabes: discreción. Procurarás entrar en Athiria de noche. ¿Está claro?

– Sí, Rya. – Gwyn no tuvo presencia de ánimo para seguir protestando, y asintió. Aquella misión resultaba cada vez
más extraña.
El primer grupo partió primero, con Rya al frente. Hasta que no dio la orden de marcha, Gwyn no se percató que
Eilyn había partido con él.

El mapa que Rya le había dado recogía su itinerario. Por lo visto, este era de lo más enrevesado. Daba vueltas y
más vueltas. El objetivo estaba claro: cualquiera que las avistara sólo vería un reducido grupo de guerreras morenas
encaminadas en cualquier dirección menos hacia Athiria. Sin embargo, poco a poco se irían acercando a su destino,
siempre de forma indirecta.
El paisaje era muy distinto al que conocían y estaban acostumbradas. En la Llanura, los campos cultivados no eran
la excepción, sino la norma. Aquí y allá se veían interrumpidos por pequeños bosquecillos. En consecuencia, solían
cruzarse de vez en cuando con rubias mujeres que iban y venían de los campos. A Gwyn aquello la preocupó; pero
pronto vio que no les prestaban demasiada atención. Ni la dirección que tomaban ni su indumentaria permitiría que
el secreto se rompiese. Sin embargo, se cuidó muy mucho de permitir que sus guerreras confraternizasen con la
población. Pese a sus protestas, se negó por completo a permitirles visitar las posadas del camino, y siempre
acamparon al raso.
Los caminos transitaban rectos bajo el inclemente sol del verano. Las espigas se mecían, maduras, en los campos.
Las campesinas, tan rubias como sus cultivos, segaban sin parar, sudando y sin apenas volverse para mirar a las
morenas guerreras que pasaban.
Todo trascurrió, así, en una plácida tensión. Hasta que, a falta ya sólo de dos días de su destino, se produjo el
incidente que, de alguna forma, Gwyn venía temiendo.

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– Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? Unas descastadas, parece.

Quien pronunció estas palabras era la comandante de un grupo de guerreras de las Tierras Altas. Se acababan de
topar con ellas justo en un puente sobre un riachuelo.
– Pero no soy idiota, y creo saber de qué clan sois. – insistió.

No era de extrañar que lo supiera. Sus colores la identificaban, a ella sí, como miembro del clan Lewellyn. Clan
vecino de Glewfyng, y sobre todo, enfrentados ambos en una de esas enemistades que duran tanto que nadie
recuerda ya a qué causa se remonta.
– Sois esas piojosas de Glewfyng. – remachó, en efecto, con una sonrisa.
Gwyn se adelantó.

– Ahora estamos todas en las Tierras Bajas. Quítate de en medio – su ambulacro estaba cerrando el paso del puente
– y cada una se irá a sus asuntos.
Su interlocutora evaluó su situación mirando sobre su hombro a sus propias guerreras. Eran menos, sólo ocho. Sin
embargo, eran todas guerreras veteranas, no las jovencitas en pleno período de instrucción que se les oponían. Así,
pareció llegar a una decisión.
– No tengo nada en contra de unas descastadas que ocultan su clan, cierto. Pero me gustaría saber adónde vais. Si
vuestro clan está indefenso, será una interesante noticia para nuestra Tawanna.
– No te importa adónde vamos. – repuso Gwyn, tensa pero sin ceder a la provocación.

– Ahhh... Secreto. Interesante. Veo que vais hacia Umbrelicania. Pero... También estáis muy cerca de Athiria, y he
oído rumores muy interesantes sobre Athiria últimamente...
A Gwyn le dio un vuelco el corazón. Si les permitía marchar con aquella información, todo estaría perdido. Tomó
una resolución.
– Sí, somos del clan Glewfyng. El mismo que siempre patea el culo de las desgraciadas de Lewellyn. El año
pasado os robamos doscientas de vuestras ovejas, y yo misma hasta me llevé a una de vuestras guerreras. No era
fácil distinguirla de una de las ovejas negras, pero una vez lavada no estaba del todo mal. Al principio se resistía,
pero después de pasar por mi cama ya no quería volver...
Vio la cara de su interlocutora ir adquiriendo un color rojo que acabó por llegar al púrpura. Como no podía ser
menos, su provocación había surtido efecto.
– ¡Tienes mucha cara para decir eso, tú que vas por ahí ocultando tu clan! ¡Compañeras, vamos a darles una
lección! – exclamó, sacando su espada y volviéndose a sus guerreras.

– Vamos, vamos... – Gwyn ni se inmutó. Al contrario, lejos de desenvainar, cruzó los brazos ante el pecho y
sonrió. – Somos casi el doble. No queremos destrozaros tan fácilmente. Luego las vuestras dirían que no tenemos
honor. Como hacen siempre que les damos fuerte. ¿Tendrás el valor de batirte conmigo?
La otra pareció confundida. Miró a su grupo, luego al de enfrente, evaluando sin duda número contra experiencia.
Al fin se decidió.
– Batirme, destrozaros, es lo mismo. Como quieras. Mejor así; me llevaré a tus niñas y por fin sabrán lo que es
estar con una mujer, que ya casi les ha llegado la edad.
El duelo entre capitanas era algo habitual en las Tierras Altas. Con una población reducida, era un buen recurso.
Las guerreras eran demasiado valiosas para perderlas por un asunto menor.
– Muy bien. Según las reglas de duelo de capitanas pues. ¿Tu nombre?
– Morwyll. ¿El tuyo?
– Gwyn.

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La regla era muy sencilla: las capitanas se batían a muerte, y la vencedora obtenía a las guerreras de la vencida
como botín. Así, no sólo no se perdían en combate, sino que pasaban a engrosar las filas de la vencedora y se unían
al otro clan. Aquello no podía ser más adecuado para Gwyn: si vencía, se las llevaría a todas a Athiria y el secreto
de la misión quedaría a salvo.

Sin más preámbulos, su rival alzó su espada, y sin darle tiempo a desenvainar, se lanzó contra ella dando un alarido.
Gwyn se apartó, y la pesada espada cayó contra el suelo sobre el que un instante antes había posado sus pies.
Logró transformar su movimiento al esquivar en un floreo que le permitió extraer su espada.
La espada de las Tierras Altas era más un arma de demolición que algo adecuado para la esgrima. En la batalla, se
la solía alzar en alto, con ambas manos, para dejarla caer, con toda su fuerza, sobre la adversaria. Tal y como había
hecho la otra. En un duelo, la cosa se complicaba.
Gwyn extrajo con su mano izquierda su hacha de combate. Arma arrojadiza, en aquella situación se podía usar de
otra forma. Apoyándola contra el filo de la espada, le permitía a esta parar. Usándola de esta forma, logró detener
la segunda embestida. El acero resonó con fuerza. Esa jugada tenía una ventaja añadida. El golpe era tan brutal que
podía dislocar el brazo de la rival.
Morwyll, en efecto, se resintió, retirándose al tiempo que se masajeaba el codo derecho. Pero de inmediato sonrió,
una sonrisa llena de brillantes y apretados dientes. Hubo un instante de pausa tensa, mientras se evaluaban la una a
la otra. De repente, con un gesto demasiado rápido para ser visto, su rival le lanzó su propia hacha.

Era un truco arriesgado, pero efectivo. Aparentando más sangre fría de la que sentía, Gwyn se mantuvo a pie firme.
Paró la volteante hacha son su espada ante ella. El hacha salió rebotada hacia un lado, fuera del alcance de
cualquiera de las dos.
No era ese el único truco de Morwyll. Antes incluso de que el hacha llegase al suelo, ya había levantado su espada
y acometía con ella en alto por tercera vez. Tomada por sorpresa, Gwyn apenas logró alzar su espada para
defenderse. Sin el apoyo del hacha, sólo pudo desviar de refilón. Sintió que el filo la rozaba en el hombro derecho.
Al principio sólo sintió un frío extremo. Oyó un gemido, y supo que había salido de las gargantas de sus guerreras.
Se apartó, notando que el helor iba siendo sustituido por una líquida y dolorosa calidez. El brazo se le iba a quedar
pronto inutilizado. Ya lo sentía cada vez más pesado.

Su jugada de respuesta no logró, en consecuencia, el efecto sorpresa. Lanzó su hacha con la izquierda, pero esto era
previsible, y Morwyll lo esquivó agachándose. Se cambió entonces Gwyn la espada de mano. Jadeando ambas,
caminaron en círculos la una en torno a la otra.
– Tus guerreras están un poco flacuchas, pero me vendrán bien. – dijo Morwyll, sonriendo.
– Las tuyas, en cambio, parecen unas viejecitas. ¿No deberían estar hilando?

Las dos estaban demasiado doloridas como para continuar con esa esgrima verbal, y en consecuencia las pullas no
continuaron. A las dos se les iba acabando el aliento y hasta el ingenio. Gwyn se acercó a su rival de forma
indirecta, arrastrando la espada por el suelo tras ella. Tenía que jugársela; se le empezaba a nublar la vista.
Viéndola desprotegida, Morwyll la lanzó un tajo lateral, con ambas manos, con intención de partirla en dos. Gwyn
se agachó, echándose a tierra. Al mismo tiempo, lanzó un tajo también lateral, a ras de suelo. Alcanzó el tobillo de
su rival, haciéndola caer de espaldas. Con decisión, Gwyn se puso de nuevo en pie. Como un rayo, con su último
aliento, alzó la espada con el pomo hacia arriba. Con las dos manos y toda su fuerza, lo lanzó hacia abajo.
Se hundió en medio del pecho de Morwyll. El crujido se confundió con su agonía, y al instante siguiente sus ojos
estaban vidriosos. Su sonrisa desapareció y murió.
– Muy bien. – se dirigió a las sorprendidas guerreras rivales. – ¡Ahora sois honorables hijas del clan Glewfyng!
Sintió que se le iba la cabeza, pero pronto fue sujetada por sus compañeras. La abrazaron, felices y sonrientes. La
hicieron sentarse sobre el suelo, de forma que no llegó a perder el conocimiento. Reuniendo todo su aplomo, dio
instrucciones referentes a las nuevas guerreras, que las acompañarían hasta Athiria. Al mismo tiempo, hizo que le
cosieran la herida. Su indiferencia - contuvo cualquier gesto de dolor mientras hacía que le cosieran la herida - le
ganó el respeto de aquellas veteranas, como pudo ver en su expresión.

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Tal y como había previsto, se acercaron a los muros de Athiria antes de la medianoche tras una corta marcha. Su
herida había cicatrizado bien; era algo habitual en ella, y que acreditaban otras cicatrices por su cuerpo. Ante ella,
en la oscuridad, la ciudad era un muro negro, alto e imponente. La muralla, entrevista a la pálida luz de las
Amantes Desdichadas, se veía llena de almenas, torres y puertas. Se trataba de una ciudad grande y cosmopolita,
incluso para lo habitual en la Llanura. Siempre estaba llena de forasteras de paso, mercenarias como ellas,
comerciantes, comediantes y todo tipo de gente que le daba una vida singular. Para las sobrias guerreras de las
Tierras Altas, una ciudad como Athiria era a la vez antro de perversión y excitante mundo lleno de todo tipo de
placeres. Aquello ya se veía en las miradas de anticipación las guerreras, que brillaban como las dos lunas.
Ninguna de ellas había estado jamás allí. Sólo Gwyn había estado antes en alguna ciudad de la Llanura, aunque no
en aquella. Siguiendo las instrucciones del plano que Rya le entregara, se habían acercado a la ciudad desde el lado
opuesto al que habrían llegado de haber tomado una ruta directa. Rya incluso había señalado la puerta por la que
deberían entrar.
La puerta, al ser ya de noche, estaba cerrada. Confiando en el sentido común de su capitana, Gwyn golpeó esta
puerta sin dudarlo.
– ¡Abran! ¡Somos viajeras rezagadas!

De inmediato, la enorme puerta de madera y bronce crujió y se entreabrió. Una mujer con armadura y casco
dorados se asomó.
– Adelante, pasen. – susurró, ni muy alto ni muy bajo.

En cuanto se deslizó por la rendija, Gwyn pudo ver a Rya justo tras la guardiana.
– Muy bien, Gwyn. ¿Sin novedad? – le preguntó la capitana.
– Bueno... no exactamente. – repuso ella.

Entonces la capitana vio a las guerreras de Lewellyn, que entraron tras las demás.
– ¿Qué es esto? – preguntó, sorprendida.

– Bien... Tuvimos un pequeño incidente por el camino. – Gwyn pasó a relatarle un escueto resumen de lo sucedido.
– ¿Estás loca? ¡Has podido hacer fracasar toda la misión! – le respondió Rya en cuanto hubo terminado.

– No tenía otra opción, Rya. Si las hubiera dejado partir, se habría sabido todo. Peor aún, si hubiéramos combatido
grupo contra grupo, incluso venciéndolas alguna podría haber escapado. Ahora están aquí, no les he quitado ojo, y
nadie se tiene que enterar de nada.
– Mmm... Demonios, Gwyn. ¿Y si te hubiera matado?

