1. ¡Promoviendo la Paternidad Responsable en La Recoleta!
Doctora Covington, supongo de Equis
1. Se recomienda leer las renuncias o disclaimers. Gracias.
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Renuncias: Los personajes de Janice Covington y Melinda Pappas pertenecen a Renaissance Pictures / MCA Universal. Esta
historia sólo tiene como fin entretener y no pretende infringir ningún derecho de autor que MCA Universal o Renaissance
Pictures puedan tener.
Clasificación:
Autora: Equis
D O C T O R A
01. ¡BUENOs
DÍAs,
C O V I N G T O N ,
S U P O N G O . . .
EL CAIrO!
El hotel tenia sus ventajas, como un precio asequible y un entorno discreto, cualidades que por diversas razones valoraban en
su justa medida la mayoría de sus inquilinos. No obstante, la robustez de la construcción no era una de ellas y eso estaba
dificultando enormemente la labor de los dos individuos que trataban desesperadamente de encaramarse al balcón de la
habitación número 13. Aunque, con buena voluntad, se podría decir que maniobraban con sigilo, en honor a la verdad cabe
señalar que el hecho de que aún no hubiesen sido descubiertos sugería narcóticos, problemas auditivos o víctimas realmente
voluntariosas. Finalmente, entre tropezones, crujidos y maldiciones ahogadas, los intrusos consiguieron introducirse en el
cuarto donde, plácidamente, dormía su objetivo. Las instrucciones eran muy claras: la rubia era peligrosa y debía ser
eliminada de inmediato. En cuanto a la morena, nadie la había mencionado, pero podía incluirse sin rencores como un extra a
su paga.
Recortándose contra la penumbra del amanecer, cuchillo en mano, el más alto de los incursores se aproximó a la cama de la
derecha hacia el bulto que, por descarte, era Janice Covington, mientras que su compañero desenfundó lo que en mejores
tiempos podría haberse llamado una pistola y encañonó a la durmiente figura de Melinda Pappas. La hoja del puñal brilló un
segundo antes de que el asaltante la hundiera una, dos, tres veces a la altura del pecho de Janice. Una vez desgarradas las
sábanas, contempló con estupor como la habitación se llenaba de...
Mientras el aspirante a asesino repasaba a toda velocidad los pocos conceptos básicos que poseía sobre anatomía femenina,
la puerta del baño se abrió con un golpe seco y, con toda la dignidad que una despeinada mujer de metro sesenta enfundada
en unos boxers a rayas puede mantener, Jan Covington, doctora en arqueología, les dedicó esa sonrisa típica en cosas que
nadan en círculo en torno a uno justo después de darse cuenta de que la playa está curiosamente vacía.
–¡¿A esto lo llaman servicio de habitación!?"
Con un giro rápido de muñeca y un chasquido, la mujer extendió el látigo que llevaba en la mano derecha. El hombre armado
con la pistola pensó cambiar su blanco y, tras un segundo, apuntó a Janice. Era obvio que no cobraba por pensar, ya que un
segundo fue todo lo que ella necesitó para sujetarle la muñeca con un solo golpe de látigo y, de un tirón seco, atraerlo hacia
sí. Antes de darse cuenta de lo que ocurría pudo probar de primera mano las excelencias del infame "uppercut" Covington
instantes antes de que el suelo se le acercara a toda velocidad.
En vista del éxito de su compañero y en interés de esa integridad física a la que estaba profundamente apegado, el asaltante
restante saltó hacia la cama de la izquierda y, levantando bruscamente a la aún un tanto adormilada Mel Pappas, la interpuso
entre su cuerpo y Janice que, revolver en mano, lo miraba como sicompartiesen un secreto realmente divertido.
–¡Suelta el arma, doctora Covington!
Janice frunció el entrecejo y pareció dedicarle al tema cierta consideración. Instantes después, con un gesto brusco que le
quitó al agresor varios años de vida, gritó señalándolo.
–¡Lo tengo! ¡ Eres el tipo que vende fruta en ese puesto al final del mercado!
El hombre, sujetando aún a Mel a punta de cuchillo, intentó desesperadamente mantener cierta profesionalidad.
–La mataré si no...
2. –Tus dátiles son los mejores del mercado... –siguió Janice imperturbable.
–Vaya, gracias, pero...
La mujer lo interrumpió antes de que pudiera retomar el hilo.
–... Pero los higos... chico, Ahmed, el que se pone unas calles más abajo, los vende mucho mejores.
–¡¡Mentira!! Ese hijo de un chacal no distinguiría un higo de una piedra!
Mel permanecía ajena a la conversación, que estaba teniendo lugar en árabe, pero hubiera podido reconocer la expresión de
diversión de Janice a kilómetros. Y estaba a un par de metros escasos.
–No es mi intención molestar, pero... –se dirigió a su amiga para hacerla partícipe de su incómoda situación. – ¿No crees que
podrías...?
El hombre pareció recordar dónde se encontraba y, de forma muy descortés en opinión de la sureña, subió la hoja hacia el
cuello de Mel, que concentró sus esfuerzos en no tragar saliva.
–¡Ay, madre!
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Esta vez, Janice levantó las manos sobre su cabeza en gesto de tregua.
–Bueno, bueno, ya lo suelto, ¿ves?
Justo en ese momento, abrió fuego hacia su espalda. Ante la mirada atónita de Mel y su captor, la bala rebotó en una
carambola imposible en la carcasa metálica de la maleta que la sureña había dejado sobre el armario y fue a impactar justo
sobre la lámpara suspendida encima de la cabeza del inadvertido individuo. El asesino aficionado nunca supo qué lo derribó,
pero Mel hubiese derribado con gusto a la arqueóloga tras ver caer la lámpara, en sincronía con el cuchillo contra su cuello, a
pocos centímetros de su cabeza.
Mientras Melinda, sentada sobre la cama, trataba de ordenar el episodio en su cabeza, Janice, exultante tras sus cinco
minutos de gloria, empaquetaba enérgicamente a ambos hombres con las cuerdas de las cortinas. En estos casos, Mel
siempre se preguntaba qué tipo de clases impartían en los institutos yanquis.
–Ha sido una suerte que no notasen que no estaba en la cama, ¿eh? –comentó la arqueóloga con una sonrisa.
–Sí, una suerte... – musitó Mel. A estas alturas, ni siquiera ella podía distinguir algo del nudo gordiano en que se habían
transformado las sábanas de Jan desde que la sureña decidió que la doctora era lo suficientemente mayorcita para hacerse
sola la cama.
–... Y también que comprases esa maleta metálica tan cara. ¿Quién iba a imaginar que serviría para algo?
"Yo" pensó Mel tristemente. "Antes, claro, de que tuviese una abolladura del tamaño de una avellana".
Confundiendo la falta de respuesta de su amiga con preocupación, Jan trató de tranquilizarla. – No te preocupes. Aunque
hayan oído el disparo, nadie vendrá a ver que pasa. No en este hotel.
Pensando que "hotel" era una denominación muy generosa para aquel agujero, Mel miró a su alrededor y sintió ganas de
llorar. Aunque alguien acudiera, no es que los dos tipos atados y amordazados en el suelo desentonaran demasiado con el
resto de la habitación. Ambos hombres compartían superficie con montones de papeles, botellas y latas vacías, artefactos
variados, botas embarradas y varios calcetines que, si no se movían por sí mismos, por lo menos demostraban poner buena
intención a la tarea. Durante sus primeros días de convivencia, Mel había intentado enseñarle a Janice algunas reglas básicas
de supervivencia, como las diferencias funcionales entre el armario y el respaldo de la silla, la utilidad de la plancha o las
alternativas a hacer la colada en la ducha. Covington permaneció impermeable a todas sus indirectas y a más de una directa
y, al final, Mel se rindió a la evidencia: compartir habitación con la arqueóloga iba a ser lo más cerca que estaría de zona de
guerra.
–Bueno, después de esto tendremos que dejar la habitación. Supongo que podríamos ir pensando en volver a dormir en el
campamento. –dijo Janice con ese tono de voz que usaba cuando, más que una sugerencia, hacía una declaración de un
hecho.
Jan adoraba las tiendas de campaña, las cocinas de campamento y todo ese tipo de incomodidades cuya existencia Mel
ignoraba felizmente hasta un par de años antes. De no ser porque los alemanes habían mostrado un inusual interés en su,
por otra parte, perfectamente anodina excavación, aún seguirían durmiendo en mitad de ninguna parte, rodeadas de polvo,
insectos, serpientes y todo eso a lo Jan daba la denominación conjunta de naturaleza. Teniendo en cuenta lo poco fructífera
que la búsqueda de lo que quiera que les interesase iba a resultar, los alemanes abandonarían su campamento en un par de
días.
–Estupendo. –murmuró. De vuelta al catre de campaña, a la arena en partes que una dama nunca mencionaría, a mosquitos
lo suficientemente grandes para llevar azafata, a... a una tienda para ella sola. – ¡Estupendo! –repitió mucho más animada
mientras se precipitaba hacia su maltrecha maleta.
Un cuarto de hora después, ambas mujeres estaban preparadas para abandonar el hotel que habían estado usando durante la
última semana. Echándose al hombro el saco de lona donde llevaba lo poco que había considerado digno de recuperar de la
habitación, Janice se dirigía a la puerta cuando la detuvo la voz de Mel.
–¿Y eso es todo?
Jan se detuvo un instante y miró hacia su amiga, que estaba de pie junto a los dos hombres atados y aún inconscientes.
–Salvo que quieras darles tu teléfono, encanto...
Mel miró hacia el techo y contestó:
3. –Quería decir que qué piensas hacer a continuación.
–Chico conoce chica, chico amenaza chica con cuchillo, Janice patea culo chico... Creo que mi manual se acaba ahí.
Reuniendo toda la paciencia de que podía hacer acopio por la mañana antes de su té con una nube de leche, Mel lo intentó
una vez más.
–¿No tienes ni un poco de curiosidad por saber por qué nos han atacado? ¿Janice?
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Enfrentada a ese curioso concepto, Janice optó por algo radical y novedoso: decidió ponderar las palabras de su amiga.
Durante su vida, la habían intentado matar por muchos motivos, la mayoría de ellos más que justificados, pero nunca por
comprar la fruta en el sitio equivocado. La excavación que dirigía actualmente era una mera fuente de ingresos mientras se
presentaba algo más interesante, y todo El Cairo sabía que no había desenterrado nada interesante en semanas.
Últimamente, no le había tocado las pelotas a nadie, excepto a Mel pero, como en la mayoría de los casos, su mejor amiga
obviamente no contaba, y hacía más de un mes que tenía prohibido jugar al póker... Definitivamente, no tenía ni idea de por
qué habían intentado matarla. Pero que se helara el infierno si no lo descubría.
02. SOsPEcHOsOs
INHAbITUALEs.
¿Vas recuperando la memoria, amigo mío?
La taberna estaba atestada con los parroquianos y algún que otro transeúnte con poca capacidad de orientación o más
curiosidad que sentido común. No obstante, nadie prestaba atención al extraño grupo que ocupaba un reservado en
penumbra al fondo del local por cuestiones de lo que en ese tipo de sitios se considera etiqueta. El hombre era bajo y
rechoncho, con la barba pulcramente recortada y el cabello gris. En ningún momento dejaba de sonreír, lo que resultaba
loable porque, dada la presa que mantenía sobre su cuello la mujer de la chaqueta de cuero, respirar ya debía tenerlo
bastante ocupado. El tercer miembro de la heterogénea reunión era una mujer alta y morena, pulcramente vestida y con
aspecto de encontrarse tan fuera de lugar como Lana Turner en un convento de clausura. Por sus gestos nerviosos parecía
evidente que preferiría encontrarse en cualquier otro sitio. Y en cualquier otra compañía, puestos a pedir.