– Era un riesgo que debía correr. – respondió, encogiéndose de hombros. – Además, si me hubiera vencido, se
habría llevado a las chicas a su clan a toda prisa. Habría estado mucho más interesada en mostrar su botín que en
hacer circular rumores por la Llanura. Al menos por un tiempo, el asunto habría pasado desapercibido. Y tú todavía
conservarías al menos a la mitad de la expedición. Creía que esa era la razón para venir en dos grupos.
– Uhmm... Bueno. Dejémoslo así. Pero no pueden quedarse aquí, ni acompañarnos. Las enviaré de vuelta con
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La guerra de los Reinos de la Llanura de Iggy

  • 1. LA GUERRA DE LOS REINOS DE LA LLANURA. AUTOR: IGNACIO (IGGY) CAPÍTULO 1. De Anuario actualizado de los planetas, edición 1174, varios autores, Ed. Stellarium, 1173, Tierra: «Sadal Suud III o, como es más conocido, Alanna, es un de los mundos más interesantes colonizados por la raza humana. Sus características físicas (véase tabla) no tienen nada de particular entre los mundos Sadal Suud III (Alanna)______________________ V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Diámetro ecuatorial: 10.988 km Período de revolución sideral: 401 d 7 h 15 min 56 s Período de rotación sideral: 22 h 47 min 14 s Gravedad: 0,94 g Semieje mayor de la órbita: 1,27 ua Inclinación del ecuador: 31º 11’ »habitados. Su singularidad es social, y debe esta, como tantos otros, a su aislamiento tras su colonización. En este particular, la mayoría de los estudiosos, aunque no todos, coinciden en señalar que tiene su origen en la disfunción hormonal producida en el organismo humano por un enzima nativo del planeta.» Las Tierras Altas no eran un país acogedor. Ni siquiera agradable, aunque sí podía decirse que resultaba hermoso. De una terrible hermosura. Los peñascos de grisáceo granito se elevaban en abruptas formaciones rocosas, sobre las que el viento silbaba de manera constante. Entre las peladas cumbres se extendían valles, como heridas infligidas por aquellas cuchillas de afilada piedra. Aquí y allá, resistiendo al helado viento, matas de brezos y aulagas trataban valientemente de sobrevivir. La vegetación era escasa, tanto por el clima frío como por la poca tierra. El único árbol que resistía aquellas tierras era el siláceo. En realidad se trataba de una especie de árbol-helecho. Lo que desde la distancia parecían hojas, de cerca eran un denso follaje de plumas verdeazuladas, insertas en grandes troncos negros dotados de múltiples ramas. El susurro de los siláceos en el viento resultaba característico. El suspiro de las Tierras Altas. La población de las Tierras Altas hacía como el matorral: se aferraba a la escasa tierra negra de los estrechos valles, tratando de succionar un pobre sustento de ella. Allí, los caseríos resultaban casi invisibles debido a su pardo color, dispersos aquí y allá, cobijados a veces entre oscuros bosquecillos de siláceos. Todas las Tierras Altas se extendían como una meseta montañosa. Los caminos entre los valles no siempre resultaban practicables del todo, ni en todas las estaciones. Ello explicaba que las Tierras Altas se hallasen divididas entre numerosos clanes. Estos con frecuencia eran feroces enemigos unos de otros. La vida era dura allí, los recursos escasos, y el saqueo una costumbre tan útil como, a veces, necesaria. Gwyn plantó ambos pies, bien separados, sobre la cumbre rocosa. Desde aquel punto de vista, podía ver casi todo el territorio de su clan. Cerca, sobre otra cumbre abrupta, se cernía el castillo de Glewfyng. Pese a su aspecto oscuro y anguloso, evocaba en ella la calidez del hogar. Después de todo, lo había sido durante casi toda su vida. A diferencia del resto de sus compañeras de adiestramiento, jamás lo había abandonado para regresar a la calidez de uno de los caseríos. Todavía no había optado por encontrar pareja, abandonar provisionalmente la vida guerrera y criar niños y cultivar campos, como el resto de las de su generación. A su edad, ya en absoluto juvenil, aquello no hacía más que crearle problemas. Tras un período de servicio de armas en el castillo, se suponía que todas las guerreras debían establecerse y cumplir con su obligación para con el clan de una forma distinta a la de las armas. Suspirando resignada, Gwyn dejó que sus pies la llevaran de nuevo ladera abajo, hacia el castillo. El sol ya estaba alto, iluminando un cielo que pasaba con rapidez del morado oscuro al azul violáceo. Las dos pequeñas lunas, las Amantes Desdichadas, se perseguían como siempre sin encontrarse jamás, ya hacia su ocaso. La Tawanna, la jefa de su clan, había convocado a sus guerreras a aquella hora. Todo hacía pensar que se trataría algún asunto de importancia.
  • 2. Las guerreras se hallaban dispuestas en ordenadas filas ante el estrado de la Tawanna. La mayoría eran jóvenes, y trataban de dar una impresión de severa marcialidad. Gwyn sonrió. Ella había adiestrado a la mayoría, y conocía sus defectos y virtudes. El defecto más habitual era el exceso de entusiasmo guerrero. La virtud más extendida era... el entusiasmo guerrero. Eran jóvenes, animosas, en la flor de la vida, y sólo querían resultar útiles a su clan. Aquello era bueno. Sin embargo, las hacía ser alocadas a veces, con excesos de valentía y desafíos de bravuconería que se convertían en dolores de cabeza para sus adiestradoras. Sin embargo, Gwyn sabía que aquello pasaría, encontrarían pareja, perderían su entusiasmo juvenil y cumplirían con su clan de forma más dulce y tranquila. Habían pasado por sus manos varias generaciones de entusiastas guerreras, y las había visto convertirse en pacíficas y alegres campesinas. Primero se emparejaban, después realizaban alguna visita a las Estancias Reservadas, y tras la ceremonia matrimonial por fin se establecían, para criar a sus hijas y cultivar la dura tierra. Gwyn suspiró, divertida y resignada a la vez. La mayoría de ellas habría protestado indignada ante esta predicción. Eran todavía muy jóvenes y no se imaginaban a sí mismas fuera del romántico servicio de armas para el clan. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m La Tawanna, una mujer vigorosa pero con un cabello que ya mostraba no pocas canas en medio del lustroso azabache, entró de repente, y todas las cabezas se volvieron en su dirección en cuanto subió a su estrado. Desde su puesto retrasado - el hecho de que a su edad siguiera soltera la hacía figurar entre las filas menos destacadas Gwyn pudo ver todas aquellas oscuras cabezas seguir a su líder. Como era habitual en las Tierras Altas, la mayoría eran muy morenas de cabello, como ella misma. Sin embargo, y a diferencia de ella, solían llevar el pelo corto, como orgullosas de mostrar así su condición de guerreras en activo. Ella ya había pasado por aquella fase hacía tiempo; el cabello largo no tenía por qué molestar a una guerrera en absoluto. Aquello no era más que una afectación juvenil, pasajera como todas. También eran altas, como era habitual en su país y su clan. Y, cosa que desde su punto de vista no podía ver pero sí conocía en detalle, eran casi todas de piel y ojos claros. El pueblo de las Tierras Altas se caracterizaba por tener los ojos grises, azules o de un índigo casi negro, el cabello azabache o al menos de un marrón intenso, y una piel clara y luminosa. Ella misma respondía perfectamente al modelo, con su complexión fuerte y sus ojos de un azul celeste. Sus brillantes ojos, junto a su experiencia de combate, le habían proporcionado muchos éxitos. Después de todo, su vida, aunque soltera, no había sido monacal. Su posición como adiestradora le proporcionaba infinidad de ocasiones para mantener su camastro cálido y ocupado, pero... Gwyn abandonó abruptamente sus pensamientos. La Tawanna había empezado a hablar, y las guerreras le prestaban toda su atención. – Os he reunido a vosotras, mis guerreras, con un objetivo. Sobre vosotras va a recaer la responsabilidad de mantener intacto el honor del clan. Aquello se salía de lo común. No iba a tratarse de otra expedición de saqueo o represalia. Gwyn notó cómo las guerreras aguzaban el oído. – Todas recordáis el invierno de hace tres años. – prosiguió la Tawanna. Desde luego que lo recordaban. La llegada del viento del norte más de un mes antes de lo habitual supuso le pérdida de toda la cosecha. Tras una pausa para permitirles meditar sobre aquello, la Tawanna prosiguió. – También recordáis cómo nos salvamos de la muerte y el hambre. Contrajimos entonces una deuda con cierto reino de la Llanura. – La Tawanna se refería al reino de Athiria. En aquel difícil momento, su reina les ofreció entonces un considerable cargamento de trigo. Nada se hacía gratuitamente, y menos entre los pueblos de la Tierras Altas y los de la Llanura. – Ha llegado la hora de devolver el servicio. Vosotras, hijas del clan Glewfyng, saldaréis la deuda pagando el trigo con vuestra sangre. Mañana mismo partiréis hacia la tierra de Athiria, al servicio de su reina. Recordad – e hizo una pausa – que de vuestro valor y fidelidad depende el honor del clan. Que la Diosa os acompañe, hijas mías. La Tawanna hizo un amplio gesto que las abarcaba a todas. Las guerreras se fueron marchando, y pese a que una vez concluida la audiencia el silencio era la regla, los murmullos no tardaron en alzarse. Las jóvenes guerreras se veían excitadas, deseosas sin duda tanto de defender el honor del clan como de conocer las legendarias tierras de la Llanura. Lo cierto es que era relativamente habitual que las famosas guerreras de las Tierras Altas se empleasen como mercenarias para los más civilizados y refinados reinos de las Tierra Bajas. Sin embargo, aquellas eran guerreras jóvenes, en su período de servicio exclusivo. Por tanto, apenas habían salido de los reducidos territorios de su clan. Su excitación ante aquella aventura no era de extrañar. Gwyn, sin decir palabra, empezó a retirarse
  • 3. también. – Gwyn. La Tawanna había pronunciado su nombre, al tiempo que hacía un gesto. Las guerreras ya se dispersaban. Sin embargo, y por lo visto, la jefa del clan quería hablar con ella en privado. En consecuencia, se quedó en la estancia, esperando a que se vaciase. En cuanto se hubieron ido todas, se acercó al estrado. Desde cerca, las arrugas en el rostro de la Tawanna se hacían visibles. No sólo la edad, sino las preocupaciones de su cargo habían provocado aquellas estrías en las comisuras de ojos y boca de su líder. Sin embargo, pese a ello, seguía pareciendo hermosa, e incluso más majestuosa si cabe. – Gwyn. – repitió. – Deberás marchar a esta misión... V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Dejó la frase inconclusa. Parecía triste. – Lo sé. – repuso ella, con voz firme. – Estoy lista. Su actitud resuelta no pareció disipar la actitud melancólica de la Tawanna; más bien todo lo contrario: – Gwyn, Gwyn... ¿Por qué nunca te has casado? Aquella era una vieja discusión, en la que ella siempre se encontraba en inferioridad. – Yo... Nunca he encontrado a nadie que... – Excusas. – La Tawanna barrió sus viejos argumentos con un gesto de su mano. – Tienes esa obligación con tu clan. Nadie te puede forzar a ello, claro, pero... Habrías podido llegar tan lejos. Podrías haber sido mi sucesora, Gwyn. Aquello era una novedad en sus repetidas discusiones sobre este tema. La Tawanna debía buena parte de su prestigio a sus proezas como guerrera, pero aquello no era lo decisivo. Había llegado a su puesto tras criar a cuatro hijas, además de dos - no ya uno, lo que sería más que suficiente, sino dos - varones sanos y ya adultos. En este sentido, su prestigio era incontestable, y sus servicios al clan irrebatibles. Sin embargo, viendo las arrugas de preocupación en el rostro de la Tawanna, Gwyn comprendió que el argumento que pensaba utilizar contra los de ella tampoco la influiría. Sin embargo, a falta de otro, lo usó. – Yo... Con todo respeto... – bajó la cabeza – no sé si quiero tampoco llegar a tan alta posición. La mujer mayor torció el gesto, claramente decepcionada. Su expresión pareció hundirse, replegarse, y de repente pareció aún más vieja. – Gwyn... Esta misión... No importa. Puedes marcharte. Ante este gesto de despedida, bajó de nuevo la cabeza, tocó el suelo con una rodilla y abandonó la sala. Como exigía la costumbre tras ser despedida por la Tawanna tras una audiencia, ni dijo palabra ni la volvió a mirar. sigue --->