–Vamos, Saalman. Un hombre de negocios como tú siempre está al tanto de las transacciones importantes. – comentó Janice
dejando entrever sólo un hilo de sarcasmo en sus palabras. – ¿Quién envió a esos dos caballeros en visita de cortesía esta
mañana? –Por si sus palabras dejaban alguna duda, la mujer apretó su antebrazo contra el cuello del hombre hasta que éste
tuvo que ponerse de puntillas para coger algo de aire.
–¡Doctora Coovington! ¿Cómo un pobre mercader como yo iba a estar al tanto de algo así? –Saalman usaba el mismo tono
con que diría "perrito, perrito" a un doberman que lo mirase con cierto interés y Janice se disponía a actuar en consecuencia
cuando oyó una voz a su espalda.
–Jaaaanice... –Ah, sí, Mel. Estaba claro que su amiga pensaba que iba a limitarse a una conversación amistosa con el
hombrecillo y que éste, amablemente, le contaría todo lo que quería saber. Janice creía en una aproximación algo más
directa, como aprovechar esa absurda alergia al dolor que la gente suele presentar en los momentos más inoportunos.
–¿Siiiii? –repuso visiblemente irritada.
–¿Podemos hablar un segundo? –preguntó Mel.
–Claro, es el momento perfecto. –Ante la evidente inmunidad de su amiga al sarcasmo, Jan se dio por vencida y se alejó unos
pasos hacia ella. – No te vayas sin despedirte. –le dijo al mercader con ese tono que, si bien no deja claras las consecuencias
de tal acción, abre un mundo nuevo de desagradables posibilidades.
–Claro, no hay problema, seguiré aquí cuando decidas volver a ahogarme, tómate tu tiempo, doctora Covington... –dijo
Saalman sin perder la sonrisa. A estas alturas, Mel se preguntaba si no se le habría desencajado la mandíbula.
–¿Y? –escupió Jan dedicándole a su amiga "la" mirada.
Mel trató de buscar a toda velocidad una forma de decirle "está mal" a alguien para quien los diez mandamientos eran más
bien las diez sugerencias.
–Janice, creo que no deberías ser tan dura con él. Es sólo un pobre comerciante que...
Antes de acabar la frase, Mel fue interrumpida por la arqueóloga, que parecía estar en las últimas en la batalla contra su mal
genio.
–¿¡Pobre comerciante!? ¡Mel, estás hablando de un tipo que vendió tres fragmentos de la piedra roseta a coleccionistas
privados hace unos años!
–Pero... si sólo existe un fragmento de la piedra roseta... –tartamudeó la mujer, desconcertada.
–¡Justo! –le contestó Janice mientras se giraba para seguir con su tarea.
–Aún así, creo que estás siendo un poco ruda. Quizá debería preguntarle yo primero...
Esta vez, Jan se detuvo de buena gana y la contempló con una enorme sonrisa en el rostro.
–¿Tú? ¿Como aquella vez en Londres con Lycos? –exclamó en un tono lo suficientemente alto como para llamar la atención
4. incluso de gente que llevaba mil años residiendo en un sarcófago.
–Euh... al menos todo se resolvió sin violencia... –trató de balbucear la mujer, con la expresión de quien de repente descubre
que se ha hundido hasta las rodillas en lo que hasta un instante antes parecía tierra firme.
–¡Melinda Pappas! ¡No sólo no le sacaste ni una palabra, sino que te estafó veinte libras!
–Er... –Mel se ruborizó ante la obvia expresión de diversión de Janice. – Anthony prometió que me las devolvería...
–Ya. –contestó la arqueóloga consiguiendo que una palabra tan aparentemente simple sonase llena de embarazosos
significados. – ¿Y el hecho de que se llamase a sí mismo... –Jan subrayó la frase usando los dedos como comillas y bajando la
voz una octava –..."el rey de los ladrones" no te dio una pista?
Ante la pasajera falta de argumentos de su amiga, Jan volvió junto al mercader dispuesta a acelerar las negociaciones antes
de caer de nuevo en terreno moralmente fangoso. Para la moral de Mel, por supuesto. Acercándose a Saalman, que había
seguido el intercambio como si le fuera la vida en ello –lo que probablemente era cierto – Janice repuso:
–Veamos, Saalman. Tú eres un comerciante, así que negociemos. Tú tienes algo que yo quiero y yo tengo algo que tú
quieres.
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–¿Y lo que me ofreces es...? –Saalman se dio cuenta un segundo demasiado tarde de que acababa de formular una de esas
preguntas que nunca deben hacerse, como "hola, ¿que tal?" a ese tipo de gente que siempre parece interesada en contarlo.
–Tu vida. –repuso la mujer con una mueca desenfadada mientras desenfundaba su revolver y extraía del tambor todas las
balas menos una. – ¿Te crees un hombre afortunado, Saalman?
Después de girar el tambor despreocupadamente y sin mediar más palabra, Janice apoyó el cañón contra la cabeza del
mercader y apretó el gatillo. Saalman perdió la sonrisa, pero, afortunadamente para él, aún conservaba la dentadura. Mel,
incapaz de encontrar algo propio de una dama que decir a la altura de las circunstancias, se limitó a cerrar y abrir la boca con
los ojos muy abiertos, como el pez de acuario más alto del mundo.
–¿Regateamos? –preguntó Jan inocentemente mientras amartillaba de nuevo el arma.
–Croftstar. –consiguió emitir Saalman tras un breve desacuerdo entre sus paralizadas cuerdas vocales y su instinto de
supervivencia.
–¡Maldito bastardo! –Jan blasfemó de forma muy colorida el tiempo suficiente como para que Mel concluyera que intento de
asesinato era una entrada menor en la contabilidad entre ese hombre y Janice. Una vez sosegada, Janice recuperó su sonrisa
de predador y se dirigió de nuevo al mercader. – ¿Y se puede saber qué quiere de mí Lord Croftstar? Contesta con cuidado,
Sal, no pierdas la cabeza.
–Uuu...na pieza de terracota... –repuso en hombre sintiendo contra la frente el peso de la naturaleza literal de Jan. – con
foo...orma de anhk.
–Pues no tenemos ningún...
Janice interrumpió a su compañera antes de que acabara la frase.
–Ah, eso.
Ante la cara de desconcierto de Mel, Janice decidió que se imponía una explicación.
–Lo compré en el mercado hace un par de semanas. Pensé que te gustaría. Como regalo de cumpleaños.
Mel arqueó una ceja.
–Pero mi cumpleaños no es hasta dentro de tres meses...
–Tu "otro" cumpleaños... –respondió Jan, mirando al cielo con exasperación, en lo que Mel consideró una crítica velada por el
hecho de tener uno cada año. – ¿Y qué tiene de especial ese colgante? No pensé que valiese nada... –preguntó la arqueóloga
dirigiendo de nuevo su atención al mercader.
–Vaya, gracias... –murmuró la sureña sin ánimo de que Jan captara sutileza alguna.
–Es el corazón de Osiris. –Janice se quedó paralizada unos segundos. Después, enfundó su arma y se dirigió de nuevo a
Saalman.
–Supongo que Croftstar se estará alojando en el Imperial. Si quieres que acabemos nuestra pequeña transacción de forma
amigable, será mejor que le lleves un recado de mi parte. Dile que si nos deja en paz y no se entromete en mi excavación, le
daré el colgante pacíficamente dentro de unos días. Pero dile que no quiero ver ni rastro de él al menos hasta el viernes.
Saalman pareció aliviado ante la inminente oportunidad de perder de vista a la mujer, pero, consciente de que Covington lo
encontraría tarde o temprano, decidió que lo mejor sería cumplir su parte y acabar cuanto antes.
–Será un placer, doctora Covington. –sonrió sin ganas.
–No lo olvides, que deje en paz mi excavación. –insistió Janice mientras se alejaba.
–Janice, no lo entiendo. Dijiste que la excavación no tenía importancia y sin embargo... –una vez más, Jan la interrumpió.
–Después, Mel. Dentro de un momento Croftstar y sus hombres saldrán del hotel con mucha prisa. Y sé dónde quiero estar
cuando eso ocurra.
5. 03. HIsTOrIAs
DE
ALEJANDrÍA.
Acodada tras unas cajas de mercancías en un callejón cercano al Imperial, Janice Covington observaba tranquilamente la
entrada principal del hotel, donde un portero de uniforme, a la derecha de las columnas que flanqueaban las puertas,
permanecía rígido como una estatua. Presumiblemente –al menos dentro de los márgenes de la sana paranoia de Janice – ese
tipo estaría añadiendo un extra a su paga por avisar inmediatamente a ciertos invitados si una mujer rubia y bajita vestida de
forma extraña se acercaba a menos de cien metros del lugar. No le había llevado más de diez minutos determinar, gracias al
movimiento periódico de varias sombras en distintos puntos del hotel, dónde aproximadamente se alojaba Lord Archibald
Croftstar. Era fácil de ver si sabías dónde buscar.
–¿Qué es el corazón de Osiris, Jan?
Jan se encogió de hombros ante la incapacidad de Melinda de lidiar con silencios prolongados y se giró hacia ella apoyando la
espalda contra las cajas para mantenerse cómoda y fuera del ángulo visual de cualquier observador, casual o no.
–Osiris es el dios egipcio del inframundo, la fertilidad, la resurrección y la vegetación...
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–Eso ya lo sé, me refer... –interrumpió Mel que, tras ver a su amiga alzar una ceja, decidió optar por la paciencia.
–Osiris fue asesinado por su hermano Seth, –continuó Janice. – que enterró su cuerpo en un cofre y lo arrojó al Nilo. Allí
acabó atrapado en las raíces de un árbol y el rey Biblos lo transformó en una columna de su palacio. Su esposa Isis consiguió
encontrarlo y recuperarlo...
Janice advirtió la expresión de alivio Mel y, conociendo la continuación del relato, casi sintió lástima por ella.
–... pero Seth lo encontró una vez más y, en ausencia de Isis, lo despedazó y esparció los trozos por todo Egipto.
Dado el tono verdoso que iba adquiriendo su amiga, Janice decidió recurrir a la versión reducida de la historia y acabar lo
antes posible.
–Peeero... Isis y su hermana Nephtis recuperaron todos los pedazos y suplicaron a Ra que les enviara ayuda. Ra envió a
Anubis y Thoth, que momificaron el cuerpo de Osiris e Isis le insufló vida de nuevo.
Mel pareció conformarse con las penalidades del dios ante este nuevo giro del relato.
–¿Y vivieron juntos y felices? –preguntó esperanzada, mientras Jan se acomodaba de nuevo en su puesto de vigilancia
balanceando las piernas.
–Nah. Ya nunca más podría pisar el mundo de los vivos, así que lo enviaron al inframundo para reinar y juzgar las almas de
los muertos. –concluyó alegremente la arqueóloga, dando por zanjada la conversación con lo que, en su opinión, era un final
bastante aceptable. Si en ese momento hubiese visto la cara de su compañera, probablemente se habría inventado otra cosa.
Probablemente.
–¿Y qué tiene eso que ver con el colgante? –insistió Mel con esa obstinación más propia de un niño que pregunta por qué el
cielo es azul, que de la mujer de treinta años y casi metro ochenta de estatura que era la sureña.