  • 4. continuación...: Ella no debería estar allí. Como soltera, su presencia en las Estancias Reservadas resultaba casi injustificable. Como mínimo, sospechosa de perversión. Sin embargo, como miembro de una expedición guerrera a punto de partir hacia las tierras de la Llanura, tenía una excusa para acceder a aquel lugar. Así, las guardianas que flanqueaban la única entrada a aquella parte del castillo la dejaron pasar, no sin que una de ellas le lanzase una sonrisa maliciosa. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Aunque dentro del castillo, las Estancias Reservadas eran un mundo aparte. El mundo de los hombres. Eso se observaba ya en la informalidad que allí reinaba. Después de la serena ceremoniosidad de la audiencia de las guerreras con la Tawanna, la diferencia se hacía aún más perceptible. Tuvo que deambular durante un rato por pasillos y salas hasta dar con Fiedgral. Fiedgral era, incluso para ser un hombre, un sujeto peculiar. Alto y desgarbado, su pelo rojizo y su palidez pecosa delataban un indeterminado origen mestizo. Sin embargo, era el experto en mapas y tierras lejanas, y su consejo sería imprescindible. La estancia en la que lo encontró se hallaba cubierta de estanterías llenas de viejos libros, mapas y sólidos tomos de enormes tapas metálicas. Sus cerraduras de hierro revelaban el carácter peligroso de los secretos que ocultaban estos últimos en sus páginas. Después de todo, la función de los hombres - una de sus dos funciones, se dijo con un ligero rubor - era la custodia del conocimiento. Era una ocupación adecuada para los hombres, tanto por su carácter poco práctico como por lo compatible que resultaba aquella ocupación con su vida recluida. No había hombres fuera de las Estancias Reservadas, no al menos en las Tierras Altas. La necesidad para los hombres de una vida resguardada y segura era evidente por sí misma. Aparte de tener sus órganos propios expuestos, de aquella forma tan vulnerable... Pero además, por misteriosas razones que jamás se habían podido desentrañar, casi todos los niños varones nacían muertos, no sólo en las Tierras Altas sino en todo el mundo. En consecuencia, los hombres eran, como todo lo escaso, un bien valioso que debía ser protegido. Pero no sólo por lo escaso, y por su necesario concurso para la continuidad de la raza. Gwyn, pese a su soltería, los había tratado bastante. Los conocimientos que custodiaban eran necesarios muy a menudo para sus tareas. Y así, había podido comprobar el carácter despreocupado, irresponsable incluso, de los hombres. Desde luego, el hecho de vivir una vida de reclusión, lejos de cualquier ocupación práctica, acentuaba aquel carácter natural en ellos. Fiedgral era un buen ejemplo de todo aquello. Se hallaba rodeado de varias montañas de papeles y pergaminos, y apenas se había dado cuenta de su presencia. Gwyn carraspeó. – ¿Oh? ¡Ah! Hola, Gwyn. Pasa, pasa. – ¿Qué haces? – ¿El qué? Ah, sí, esto... Intentaba dar con un mapa del viejo reino de Caliria. Es allí adonde vais, ¿no? – No, Fiedgral. La expedición es a Athiria... – Visto que no la invitaba a sentarse, lo hizo por su cuenta a su lado, echando una ojeada a los crujientes pergaminos. – Athiria. ¿Athiria? Ah, sí, claro, claro. Vamos a ver... Empezó a revolver entre las pilas de papeles, poniendo en fuga a varias lepismas, a las que ignoró como si no existiesen. Inclinada a su lado, Gwyn aprovechó la pausa para mirarle de reojo. ¿Cómo sería tener un hijo de él? Su carácter era sumamente inconstante, aunque eso mismo podía decirse de los demás hombres. Podría ser interesante tener una hija con aquel curioso pelo rojizo, y aquella piel lechosa... Sin embargo, por la razón que fuera, tal vez por su misma peculiaridad física, Fiedgral nunca había sido elegido como padre. Era joven, más que ella, aunque a esas alturas ya tendría que haber... Gwyn le sonrió, acodada a su lado. Él pareció confuso, aunque le devolvió la sonrisa. – Al menos, aquí tengo un mapamundi. – exclamó, tras un instante de vacilación, exhibiendo un pergamino de aspecto vetusto. Ambos se inclinaron sobre el documento.
  • 5. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Athiria no era ni el más antiguo ni el más poderoso de los reinos de la Llanura. Sin embargo, su posición era sólida, gracias tanto a sus campos de cultivo como a la situación de su capital en una encrucijada: en la confluencia de los ríos Agatón y Cotreo. Eso suponía considerables ingresos por comercio, que hacían de Athiria, ciudad y reino, un lugar no sólo próspero sino cosmopolita. Aún más que el resto de reinos de las Llanuras, famosos por su estilo de vida extravagante y hasta perverso. Al menos eso era lo que se decía en las Tierras Altas, y por tanto en los documentos y mapas de Fiedgral. Aunque la situación no les había sido explicada por la Tawanna, Gwyn había hablado con la capitana que dirigiría la expedición. Sabía, por lo tanto, que el actual enemigo de Athiria, y su probable objetivo bélico, era el reino de Deiria. – Deiria, Deiria... – masculló Fiedgral en cuanto le preguntó por él. – Ha sido siempre un reino poco importante. Sin embargo... Revolvió de nuevo entre los papeles, sacando uno de aspecto sorprendentemente blanco y nuevo. – Por lo visto, su nueva reina lo ha engrandecido últimamente. Mira, – dijo, señalando el informe – ya ha anexionado Filiria y Quirinia. Tal y como están las cosas, su próximo objetivo bien podría ser Athiria. Sin embargo, es extraño. – ¿Por qué? – Pese a todo, Athiria sigue siendo mucho más fuerte. No me explico cómo puede Deiria pretender enfrentarse a un reino tan poderoso. Ya puestos... no me explico por qué Athiria os necesita. Hay algo extraño... Ninguno de los dos tenía la menor idea de cuál podía ser la solución a ese misterio. En consecuencia, la conversación murió y ambos quedaron un rato en silencio, pensativos. Al poco, Fiedgral rompió el silencio, cambiando de tema. – Me gustaría tanto acompañaros... – El suspiro del pelirrojo fue notable, incluso para alguien tan propenso a la ensoñación. Gwyn sonrió. – Sabes que no es posible, Fiedgral. Los hombres tenéis que estar a resguardo, y correremos grandes peligros. – Lo sé. – repuso. – Sin embargo... A veces me gustaría ir por el mundo, conocer todo lo que sale en los libros... Gwyn no necesitó contradecir algo tan obviamente poco realista. En cambio, tratando de animar al joven, le dio un amistoso golpe en el hombro, como haciéndole partícipe de la camaradería de las guerreras. Aunque le pilló desprevenido, y enclenque como era, casi lo lanza contra la mesa. – Ánimo, hombre. Esto no está tan mal. Aquí
  • 6. estás seguro. Nosotras, en cambio... ya veremos. Algún tiempo antes, en otro lugar, en un país distinto... Taia se dispuso a salir de palacio. Aquello no era algo sencillo; de hecho, suponía toda una elaborada serie de preparativos. Desde luego, debía presentar un buen aspecto. Aunque eso mismo ocurría cuando permanecía dentro. Con todo, debía revisarlo. Estudió su indumentaria en el espejo de plata pulida. Viendo que iba a arreglarse, sus sirvientas se apresuraron a su lado. – ¿Os disponéis a salir, alteza? – le preguntó una, perspicaz. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Sí. Ve a dar las órdenes pertinentes. Desde luego, necesitaría una escolta. En realidad no la necesitaba, pero su dignidad como princesa heredera del reino la obligaba a ello. También la acompañarían algunas esclavas, portando un palio en las ocasiones solemnes, o como en este caso, al menos una sombrilla. También debían acompañarla algunas “amigas”. Ese era el nombre oficial, aunque la mayoría no lo eran en ningún sentido de la palabra. Se trataba de mujeres nobles que habían ganado el privilegio de acompañarla de una u otra forma. Debía, por tanto, soportar su presencia. Su vida era una serie de actos perfectamente organizados, fuera de los cuales apenas le quedaba espacio para nada. Suspiró. Demasiadas responsabilidades... Aunque había que reconocer que no la afectaban en lo más mínimo, se dijo admirando su figura en el espejo. Llevaba el pelo rubio corto, en un simple flequillo. El peinado era una de las pocas opciones que tenía para salirse de la norma. Dejó que las sirvientas la vistieran, sin dejar por ello de admirar su figura en el espejo. Era ligeramente más baja que la media, con un cuerpo reforzado por el ejercicio. Aquello provenía de otra de sus obligaciones, su entrenamiento militar. Algún día sería reina, y debía estar familiarizada con el uso de las armas. – Buenas tardes, princesa. – dijo una voz profunda tras ella, contrastando vivamente con el suave bullicio de las sirvientas. Aquella voz provenía de la segunda de sus obligaciones. Era Gartión, su tutor. Por alguna razón, los hombres solían dedicarse a aquella tarea. Al menos entre las clases altas. Mostraba en su cuello, cómo no, la cinta negra de su condición, aunque la llevaba con un desparpajo notable, como si no fuera con él. Se trataba de un hombre ya mayor, de cabello ceniciento, y con dos características raras en los hombres: aceptable musculatura y un profundo bronceado. – Esta tarde no tendré tiempo para lecciones, Gartión. Voy a salir. – le dijo sin volverse, tras devolverle el saludo. Por el espejo pudo ver que torcía el gesto. Pese a la cinta en su cuello, no faltaba la vez que se enfadaba con ella en ocasiones como esta. Pero Taia ya no era ninguna niña, y no podía reñirla ni mucho menos. – Quería comentaros algunos detalles de política. Vuestra madre la reina insiste en que estéis preparada para asumir el poder en cualquier momento. – replicó, pese a todo. – Mi madre reinará muchos años más. No hace falta tanta insistencia. – Pero... – Sin peros, Gartión. Mañana me pondrás al corriente. Lo despidió con un gesto de la mano. Tras un descarado instante de vacilación, se inclinó, retirándose. ¿Por qué serían hombres los tutores? Eran tan descarados, como si no supieran su lugar en la sociedad... Además, tan poco prácticos. Siempre insistiendo en que aprendiera aquellos detalles inútiles, absurdos... Claro que con el modo de vida que llevaban los hombres en general, no era de extrañar que fueran poco prácticos, irresponsables incluso. No era culpa suya. Aliviada de la presencia de Gartión, Taia contempló cómo la habían dejado sus sirvientas. La habían recubierto de gasas de colores hasta hacerla parecer una bola amorfa.
  • 7. – ¡No, no, no! – exclamó. Las sirvientas se apartaron, sorprendidas. Se arrancó todo aquello. Expeditivamente, se puso una sencilla túnica corta de lino blanco, con bandas moradas. Se la ciñó con un cinturón dorado del que pendía una espada corta. Dudó, hasta que seleccionó un peto de acero dorado, con hombreras. ¿No debía dar imagen de competencia militar? Pues listos. Hizo una única concesión a la elegancia con una cadena de plata con pequeñas esmeraldas, que se colocó alrededor de su frente como muestra de su rango. También hacían juego con sus ojos, se dijo, sonriendo de nuevo. Acto seguido, salió en tromba, obligando a las sirvientas que la acompañarían a correr tras ella. – ¿Adónde, alteza? – le preguntó, un tanto secamente, la jefa de su escolta, ya en el exterior del palacio. Era una mujer joven aunque extremadamente competente. Seria y eficaz, mostraba sin embargo una sonrisilla constante, como si su competencia la pusiera por encima de cualquier problema. Su nombre era Terinia, aunque se la conocía formalmente como la Capitana de la Guardia de Palacio. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Vamos a callejear un rato. Al mercado, tal vez. La guerrera, tan rubia como ella bajo su casco empenachado, asintió y se dispuso a encabezar la marcha. La multitud, en parte gracias al parasol que sostenía una sirvienta a su lado, la veía desde lejos y le abría paso. Athiria era una ciudad abigarrada, que le encantaba. Era lamentable no poder mezclarse con la multitud, de forma anónima. Se veía gente de todas partes de la Llanura, e incluso... – Capitana. Esta estuvo a su lado en un instante. Prefería consultar con ella que con sus “amigas”, a las que ignoraba olímpicamente. – ¿Sí, alteza? – ¿De dónde son aquellas mujeres de pelo negro? – las aludidas destacaban no sólo por su cabello oscuro en medio del mar rubio de la multitud, sino también por su elevada estatura y aspecto competente. – Son mercenarias de las Tierras Altas, princesa. – Eso me parecía. ¿Son mercenarias a nuestro servicio? – No, princesa. Ahora mismo no tenemos contratadas mercenarias de las Tierras Altas. Suelen crear problemas en tiempos de paz. Deben estar de paso. Lástima. Eran ciertamente exóticas, a su modo salvaje. Recordaba que Gartión le había contado, hacía tiempo, algunas cosas sobre esas tierras. Todas sus habitantes eran guerreras, y guardaban a sus hombres celosamente fuera de la vista del mundo. Estaban en perpetua guerra unas contra otras, y en los períodos en que reinaba algo parecido a la paz, se alquilaban como mercenarias en la Llanura. Su salvajismo no conocía límites, lo que explicaba que buscasen la guerra por cuenta ajena cuando no se estaban matando entre sí. Gartión le había explicado también que sus tierras eran pobres y que así conseguían dinero o algo parecido. No recordaba muy bien. En todo caso, hacía tiempo que Athiria vivía en paz, lo que explicaba que no hubiera visto a aquellas feroces guerreras antes. Fuera como fuere, pasaron de largo, en absoluto impresionadas por su séquito. Taia decidió que buscarlas o seguirlas estaría muy por debajo de su dignidad. Reemprendieron camino. Al fin pudo librarse de séquito, escolta y demás incordios. Taia se sacó la túnica por encima de la cabeza y se tendió sobre mesa de masajes boca abajo. Suspiró en cuanto sintió unos ágiles y firmes dedos sobre su espalda. – Hola, Arneo. – Buenas tardes, princesa. – respondió él, al tiempo que empezaba a atacar los tensos nudos de su espalda. Taia se relajó aún más. Sus visitas a los baños le resultaban cada vez más indispensables. Así lograba olvidarse de sus responsabilidades, y algo más. El esclavo tenía una especial habilidad. Siendo alguien ajeno a la corte y palacio, insignificante además como hombre que era, podía relajarse en su presencia.
  • 8. – Hoy he visto un grupo de guerreras de las Tierras Altas. – le comentó. – ¿En serio? – respondió, con voz algo ansiosa. – He oído decir que son terribles. Grandes como hombres pero más fuertes que ninguna guerrera. También he oído que nunca jamás se relacionan con hombres, que los matan al nacer. Desde luego, por aquí nunca ha venido ninguna, y si lo hiciera, me moriría de miedo. Arneo siguió con su absurda y relajante cháchara, sin descuidar el masaje. Taia cerró los ojos y suspiró. – No tengas miedo. Aquí estáis seguros. Además, no todo lo que se dice debe ser verdad. ¿Cómo iban a tener hijos sin hombres? Se habrían extinguido hace tiempo. El esclavo no supo qué responder. Al menos, sus manos prosiguieron desanudando las tensiones que se habían acumulado en su espalda. Aquello era estupendo, pensó Taia. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Estáis muy tensa, princesa. Hacía tiempo que no os sentía tan agarrotada. Aquella línea de conversación la llevaría a recordar sus preocupaciones, por lo que no dijo nada. Al poco, se levantó. Además, Arijana estaría a punto de llegar. – Gracias, Arneo. Puedes retirarte. El esclavo se inclinó respetuoso y obedeció. Taia se envolvió en una toalla y pasó al baño de vapor. Arijana aún no había llegado. Siempre se encontraban allí. No había sido fácil dar con un lugar de encuentro tan adecuado. Necesitaban una cierta discreción, y un lugar como éste era inmejorable. Además, nadie le preguntaría por qué parecía tan feliz y relajada al salir... Al poco la puerta se abrió. Entró una chica de su misma estatura, cubierta también por una toalla. Era rubia, de redondas caderas y un pecho suficientemente abundante para sujetar la toalla en su lugar sin el menor problema. Su sonrisa era tan relajante como los cuidados de Arneo. – Hola, Arijana. – le devolvió la sonrisa, alegre por su presencia. – Hola, Taia. – Era la única que la llamaba por su nombre, aparte de su madre. Se sentó a su lado, y de momento, mantuvo la toalla en su sitio. – ¿Cómo va todo? – le preguntó nada más acercarse a ella. Debió notar también su preocupación, porque siguió preguntando. – ¿Mal? Pareces desanimada. – A ti no te puedo ocultar nada, Ari. Mi madre insiste. Va en serio. – Oh. – pareció decepcionada, aunque no demasiado. – Era de prever. Al final tendrás que casarte. – Pero ¿por qué tengo que casarme con quien ella diga? Es absurdo, casarse con una persona desconocida, de otro reino además. Es absurdo... – insistió. – Oh, vamos. Sabías que al final pasaría. Ya sabes, la política de los reinos y todo eso. Matrimonios de Estado. A tu madre no le ha ido tan mal después de todo, ¿no? Se quieren mucho, o eso me has contado. – Sí, ya, pero... – se detuvo. – ¡Oye! ¿Tú de qué lado estas? Si me caso, es probable que no te pueda volver a ver... Arijana pareció triste, a su plácida manera. Aunque parecía haberse resignado. A decir verdad, la notaba algo distante desde hacía tiempo, como si se hubiera... – ¿Te has cansado de mí, Ari? – ¿Qué? ¿Yo? Vamos, cómo puedes decirme eso, Taia. – sonrió, burlona. – Sabes que no... La toalla cayó hasta sus caderas, y entonces pasó a demostrarle lo equivocada que estaba. Sigue -->
  • 9. LA GUERRA DE LOS REINOS DE LA LLANURA. Autor: Ignacio (Iggy) CAPÍTULO 2. De Introducción a un mito real: Alanna, por P. A. M. Terin, Ed. Rosgolim, Kalinia, 1095: V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m «Sadal Suud III (esto es, el tercer planeta de la estrella Sadal Suud, conocido localmente como Alanna) fue descubierto, o más bien redescubierto, en el año 1011 eE (era Espacial, 2968 de la antigua era Cristiana). Como pronto se hizo evidente, su descubrimiento original y subsiguiente colonización debía datar de varios siglos antes, probablemente durante el siglo III de la era Espacial. Como es bien conocido, durante este periodo se enviaron innumerables expediciones colonizadoras, con muchas de las cuales se perdió pronto contacto. Algunas de ellas dieron lugar a lo que popularmente se han conocido como los "mundos perdidos"...» De "Análisis clínico de las causas de la disfunción reproductiva en Alanna", por C. García Donoso, en Revista de bioquímica clínica, núm. 1.356, Ed. Conole, Tierra, 1097: «... En definitiva, y como consecuencia de los efectos hormonales anteriormente descritos, el cigoto masculino presenta diversos grados de malformación, extremadamente variables, y que no descartan un porcentaje de en torno al 18% de malformaciones irrelevantes, inapreciables o inexistentes. En consecuencia, alrededor de un 12% de los varones alcanzan la pubertad sin presentar problemas, momento a partir del cual se puede dar por segura la viabilidad del individuo.» De El mundo de las mujeres guerreras, por T. J. Warhound, Ed. Funambule, Tierra, 1123: «Sin duda, lo que más ha llamado la atención del público acerca del mundo de Alanna ha sido su peculiar orden social. Se ha hablado a veces de "matriarcado", con notable impropiedad. En esta obra divulgativa no entraremos en las causas que lo originaron. Lo que nos interesa conocer, en todo caso, es el reducido porcentaje de varones presentes en esta sociedad, en torno a un 15%. Esto significa, haciendo un sencillo cálculo, que en Alanna existen casi siete mujeres por cada hombre. Ya imagino las sonrisas en los rostros de mis lectores varones, pero la solución que a ellos sin duda les ha pasado por la cabeza, una poligamia rodeada de elementos orientales, no es ni mucho menos la que se dio en Alanna.» El día de la partida había comenzado ya. Como instructora, Gwyn disponía de su propia habitación en el castillo, no demasiado espaciosa sin embargo. Apenas cuatro paredes de piedra, una estrecha ventana, una alfombra, un tapiz y su camastro. Pese a su recalcitrante soltería, Gwyn no solía tener este último vacío. Su posición como guerrera veterana la convertía en cierto modo en referencia para la admiración de las jóvenes. Y Gwyn no era mujer capaz de resistir un asedio de ese tipo. – Vamos, levántate, Eilyn. Eilyn había compartido su cama durante los últimos meses. Era una de las guerreras que partirían con ella; por lo tanto, debían apresurarse las dos. El sol ya se insinuaba en una aurora gris a través de la ventana. Se vistieron y equiparon con prisas; la compañía debía estar a punto de formar en el patio del castillo. Extrañamente, habían recibido instrucciones de no vestir los colores del clan. Por lo tanto, se vistieron con faldas pardas, sin teñir. Eilyn se mostraba alegre y excitada ante la partida. Gwyn le echó una ojeada. Pelo tan negro como el suyo, no muy corto, ojos violeta profundo, alta, algo delgada. Casi demasiado para una guerrera. Otras como ella habían pasado por su cama. Sin embargo, su entusiasmo juvenil se desvanecía con el tiempo, y al final todas acababan encontrando pareja, casándose. Criando hijas en la placidez de un caserío, listas como guerreras retiradas para una leva de emergencia, sí, pero con su vida en el castillo superada. Y ella quedaba atrás, una y otra vez. Tenía que reconocer que ella tampoco había puesto mucho de su parte. Sea como fuere... – ¡Vamos, Gwyn, no te quedes ahí! – le gritaba Eilyn, animándola a marchar. Remolona al principio, se le había acabado por adelantar. En consecuencia, abandonó su introspección y la siguió, ya lista, hacia el patio. Las guerreras ya habían empezado a formar en el frío patio de piedra. La aurora extendía sus débiles rayos, iluminando apenas la escena con diversas tonalidades de gris. La tropa sería pequeña: treinta guerreras jóvenes, todas las que estaban en su periodo de instrucción, dirigidas por una única oficial. Eso sí, las comandaría Rya. Gwyn la conocía bien. Era una de las mejores capitanas de la Tawanna, y su hermana, hijas además de la misma
  • 10. madre. Era viuda; no había tenido hijos propios. En cuanto estuvieron todas formadas, impartió unas pocas órdenes y formaron en fila doble para marchar por debajo de la arcada del castillo. En estas ocasiones, la costumbre dictaba que la presencia de la Tawanna era desaconsejable. Como madre simbólica de todas ellas, no debía contemplar su marcha a una posible muerte. Sin embargo, Gwyn creyó atisbar una figura muy parecida a ella, contemplándolas en silencio desde una alta ventana. Pero la dejaron atrás, y emprendieron la marcha sin saber si realmente era ella. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m El equipamiento de las guerreras era el habitual en las Tierras Altas: la gran espada recta, ancha y de doble filo, el pequeño escudo redondo y el hacha arrojadiza de combate. Vestían la falda corta de lana de las solteras, justo hasta por encima de la rodilla, un cinturón ancho de cuero, una manta arrollada en torno al torso y un justillo de cuero. El metal era escaso, y no se destinaba a proteger el cuerpo, sino a las armas ofensivas, al menos en las Tierras Altas. Las cobardes guerreras de las Tierras Bajas sí solían llevar cotas de malla, corazas y aún cascos, cosa que habría avergonzado a cualquier guerrera de cualquier clan. Tradicionalmente, cada guerrera acarreaba su equipamiento por sí misma, todo a su espalda. Era lo normal, dado que las expediciones de saqueo, que eran la operación militar más frecuente, no las solían llevar muy lejos. Esta vez, sin embargo, la expedición las llevaría a tierras lejanas, durante un periodo de tiempo indeterminado. En consecuencia, dispondrían de un ambulacro. No existiendo ningún animal de carga, desaparecidos (si es que habían existido alguna vez) los legendarios caballos, el ambulacro era la bestia de carga por excelencia. A falta de otra cosa. El nombre de bestia le venía ancho a ese extraño ser. Su mayor parecido era con una especie de oruga gigante algo aplastada de cuerpo. En realidad se trataba de una planta más que de un animal, aunque fuera móvil. Esto se veía en su color verde vivo, moteado de marrón. El ambulacro consistía en una serie variable de secciones, cada una con un par de patas flexibles, sin articulaciones, y acabadas en anchos pies en forma de ventosa. Por esos pies el ser sorbía la sustancia y la humedad del suelo, que sometía a fotosíntesis en su verdoso lomo. En consecuencia, el ambulacro sólo podía cargar bultos en alforjas bajo su cuerpo, y no encima. De hecho, el ambulacro caminaba lenta pero incansablemente mientras fuera de día, estuviera nublado o no. Sólo por la noche se detenía. Así, había otra forma de pararlo: se le disponía una lona a uno de sus lados, y si se extendía sobre todo su lomo, el ser se detenía, creyendo que había llegado la noche. Así, se descorrió la lona del lomo del ya cargado ambulacro y comenzó la marcha. Se trataba, en este caso, de un ambulacro pequeño, de tan solo doce pares de patas. Cargaba con unas pocas tiendas de campaña, provisiones y poco más. Como siempre, las guerreras acarreaban sus propias armas. Otra de las ventajas del ambulacro era que se podía cortar una de sus secciones, delantera o trasera (el bicho no tenía un extremo distinto del otro, pues no tenía ojos ni boca ni el correspondiente orificio opuesto), y su carne se podía comer en caso de emergencia. Al poco tiempo, el ser desarrollaba una yema que se convertía en una nueva sección con su par de patas correspondiente. Así, escoltando al ambulacro, pues estos tenían tendencia a desviarse hacia tierra fresca, marcharon por los senderos de la tierra de su clan. A esa hora, como para saludar al sol, las habitantes de los caseríos ya se asomaban a sus puertas. En uno cercano, una mujer con un bebé en brazos las saludó con una sonrisa y un gesto de buena suerte. Gwyn, contemplándola y devolviéndole la sonrisa, se preguntó por qué nunca se habría casado. La sensación de melancolía aumentó cuando, volviendo de los campos, a aquella mujer se le unió su esposa, llevando igual que ella los pantalones holgados de las casadas. Ambas se abrazaron, con el bebé en medio, y saludaron de nuevo a la compañía de guerreras que ya se alejaba. Gwyn suspiró. Por alguna razón, todavía no había encontrado a la mujer que le hiciera parecer atractiva aquella escena, pero protagonizada por ella y en su compañía. Las Tierras Altas llegaban a un fin abrupto. A sus pies, envuelto en una neblina dorada, se extendía el país de la Llanura, las tierras bajas. Desde aquella altura, la vista alcanzaba distancias prodigiosas. Era como ver un mapa extendido ante ella, detallado y a la vez difuso, como si encerrase tantos misterios como revelaba. Justo bajo las Tierras Altas, como marcando la frontera, oscuros bosques se abrazaban a los pies de las montañas que habían sido su hogar. Tras ellos, luminoso bajo el brillante sol, se veía la enorme extensión de las Llanuras. Se podían vislumbrar plateadas cintas de ríos, caminos entrecruzados, colinas, bosquecillos, campos cultivados verdes y amarillos y... ciudades. Como intrincadas gemas lanzadas al azar, dispersas ciudades albergaban sin duda el famoso bullicio de las gentes de las Llanuras. En algún lugar indeterminado de aquella inmensidad debía hallarse el reino de Athiria. Tendrían que internarse en aquel país, tan seductor como peligroso. Aquella luz había atraído, y