"Una mujer de treinta años que si no cree en Papa Noel es porque no le perdona que no le trajera aquella muñeca hace un
par Navidades", pensó Janice. Durante unos instantes se planteó una respuesta madura como "te lo contaré cuando seas
mayor", pero sabiendo que lo único que conseguiría a largo plazo serían más preguntas, se decidió por la verdad.
–Algunos cultos –Janice omitió prudentemente la palabra "sangrientos" – creen que en realidad jamás se encontraron todas
las piezas. Que el corazón de Osiris estaba tan bien escondido que Isis nunca dió con él.
Jan añadió una pausa dramática: – Quien posea el corazón de Osiris tendrá poder sobre el dios. Y, a través de él, poder sobre
el inframundo y los muertos.
Mel pareció relajarse un poco.
–Ah, ya. ¿Y por qué ese tal Croftstar está tan interesado en el colgante? ¿No creerá que se trata realmente del corazón de
Anubis... –rió la mujer. – No es más que una leyenda. Sería como creer... no sé... que existe el Necronomicón... –Mel decidió
no seguir por ahí, al notar lo poco favorecedor que era el tono grisáceo que tiñó el rostro de su amiga.
–Mira, Mel. Ése es Croftstar. –señaló Janice, cambiando de tema, mientras un individuo alto y castaño de complexión fuerte
salía a la carrera del Imperial junto con otros cuatro hombres. – Está claro que va a visitarnos, así que vamos a devolverle su
cortesía. –añadió mientras se ponía en pie y se sacudía el polvo del pantalón.
–Janice, no es que no confíe en ti, pero... ¿de verdad crees necesario invadir la habitación del caballero que trató de matarnos
esta mañana? –preguntó Mel aún a sabiendas de cual sería la respuesta.
–Sólo será un momento, no te preocupes. –contestó la arqueóloga mientras veía alejarse al grupo y comprobaba la hora.
Además, su plan funcionaba: Croftstar iba de cabeza hacia una pandilla de nazis presumiblemente cabreados después de una
semana de rebuscar entre el polvo sin encontrar nada más interesante que la colada de Jan. Si es que Mel la había hecho.
–No creerás que te pondría en peligro a propósito, ¿verdad? –dijo dedicándole a su amiga su mirada más inocente.
–Eeer... –antes de que Mel encontrase una forma cortés de contestarle, Jan ya se estaba dirigiendo a la puerta trasera del
Imperial.
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Sigue -->
7. Continuación...
04. ARRIBa
Y aBaJO.
Unos minutos más tarde, con toda la dignidad que le permitía el leve temblor de sus rodillas, Melinda Pappas,
experta en lenguas clásicas y aventurera a la fuerza, tomaba una habitación en el Imperial. Tal como Janice había
previsto, Croftstar tenía reservada la última planta completa. Eso le permitía controlar los ascensores y la azotea
para evitar visitas desagradables.
–Es un bastardo paranoico que no se fiaría ni de su madre. –la había informado Jan alegremente como si la
descripción no fuese con ella.
–Entonces, habrá dejado guardias al cuidado de la planta. –trató de avisarla Mel con voz un tanto temblona.
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–¿Dónde estaría si no la diversión, encanto?
Janice era de ese tipo de personas que opinan "si alguien puede, yo puedo". Mel encajaba mejor con la filosofía "si
alguien puede, seguro que no soy yo. Y sí, me parece perfecto, gracias".
Teniendo en cuenta que Janice tendía a llamar la atención, ella había decidido colarse por una de las puertas de
servicio del hotel. Mel, si bien llamaba la atención por motivos bastante distintos, aún no parecía estar en la lista de
Croftstar. Una vez cumplimentó la reserva con los datos que Janice la había hecho memorizar y sintiéndose
terriblemente culpable, no tanto por usar una identidad falsa como por la mirada que le dirigió el conserje cuando
solicitó la suite 405 –en la penúltima planta y poco más o menos bajo la de Croftstar – que Jan había olvidado
oportunamente mencionar que era doble, la mujer entró en la habitación y se sentó en un sillón a esperar a su
amiga.
Unos instantes después, ésta entró sin llamar, como era habitual, y completamente empapada.
–Janice, ¿qué...?
–Déjalo. Cosas de arqueólogos. –respondió la mujer sacudiendo su sombrero. – Y por cierto... – dijo agitando un
pañuelo de seda. – podrías haber marcado el pomo con algo un poco menos llamativo. Me sorprende no haber
tenido que guardar cola en la puerta.
Mel se ruborizó hasta las orejas.
–Bueno, no encontraba el cartel de "no molestar" y... –La mujer se detuvo ante la clara evidencia de que, como era
habitual, Janice no la estaba escuchando.
–Fácil como quitarle un caramelo a un niño. –sonrió la arqueóloga mientras, asomada al balcón, miraba hacia arriba.
Mel, que conocía a muchos más niños que Janice, no dijo nada mientras ésta trataba de observar la planta superior.
–La base de operaciones está en aquella habitación. –dijo señalando hacia un balcón situado arriba y dos
habitaciones a la derecha.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Mel.
–Es la única que tiene guardia dentro. Uno solo, creo.
Ante la cara de incredulidad de su amiga, le señaló la puerta de cristal abierta del balcón.
–Mira atentamente. Si te fijas bien, se refleja el interior de la habitación.
Una vez dicho esto, Janice se subió en la baranda del balcón y saltó hacia adelante hasta caer en el siguiente. Si la
suite correspondiente estaba desocupada, las botas de suela de goma de su amiga amortiguaron el ruido o los
inquilinos prefirieron ignorar la extraña aparición es algo que Mel decidió pasar por alto. Dos saltos después, y una
vez situada bajo el balcón que le interesaba, la arqueóloga tensó todos los músculos de su cuerpo e, impulsándose
cuanto pudo, consiguió asirse a la parte inferior del balcón situado sobre su cabeza. Debido a la corta estatura de
Janice, la maniobra fue lo suficientemente ajustada como para que Mel a duras penas pudiese reprimir un grito de
angustia, pero allí estaba, balanceándose ligeramente y suspendida de la última planta del Imperial, a punto de
entrar en una habitación donde, como mínimo, habría un hombre armado con órdenes de eliminarla en cuanto
asomara la cabeza. La buena noticia es que difícilmente las cosas podrían empeorar.
Mientras, en la habitación el guardia se sobresaltó al oír un ruido apagado. Croftstar y los demás acababan de salir y
no volverían en un rato y, además, el ruido parecía provenir del exterior. Durante un momento, ponderó la
posibilidad de avisar a los dos hombres que guardaban el ascensor, pero eso supondría dejarlo sin vigilancia. Por
otra parte, probablemente fuese cosa del equipo de la azotea o quizá sencillamente fuese su imaginación. "En
cualquier caso, nunca está de más comprobarlo", pensó para sí mientras quitaba el seguro de su arma y se dirigía al
exterior.
8. Una vez allí, comprobó con cierto alivio que no parecía haber nadie a la vista, pero, por precaución, decidió chequear
los alrededores. Tres balcones a la izquierda, en la planta inferior, había una joven morena que parecía hacerle
señas. Ocultando el arma con su cuerpo y alisándose el pelo con la mano libre, el guardia se acercó al lado del
balcón más cercano a ella y hubiera dicho algo si en ese mismo momento no hubiese notado como algo se
enroscaba rápidamente en su cuello y le oprimía la laringe. Mientras trataba de gritar, Janice, suspendida con una
mano y sosteniendo su látigo con la otra, le propinó un tirón seco que hizo que la cabeza del hombre chocara con
fuerza contra la baranda, dejándolo fuera de combate. Instantes después, flexionaba los brazos para encaramarse al
balcón y Mel la perdió definitivamente de vista cuando entró en la habitación arrastrando al inconsciente guardia.
"Vamos, Jan, mueve el culo", murmuró Janice para sí mientras depositaba su carga en el interior del cuarto y
recuperaba su látigo. Croftstar tendría para rato explicándole a los alemanes el motivo de su visita a la excavación,
pero debía haber suficiente vigilancia en el pasillo como para que prolongar su estancia en el lugar fuese un
pasaporte al fracaso. Además, si algo salía mal, Crofstar regresaría tan rápido que parecería que nunca se fue.
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La habitación presentaba un nivel de desorden aceptable. Para el estándar de Janice. En las paredes había varios
mapas de la zona con cruces rojas que, presumiblemente, marcaban zonas donde Croftstar había buscado el
corazón. En una esquina se apilaba una aceptable colección de baratijas que guardaban un parecido razonable con la
pieza que obraba en poder de Jan. Probablemente habrían sido extraídas –con toda seguridad, de forma ilegal – de
las excavaciones circundantes. Sin embargo, lo que captó inmediatamente la atención de la arqueóloga fueron los
papeles apilados sobre la mesa, cuya ordenada distribución no encajaba con el caos circundante. La mujer se
acomodó en una silla y comenzó a examinarlos por encima, pero no necesitó mucho tiempo para comprender lo
básico.
–¡Diablos! ¡Croftstar está trabajando para los alemanes! Entonces...
Antes de tener tiempo de digerir el hecho de que, con toda seguridad, había caído en una trampa, la arqueóloga se
quedó paralizada.
–Kommen sie hier!!
La voz había sonado claramente a su espalda y la mujer se maldijo mentalmente por no haber comprobado mejor la
habitación antes de sentarse a la mesa. Suponiendo que Mel nunca la perdonaría si se dejase matar de un modo tan
estúpido, Janice decidió obedecer por el momento, concediéndose tiempo para pensar en alguna opción. Apoyando
las manos sobre la nuca, se giró lentamente hasta quedar de frente ante la dueña de la voz.
–¡Una radio! ¡Una maldita radio! –Acercándose en dos zancadas al aparato y estudiando las posibilidades de su
nuevo juguete, inmediatamente comprobó las frecuencias.
–Así que Archie es ahora el perro faldero de los nazis... Tiene sentido. Así debió de enterarse de lo del colgante... –
Mientras jugueteaba con los controles, Janice escuchó pasos apresurados en el pasillo y decidió que era hora de irse.
Antes de eso, no obstante, giró un par de diales, perdiendo el tiempo justo para que la puerta de la habitación se
abriese de golpe. Ante ella, un hombre alto y robusto con una mata de cabello castaño cayéndole sobre los
hombros, la contemplaba, debatiéndose entre la ira y la admiración. Dos tipos más, empuñando armas, flanqueaban
a Croftstar.
–Janice Covington. –repuso. – Qué desagradable sorpresa.
Jan, que se encontraba de espaldas al balcón, no pudo resistir detenerse un momento.
–Adulador...
Inmediatamente después, se volvió y emprendió una carrera frenética hacia el balcón.
–¡Disparad! –gritó Croftstar. – ¡Detenedla o afrontareis las consecuencias!
Para cuando las balas empezaron a silbar, Janice ya había tomado una decisión, suicida, probablemente, pero
decisión, no obstante. De un salto corto se subió a la baranda y, haciendo acopio de todo el impulso que pudo, saltó
hacia delante.
–¡Diablo de mujer! –exclamó Croftstar corriendo a su vez hacia el balcón. – No puedo creer que... –La frase quedó
congelada en sus labios cuando vio a Janice que, lejos de ser una mancha sobre el asfalto, se deslizaba, de forma un
tanto desmadejada pero controlada, por el toldo del edificio de enfrente, una planta más abajo.