  • 11. quemado como a curiosas polillas, a muchas de sus antecesoras. Ahora eran ellas las que deberían seguir ese camino, hasta el triunfo o el desastre. En la pared del reborde de las Tierras Altas se abría un estrecho desfiladero: el paso Berenia. Zigzagueaba cuesta abajo, lo que mantuvo a la compañía ocupada. El ambulacro tenía tendencia a seguir recto. La única manera de guiarlo era dándole fuertes golpes con los pequeños escudos. Creía así haber topado con una pared y variaba su rumbo. Se mantuvieron todas ocupadas por tanto escoltándolo a ambos lados, vuelta tras revuelta. Fueron así llegando a las Tierras Bajas, aunque antes tendrían que superar otro escollo. Entre ambos territorios se extendían densos bosques de robles negros. La tierra de los bosques era el territorio del misterio y las leyendas. Una de ellas indicaba que allí moraban hombres, hombres salvajes que vivían solos, sin mujeres, matando a las que hallaban. Lo obviamente absurdo de esta leyenda no le quitaba nada de su terrorífico encanto, que era tal vez la razón de su persistencia. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Justo ante las primeras copas de los árboles, altos y amenazantes, Rya, la comandante, ordenó un alto. La lona se extendió sobre el lomo del ambulacro, tras lo cual toda la compañía se reunió alrededor de su jefa. – Ahora que ya hemos partido, puedo daros algunas explicaciones sobre nuestra misión. – dijo ella. – Que este secreto haya sido necesario hasta ahora ya os dirá algo, lo mismo que no llevemos los colores del clan. Nuestra misión ha de ser discreta, hasta cierto punto. Debemos llegar a Athiria sin llamar la atención. Por tanto, habremos de desviarnos del camino directo. El camino que habían seguido hasta entonces se abría paso, amplio y recto, a través del ominoso bosque. La implicación de aquello empezó a entrar en el cerebro de las guerreras. Algunas desviaron la vista hacia lo más espeso del bosque, y si no había miedo, al menos había inquietud en sus rostros. – Sí, – confirmó Rya – nos desviaremos del camino desde ya mismo. Eso nos permitirá surgir del bosque por un punto inesperado. Una guerrera alzó la voz. – Podemos aceptar eso. – dijo, con un cierto tono de desafío. – ¿Pero no podrás al menos contarnos el porqué tanto secreto? ¿Cuál será nuestra misión? – No. – respondió la comandante con voz firme. – No os lo puedo explicar ahora. Cuando lleguemos a Athiria, las cosas se aclararán. Nadie respondió a aquello, y en consecuencia se volvió a alzar la lona del ambulacro y este fue guiado hacia el bosque. El resto del día trascurrió sin incidentes, hasta que la falta de luz, acentuada por lo espeso del bosque, obligó a un alto. Rya ordenó tres fuegos, sin montar las tiendas pues el tiempo era seco y cálido. El orden de las guardias fue sorteado. Una vez hecho todo esto, Rya llevó a Gwyn aparte. – La verdad es que podría contarles algo más de nuestra misión. – le confió. – Pero no quiero inquietarlas. – Comprendo. – Nuestra misión es muy complicada, Gwyn. Nos necesitan para algo que no pueden hacer ellas mismas, ¿sabes? Pero no quiero decir más. Todo a su tiempo. En todo caso, si me pasara algo por el camino... – Oh vamos, Rya... – Sí, sí, vale. Pero si pasara algo, limítate a llevarlas hasta Athiria. Allí te harán saber lo que hay. De hecho, no conozco todos los detalles. Pero, ante todo, pase lo que pase, llévalas hasta allí; de ninguna manera volváis. – Está bien. – repuso Gwyn. No iba a insistir en la invulnerabilidad de su comandante. Ella misma no parecía precisamente convencida. La conversación parecía haber acabado, por lo que volvió hacia las nacientes hogueras. – Otra cosa, Gwyn. – aquello lo hizo volverse.
  • 12. – ¿Sí? – El hecho de que seas una simple guerrera no me influye para nada. Sé lo que vales, soltera o casada. Considérate mi primera oficial. La noche trascurrió sin problemas, pese a la inquietud con que dormían algunas. Puesto que estaban en campaña, cada una durmió sola sobre su manta, en marcial soledad. Eilyn, de hecho, se mantuvo algo aparte de Gwyn, como si también la considerara una oficial y por tanto, aparte de la camaradería de la tropa. A Gwyn no le pareció mal. Tenía mucho en que pensar, sin necesidad de tener a su lado una presencia embriagadora pero intocable. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Acompañada de nuevo de todo su séquito, Taia salió a la calle. En efecto, ya se la veía mucho más feliz y relajada. Pero pese a la agradable compañía de Arijana, las preocupaciones habían sido aplazadas, no solucionadas. Ese pensamiento borró la sonrisa de su cara de inmediato. Se encaminó con paso firme de vuelta a palacio, obligando a sus sirvientas a correr tras ella con el parasol en mano. El día siguiente se presentó aburrido. Lecciones por la mañana con Gartión y audiencia con su madre la reina por la tarde. Esos dos solían conchabarse para amargarle días completos. Taia se resignó, y tras un breve desayuno se dirigió hacia la biblioteca. Allí estaba ya Gartión, como si nunca durmiera y en su ausencia sólo se quedara paralizado. Alzó la vista bajo sus espesas cejas grises. – Buenos días, princesa. Hoy tenemos un día atareado. Ella se limitó a suspirar, pero al fin devolvió el saludo. – Buenos días, Gartión. ¿Qué me preparas para hoy? – Política. Sentaos, por favor. – Política... – así lo hizo. – Lo de siempre, vamos. – Hoy hay novedades. Vuestra madre insiste en teneros al día de los asuntos de Estado. – Está bien. ¿Qué ocurre? – Llegan nuevos informes sobre el reino de Deiria. ¿Qué recordáis de Deiria? Gartión y sus preguntas repentinas. Sabía que, dijera lo que dijera, siempre le encontraría algún fallo. Trató de recordar. – Es uno de los reinos del Este. – enunció, esforzándose por recordar. – Su reina es... Erivalanna. – Gartión asintió, animándola a proseguir. – Hace sólo dos años que está en el trono. Su reino es la mitad del nuestro en extensión, y sólo un tercio en población. Aunque Erivalanna ha estado reclutando un ejército, no es rival para el nuestro. Ya no supo qué más decir. Contra su costumbre, Gartión asintió. – Muy bien. Pese a ello, ha conquistado hace poco el reino Quirinia. – Sí. No nos pareció mal, porque era un reino enemigo nuestro. – Exacto. Ahora, ahora mismo, acaba de conquistar también Filiria. Por sorpresa, a traición, y de un solo golpe. – ¡Filiria es nuestro aliado! ¡Y era más poderoso que Deiria! – exclamó ella. Él asintió, tranquilo. – Eso es. Estamos al borde de la guerra. No hace falta que os diga que vuestra madre la reina está muy preocupada. No nos interesa una guerra, pero parece que no nos quedará más remedio. Sobre todo porque, según algunas noticias, podría conquistar un tercer reino. Si hiciera eso, y fuera otro de nuestros aliados, nuestras fuerzas ya no serían tan superiores. – Comprendo.
  • 13. – Eso espero. Ya tenéis edad de sobra como para responsabilizaros de ciertas cosas. ¿Cómo va vuestro entrenamiento militar? – Yo... – su entrenamiento iba muy bien. Por supuesto, no lo realizaba con un hombre, claro. La capitana de la guardia se encargaba de ello, y la verdad es que le gustaba más que todas las aburridas lecciones de Gartión. Sus bíceps eran buena prueba de ello. Sin embargo, nunca se le había ocurrido que aquello podría ir en serio. Era sólo ejercicio. Pero su madre ya era mayor. ¿Tendría que ir ella a comandar el ejército a esa guerra? – Va muy bien. – terminó de dudar. Al menos debía parecer segura de sí misma. Era una de las lecciones de su entrenadora. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Me alegro. Ahora, os dejo con estos volúmenes. Son historia de Deiria y de los reinos del Este. A media mañana os haré algunas preguntas. Dio un salto, esquivando un intencionado golpe a ras de suelo. Con su propio palo, detuvo abajo el de su oponente. Sonrió. Lanzó de pronto el otro extremo contra la cabeza, pero fue también detenido. Un súbito contraataque la golpeó en los tobillos y la hizo caer sobre su trasero. – Princesa. – La capitana le ofreció su mano, sonriendo levemente. – Gracias. – Agarró su antebrazo y se impulsó sobre sus pies. Ambas sudaban profusamente. La lucha, el entrenamiento en sí, había durado más que nunca. Pero Taia había acabado cayendo de nuevo. – Siempre me ganas, Terinia. – le dijo, algo resentida. – Progresáis día a día, alteza. Todo llegará. – Lo dices por decir. – Las últimas noticias la habían alterado. No se sentía en absoluto capacitada para dirigir un ejército. Se sentía como una farsante. – No, alteza. En absoluto. Terinia resultaba siempre tan seria. Vestidas ambas tan sólo con prendas cortas y ajustadas de entrenamiento, Taia no pudo sustraerse a la magnífica figura de su entrenadora y guardiana. Era algo más alta que ella, y su cuerpo estaba en perfecta forma, lo que no quitaba para que poseyera una voluptuosa y femenina figura. No por primera vez, se sintió algo atraída. Quizás no fuera arrebatadoramente guapa; su rostro era más regular que hermoso, de nariz y labios finos. Pero pese a su indudable atractivo, no se le conocían relaciones de ningún tipo, ni regulares ni ocasionales. Y eso que no era una jovencita, aunque podía parecerlo. Sus movimientos eran siempre tan precisos y exactos. Tensa y suave a la vez. Daba la impresión de que vivía completamente dedicada a sus obligaciones. Se acababa de soltar su rubio y lacio cabello, hasta entonces sujeto en una coleta, dando así por terminada la sesión. – ¿Ya hemos terminado? – le preguntó. Ambas estaban cansadas y cubiertas de sudor. Pero a Taia le encantaba el entrenamiento. Además, hoy su finalización suponía el paso a la audiencia real, y eso no le apetecía en lo más mínimo. – Sí. Suficiente por hoy. – Terinia la traspasó con sus ojos color acero y le ofreció una de sus peculiares sonrisas. Era como si viera a través suyo y de sus motivaciones. Taia se ruborizó un poco y desvió la vista. Si no hubiera sido siempre tan impersonal, distante y uniformemente cortés... Era inútil darle vueltas. Sus problemas seguirían siendo los mismos, o tal vez mayores. – Está bien. Terinia, yo... – se detuvo. – ¿Sí? – Supongo que conoces las últimas noticias. – En efecto. – Como siempre, no le ponía las cosas fáciles. – Parece que se prepara una guerra.
  • 14. – Eso parece. – ¡Eso parece! ¡La primera guerra en más de quince años, y eso parece! – estalló Taia. No por primera vez, la exasperó su impasibilidad. Por un instante, ella pareció sorprendida de su reacción, dejando a un lado la toalla con la que se enjugaba el sudor y mirándola de nuevo. – Perdón, alteza. – dijo bajando los ojos. Cuando parecía sumisa, tenía un aire burlón, como si no fuera en serio. Sin embargo, su cortesía era siempre irreprochable. – ¿Os preocupa? Sí, supongo que sí. Vuestra madre es mayor ya... ¿Os preocupa el mando de las tropas? – Yo... No sé. Supongo que sí. No me siento capacitada. Todo este entrenamiento me ha parecido siempre simple ejercicio. Ahora me doy cuenta de lo que implica. – ¿Os preocupa el combate? V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – No... ¡No! No es eso. No tengo miedo. Creo... Es que no me siento capacitada para dirigir a otras a la muerte. No me veo tomando decisiones que signifiquen muerte o vida, victoria o derrota... – Todas os seguiremos voluntariamente, alteza. – respondió, con esa rotunda devoción tan suya. – Sabemos a qué nos enfrentamos, sabemos lo que defendemos. Entre todas lo haremos lo mejor posible. Y además... – ¿Sí? – Yo estaré en todo momento a vuestro lado, alteza. Ella siempre la había tratado así, con una fidelidad inquebrantable aunque impersonal. Aquello tuvo un efecto contraproducente. Toda aquella fidelidad y confianza la apabullaba. Las defraudaría, y... No quiso insistir y asintió, agradecida. Se vistió en silencio. No tenía sentido aplazarlo más; la audiencia real la esperaba. Sigue -->