Antes de que tuviese tiempo de reaccionar, la arqueóloga recuperó el equilibrio y, al llegar al borde del toldo, saltó
de nuevo hacia el Imperial. El hombre observó con incredulidad cómo se asía al extremo de una de las banderas que
decoraban la fachada y se balanceaba hasta perderse de vista. Janice se encontraba ahora un par de plantas más
abajo y los balcones la ocultaban temporalmente.
–¡Jan! ¡¿Estás loca?! –le gritó Melinda a la arqueóloga cuando entró como un huracán en la habitación. – Esos
hombres te... –Mel se atragantó a mitad de la frase. –...han disparado, y...
–Luego. –la interrumpió Janice. – Tenemos que salir de aquí enseguida.
Cogiendo a su amiga del brazo, Janice se precipitó hacia el pasillo justo en el momento en que se oía un ruido de
pasos rápidos provenientes del piso de arriba, bajar por las escaleras a la derecha del corredor. El ascensor, por
supuesto, no estaba en la planta. "En tu línea habitual, Covington", masculló Jan mientras tiraba de Mel hacia las
escaleras a la izquierda y corría hacia la planta inferior. Durante unos instantes, pensó que lo conseguiría pero en
9. ese momento oyó pasos precipitados hacia arriba. No se molestó en comprobar que las seguían a sus espaldas; con
su suerte, estaba garantizado.
–¡Por aquí! –dijo girando hacia el pasillo de la planta en que se encontraban.
Asombrosamente, y a pesar de su poco práctica indumentaria, Mel seguía el ritmo con facilidad. Janice, a veces, no
podía evitar una punzada de envidia por los genes de Melinda, aunque generalmente le ocurría en situaciones en que
no tenía tiempo de sentirse culpable por ello. Mientras corría por el pasillo, Jan se dio cuenta por los sonidos de
pisadas de lo escasa que se estaba volviendo la ventaja que llevaban sobre sus perseguidores. Entonces, Mel vio
relajarse la expresión de Janice y comenzó a tener miedo de verdad.
–¿Confías en mí? –le preguntó la arqueóloga mientras se acercaban al final del pasillo y al tiempo que se abría la
puerta de las escaleras.
–¿Es una pregunta con trampa? –preguntó Melinda, viendo a su amiga abrir bruscamente la ventana al exterior.
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–¡Salta! –gritó Jan, confiando más en el tremendo empujón que le propinó que en la confianza real de Melinda en su
persona. Mientras creía oír algo que era una mezcla entre un grito y una serie de juramentos que estaba segura que
no podían provenir de Mel, Jan se sujetó el sombrero con la mano izquierda y saltó a su vez. Cuatro plantas más
abajo, el Nilo detuvo su caída sumergiéndola en sus aguas.
En cuanto recuperó el control de su cuerpo al frenarse a varios pies de profundidad, Janice pataleó hacia la superficie
y, tras recuperar algo el aliento, sintió pánico por primera vez en el día al notar que Melinda no se encontraba a la
vista. Girando en redondo, gritó su nombre un par de veces sin éxito, salvo que se pudiese considerar éxito el que
sus perseguidores la localizaran, pero ni siquiera bajo el laxo concepto de la palabra "suerte" para los Covington se
cubrían sucesos de ese tipo.
–¡Mel!¡Maldita sea! Si te has ahogado te juro que te... –repuso entre chapoteos, más preocupada por su compañera
que por las balas que comenzaban a silbar a su alrededor.
–¡Janice! ¡Rápido! –Mel se encontraba cómodamente sentada en una barcaza hacia el centro del río y, de alguna
manera, y a pesar de estar empapada de pies a cabeza, conseguía mantener esa característica apariencia suya de
bibliotecaria a punto de tomar el té.
Janice se apresuró a sumergirse de nuevo para que las oscuras aguas del río la ocultaran de los tiradores y alcanzó
buceando la barcaza. Escupiendo agua y juramentos que habrían hecho enrojecer a cualquier cocodrilo con suficiente
presencia de ánimo como para acercarse a la arqueóloga, Jan se encaramó a la cubierta y se dejó caer
desmadejadamente sobre el puente mirando al cielo. Mel comenzó a contar mentalmente.
–¡No vuelvas a hacerme eso nunca más! –gritó poniéndose en pie y agitando los brazos un tanto teatralmente.
"Vamos mejorando", pensó la sureña, que esta vez había conseguido llegar hasta cinco. Janice le dio una patada a
unas cajas y, mascullando entre dientes algo sobre los barcos que Mel prefirió no entender, se dirigió a proa donde
se tumbó a secarse al sol.
05. NaZIS,
MEnTIRaS Y OnDaS DE aUDIO.
La sala estaba en penumbra, filtrándose la luz cálida del atardecer por las persianas semiabiertas que cubrían sus
cuatro grandes ventanales. Hasta la noche, el lugar no se abriría al público y ahora se encontraba casi vacío, salvo
por un lugareño que barría perezosamente junto a la barra y el pequeño grupo congregado en el fondo sur, al otro
lado de la pista de baile. Melinda escuchaba adormilada a Dean Martin en la enorme radio de madera pulida del
local, tarareando algún que otro estribillo que le resultaba particularmente familiar y siguiendo el ritmo con un pie.
Jan estaba hablando con el dueño del lugar, un tipo rubio, bajo y musculoso con el cabello rizado. Con los años, Mel
había comprendido que la expresión "amigos hasta en el infierno" le cuadraba perfectamente a la arqueóloga. Solo
desearía no tener que acudir allí con tanta frecuencia a comprobarlo.
–¿En qué nuevos problemas te has metido ahora, Covington? –preguntó el hombre, risueño, mientras apuraba su
Four Roses.
–¿Problemas? ¿Moi? –Janice prefería el Jack Daniels. – Me confundes con otra, Lewis... –repuso tratando de parecer
ofendida. Era obvio que Ian y Jan se conocían bien desde hacía mucho tiempo y, lo que resultaba aún más novedoso
para Mel, el hombre no parecía desear matarla. Aún. – Sólo he venido a oír la radio.
Janice se estiró ágilmente hacia el dial y lo giró unos cuantos grados. Mel se incorporó del fondo del sofá donde
estaba hundida y habría emitido una protesta si la voz de varios hombres discutiendo acaloradamente no hubiese
llenado de repente el recinto. Janice sonrió para sí: los muy imbéciles aún no se habían dado cuenta de que el
transmisor de su emisora estaba abierto y radiando en banda ancha. Cualquier aparato de radio vulgar podía estar
captando el especial "planes secretos nazis y las ratas traidoras que los apoyan" en este mismo momento. Varias
voces en alemán se sumaron a las que ya se escuchaban.
–¿Nazis? ¡¿Estás tonteando con los nazis?! ¡Maldita sea, Covington! De todos los bares de todas las ciudades de... –
10. Janice interrumpió al ahora bastante inquieto Ian con esa mueca que solía usar cuando...
–Oh, venga, Lewis, ya me conozco el cuento. Y también conozco tus "otras" actividades, así que no me vengas con
esa basura de "mantente neutral y vive para contarlo". –concluyó Jan en una imitación bastante decente del acento
californiano de Ian. – Y ahora cállate. No me dejas oír... –añadió tras acodarse cómodamente sobre su sillón.
Al cabo de unos segundos, Jan, concentrada, se mordía el labio inferior, mientras Melinda permanecía ajena a la
conversación, que ahora tenía lugar mayormente en alemán. La especialidad de Mel eran las lenguas muertas,
aunque desde que conocía a Jan estaba ampliando sus horizontes a otras muchas cosas, muertas también. Ante su
expresión de perplejidad, Ian se sentó a su lado para traducirle una versión abreviada del debate.
–Aparentemente, están buscando algo llamado el corazón de Osiris. Por supuesto, lo tiene Janice... –afirmó el
hombre en lo que había sido un intento de pregunta. Mel se encogió de hombros con su más conseguida expresión
de inocencia. – Dioses, cómo odio tener siempre razón... –repuso Ian intentando coger algo más del diálogo. – El
tipo con acento inglés dice que es sólo cuestión de tiempo que Covington caiga por sí sola en sus manos y que
deberían comenzar los preparativos.
"Triste pero cierto" pensó Melinda. "Si hay algo que Jan no puede resistir es un desafío... entre otras cosas".
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–Van a reunirse en un templo o algo así.
"Con nosotras, me temo" pensó desconsoladamente Mel.
–Uno de los alemanes dice que lo que quiera que estén discutiendo es imprescindible para la victoria del Reich...
¿Qué demonios es ese corazón, encanto?
Mel, que todavía no había visto en persona la causa de sus problemas más recientes, trató de resumirle todo su
conocimiento sobre el amuleto en cuestión.
–Hasta donde yo sé, mi regalo de cumpleaños. Del año pasado... –añadió, como si eso lo aclarase todo.
–Estupendo. –repuso Lewis mirando al techo.
Un rato después, Janice volvió a cambiar de frecuencia y, mientras la banda de Glenn Miller llenaba de notas la sala,
ella la llenó de juramentos.
–¡ Por todos los demonios! ¡Von Krupt! ¡Esto es peor de lo que pensaba!
Melinda, un tanto reticente a interrumpir las rabietas infantiles de Jan por respeto a su últimamente bastante
ignorado instinto de conservación, se dirigió a Lewis.
–¿Von Krupt?
–Klaus Werner Von Krupt, –repuso Lewis, ahora visiblemente inquieto. – el líder del escuadrón siniestro de Hitler en
persona. Se dedica a perseguir duendes y trasgos con la esperanza de utilizarlos en la carrera armamentística del
führer.
–¿Y qué tienen que ver los duendes con el armamento? –preguntó Melinda, un tanto divertida. Parecía increíble que
una mujer capaz de enfrentarse a un regimiento de nazis sin parpadear le estuviese dando importancia a cuentos de
brujas.
–¿Qué te parece un ejército de muertos vivientes? –respondió Jan que, aparentemente, volvía a ser consciente de su
entorno. – Piénsalo, Mel. –Jan se levantó del sillón y se situó detrás de su amiga. – Ellos nunca se rendirán. Nunca
se detendrán. –susurró mientras giraba en torno a ella lentamente. – No necesitan comer, ni dormir, ni descansar...
Algo en el tono de voz de Janice estaba comenzando a ponerla nerviosa. Se suponía que Egipto iba a ser una
aventura como las novelas de Stevenson, no como una pesadilla de Mary Shelley después de una indigestión
veraniega.
–No encuentro la relación entre esos... esos cadáveres andantes y el colgante... –repuso Mel obstinada, dispuesta al
menos a que Jan se tomase la molestia de explicársela.
–Muy sencillo, encanto. El colgante da poder sobre Osiris. Osiris domina el inframundo y, por tanto, las almas de los
muertos. Aplicando la propiedad asociativa...
Mel sabía muy bien con quién la había asociado esa dichosa propiedad un par de años atrás y tenía algún que otro
comentario al respecto, si bien nada que pudiese incluirse en un libro de matemáticas. Al contrario que Jan, que
salió de aquella excavación de Macedonia dos años atrás balbuceando extrañas historias sobre espíritus, maldiciones
y el dios griego de la guerra, Mel no guardaba recuerdo de fenómeno paranormal alguno. Había pasado la mayor
parte del tiempo inconsciente y, de acuerdo a la versión de su amiga, poseída por el espíritu de una mujer guerrera
muerta miles de años antes y cuya existencia Janice trataba desesperadamente de probar. Si bien lo único que sacó
en claro de aquella tumba fue dolor en partes del cuerpo que nunca antes había utilizado y un traje perfectamente
apropiado arruinado para siempre, Mel tenía la prueba más fiable de todas para aceptar la existencia del más allá: la
palabra de Janice. Ahora, igual que entonces, Mel confiaba en la arqueóloga sin reserva alguna, lo que no resultaba
muy tranquilizador, ya que implicaba aceptar la llegada del Apocalipsis.