  • 15. continuación...: Como siempre que había audiencia real, Taia hubo de pasar revista a la Guardia de Palacio, formada ante las puertas de la sala del trono. Casi por vez primera, se fijó en los rostros de las guerreras. Tan serias y firmes. Le habría gustado ser una de ellas. Podría sustraerse a todo aquel ceremonial y ser ella misma. Conocería nuevos territorios, nuevos paisajes y nuevas gentes. No en las aburridas lecciones de Gartión, sino por sí misma. Dejaría las responsabilidades sobre otros hombros y se limitaría a cumplir órdenes. Una vida aventurera, y sin presiones como las que sufría. Podría hacer lo que quisiera. Tal vez estaría a las órdenes de Terinia y sabría cómo era en realidad, al margen del formal respeto con que la trataba siempre. Seguro que con sus guerreras era mucho más espontánea. Además, se decía que las guerreras, en sus cuarteles, solían... No importaba. Borró esos pensamientos de su cabeza, compuso una expresión seria y traspuso las puertas de la sala del trono. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Se trataba de una magnífica sala abovedada, con galerías laterales. La decoración en mosaicos y dorados realzaba el sencillo trono, dispuesto al fondo sobre un estrado. La reina se encontraba sobre él. Su rostro se mostraba sereno, como siempre. Vestía a la vez con sencillez y elegancia, y de alguna forma lograba que su aspecto congeniase con los azules, rojos y dorados de la decoración, como si ella misma formase parte de los mosaicos de la sala. Siempre había sido así; de alguna forma conseguía trasmitir serenidad y majestad. Parecía hecha para el cargo. Con el tiempo, la edad le había otorgado aún más realeza. La banda de lino blanco que llevaba en torno a la frente parecía inseparable de su persona. Taia se acercó al grupo que esperaba respetuosamente al pie del estrado. Mujeres jóvenes y viejas, todas formando parte del consejo, se agrupaban delante de la mesa dispuesta en el centro de la sala. Un par de hombres estaban situados discretamente a un lado. Después de los saludos de rigor, la guardia cerró las puertas, quedando fuera. El consejo había comenzado. Como consecuencia, se produjo una inmediata relajación en la formalidad. La reina se puso en pie y bajó lentamente del estrado. Las consejeras tomaron asiento a ambos lados de la larga mesa; la reina se situó a la cabeza. Los dos hombres, entre los que se encontraba Gartión, naturalmente no tomaban parte formal en el consejo, y se mantenían de pie, tras las consejeras. Estaban allí como asesores, y sólo tomarían la palabra si se les consultaba. Taia echó un vistazo a las consejeras alrededor de la mesa. El grupo se podía dividir en dos mitades. Por un lado, las jóvenes, casi todas guerreras. Terinia estaba allí, como jefa de la guardia. También otras oficiales, de aspecto tan saludable como ella. Por otra parte, estaban las consejeras de la generación de su madre. Eran mujeres algo mayores, de aspecto sensato y reposado, con la sabiduría y la prudencia emanando de sus contenidos gestos. También, justo frente a ella, estaban sus dos hermanas de matrimonio, ambas más jóvenes. Olaia, la mayor, tenía dieciséis años, y parecía alerta y despierta. Era una jovencita seria y formal, a la que Taia había tratado menos de lo que debería en una hermana. Tisque, la más joven, mostraba a las claras su impaciencia por encontrarse en aquel aburrido lugar, lleno de gente vieja y seria. Taia sonrió, recordando esa misma actitud en sí misma, y no sólo a los trece años, sino casi hasta ayer. Sus dos hermanas parecían dividir su atención entre la reina y su propia madre, la esposa de la reina, que como de costumbre se sentaba al otro extremo de la mesa, frente a su consorte. Al fin, la atención de todas fue reclamada por la reina, que inició la discusión. – Creo que ya conocemos todas la situación. La caída de Filiria es una noticia tan sorprendente como preocupante. Cuando Deiria comenzó su programa de expansión, escuchamos aquí algunos consejos, que seguimos, y que a la luz de los recientes acontecimientos parecen ahora desacertados. Madre se refería a la guerra de Deiria contra Quirinia. Este último reino se encontraba entre Deiria y Athiria, y había sido desde siempre enemigo suyo. Era casi tan poderoso como Athiria, de modo que muchas de las consejeras habían visto con regocijo sus dificultades. Ahora, sin embargo, veían su error. Habían dejado crecer a Deiria, un reino insignificante hasta entonces. Además, ahora tenían frontera directa en común. Esto no tenía por qué ser malo, salvo que Deiria parecía haberse embarcado en un programa de expansión, a costa ahora de sus aliados. La acusación de la reina hizo mella en varias de las consejeras aludidas; unas se mostraron cabizbajas, otras ofendidas. Taia se fijó en Terinia. Esta sonreía de forma levísima, casi imperceptible. Ella había aconsejado, por el contrario, ayudar a Quirinia como método tanto de defensa como de reconciliación con las viejas enemigas. Ahora se veía lo acertado de su consejo. Como consecuencia, la reina se dirigió a ella, lo que pareció sobresaltarla un poco; la verdad era que en los consejos no solía tener mucha relevancia, joven como era. – Algunos consejos son mejores que otros, aunque no sean mayoritarios, ahora lo veo. – estaba diciendo la reina mientras miraba de reojo a la joven guerrera. – Pero lo importante ahora es acertar en nuestro próximo movimiento. En ese sentido, parece que debemos pararle los pies a nuestros enemigos. Terinia, ¿cuáles son nuestras fuerzas? ¿Qué podemos hacer?
  • 16. La aludida se puso en pie, como correspondía al ser interpelada por la reina. Parecía apurada. Taia se sorprendió. No podía imaginar que Terinia se pusiera nerviosa por tener todas las miradas centradas en ella. Era siempre tan firme, tan segura de sí misma... Al fin miró a un lado y a otro y se aclaró la voz. – Nuestra fuerza ha sido siempre la de nuestras alianzas, majestad. En este sentido, la pérdida de Filiria ha sido un duro golpe. Sin embargo, el peligro nos permitirá reclutar aliadas. El problema es que esto no es ni sencillo ni rápido. Hasta dentro de un mes, por lo menos, no tendremos listo un ejército capaz de enfrentar al que Deiria ya tiene en campaña. – ¿Pero podremos hacerle frente? En definitiva, ¿aconsejas la guerra? – Majestad, yo... Sí. El programa de Deiria parece claro: ir conquistando a nuestras aliadas y a nuestras enemigas, una a una, hasta que quedemos a su merced. Debemos adelantarnos a esta amenaza. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Muy bien. Gracias por tu informe y consejo. Terinia se sentó de nuevo, mirando modestamente hacia abajo. Parecía apabullada. Taia sonrió, sintiéndose orgullosa de ella, no sabía bien por qué. – Bien. Sin embargo, hay algo que se me escapa. –estaba diciendo la reina, con aire reflexivo.– Si los planes de Deiria son tan transparentes, ¿cómo esperan salirse con la suya? Si lo he entendido bien, todavía podemos aplastarlas, ¿no es así? La pregunta parecía dirigida al aire, a nadie en concreto. Casi todas las consejeras, jóvenes y viejas, asintieron. Desde luego, aquello no pareció disipar las dudas de la reina, que prosiguió reflexionando en voz alta. – Por tanto, necesitan que nosotras, como cabeza de nuestra coalición, nos mantengamos inactivas mientras hacen caer a nuestras aliadas una por una. No entiendo cómo pretenden conseguir esto. ¿Gartión? El aludido salió de las sombras bajo la galería lateral para situarse respetuosamente de pie tras la reina, como le correspondía. – ¿Sí, majestad? –preguntó, tan solícito y serio como siempre. – ¿Podemos confiar en nuestras aliadas? –le preguntó la reina, sin volverse.– ¿Hay algo que nos haga pensar que Deiria ha llevado adelante alguna ofensiva diplomática en paralelo a su ofensiva guerrera? – Majestad, no hasta donde yo conozco. Nuestras alianzas son tan firmes como siempre. Desde luego, ha habido problemas entre algunas de ellas, pero en conjunto nos son tan fieles como siempre lo han sido. El único problema son sus disensiones. Sólo se pondrán en marcha si nuestro reino las encabeza. La reina hizo un gesto displicente con la mano, y Gartión, inclinándose de nuevo, regresó a las sombras de las que había salido. – En definitiva, es extraño. No puedo dejar de pensar que hay algo que se nos escapa en todo esto. No puede ser tan sencillo. A partir de entonces, la sesión fue decayendo. Nadie tenía ninguna idea que aclarase las dudas de la reina. Con todo, se resolvió por amplio consenso que el reino debía prepararse para la guerra. Al fin, las consejeras se pusieron en pie y, tras saludar a la reina, se fueron retirando. Taia se disponía a hacer lo mismo, cuando escuchó la voz de su madre. – Mis tres hijas, por favor, desearía que se quedasen todavía unos instantes. Las tres se miraron. Aquello no era demasiado extraño, y menos dadas las circunstancias. Mientras la espléndida sala se vaciaba, todas mantuvieron un tenso silencio. – Hijas mías, –empezó la reina en la sala cavernosamente vacía– espero que estéis las tres a la altura de lo que nos espera. Cada una de vosotras tendrá una responsabilidad en los acontecimientos que, por desgracia, están por venir. Tú, hija mía, –y aquí se dirigió a Taia– conducirás mis ejércitos en mi nombre. – Madre... –quiso interrumpir ella, pero una mano alzada la detuvo.
  • 17. – Luego. Olaia, tú estarás a su lado. Aún eres muy joven, pero quiero que aprendas tanto como puedas de todo lo que veas. Aunque no seas hija de mi seno, te considero una hija del alma y espero y deseo que estés también a la altura. Obedece en todo a tu hermana y sé valiente y fiel. Y Tisque, –se dirigió a la más joven– tú permanecerás a nuestro lado. Eso no quiere decir que seas menos importante. Estarás como... como reserva, por si algo... si algo saliera mal. La madre de ambas, que hasta entonces se había mantenido en silencio y a distancia, las miró con severidad. Tisque pareció a punto de refunfuñar. Era a veces muy infantil, malcriada incluso, lo que no era de extrañar en la hermana más joven. Con todo, se limitó a cruzarse de brazos y a fruncir el ceño. – Está bien. –dijo al fin. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Madre, estoy dispuesta. No tendrás queja. – dijo Olaia entonces. Se la veía contenta, aunque al principio parecía que iba a protestar por la misión pasiva que le había reservado. Olaia siempre había tenido ambiciones, mucho más que Taia misma. No era habitual que las hijas del matrimonio de la reina heredasen, aunque se había dado el caso. Taia no sabía como interpretar la actitud de su hermana. A veces la preocupaba su actitud aparentemente arribista. Otras veces, en cambio, deseaba que todas sus cargas y responsabilidades cayeran sobre sus hombros. En el mejor de los casos, ella se lo habría buscado. Eran ocasiones como esta, en la que Taia sentía que no iba a estar a la altura. En definitiva, cuando pensaba que lo que le había caído encima la superaba. – Muy bien. ¿Y tú, hija mía? –se dirigió por fin la reina a ella. – Madre, yo... No sé si lo podré hacer... – Lo harás. Todas hemos sentido dudas alguna vez. –En este punto, Olaia resopló, y Taia le echó una mirada de reojo.– Tienes que cumplir con tus deberes... con todos tus deberes. La reina intercambió una mirada de comprensión mutua con su esposa. Las dos solían comunicarse de esa forma, fruto de una larga convivencia que hacía superfluo el hablar. Su atención se dirigió entonces a su hija, a la que contempló con severidad. Aquí estaba de nuevo, el asunto del matrimonio de estado. – Mamá, yo... eso no, por favor. – Hija, tienes que decidirte. Tienes que casarte con una princesa real, alguien que aporte a nuestro reino ayuda, más ahora que la necesitamos. – No creo que... – Ya basta. –Alzó de nuevo una mano, parando en seco sus protestas.– Un día serás reina, y el privilegio conlleva responsabilidades. Cuando vuelvas de la guerra trataremos este asunto de nuevo. Sin embargo, todavía hay algo más. La mirada de su madre se hizo acerada, más que antes. Taia sintió que esa mirada traspasaba todos sus secretos. En efecto, la reina prosiguió. – Sé muy bien lo que te traes con esa, esa... Esa trepa de Arijana. Lo sé todo, cuándo os veis, dónde, todo. Eso sí que tiene que acabar. – ¡Madre! –Taia se sentía al borde de las lágrimas. Sentía una horrible vergüenza, aumentada por el hecho de tener a sus hermanas presentes.– ¡Ya basta! ¡Yo la quiero! – Hija, hija... – la reina sacudió la cabeza a un lado y a otro, mientras sus dos hermanas la contemplaban con sendas sonrisitas. – Ella no te quiere a ti. Ya te he dicho que lo sé todo de ella. Está contigo porque le conviene. Sé que es duro de admitir, pero es así. Es lo que pasa cuando tienes algo que otras quieren. Sé de buena tinta que su familia pasa por dificultades financieras. Temo que intente sacarte dinero, favores o algo así. – ¿Cómo puedes decir eso? –exclamó Taia, sin importarle ni su condición real ni el regocijo de sus hermanas. – ¿Qué sabrás tú? – Más de lo que crees, hija. Más de lo que crees. Por favor, dejemos lo del matrimonio a un lado ahora, ¿de acuerdo? Será cuando tú quieras. Te prometo además que no interferiré; no voy a meterme por medio entre esta chica y tú. Pero prométeme que no volverás a verla. Hija, temo por ti... – ¡No voy a prometerte nada! –chilló, las lágrimas fluyendo de decepción y humillación. – ¡¡Haré lo que me dé la
  • 18. gana!! Dicho esto, y ante la mirada pasmada y triste de su madre, dio media vuelta y salió en tromba del salón. Las pesadas puertas resonaron por todo el palacio a sus espaldas. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m "Necesito verte. Es muy urgente, de verdad. Por favor, ven esta misma noche a la dirección escrita al dorso. Te aseguro que no te lo pediría si no fuera muy importante. Ven lo más discretamente posible. De hecho, lo mejor sería que vinieras sola y de incógnito. No puedo contarte más aquí; no sé en qué manos podría caer esta carta. No me contestes. Te esperaré toda la noche si es necesario. "Besos. Te quiero, "Ari." La carta le quemaba en las manos. Era la noche anterior a su partida al frente del ejército. La verdad era que, pese a que no le había prometido nada a su madre, no había visto a Ari desde la discusión que mantuvieron. Y no porque no la echara de menos. La añoraba, y mucho. Pero sus múltiples ocupaciones, la enorme masa de responsabilidades que le había caído encima desde entonces la había mantenido apartada de ella. Y ahora esto. Revolvió la carta, miró la dirección, la volvió de nuevo. ¿Querría despedirse? ¿Hasta su vuelta? ¿O para siempre? ¿O tal vez su madre había interferido, pese a sus promesas? Tal vez la había intimidado, u obligado de alguna forma. ¿Le habría ofrecido dinero a cambio de que no la volviera a ver? Eran demasiadas incógnitas. Lo peor era que Ari sabía bien que lo que pedía le iba a resultar muy difícil, tal vez imposible. Y eso mismo hacía que la carta pareciera aún más preocupante. Ari nunca le habría pedido algo así en una situación normal. Taia miró a un lado y otro, indecisa. Jamás podría escapar de palacio sin que nadie se enterara, al menos no con tan poco tiempo para prepararlo. Era indudable que, si quería ver a Ari, debería arriesgarse. Y desde luego que quería verla. Tras unos instantes de duda y vacilación, se vistió de la forma más discreta posible y salió de sus habitaciones. Dos guerreras de la guardia flanqueaban la puerta en el pasillo. – Querría ver a Terinia. Ahora mismo, si es posible. –les dijo. Ellas se miraron entre sí, y como de común acuerdo una asintió y marchó por el pasillo sin decir palabra. – Esperaré dentro. Que no pierda tiempo anunciándose. –le dijo a la otra en cuanto la primera desapareció por tras una esquina. Pasó lo que le pareció un largo rato. El tiempo lo medían sus frenéticos paseos de un lado a otro de la habitación, pues se sentía incapaz de serenarse. Repasó mentalmente lo que le diría a la jefa de la guardia de palacio, incapaz de dar con algo mejor. Pese a su ansiedad, o por ella, los dos golpecitos en la puerta la sobresaltaron. – ¡Adelante! –graznó, olvidando de aclararse su agarrotada garganta. Pese a sus instrucciones, era Terinia, incapaz por lo visto de entrar sin avisar en los aposentos de una princesa. Su mirada era inquieta y suspicaz. No hizo pregunta ni presentación alguna; tendría que ser su interlocutora quien se explicase. – Terinia... Me alegro de verte. Siento haberte llamado con tanta prisa, pero no sabía a quién acudir. Yo... Sabes quién es Arijana, ¿verdad? Terinia la había acompañado a muchas de sus citas con ella, pero no se habían encontrado jamás. Ella lo había preferido así, con la vana intención de mantener aquella relación en secreto. Sin embargo, sabía que Terinia no era estúpida. En absoluto. De hecho, era posible que la fuente de información de su madre fuera ella. En tal caso, todo sería aún más difícil. – Sí, alteza. Lo sé. –repuso tan solo, asintiendo con la cabeza. – Sí, bien. Yo... Bien, yo la quiero. Mi madre no aprueba lo nuestro, lo sé y seguramente tú también lo sabes. Jamás te pediría algo así. Pero necesito verla. Esta noche, al menos, antes de que partamos a la guerra. Terinia parpadeó. La miró con una ternura desconocida en ella, siempre tan fría y distante. Incluso por un instante
  • 19. temió que la fuera a abrazar y consolar. Justo entonces comprendió Taia lo que pasaba por la cabeza de la guerrera, y empezó a ponerse más y más colorada. Ella no había leído la carta y creía que quería verla para... para... antes de ir a la guerra, y por si no volvía... – Yo... no... –balbuceó, sin saber cómo contradecirla. Pero de repente se dio cuenta que, así, tal vez consiguiera que la ayudara. Bajó los ojos, todavía algo avergonzada, y terminó, odiándose un poco: – Yo... necesito verla, Terinia. Por si... por si fuera la última vez... – Está bien, princesa, no necesitáis dar explicaciones. – respondió ella, tal vez algo apurada. Miró a un lado y otro, como valorando las posibles vías de escape. – Os ayudaré. Pero no puedo permitir que vayáis sola. Dejadme que os acompañe con la guardia. – Pero... V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Por favor, princesa. Al menos con un par de guerreras. –dijo, mirando por encima de su hombro.– Son de mi total confianza, y os aseguro que serán totalmente discretas. – Necesito ir sola, de verdad. – Alteza. Temo por vos. Si os pasara algo, no sé como me presentaría ante vuestra madre. Nos limitaremos a escoltaros. Confiad en mí. Al fin Taia dio su brazo a torcer. Difícilmente lograría otra cosa, que era más de lo que podía razonablemente esperar. Terinia se asomó al pasillo y susurró algunas órdenes. Se volvió y asintió. – ¿Estáis dispuesta? –le preguntó. Ella asintió. Se acercó a ella y le dijo: – Terinia. Gracias. Muchas gracias, de verdad. – No tenéis por qué darlas, alteza. Vamos. Se deslizaron por pasillos del palacio que ella apenas conocía, y acabaron saliendo por una discreta puerta trasera que jamás había usado. Una vez en la calle, Terinia la acompañaba a su lado, pasando a veces una protectora mano sobre su hombro o brazo. Las otras dos las seguían en un discreto silencio, algo más atrás. Se deslizaron por calles vacías y mal iluminadas, aunque aquello no tenía nada que ver con la discreción. Al menos no con la que ellas buscasen. Sencillamente, la dirección que le había dado Ari estaba en medio de una de las zonas menos animadas de la ciudad. De hecho, la mayor parte de las casas de aquel barrio se veían abandonadas. El silencio era opresivo, y la oscuridad, lejos de parecer protectora, resultaba inquietante. Al fin llegaron a la dirección. A la media luz de las lunas, Taia volvió a mirar el dorso de la carta: sí, era allí. Parecía una casa abandonada. De hecho, se trataba de una planta baja con una puerta medio arrancada y entreabierta, sin luz alguna en su interior. – Alteza... –se interpuso Terinia, preocupada. – No. Pasaré yo. Pero estad atentas. Las guerreras se hicieron a un lado, aunque siguiéndola de cerca. Taia apartó la destrozada puerta, y se internó poco a poco en la oscuridad. – ¿Ari? ¿Estás ahí? –preguntó hacia lo que estaba oscuro como noche sin lunas. Por unos instantes sólo pudo percibir la presión del aire, como si la negrura estuviera llena de sustancia. Por fin, en medio de la oscuridad surgió la redonda cara de Ari. Sus ojos y boca estaban muy abiertos; se veía asustada o sorprendida. Tras ella, surgiendo igualmente de la oscuridad aparecieron varias figuras de negras cabelleras. Iban armadas hasta los dientes, y avanzaron hacia ella. De repente, se sintió empujada hacia atrás. Terinia, junto a las otras dos guerreras de la guardia, se había interpuesto entre ella y las intrusas. Habían desenvainado sus espadas. – Atrás, princesa. – le susurró Terinia, protegiéndola con su cuerpo. Pero eran sólo tres contra al menos seis. Todas las intrusas parecían más altas y fuertes, y llevaban espadas largas. Sin mediar palabra, entrechocaron los aceros. La pelea fue breve. Nuevas guerreras surgieron de las sombras, a
  • 20. espaldas de las tres guardianas. Taia recibió un golpe en la cabeza, desde atrás, y perdió el conocimiento. Mientras caía, pudo ver como sus tres guardianas eran atravesadas y muertas. Recuperó la consciencia poco a poco, con el corazón en un puño. – ¡Terinia! –exclamó. En cambio, se encontró con una cara desconocida. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – ¿Ya estás consciente? Bien. Vámonos. –La mujer que dijo eso parecía la jefa de las intrusas, pues lo último lo dijo volviéndose hacia las demás. Taia pensó que era curioso que la menos alta de todas fuera la jefa. Cayó entonces en la cuenta: se trataba del mismo grupo que había visto por la calle. Notó entonces que tenía las muñecas atadas juntas con una cuerda muy apretada. La pusieron en pie y tiraron de ella; se vio obligada a avanzar, trastabillando. Se resistió un poco, al tiempo que miraba hacia atrás. Pudo ver dos cosas. Primero, los cuerpos ensangrentados y definitivamente muertos de sus tres guardianas. Y además, vio a Arijana. La miraba todavía con aquella expresión asombrada. Pero había más en aquella mirada. Culpa, temor, tal vez solicitud de perdón. Una bolsa en su mano evidenciaba que la había vendido. Una vez fuera del recinto, la amordazaron. Transitaron por callejuelas solitarias, dando muchas vueltas. Al fin se encontraron ante lo que reconoció como una de las puertas de la ciudad. Allí, la jefa de las secuestradoras habló con alguien y les fue abierta la puerta. A lo largo de todo lo que quedaba de noche, la obligaron a caminar sin parar, deseosas sin duda de poner tierra de por medio antes de que se descubriera el secuestro. A Taia le costaba cada vez más caminar. Sentía que la sangre le manaba de la herida que le habían producido en la cabeza. Además, la mordaza le impedía respirar. La jefa se dio cuenta - ya estaba a punto de perder el conocimiento - y se le acercó. Le sacó la mordaza, que quedó en torno a su cuello. – Silencio, o te haré callar de un modo que no olvidarás. –le susurró.– De todas formas, ya estamos lejos y nadie puede oírte. Caminarás hasta el alba. – ¿Quién eres? ¿Quiénes sois? –le preguntó. Ella pareció sorprendida por la pregunta. Pareció reflexionar por unos instantes. Decidió entonces que la pregunta era juiciosa. – Soy Morwyll. Puedes llamarme con ese nombre. – ¿Qué queréis? ¿Por qué...? –su gesto hacia sus ataduras evidenció el resto de la pregunta. – Esto es un encargo. Ya te enterarás cuando lleguemos. Sin embargo, de momento no hay problema en que sepas quién ha pagado por esto: la reina de Deiria. El resto de tus preguntas se las podrás dirigir a ella. En efecto, caminaron casi hasta el alba. Para cuando el cielo empezó a clarear por oriente, a sus espaldas, llegaron a un bosquecillo. En su interior esperaban otras dos guerreras, también morenas. Custodiaban un ambulacro, tapado. A Taia le fue permitido echarse, y pese a todo lo pasado ya estaba dormida cuando tocó el suelo de hojas muertas, de puro agotamiento. Tras lo que le parecieron apenas unos minutos, fue sacudida y despertada. Tenía la boca pastosa, y le dolía horriblemente la cabeza. – ¡Arriba, princesita! –oyó, al tiempo que sentía que la alzaban. Seguía con las manos atadas. Pese a que creía no haber dormido apenas, ya era pleno día. La compañía de sus captoras formaba ahora alrededor de un pequeño ambulacro. La cuerda a la que estaba atada fue amarrada a uno de los extremos del animal-planta. Así, en cuanto a este le retiraron la lona, no le quedó más remedio que caminar tras él. El día se fue alargando, y curiosamente la fatiga le despejó la cabeza. Hasta ese momento no había aceptado realmente lo ocurrido. Sólo entonces reflexionó. Ari. Madre tenía razón. La había traicionado, vendido por un saco de monedas. La realidad de su situación la golpeó entonces, y lloró. No por la traición de Ari. No. Pensó en Terinia. Su inquebrantable fidelidad, su tensa seriedad, su hermoso cuerpo, todo eso había desaparecido. Y era por su culpa. Ya no sabría lo que había tras la máscara de perfecta cortesía que siempre exhibía. Recordó sus sesiones de entrenamiento, llena de nostalgia por aquellos momentos, tan felices ahora en la distancia aunque entonces no los hubiera apreciado en como debía. Recordó cómo ella la ayudaba a levantarse cuando, como siempre, acababa por derribarla. Si alguna vez hubiera continuado el movimiento y la hubiera atraído hasta ella, pasando el brazo en torno a su cintura... Ya nunca sabría lo que hubiera ocurrido. Seguro que el sexo con ella habría sido muy distinto. Dudaba que hubiera sido plácido y suave, como con Ari. Habría sido sudoroso, intenso, incluso feroz. Bajo sus perfectos modales y sus movimientos acompasados, había adivinado una personalidad apasionada. Ojalá le hubiera dicho alguna vez lo que
  • 21. sentía por ella, la admiración, el respeto, el cariño... y todo lo demás. Ahora ya era tarde. Muy tarde. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Sigue -->
  • 22. LA GUERRA DE LOS REINOS DE LA LLANURA. Autor: Ignacio (Iggy) CAPÍTULO 3. De Estudio preliminar de la ecología alaniana, por G. K. Hauser y P. Perrault, Ed. Universitas, Canopo, 1166: V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m «Dejando de lado sus peculiaridades humanas, que son las que le han aportado fama o al menos notoriedad, Alanna presenta también interesantes motivos para el estudio de su fauna y flora. »Hay que empezar por decir que esta última distinción, tan habitual en la biología, es un tanto superflua en Alanna. En efecto, la diferenciación entre fauna y flora no es ni mucho menos evidente entre la vida nativa de Alanna, como veremos a lo largo de todo este estudio. De hecho, el concepto mismo de plantas sésiles no resulta en absoluto obvio. [...] »Pero antes de entrar en un estudio pormenorizado, hay que hacer algunas salvedades. Como mundo colonizado por la especie humana, la biología original de Alanna ha experimentado considerables transformaciones con la introducción de especies originarias de la Tierra. Con todo, la vitalidad de la biología nativa ha ocasionado que no todas las especies introducidas hayan superado el reto: de entre la fauna doméstica introducida, ni los bóvidos ni los équidos superaron el desafío de la peculiar bioquímica alaniana. De hecho, la misma especie humana logró sobrevivir a duras penas, con las disfunciones que son conocidas y que no comentaremos aquí. Baste decir que sólo algunas especies introducidas superaron con éxito el desafío de la adaptación. Entre los cereales la supervivencia fue generalizada, así como con diversas especies de árboles y en general casi todas las especies vegetales. Sin embargo, en cuando a la fauna animal, sólo los ovinos (ovejas y cabras) sobrevivieron. [...] »La especie nativa más singular, y que más atención ha despertado, es el peculiar ambulacro (Multipodius ambulantis), que...» – Sacad las hachas. Partiremos el ambulacro. La orden de Rya llegó cuando, al final de la mañana siguiente, alcanzaron el linde del bosque. Pese a múltiples aprensiones y misteriosos crujidos, no habían avistado un solo hombre, salvaje o civilizado. Rya había ordenado un alto, todavía entre la espesura, como si no se atreviera a salir a campo abierto. Las guerreras cumplieron la orden. Tras varios golpes de hacha, donde antes había un ambulacro de doce pares de patas, ahora había dos, de seis pares cada uno. Eso sólo podía significar una cosa. – El pelotón izquierdo vendrá conmigo. El derecho irá con Gwyn, a sus órdenes. – recalcó la comandante. – Pero Rya... – le susurró la aludida. – Sin peros, Gwyn. En este pergamino tienes tu ruta. No tiene pérdida. En dos grupos llamaremos menos la atención. Ya sabes: discreción. Procurarás entrar en Athiria de noche. ¿Está claro? – Sí, Rya. – Gwyn no tuvo presencia de ánimo para seguir protestando, y asintió. Aquella misión resultaba cada vez más extraña. El primer grupo partió primero, con Rya al frente. Hasta que no dio la orden de marcha, Gwyn no se percató que Eilyn había partido con él. El mapa que Rya le había dado recogía su itinerario. Por lo visto, este era de lo más enrevesado. Daba vueltas y más vueltas. El objetivo estaba claro: cualquiera que las avistara sólo vería un reducido grupo de guerreras morenas encaminadas en cualquier dirección menos hacia Athiria. Sin embargo, poco a poco se irían acercando a su destino, siempre de forma indirecta.