–Prepara la maleta, Mel. –repuso Janice alegremente mientras desconectaba la radio. – Nos vamos al palacio del rey
11. Biblos.
–Y no dejes que el hecho de desconocer su paradero te desanime. –Jan levantó una ceja ante la posible carga de
ironía de la frase pero, tras ver la angelical expresión de inocencia de la sureña, decidió tomarlo como un consejo
amistoso. Como cuando alguien le dijo a Napoleón "si te metes en Rusia, echa ropa de abrigo".
–Oh, ya me las arreglaré... –contestó con una mueca rebuscando en su mochila de lona.
–Espero que no implique volver a ese pozo lleno de serpientes...
El que la arqueóloga consiguiese obviar la observación no tuvo mérito alguno, ya que ignorar a Mel era fruto de un
intenso entrenamiento de varios años. Jan, tras extraer un mapa amarillento y desgastado, plegado por pura fuerza
de voluntad, lo extendió sobre la mesa alisándolo con el antebrazo.
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–Cuando cambié la frecuencia de emisión de la estación de Croftstar, la tenía fijada a onda larga. De acuerdo a la
potencia del modelo, una antena omnidireccional como la que usaban no puede alcanzar más de unos doscientos
kilómetros... –La mujer se interrumpió y masculló algo unos segundos. – Es una suposición razonable que si
Croftstar ha dado con el palacio haya dejado el lugar vigilado. –explicó Jan notando que si intentaba seguir el hilo de
sus pensamientos un poco más, su auditorio iba a necesitar una brújula para volver. – Por supuesto, querrá
mantenerse en contacto con ellos por si ocurre algo. –Jan alzó las cejas dejando perfectamente claro que "algo"
podía, con gran acierto, esperarse que ocurriese. Tanto Lewis como Mel estaban ahora en el punto al que Janice
había llegado un rato antes.
–¿Y si dispusieran de un repetidor? –preguntó Lewis, interesado a su pesar.
–Un repetidor de onda larga llamaría demasiado la atención por su tamaño. Además, no tiene sentido. –concluyó la
arqueóloga. – Para eso podrían usar onda media.
–Perfecto. –Lewis se encogió de hombros. – Entonces tenemos un área circular de unos ciento veinticinco mil
kilómetros cuadrados donde buscar un puñado de hombres y un templo perdido... ¿No te parece un poquito excesivo
incluso para ti, preciosa? –preguntó con la certeza de que iba a recibir un "no" a la pregunta y, posiblemente, un
directo al adjetivo.
–Pero fíjate bien, amigo mío... –señaló Janice sobre el papel. – Parece razonable que el palacio de Biblos esté cerca
de la ciudad de Biblos.
–Es decir cerca de Beirut, en el actual Yabayl. ¿Crees que el palacio está en el Líbano, Janice? –preguntó Melinda
asomándose al mapa y ajustándose las gafas sobre el puente de la nariz.
–No. Desde allí no podrían establecer comunicación con Crofstar con los medios que utilizan. Dado que no se sabe la
localización exacta del palacio, podemos darle un margen de... digamos cien o doscientos kilómetros del supuesto
emplazamiento de la ciudad. –Janice ahora señalaba un segundo punto en el mapa con la mano izquierda. – Si
buscamos la intersección de ambas circunferencias... –La arqueóloga trazó dos arcos de curva invisibles con los
pulgares usando los dedos índices como puntas de un compás imaginario.
–...nos queda casi toda la península del Sinaí como posible emplazamiento de un palacio que ni siquiera sabes si
existe. –concluyó Lewis dejándose caer en el sillón.
–Toda no, podemos descartar el área cercana al canal de Suez y buena parte del monte Sinaí. Está tan explorada
que, de haber algo por ahí, hasta Mel se habría dado cuenta... –repuso con un guiño mientras su amiga fruncía el
entrecejo.
–Siguen quedando cientos de kilómetros cuadrados de desierto en la zona meridional... –contestó cansadamente el
hombre mientras apoyaba los pies en el brazo del sillón y dejaba caer la cabeza hacia atrás.
–Pero de un desierto muy frecuentado. Si alguien hubiese desenterrado algo del tamaño de un palacio en esa zona,
hubiésemos tardado... eh... unas dos horas, veintisiete minutos en enterarnos.
Mel se preguntó si la cifra era aproximada o si tendría que ir en el asiento de copiloto cuando Jan pusiese el coche a
la velocidad necesaria para cumplir con sus cálculos. Desechando ese hilo de pensamiento para seguir el ritmo de la
inexorable lógica de Jan, Mel apuntó:
–Eso significa que sigue enterrado...
Janice sonrió aprobatoriamente, pero cabeceó negativamente...
–Piensa, encanto. Si estuviese enterrado en la arena, sería imposible acceder a su interior, pero Croftstar y los
suyos lo han conseguido.
–Pues si no está enterrado, do... oh... –la vista de Mel se posó en las cordilleras de la región septentrional,
parcialmente incluidas en la zona de búsqueda. Jan, con esa enojosa sonrisa torcida que presagiaba problemas,
volvió a plegar el mapa en una configuración que, increíblemente, aún no había sido probada.
–¿Has estado en muchas cuevas últimamente, cielo? >
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<-- Anterior
Sigue -->
13. Continuación...
06. JANICE COVINGTON
Y EL TEMPLO MALDITO.
Melinda Pappas llevaba un buen rato preguntándose por qué demonios se encontraba en aquella maldita laguna en
mitad del desierto a pleno sol. No en esos términos, claro. El viaje en jeep había sido, cuando menos, desafortunado.
Janice estaba en modo cien por cien arqueólogo y sólo contestaba monosílabos a cualquier intento de conversación
que no tuviese que ver con algo que llevase muerto menos de mil años. En cuanto a la carretera, lo mejor que la
sureña podía decir de ella es "¿dónde está?". El calor iba aumentando conforme avanzaba la hora y, para cuando por
fin Janice decidió detenerse, la mujer no pudo sino dejarse caer de forma bastante aparatosa bajo la sombra de las
palmeras que crecían junto a la orilla de una laguna cercana. Janice acababa de cubrir el jeep con una lona de color
pardo que hacía bastante difícil distinguirlo desde lejos y ahora se acercaba con un pañuelo empapado observando el
suelo distraídamente.
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–¡Eeeh! –exclamó Melinda al notar el agua fría sobre la frente. Janice, sentada sobre los talones, estrujaba el
pañuelo sobre su cabeza.
–No querrás coger una insolación, ¿verdad? –le preguntó con una mueca mientras le acercaba algo de fruta.
"Esto es lo peor de Covington" se dijo Mel, "es imposible permanecer enfadada con ella mucho tiempo".
–Disculpa la pregunta, Jan... –comentó entre bocado y bocado. –... pero ¿no estabamos buscando una cueva en las
montañas? No es que me queje, pero... –dijo señalando el paisaje a su alrededor.
–Verás... –Janice se había sentado en el suelo con las rodillas separadas de una forma muy poco femenina y estaba
empezando a desanudarse los cordones de las botas. –... ayer estuve repasando los mapas topológicos de esta zona
y no encontré ni una sola mención a cueva alguna lo bastante grande como para contener una construcción. –Tras
detenerse para forcejear con uno de los nudos, la mujer siguió hablando. – Supongo que Crofstar localizó el lugar
con un escáner sonar y abrió su propia entrada, pero eso hace imposible que la localicemos en el tiempo de que
disponemos.
Mel, incapaz de aguantar un minuto más la tortura a la que estaban siendo sometidos los pobres cordones de
Janice, le apartó las manos de una palmada y desató los nudos en un momento. Después, levantando los ojos hacia
ella, que ya empezaba a deshacerse de la camisa con la dejadez del que no ha planchado en toda su vida, arqueó las
cejas.
–Así que has decidido venir a darte un bañito junto a Israel.
–Bueno, en realidad espero encontrar algo en el fondo. –respondió alegremente la mujer. Desgraciadamente, la
alegría de Jan solía ir estrechamente ligada con la incomodidad de Mel.
–Lamento decepcionarte, Jan... –comentó Mel arrastrando las vocales. Cuando empezaba a impacientarse, su acento
sureño se marcaba aún más. – ...pero por pequeño que fuese el palacio de Biblos no creo que quepa en el fondo de
esta laguna.
–No me prestas atención, Melinda... –la recriminó con una tranquilidad pasmosa la mujer que se la había dejado
olvidada tres veces en la biblioteca en los últimos dos meses. – Si Croftstar tuvo que hacerse su propia entrada, es
porque no ha encontrado la antigua. Y si no está enterrada...
–Está inundada. –completó Melinda en tono neutro.
Ahora Janice en ropa interior, o lo que ella entendía bajo ese término, empezaba a adentrarse en la laguna.
–¿Ni siquiera has considerado la posibilidad de que la entrada original esté ocluida por un derrumbamiento? –apuntó
Melinda, sintiendo que se esperaba que alguien mostrara algo de cordura en esa reunión y que a Jan le iba grande
el papel.
–Naah. No hay nada sobre cuevas en ningún documento de la zona que conozca, pero esta laguna tiene apenas dos
mil años.
Mel tuvo de repente una visión de otro Egipto, tal como debió ser milenios atrás. Una imagen tan vívida como si ella
misma hubiese estado allí, caminando por la orilla del Nilo en compañía de...
–¡¡Mel!! –bruscamente sacada de su ensueño, la sureña enfocó la vista sobre Jan, ahora sumergida hasta la cintura.
En algún momento se había hecho con una linterna metálica y una cuerda y ahora le señalaba el extremo enrollado
a su amiga. – ¿Me estás escuchando? Me ataré esta cuerda a la cintura y, si encuentro algo, le daré un tirón. –Mel
asintió. – Pero si hay problemas, daré dos. Y esa será la señal para que saques tu culo sureño de aquí a toda prisa.
Mel asintió de nuevo, temiendo que ardería en el infierno por una mentira tan descarada. Janice le sonrió una última
vez antes de perderse en las aguas azul cobalto de la laguna.
14. Pasado cierto tiempo, Mel comenzó a sentirse inquieta. No sabía cuánto tiempo podía mantener la respiración la
arqueóloga, pero decididamente había superado el límite razonable de cualquiera un poco menos testarudo. Durante
unos segundos consideró la posibilidad de tirar de la cuerda, pero finalmente decidió que estaba demasiado apegada
a sus manos y que podía esperar un poco más. Mientras, el rollo se iba haciendo más y más pequeño.
–¡Por Dios, Janice! –exclamó la mujer cuando el agujero que estaba dejando en su paseo alrededor de la orilla se
hizo lo suficientemente profundo como para comenzar a pensar en escalones. – ¡¡Si crees que voy a bajar ahí a por
ti, estás muy equivocada!! –Para cuando, unos instantes después, la cabeza rubia de Janice Covington perturbó la
tranquila superficie de la laguna, Mel ya estaba a medio desvestir.
–¿Ibas a darte un chapuzón, encanto? –Janice alcanzó la orilla en un par de brazadas y se sacudió como cualquier
mamífero satisfecho de volver a su hábitat, empapando a su amiga en el proceso. – Calculo que esta laguna puede
seguir aquí otros dos mil años. Te va a ir un poco justo para quitarte toda la ropa que llevas... – le dijo con un
guiño. Mel gruñó algo en ese tono que hacía sonar una alarma genética en lo más profundo de la arqueóloga, que,
obediente a su instinto, se calló inmediatamente y se desplomó sobre la orilla a descansar un poco.
–¿Qué has encontrado ahí abajo? –preguntó Mel retomando su cantarín acento sureño.
–Oh, esto y aquello. Algas, rocas, pórticos de piedra, arena... no se, lo normal.
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Mel, ahora sobre una piedra plana lo suficientemente alta como para sentarse con dignidad, apoyándose sobre sus
piernas perfectamente cruzadas, optó por sonreír.
–¿Cómo pudiste aguantar tanto la respiración? Estaba muy preocupada.
Janice, tumbada sobre el vientre, se acodó en la arena.
–Una vez dentro, sales enseguida a suelo firme. Ya sabes. Vasos comunicantes. Además, hay varios respiraderos. –
Ante la ceja arqueada de Mel, añadió: – Eso significa que no tendrás que mojarte el trasero, encanto.
"Estupendo" pensó la morena, "sólo tendré que caer sobre él desde una altura de... ¿quince? ¿veinte metros? Adoro
mi vida". Mientras, cubierta de arena como un pez enharinado, Janice recogía tranquilamente la cuerda, Mel se
levantó pesadamente, meditando sobre las partidas de bridge, las tardes de té y las puestas de largo que se estaba
perdiendo por no escoger mejor sus amistades. Hacía tiempo que había descubierto que discutir con Jan era como
hacerlo con un bloque de granito, sólo que éste último solía mostrar algo más de interés por su interlocutor, así que
se limitó a volver a ponerse la camisa y contemplar cómo Janice contaba pasos de forma bastante teatral. Haciendo
girar la brújula sobre su cinta, Jan le hizo ese gesto tan familiar con que quería decir "sígueme", aunque en el
diccionario de Mel se traducía más bien como "te voy a enterrar en tantos problemas que necesitarás una pala para
volver a la superficie". En esta ocasión, incluso cabía la posibilidad de que fuese literal.
Poco rato y varias zancadas después, llegaron hasta un grupo de rocas y vegetación ya en cotas más altas de la
montaña. Janice se acercó hasta allí en dos saltos y se afanó en desplazar una de las rocas ante una impávida Mel,
que consideraba de mala educación molestar a gente ocupada, especialmente a escorpiones y serpientes. En un par
de minutos, una sudorosa y exultante Janice había conseguido abrir un agujero lo suficientemente grande como para
que tanto ella como su mejor amiga se metiesen con toda comodidad en la boca del lobo.
El descenso no fue tan duro como Mel había previsto, por la sencilla razón de que cuando cayó, lo hizo sobre Janice.
Mientras la arqueóloga expresaba su opinión sobre las damas del sur de forma bastante colorida, Melinda se levantó
con toda la dignidad que pudo y, recogiendo del suelo la linterna de Jan, contempló admirada el lugar en que se
encontraba. Dentro de la enorme cavidad natural que ocupaba una buena parte de la base de la montaña, el palacio
de Biblos, perfectamente conservado, se mostraba en todo su esplendor. Columnas policromas trepaban hacia el
techo, entrelazándose y exhibiendo estilizados jeroglíficos. Enormes bloques de piedra formaban bóvedas, corredores
y, conjugándose armónicamente con las paredes de roca, en una arquitectura tan ajena a cualquier cosa que
hubiese visto antes que hacía imposible pensar que pudiese haber sido concebida por mentes humanas, arcadas y
frisos se entretejían sobre su cabeza.
Jan, a su lado, cargó su arma y retiró el seguro. Ella ya había visto parte de la edificación cuando bajó la primera
vez y, a pesar de estar convenientemente impresionada frente al tesoro arqueológico ante ellas, no había olvidado
que no eran las únicas visitantes de aquel improvisado museo. La mujer se adelantó y golpeó con el reverso de la
mano el hombro de Mel, empujándola hacia atrás.
–Quédate detrás de mí. –le ordenó a la mujer morena que todavía observaba en trance los alrededores.
–Y si aparece alguien, ¿qué hago?
–Cualquier cosa, salvo esconderte en una cesta.
–¿Cestas? ¿Qué tienen que ver las cestas con todo esto?
–Déjalo. Cosas de arqueólogos. –Dicho esto, Janice bajó el foco de la linterna y lo cubrió con una media luna de
cartón de forma que se viera lo justo para no tropezar. No era cuestión de marcar su presencia en el lugar con
fuegos artificiales. Al menos aún no.
Una media hora después y sin evidencia de la presencia de otro ser humano en el lugar, aún vagaban por los
pasillos y salas del palacio. Melinda se paraba ocasionalmente a mirar éste u otro friso o pórtico antes de ser
literalmente arrastrada por Covington, que marchaba en piloto automático hacia lo que Mel consideraba claramente
15. una trampa.
–Janice, ¿tienes idea de adónde nos dirigimos? –preguntó la sureña apartando la vista de una columna
particularmente interesante. Al menos más interesante que el tiroteo que esperaba encontrarse más adelante.
–A por Croftstar, claro.
"Claro". Conteniendo el impulso súbito de contestarle que, de haber esperado cinco minutos más en la suite del
Imperial, hubiesen tenido Croftstar de sobra sin necesidad de tanta molestia, Mel pasó a la siguiente pregunta
lógica.
–¿Y si no está aquí, Jan? Esto parece desierto.
–Melinda: si él dijo que estaría en el palacio de Biblos, estará aquí.
"Estupendo" pensó Mel, "buen momento para recuperar la fe en la naturaleza humana".
–Bueno, Jan, a lo mejor se refería a otro palacio de Biblos...
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Janice Covington giró los ojos hacia el techo. "¿Qué se puede esperar del tipo de persona que plancha su ropa
interior?" pensó con resignación.
–Mira, Mel, primero exploraremos éste y luego, si quieres, podemos ir a cualquiera de los otros, ¿vale?
Janice se interrumpió porque, en ese preciso momento, descubrió la evidencia que estaba buscando. Un conjunto de
huellas de botas sobre el polvo de la planta. Huellas de botas reglamentarias del ejército alemán dirigiéndose a una
pared de piedra cercana.
Tras acercarse a la pared, la arqueóloga dio un par de vueltas junto a ella y después se detuvo frente a un tramo
aparentemente igual al resto. Sacando de la bota derecha un cuchillo de aspecto bastante siniestro que hizo que Mel
comprendiese el por qué del estado habitual de sus calcetines, Janice marcó con la hoja los contornos de lo que
parecía ser un bloque aislado de la pared. Notando que en el suelo no había marcas diferentes a las botas, apoyó la
espalda contra el bloque y, empujando con todas sus fuerzas, consiguió desplazar un poco la piedra. Mel, resignada,
la ayudó hasta que abrieron un paso a la sala contigua. Jan entró rápidamente, mientras Melinda se quedaba atrás
examinando los jeroglíficos sobre el bloque.
–Jan, no sé si deberíamos seguir, esto parece una maldición de lo más peculiar...
–Oh, ¿algo así como "ojalá vivas en tiempos interesantes"?
–No, más bien comenta de forma bastante detallada cómo evitar que lo hagas.
–Shhh. –indicó la mujer. – Oigo algo ahí delante.
"Por una vez, no estaría de más que oyese algo aquí atrás..." pensó la sureña que, no obstante, obedeció
inmediatamente. Melinda comprobó con sorpresa que Jan había apagado la linterna y, sin embargo, se veía bastante
mejor que antes. Observando la sala frente a ellas desde el rincón en penumbra en que se encontraban, notó que
los pocos rayos de sol que se filtraban desde el techo se habían magnificado mediante espejos de metal bruñido
situados en posiciones estratégicas. En los haces de luz bailaban motas de polvo de cientos de años de antigüedad.
–Mira, Mel... –susurró Janice señalando. – ¿Sabes lo que significa?
–¿Que si estornudo me matas?
Jan torció las comisuras de los labios en una sonrisa sin humor.
–Aquí no hay viento, así que no puede hacer mucho rato que quien quiera que sea ha pasado por aquí.
Mel se encogió de hombros, sin saber con seguridad si Janice consideraba eso una buena o una mala noticia.
Un poco más adelante, el suelo parecía iluminarse desde abajo. Las losas se acababan para dar paso a una rejilla de
celosías que permitía el paso a lo que parecía ser la luz rojiza de un buen número de antorchas. Jan indicó a Melinda
que se quedase atrás y, acercándose al borde del área iluminada, apoyó con suma precaución ambas palmas sobre
la celosía más cercana. Empujó suavemente al principio y luego con más fuerza hasta quedar satisfecha de la
solidez de la planta. Entonces se arrastró sobre el vientre hasta lo que le pareció una posición aceptable y acercó los
ojos al hueco más cercano. Varios metros más abajo, a la luz de cuatro gigantescas lámparas de carbón suspendidas
del techo, poco más de una docena de nazis contemplaba sin inmutarse como un grupo de individuos enfundados en
túnicas escarlata se afanaba en tareas de lo más diverso, como dibujar símbolos arcanos sobre el suelo o disponer
artefactos varios alrededor de un sarcófago de piedra negra. Si se esforzaba, la arqueóloga incluso podía escuchar lo
que estaban diciendo...
–Jan, mira esta piedra. Tiene unos jeroglíficos de lo más...
–¡Cállate Mel! –la interrumpió con su tono más cortante.
Janice Covington podía manejar un setenta por ciento de las conversaciones de su vida con combinaciones de menos
de diez palabras. Melinda, demasiado acostumbrada a ello como para sentirse herida, se acercó tranquilamente a la
16. piedra y se esforzó en desplazarla hasta una posición en que pudiese leerla cómodamente a la escasa luz del recinto.
Desdichadamente, su concepto de comodidad no coincidió en absoluto con el del escorpión que dormitaba
pacíficamente bajo dicha piedra y que, espontáneamente, decidió compartir su malestar con la enorme figura que
acababa de desmantelar su vivienda. No había contado, sin embargo, conque aquella figura, aparentemente
indefensa, se pudiese mover tan deprisa.