  • 23. El paisaje era muy distinto al que conocían y estaban acostumbradas. En la Llanura, los campos cultivados no eran la excepción, sino la norma. Aquí y allá se veían interrumpidos por pequeños bosquecillos. En consecuencia, solían cruzarse de vez en cuando con rubias mujeres que iban y venían de los campos. A Gwyn aquello la preocupó; pero pronto vio que no les prestaban demasiada atención. Ni la dirección que tomaban ni su indumentaria permitiría que el secreto se rompiese. Sin embargo, se cuidó muy mucho de permitir que sus guerreras confraternizasen con la población. Pese a sus protestas, se negó por completo a permitirles visitar las posadas del camino, y siempre acamparon al raso. Los caminos transitaban rectos bajo el inclemente sol del verano. Las espigas se mecían, maduras, en los campos. Las campesinas, tan rubias como sus cultivos, segaban sin parar, sudando y sin apenas volverse para mirar a las morenas guerreras que pasaban. Todo trascurrió, así, en una plácida tensión. Hasta que, a falta ya sólo de dos días de su destino, se produjo el incidente que, de alguna forma, Gwyn venía temiendo. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? Unas descastadas, parece. Quien pronunció estas palabras era la comandante de un grupo de guerreras de las Tierras Altas. Se acababan de topar con ellas justo en un puente sobre un riachuelo. – Pero no soy idiota, y creo saber de qué clan sois. – insistió. No era de extrañar que lo supiera. Sus colores la identificaban, a ella sí, como miembro del clan Lewellyn. Clan vecino de Glewfyng, y sobre todo, enfrentados ambos en una de esas enemistades que duran tanto que nadie recuerda ya a qué causa se remonta. – Sois esas piojosas de Glewfyng. – remachó, en efecto, con una sonrisa. Gwyn se adelantó. – Ahora estamos todas en las Tierras Bajas. Quítate de en medio – su ambulacro estaba cerrando el paso del puente – y cada una se irá a sus asuntos. Su interlocutora evaluó su situación mirando sobre su hombro a sus propias guerreras. Eran menos, sólo ocho. Sin embargo, eran todas guerreras veteranas, no las jovencitas en pleno período de instrucción que se les oponían. Así, pareció llegar a una decisión. – No tengo nada en contra de unas descastadas que ocultan su clan, cierto. Pero me gustaría saber adónde vais. Si vuestro clan está indefenso, será una interesante noticia para nuestra Tawanna. – No te importa adónde vamos. – repuso Gwyn, tensa pero sin ceder a la provocación. – Ahhh... Secreto. Interesante. Veo que vais hacia Umbrelicania. Pero... También estáis muy cerca de Athiria, y he oído rumores muy interesantes sobre Athiria últimamente... A Gwyn le dio un vuelco el corazón. Si les permitía marchar con aquella información, todo estaría perdido. Tomó una resolución. – Sí, somos del clan Glewfyng. El mismo que siempre patea el culo de las desgraciadas de Lewellyn. El año pasado os robamos doscientas de vuestras ovejas, y yo misma hasta me llevé a una de vuestras guerreras. No era fácil distinguirla de una de las ovejas negras, pero una vez lavada no estaba del todo mal. Al principio se resistía, pero después de pasar por mi cama ya no quería volver... Vio la cara de su interlocutora ir adquiriendo un color rojo que acabó por llegar al púrpura. Como no podía ser menos, su provocación había surtido efecto. – ¡Tienes mucha cara para decir eso, tú que vas por ahí ocultando tu clan! ¡Compañeras, vamos a darles una lección! – exclamó, sacando su espada y volviéndose a sus guerreras. – Vamos, vamos... – Gwyn ni se inmutó. Al contrario, lejos de desenvainar, cruzó los brazos ante el pecho y sonrió. – Somos casi el doble. No queremos destrozaros tan fácilmente. Luego las vuestras dirían que no tenemos honor. Como hacen siempre que les damos fuerte. ¿Tendrás el valor de batirte conmigo? La otra pareció confundida. Miró a su grupo, luego al de enfrente, evaluando sin duda número contra experiencia.
  • 24. Al fin se decidió. – Batirme, destrozaros, es lo mismo. Como quieras. Mejor así; me llevaré a tus niñas y por fin sabrán lo que es estar con una mujer, que ya casi les ha llegado la edad. El duelo entre capitanas era algo habitual en las Tierras Altas. Con una población reducida, era un buen recurso. Las guerreras eran demasiado valiosas para perderlas por un asunto menor. – Muy bien. Según las reglas de duelo de capitanas pues. ¿Tu nombre? – Morwyll. ¿El tuyo? – Gwyn. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m La regla era muy sencilla: las capitanas se batían a muerte, y la vencedora obtenía a las guerreras de la vencida como botín. Así, no sólo no se perdían en combate, sino que pasaban a engrosar las filas de la vencedora y se unían al otro clan. Aquello no podía ser más adecuado para Gwyn: si vencía, se las llevaría a todas a Athiria y el secreto de la misión quedaría a salvo. Sin más preámbulos, su rival alzó su espada, y sin darle tiempo a desenvainar, se lanzó contra ella dando un alarido. Gwyn se apartó, y la pesada espada cayó contra el suelo sobre el que un instante antes había posado sus pies. Logró transformar su movimiento al esquivar en un floreo que le permitió extraer su espada. La espada de las Tierras Altas era más un arma de demolición que algo adecuado para la esgrima. En la batalla, se la solía alzar en alto, con ambas manos, para dejarla caer, con toda su fuerza, sobre la adversaria. Tal y como había hecho la otra. En un duelo, la cosa se complicaba. Gwyn extrajo con su mano izquierda su hacha de combate. Arma arrojadiza, en aquella situación se podía usar de otra forma. Apoyándola contra el filo de la espada, le permitía a esta parar. Usándola de esta forma, logró detener la segunda embestida. El acero resonó con fuerza. Esa jugada tenía una ventaja añadida. El golpe era tan brutal que podía dislocar el brazo de la rival. Morwyll, en efecto, se resintió, retirándose al tiempo que se masajeaba el codo derecho. Pero de inmediato sonrió, una sonrisa llena de brillantes y apretados dientes. Hubo un instante de pausa tensa, mientras se evaluaban la una a la otra. De repente, con un gesto demasiado rápido para ser visto, su rival le lanzó su propia hacha. Era un truco arriesgado, pero efectivo. Aparentando más sangre fría de la que sentía, Gwyn se mantuvo a pie firme. Paró la volteante hacha son su espada ante ella. El hacha salió rebotada hacia un lado, fuera del alcance de cualquiera de las dos. No era ese el único truco de Morwyll. Antes incluso de que el hacha llegase al suelo, ya había levantado su espada y acometía con ella en alto por tercera vez. Tomada por sorpresa, Gwyn apenas logró alzar su espada para defenderse. Sin el apoyo del hacha, sólo pudo desviar de refilón. Sintió que el filo la rozaba en el hombro derecho. Al principio sólo sintió un frío extremo. Oyó un gemido, y supo que había salido de las gargantas de sus guerreras. Se apartó, notando que el helor iba siendo sustituido por una líquida y dolorosa calidez. El brazo se le iba a quedar pronto inutilizado. Ya lo sentía cada vez más pesado. Su jugada de respuesta no logró, en consecuencia, el efecto sorpresa. Lanzó su hacha con la izquierda, pero esto era previsible, y Morwyll lo esquivó agachándose. Se cambió entonces Gwyn la espada de mano. Jadeando ambas, caminaron en círculos la una en torno a la otra. – Tus guerreras están un poco flacuchas, pero me vendrán bien. – dijo Morwyll, sonriendo. – Las tuyas, en cambio, parecen unas viejecitas. ¿No deberían estar hilando? Las dos estaban demasiado doloridas como para continuar con esa esgrima verbal, y en consecuencia las pullas no continuaron. A las dos se les iba acabando el aliento y hasta el ingenio. Gwyn se acercó a su rival de forma indirecta, arrastrando la espada por el suelo tras ella. Tenía que jugársela; se le empezaba a nublar la vista. Viéndola desprotegida, Morwyll la lanzó un tajo lateral, con ambas manos, con intención de partirla en dos. Gwyn se agachó, echándose a tierra. Al mismo tiempo, lanzó un tajo también lateral, a ras de suelo. Alcanzó el tobillo de su rival, haciéndola caer de espaldas. Con decisión, Gwyn se puso de nuevo en pie. Como un rayo, con su último aliento, alzó la espada con el pomo hacia arriba. Con las dos manos y toda su fuerza, lo lanzó hacia abajo.
  • 25. Se hundió en medio del pecho de Morwyll. El crujido se confundió con su agonía, y al instante siguiente sus ojos estaban vidriosos. Su sonrisa desapareció y murió. – Muy bien. – se dirigió a las sorprendidas guerreras rivales. – ¡Ahora sois honorables hijas del clan Glewfyng! Sintió que se le iba la cabeza, pero pronto fue sujetada por sus compañeras. La abrazaron, felices y sonrientes. La hicieron sentarse sobre el suelo, de forma que no llegó a perder el conocimiento. Reuniendo todo su aplomo, dio instrucciones referentes a las nuevas guerreras, que las acompañarían hasta Athiria. Al mismo tiempo, hizo que le cosieran la herida. Su indiferencia - contuvo cualquier gesto de dolor mientras hacía que le cosieran la herida - le ganó el respeto de aquellas veteranas, como pudo ver en su expresión. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Tal y como había previsto, se acercaron a los muros de Athiria antes de la medianoche tras una corta marcha. Su herida había cicatrizado bien; era algo habitual en ella, y que acreditaban otras cicatrices por su cuerpo. Ante ella, en la oscuridad, la ciudad era un muro negro, alto e imponente. La muralla, entrevista a la pálida luz de las Amantes Desdichadas, se veía llena de almenas, torres y puertas. Se trataba de una ciudad grande y cosmopolita, incluso para lo habitual en la Llanura. Siempre estaba llena de forasteras de paso, mercenarias como ellas, comerciantes, comediantes y todo tipo de gente que le daba una vida singular. Para las sobrias guerreras de las Tierras Altas, una ciudad como Athiria era a la vez antro de perversión y excitante mundo lleno de todo tipo de placeres. Aquello ya se veía en las miradas de anticipación las guerreras, que brillaban como las dos lunas. Ninguna de ellas había estado jamás allí. Sólo Gwyn había estado antes en alguna ciudad de la Llanura, aunque no en aquella. Siguiendo las instrucciones del plano que Rya le entregara, se habían acercado a la ciudad desde el lado opuesto al que habrían llegado de haber tomado una ruta directa. Rya incluso había señalado la puerta por la que deberían entrar. La puerta, al ser ya de noche, estaba cerrada. Confiando en el sentido común de su capitana, Gwyn golpeó esta puerta sin dudarlo. – ¡Abran! ¡Somos viajeras rezagadas! De inmediato, la enorme puerta de madera y bronce crujió y se entreabrió. Una mujer con armadura y casco dorados se asomó. – Adelante, pasen. – susurró, ni muy alto ni muy bajo. En cuanto se deslizó por la rendija, Gwyn pudo ver a Rya justo tras la guardiana. – Muy bien, Gwyn. ¿Sin novedad? – le preguntó la capitana. – Bueno... no exactamente. – repuso ella. Entonces la capitana vio a las guerreras de Lewellyn, que entraron tras las demás. – ¿Qué es esto? – preguntó, sorprendida. – Bien... Tuvimos un pequeño incidente por el camino. – Gwyn pasó a relatarle un escueto resumen de lo sucedido. – ¿Estás loca? ¡Has podido hacer fracasar toda la misión! – le respondió Rya en cuanto hubo terminado. – No tenía otra opción, Rya. Si las hubiera dejado partir, se habría sabido todo. Peor aún, si hubiéramos combatido grupo contra grupo, incluso venciéndolas alguna podría haber escapado. Ahora están aquí, no les he quitado ojo, y nadie se tiene que enterar de nada. – Mmm... Demonios, Gwyn. ¿Y si te hubiera matado? – Era un riesgo que debía correr. – respondió, encogiéndose de hombros. – Además, si me hubiera vencido, se habría llevado a las chicas a su clan a toda prisa. Habría estado mucho más interesada en mostrar su botín que en hacer circular rumores por la Llanura. Al menos por un tiempo, el asunto habría pasado desapercibido. Y tú todavía conservarías al menos a la mitad de la expedición. Creía que esa era la razón para venir en dos grupos. – Uhmm... Bueno. Dejémoslo así. Pero no pueden quedarse aquí, ni acompañarnos. Las enviaré de vuelta con