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Janice, a punto de explotar, se giró con cautela para acallar el grito de Mel cuando la vio aproximarse en carrera
hacia ella. Demasiado asombrada como para reaccionar a tiempo, abrió y cerró la boca varias veces, intentando
decir algo razonable como "Mel, este suelo no va a aguantar tu peso", pero todo lo que pudo gritar antes de que las
losas se derrumbaran bajo los pies de la sureña fue algo así como "¿¡Te has vuelto loca!?". Acto seguido y en piloto
automático saltó como un felino hacia el hueco donde un segundo antes se encontraba Melinda Pappas, al tiempo
que liberaba el látigo de su costado. Ante el impacto de su cuerpo y el peso añadido de la sureña, el suelo comenzó
a temblar peligrosamente, pero Janice estaba demasiado ocupada para preocuparse por ello. Tenía una sola
oportunidad y la aprovechó: el látigo se enroscó con un ruido seco en torno a la muñeca de Melinda, convirtiéndose
en lo único que se interponía entre ella y el suelo, una decena de metros más abajo. Como aliciente a una situación
ya de por sí bastante complicada, el alboroto no había pasado desapercibido para el grupo de la planta inferior, que
ahora enfocaba una linterna a la oscilante mujer. La arqueóloga trató de tirar con todas sus fuerzas para devolver a
su amiga a terreno relativamente seguro, pero el siniestro crujido de las losas en que se encontraba apoyada la
convenció de que no era buena opción. Ahora algunos soldados comenzaban a apuntar hacia Melinda y los hombros
comenzaban a dolerle por la carga. La parte analítica de la mente de Janice se planteó el problema en formato
métrico: algo más de dos metros de látigo más casi un metro ochenta de estatura de Mel a deducir de la caída total
daban una distancia aproximada de unos ocho metros al suelo y ahora, en lugar de caer descontroladamente,
Melinda lo haría en pie. Probablemente se lastimara un poco, pero no se haría nada grave y, al menos, no sería un
pato de feria para los fusiles nazis. La parte emocional de la arqueóloga, sin embargo, se aferraba al puño del látigo
como si fuese su posesión más valiosa. Antes de que Jan consiguiese llegar a un acuerdo con su esquizofrenia, una
bala silbó junto a ella levantando parte de la celosía y sobresaltándola lo suficiente como para que se le escapara el
látigo de las manos. Bajo ella, Mel cayó en una trayectoria perfectamente recta y levantó una nube de polvo al
impactar contra el suelo. Jan contuvo la respiración unos momentos hasta comprobar que su amiga se incorporaba,
un tanto aturdida, entre el revuelo de los alemanes.
Melinda miró a su alrededor. Lo último que recordaba con claridad era el escorpión. Después todo ocurrió demasiado
rápido y, como recordatorio, le quedaba una quemadura en la muñeca donde aún estaba enrollado el látigo de Janice
y un dolor intenso en el tobillo derecho. Por lo demás, no estaría mal del todo si no fuese por el grupo de hombres
armados que avanzaba decididamente hacia ella. Tras volver a colocarse sus maltrechas gafas, pudo percibir con
nitidez la esvástica en sus uniformes. Cuando el primero del pelotón se acercó unos pasos, Mel oyó claramente el
silbido de una bala sobre su cabeza y percibió el punto de impacto por la minúscula explosión de polvo que provocó
en el firme. El hombre la hubiese percibido de forma mucho más íntima de no haberse apartado de un salto hacia
atrás cuando alguien gritó al notar por un segundo el brillo en el rifle de Janice allá arriba. Un segundo disparo
estalló a los pies del individuo hasta que tomó la sabia decisión de retirarse unos pasos al tiempo que el resto de los
soldados. Algunos de ellos, haciendo gala de una iniciativa superior al instinto de conservación, abrieron fuego hacia
el punto donde se había encontrado la mujer. El hecho de que se encontrasen perfectamente bien iluminados y al
descubierto frente al objetivo móvil y en penumbra que era en ese momento Janice Covington, no hizo mucho por
sus aspiraciones y poco más de un minuto después, el número de soldados en pie se había reducido en tres.
De repente, un individuo alto, envuelto en una capa oscura se abrió paso entre el grupo. Mucho antes de que se
retirara la capucha, Jan sabía que se trataba de Crofstar.
–Pero, ¿qué tenemos aquí? Janice querida, no tenías que haberte molestado. –gritó hacia ninguna parte en
particular. Janice se limitó a gruñir una maldición en un tono inaudible. – Y te has traído compañía. –continuó
mientras señalaba a Mel sin interés aparente en acercársele. – ¿Qué tal si hacemos un trato? El corazón de Osiris
por tu amiguita.
Jan trató de ganar algo de tiempo mientras pensaba desesperadamente en una forma de sacar de allí a Melinda. En
una pieza, preferiblemente.
–Me conoces Crofstar. ¿Qué te hace pensar...? –gruñó con una voz una octava demasiado grave para resultar
convincente. – ¿...Qué me importa lo que hagas con ella?
–Janice, querida... –rió el hombre en su perfecto acento de Oxford. – la has traído contigo, ¿no?
Ante la falta de respuesta de la arqueóloga, Crofstar levantó la mano derecha y media docena de fusiles apuntaron a
la desconcertada Melinda, que sólo pudo decir algo como "Ay, madre". Lo siguiente que oyó fue el ruido sordo del
rifle de Janice al impactar contra el suelo. Cuando el revolver de la arqueóloga se unió a éste, los hombres de
Crofstar le enviaron una cuerda. Janice descendió por ella y cubrió los últimos metros con un salto bastante más ágil
que el de su compañera. A pesar de encontrarse presuntamente desarmada, Mel comprobó con cierta nota de
orgullo que no menos de seis hombres la mantenían contínuamente encañonada. Crofstar, tras apartar de una
patada el rifle y hacerse con el revolver de la mujer, se aproximó a ella con pasos firmes y extendió la mano.
–El corazón.
Melinda se agitó un poco.
–¡Por favor! ¿No creerá que Janice es tan estúpida como para haber traído hasta aquí el amuleto? –declaró con
satisfacción. La expresión de la arqueóloga hizo que su entusiasmo se cortase de raíz.
De mala gana, Covington rebuscó en los bolsillos interiores de su chaqueta de cuero y, con una mueca, le depositó
17. en la palma el colgante. No se molestó en negociar la libertad de Mel a cambio; sabía que el hombre nunca cumpliría
su parte. En el momento en que concluyó la transacción, Croftstar golpeó a la mujer en la nuca con la culata de su
propia arma. El último pensamiento consciente de Jan fue cómo se las arreglaría Melinda sin ella.
07. APOCALIPSIS
NOW.
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Una media hora después, Melinda se las arreglaba bastante bien, si obviaba el hecho de encontrarse en un palacio
subterráneo, atada a una columna junto a su inconsciente compañera de correrías y en compañía de un puñado de
locos con faldas. Por lo demás, nadie le había hecho daño. Es más, ni siquiera le habían prestado mucha atención.
Mel no podía ver a Janice desde la posición en que se encontraba, pero percibía ligeramente el aroma dulzón de la
sangre, así que no se hacía muchas ilusiones sobre la posibilidad de que su amiga se soltara inesperadamente de la
cuerda, eliminara a los malos de un par de tiros y la sacara de la pesadilla en que se había convertido su vida en
estos últimos días. La única esperanza que les quedaba era que ella misma consiguiese soltarse. Mel contuvo una
carcajada amarga ante la posibilidad pero, no obstante, a pesar del dolor en su magullada muñeca derecha,
comenzó a forcejear con las cuerdas.
El grupo de encapuchados se había reunido en círculo en torno al sarcófago negro y ahora estaban concentrados en
un extraño cántico. Mel era buena con las lenguas escritas, pero tenía un ligero problema con los acentos. En
cualquier caso, estaba casi segura de que no usaban árabe ni griego, ni cualquier otra cosa que le sonase familiar.
Lo que sí había notado es que el cántico iba in crescendo y que no debía quedar mucho tiempo para la apoteosis
final, consistiese en lo que consistiese.
Por más que lo intentaba, no estaba teniendo mucho éxito con las cuerdas, así que trató de palpar los laterales de la
columna en un intento de encontrar algo que pudiese serle de utilidad, como un bombardero, por ejemplo. Melinda
apoyó la espalda contra la columna y desplazó ambos brazos hacia abajo tanto como le permitieron sus ataduras. Si
alargaba los dedos hacia abajo, podía rozar el polvo del suelo, pero nada más. Sin embargo, alargándolos hacia
atrás, palpó algo duro de cuero. La mujer tardó unos segundos en reconocer el talón de las botas de Janice.
Aparentemente, la habían atado en una postura bastante más incómoda que la suya: de rodillas y con las muñecas
sujetas firmemente a los tobillos. Sólo por si acaso, claro. Mel sintió una punzada de compasión por los calambres
que experimentaría Janice si salían de ésta, pero inmediatamente se concentró en estirarse un poco más, hasta
rozar el borde de las botas. Con un último esfuerzo, consiguió hacerse con el puñal que un rato antes había visto a
la arqueóloga guardar por allí. Ahora sólo era cuestión de sacarlo sin que se le cayera y sin que su mejor amiga
tuviese que tirar a la basura todos sus calcetines del pie izquierdo.
Frente a Melinda, el sarcófago comenzó a brillar con una luz azulada mientras Croftstar agitaba un báculo sobre él
de acuerdo a un intrincado patrón. A estas alturas, ya nadie miraba hacia ellas. Tras una maniobra bastante torpe y
varios arañazos, Melinda sostuvo el puñal contra las cuerdas y comenzó a cortar. En las películas siempre parecía
más fácil. A sus espaldas, Jan gimió algo ininteligible mientras ella trataba desesperadamente de darse prisa.
Presentía que iba a ocurrir algo bastante desagradable. Incluso para los laxos estándares de su amiga. Para cuando
consiguió debilitar lo suficientemente las cuerdas, Janice Covington ya estaba lo suficientemente recuperada como
para soltarse de un tirón seco. Todos los hombres de Croftstar estaban ahora absortos contemplando a éste,
envuelto en un resplandor indefinible.
Mientras Melinda se sacudía el polvo de la ropa, la arqueóloga se levantó sigilosamente y, acercándose por la
espalda al soldado más cercano, sacó con extrema suavidad la luger de su cartuchera. Tras retroceder unos pasos,
le quitó el seguro con un click seco. Crofstar brillaba cada vez más y del amuleto en su mano izquierda partía una
corriente de energía azulada que envolvía el sarcófago negro. Su canto alcanzó un tono imposiblemente agudo y de
repente...
¡¡¡BANG!!!
Crofstar contempló con estupor el agujero de su mano derecha, allí donde solo un instante antes se encontraba el
ankh. El amuleto ya no era más que una colección de fragmentos sobre el suelo y el cordón umbilical de energía que
lo unía al sarcófago se había cortado bruscamente. Frente a él, al fondo de la sala, la arqueóloga, con las piernas
separadas para conseguir mejor estabilidad, giraba tranquilamente la luger sobre el gatillo.
–Jamie, chico... –sonrió la mujer. – deberías cuidar donde pones las manos.
–¡¡Estúpida mujer!! –gritó un histérico Crofstar. – ¡El hechizo ya estaba lanzado! ¡Sólo has conseguido destruir lo
único que me otorgaba control sobre ellos!
–¿Ellos? –preguntó Melinda desde su habitual segundo plano en las secuencias de acción.
De repente, el suelo comenzó a temblar. Lenguas de energía estallaron en todas direcciones, impactando contra las
polvorientas losas a lo largo de toda la habitación. En los puntos de impacto, la piedra saltó en mil pedazos
levantando una espesa nube gris que enturbió la estancia. Cuando el polvo se fue depositando, una miríada de
formas cadavéricas comenzaron a dibujarse por todas partes.
–Ellos. –sentenció Janice mientras contemplaba a su alrededor la primera oleada del ejército de muertos vivientes
que el reich había solicitado a Crofstar. Momias putrefactas y esqueletos amarillentos blandiendo corroídas lanzas o
18. espadas se acercaban con letales intenciones a las formas vivas de la estancia.
Melinda y Janice, algo más apartadas del foco de la manifestación, contemplaron con fascinación y horror los vanos
esfuerzos de los soldados y acólitos de Croftstar por detener a las criaturas. Las balas apenas retrasaban su
imparable avance y su destreza con las destartaladas armas que portaban estaba acabando concienzudamente con
los pocos hombres que habían reunido el valor necesario para plantarles cara.
–¡Janice, la salida! –la voz de Melinda sacó a la arqueóloga del trance en que se encontraba con el tiempo justo de
observar impotente como Croftstar, bastante más rápido que sus infortunados seguidores, escapaba de la sala y
sellaba la puerta desde el otro lado. Jan no se molestó en ir a comprobarlo; Crofstar era concienzudo y sabía
positivamente que no habría manera de abrirla. En cualquier caso, el ejército de las tinieblas casi había acabado su
macabra tarea y ahora se concentraba en ellas.
–¡Toma esto, Mel!
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Jan le arrojó uno de los fusiles que los soldados habían abandonado en su huida y, al tiempo que retrocedía, disparó
contra la cabeza de la criatura más próxima. La bala voló parte de ésta y un segundo impacto concluyó el trabajo. Si
bien la decapitada momia no detuvo su avance, ahora se movía sin dirección prefijada e incluso constituía un
estorbo para sus compañeras. Jan agitó el brazo en un arco descendente murmurando un "¡Bien!" cuando la pila de
cadáveres vivientes embarazosamente amontonados alcanzó la decena. Desgraciadamente, tras otra tanda de
disparos, la luger enmudeció. Jan desbloqueó desapasionadamente el cargador vacío y se giró hacia Melinda.
–El fusil. –dijo extendiendo la mano.
–Errrr...
–¿Qué demonios has hecho con él? –exclamó la arqueóloga, furiosa al notar que no lo llevaba en ninguna parte
visible.
–Creí que pretendías que disparara yo... y como no sé hacerlo... y pesaba... y me estorbaba para correr...
–¿Qué clase de persona puede tirar un fusil en mitad de un maldito baile de zombies sólo porque "pesaba"? –gritó la
mujer mirando al cielo y girando teatralmente sobre sí misma.
–Jesús dijo "Bienaventurados los mansos"... –recitó Melinda con ese aire suyo de colegiala de escuela parroquial.
–... Porque llegarán condenadamente pronto al reino de los cielos. –sentenció Janice arrojando con fuerza la pistola
descargada por encima del hombro de la mujer al ver a una momia un tanto desgastada terriblemente interesada en
su espalda.
Jan no se molestó en averiguar si la cara de horror de Mel se debió a la luger que pasó a toda velocidad junto a su
rostro, al ruido seco del arma al impactar sobre la cabeza de la criatura o a su improvisada reescritura del Nuevo
Testamento. Estaba demasiado ocupada intentando conservar intactas todas las partes de su anatomía mientras un
esqueleto le ofrecía unas clases de esgrima. Tras esquivar un par de acometidas y comprobar que no le iba a
conceder el tiempo necesario para conseguir otra arma, Janice fintó a la derecha un ataque en arco frontal y,
cuando el ser la sobrepasó, le descargó con todas sus fuerzas un codazo en la cabeza. El cráneo se desprendió y fue
a parar a los pies de la arqueóloga, que le endosó alegremente una patada. Mientras, a cuatro patas, el cuerpo
intentaba infructuosamente recuperar la pieza perdida, dos nuevas momias armadas aparecieron a la carrera. Jan
saltó sobre la criatura decapitada, desmantelándola definitivamente, y se interpuso entre Melinda y los recién
llegados.
–¡Mel! ¡La espada! –gritó sin atreverse a girarse mientras las momias se apresuraban con precaución, pero
inexorablemente. Con más eficacia de la que Janice esperaba, la sureña le depositó inmediatamente en la mano un
objeto alargado y la arqueóloga se encontró deteniendo la primera acometida con un fémur de aspecto destartalado
que crujió lastimeramente al contacto con el metal.
–Es esa cosa alargada con un extremo que corta, encanto. –gruñó Janice asestándole una buena patada en el tórax
a su rival. Cuando la criatura bajó la guardia para recuperar el equilibrio, Janice la golpeó en la cabeza con un
perfecto giro de cintura. – ¡Homeround! –exclamó con satisfacción mientras la cabeza, desprendida del tronco,
trazaba un larguísimo arco.
–¿Qué?
–Es igual. Dame eso. –Jan se hizo con la espada que Melinda sostenía como si de una serpiente se tratara y
comprobó con desaliento que estaban rodeadas y un auténtico ejército de cosas se abalanzaba sobre ellas.
–¿Piensas batirte con todas? ¿Te has creído que eres Douglas Fairbanks?
Janice Covington ponderó sus posibilidades, echó una mirada a los alrededores y, retrocediendo, cogió a Mel por la
cintura.
–¿Cuánto pesas?
Cuando la expresión de la sureña le dio a entender que no sólo no iba a recibir respuesta sino que era peligroso
seguir por ahí, la mujer murmuró "tendrá que aguantar" y, de un sólo tajo, cortó la cuerda que sostenía una de las
enormes lámparas del techo al tiempo que la mantenía sujeta con el otro brazo. El peso de la lámpara al
precipitarse contra el suelo dio un tirón tan violento a la cuerda que sólo por pura fuerza de voluntad consiguió
19. Janice mantenerse sujeta durante el ascenso. En cuanto a Melinda, un instinto de conservación de varios miles de
años hizo que se las arreglara sola para mantenerse junto a Janice en el viaje.
Instantes después, la lámpara impactaba contra el suelo en medio de un violento estruendo, esparciendo brasas
ardientes que hicieron presa de un buen número de momias demasiado lentas para su propio bienestar. Jan y Mel,
tras algunas sacudidas, quedaron suspendidas a algo más de ocho metros de altura, a apenas seis metros de la
abertura por la que la sureña había caído anteriormente y de la que aún colgaba la cuerda por la que había
descendido la arqueóloga.
–Cógete bien. –ordenó la mujer y, sin mediar más palabra, se impulsó con las piernas hasta que la cuerda comenzó
a balancearse en un arco cada vez más largo. Una vez alcanzó una distancia razonable a la cuerda inmóvil, Janice
saltó al vacío y consiguió aferrarse a ésta. El techo crujió peligrosamente. – ¡Aguanta un poco! –gritó a su amiga
mientras se encaramaba a la abertura.
–¿No te parece que ya te he aguantado bastante? –gimoteó la sureña mientras observaba la dantesca escena que se
desarrollaba bajo sus pies.
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Tras una rápida escalada, Janice se encontraba de nuevo sobre las celosías y, aguzando la vista en la penumbra,
pudo confirmar sus sospechas. Obviamente, las enormes lámparas no podían estar suspendidas de algo tan frágil
como el delicado enlosado. Gruesas vigas de piedra maciza surcaban el suelo a lo largo de toda la habitación y
servían de sujeción a las argollas que sostenían las lámparas y, por el momento, a la oscilante sureña. Jan se
arrastró hasta la viga más cercana con todo el cuidado de que era capaz para no agravar la ya precaria situación del
suelo. Una vez encaramada a dicha viga, tras unos cálculos rápidos, pateó con fuerza la losa que creyó que podía
estar sobre Melinda, esperando que no estuviese justo – sobre – Melinda.
La sureña no pareció muy contenta cuando una loseta entera pasó casi rozándola, pero se animó un poco cuando
Janice, esta vez sobre suelo firme, consiguió izarla hasta la planta superior. Media hora después, aún deshacían su
camino a la carrera hacia la entrada que habían utilizado. De repente, Janice se detuvo en seco.
–Bajamos por aquí.
–No puede ser Janice. No hay ninguna cuerda.
–Te digo que fue por aquí. Puedes comprobar las huellas, si no me crees ... –La arqueóloga se interrumpió al
comprobar un tercer juego de huellas junto a las suyas. Mucho antes de escuchar la voz a sus espaldas, supo de
forma visceral quién era el dueño de aquellas botas.
–Se acabó el juego, Covington. –Janice se volvió a cámara lenta y enfocó a Croftstar, que sujetaba a Melinda contra
su cuerpo a modo de escudo, a la vez que apuntaba un revolver – su revolver – contra la cabeza de la sureña.
–Debí haberte volado la cabeza, Crofstar. –escupió Janice señalando su destrozada mano derecha, que estaba
dejando un reguero de sangre sobre la camisa de la mujer. – Pero supuse que no la echarías en falta.
–Pues salvo que quieras que comprobemos si tú echarías en falta a tu amiguita, te recomiendo que sueltes tus
armas.
–Jan, ¡NO! –Mel fue rápidamente silenciada con una sonora bofetada que hizo que la arqueóloga apretase los
dientes.
–Jamie, tú estás apuntándole con mi revolver. Estoy desarmada.
–Claro, doctora Covington, pero evitémonos sorpresas. Ese cuchillo... –Janice, sin mediar palabra, lo arrojó con
desgana a sus pies. –... y el látigo, querida. –La mujer lo soltó de su costado y lo sostuvo unos segundos. Sabía que
era lo único que mediaba entre ella y la bala que la enviaría definitivamente al infierno. Antes de que Croftstar
tuviese tiempo de reiterar su amenaza a Melinda, el látigo ya estaba en el suelo.
Croftstar se deshizo de la sureña de un violento empujón y apuntó cuidadosamente a Janice.
–No puedo decir que haya sido un placer haberte conocido, Covington, pero en este caso la despedida lo
compensará. Au revoir.
Janice cerró los ojos y apretó los puños con fuerza, esperando el impacto. Sin embargo, tras la explosión, que
pareció mucho más fuerte de lo que sonaba desde el otro lado del arma, el tiempo pareció ralentizarse hasta que se
dio cuenta de que la bala no iba a llegar. Preguntándose como era posible que Crofstar hubiese fallado a esa
distancia, abrió los ojos incrédula sólo para encontrarse el cuerpo del hombre en el suelo. El arma le había estallado
en la mano y se había llevado por delante buena parte de la cara en el proceso.
–¡¿Qué demonios...?! –De repente recordó a Melinda y corrió a su lado. La mujer se encontraba bastante bien,
dadas las circunstancias. Janice mantuvo su cuerpo en todo momento entre ella y el cadáver desfigurado de
Croftstar. – Vamos, hay que salir de aquí.
–Me gustaría saber cómo... Croftstar arrancó la cuerda...
–Créeme, no te gustará saberlo. –repuso la arqueóloga mientras la empujaba hacia el fondo de la caverna.
20. 08. EPÍLOGO.
Un buen rato después, ambas se secaban bajo el sol del atardecer junto a la laguna por la que acababan de emerger
a la superficie. Mientras comprobaba el motor del jeep, Janice consiguió dar con la pregunta que llevaba tiempo
rondando por su cabeza y giró sobre los talones para mirar a su amiga, que había conseguido, inexplicablemente,
que sus ropas no sólo pareciesen más limpias, sino también recién planchadas.
–Melinda, no es que me queje, pero... ¿tienes alguna idea de por qué mi mejor revolver estalló espontáneamente en
manos de Croftstar? –preguntó de repente.
–Errr... no, ninguna idea. –contestó la sureña ruborizándose hasta las orejas.
–Me- lin- da.
–Bueno, euh, el otro día la dejaste sobre la mesa. Y estaba tan sucio que yo...
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–¡Melinda! ¿Has lavado mi revolver?
–Bueno, algo de agua y jabón no pueden hacer ningún daño...
–Has. Lavado. Mi revolver. –repitió la arqueóloga incrédula y, en opinión de Mel, un tanto rencorosa.
–Tendrías que haber visto cómo estaba por dentro...
–...
–... Y toda esa grasa...
–...
–Y por cierto, Jan...
–¿?
–El año que viene, me conformaré con unas flores.
Janice no dijo nada más mientras el jeep se alejaba hacia el sol poniente, dejando atrás en su pétrea tumba el
palacio de Biblos y su guardia de espectros.
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FIN
TU OPINIÓN EN EL FORO