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MIRADA SENTIMENTAL A LA NOVELA ESPAÑOLA
                         Rafael del Moral
           Universidad de Relaciones Exteriores (MGIMO)
                     Moscú, 3 de abril de 2003




Queridos colegas, queridos estudiantes:

      Me gustaría poder hablar y hablar con tintes sentimentales so-
bre lo que ha sido la novela española en este siglo que se acaba de
extinguir, y me sentiría unas veces extasiado, otras irritado, y otras
indignado con lo que ha sucedido en los últimos años en España por-
que concibo la novela como la expresión literaria más capaz de en-
volvernos en ese extraño e incomparable placer estético de la litera-
tura.

      No me voy a ocupar, según he creído entender en este encargo,
de la novela como contexto lingüístico para el enriquecimiento léxico,
morfológico y sintáctico del estudiante de español. Creo que los pro-
fesores de esta universidad conocen, con precisión meridiana, los


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medios, las publicaciones y los procedimientos didácticos, que tuve a
oportunidad de oír en boca de la profesora Irina Guseva en una de
sus comunicaciones a la Asociación Europea de Profesores de Espa-
ñol. Parece más útil concentrarme en los textos narrativos y sus men-
sajes. Con las limitaciones que imponen los principios de esta charla,
que son el tiempo y la opinión, necesariamente he de ser subjetivo
en las valoraciones.

      Leemos porque nos produce placer. También produce placer
comer, conversar, viajar, contemplar un paisaje... pero a ninguno de
éstos se parece el placer de la lectura. Si hubiera que compararlo con
alguno de los goces del hombre creo que se parece mucho a ese
mundo mágico que proporciona el estado de enamorados, tal vez el
único que puede superar, en algún momento, el placer y la emoción
de una buena lectura. Y digo que el estado de la mujer o del hombre
que se ha imbuido en un libro es muy parecido al del hombre o la
mujer atrapados por el amor porque se despierta el lector o el ena-
morado pensando en él o en ella, que son sus personajes, o donde
dejó el día anterior la conversación con él o con ella. Goza pensando
en sus argumentos, o en él o en ella, mientras comparte las repetiti-
vas tareas diarias, se compara con ellos, o con él o con ella, mientras
va hacia el autobús. En cuanto encuentra un momento abre el libro, o
la foto de ella o de él, y sigue leyendo. Y cuando descubre, por ejem-
plo, lo ininteresante que es la reunión a que ha sido convocado, bus-
ca la manera de oír hablar a los otros sin hacer más caso que a él o a
ella, que está en su pensamiento casi como si estuviera en carne y
hueso, concentrado en lo que acaba de leer. Todo lo llena, todo lo
abarca. Y se complace en la idea de volver a casa, o de acudir a la ci-
ta, o de sentarse en el sillón y volar de nuevo con su enamorada o
lectora imaginación sin importarle su dependencia de nada ni de na-
die. Se asocia con los actos del día en estado de embeleso, de hechi-
zo o de abstracción según los casos. Reduce su dieta alimenticia por-
que la carencia la suple su amor o su lectura y disminuye las horas de
sueño, que menguan hasta las mínimas para alargar hasta el máximo
los momentos en que se recrea el pensamiento pensando en él, en


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ella o en la lectura. Y se ha sentido feliz todos los minutos del día gra-
cias a ese mundo interior, que es donde está la felicidad, ese mundo
ajeno a presiones, tensiones, humillaciones, arrogancias, despechos y
demandas, ajeno a las estúpidas exigencias de la vida diaria.

     La gran diferencia entre el lector y el enamorado es que el esta-
do del segundo está, según dicen los psicólogos, limitado por los
veinte meses que dura y según dicen las estadísticas por el par de ve-
ces que se produce en la vida.

     Los libros, a diferencia del amor, pueden durar más. Digamos
que también duran más si se recuerdan con cariño. Si se recuerdan
con rencor o si se olvidan, no sirven de nada.

      Pero los libros, los buenos libros, las novelas, las grandes nove-
las, quedan en la memoria, entran en nosotros como entra el oxíge-
no, los respiramos aunque no sepamos que existen, aunque no se-
pamos lo que son. Flotan en el aire, en el ambiente, en el sentir co-
lectivo ajustados a nuestra manera de ser, incluso a nuestra ideolo-
gía. Aunque no nos demos cuenta, viajamos a veces con un conduc-
tor de autobús unamuniano, nos cruzamos con un tendero que lee a
Pérez de Ayala, o con un fontanero que se complace en repetir los
versos de Bécquer.

       Cuando empecé a redactar el libro que yo había llamado Diccio-
nario crítico de la novela española, me sentí obligado a recordar y re-
visar las lecturas de toda mi vida. Y las tuve que actualizar reconstru-
yendo esos asuntillos destacados para conseguir mi mejor comenta-
rio, que no es, claro está, en abstracto, la mejor consideración. Y me
ha pasado como a aquella señora casquivana que había perdido su
juventud, y su primera madurez, y su segunda edad y la tersura de su
piel, y las formas, y la apostura y casi todo lo que ahora tanto se pon-
dera en la nueva sociedad que adora los veinte años y la talla treinta
y seis como se adora a un dios provisional. Y la señora se complacía
en reuniones y tertulias en contar una y mil veces y hasta la saciedad


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sus aventuras amorosas, y solo por recodarlas sentía ella que las re-
sucitaba, que las vivía de nuevo. Ese es el placer que producen los li-
bros, el regusto de hablar de ellos. No sólo los libros de ficción, sino
cualquier libro. La lectura y deleite de un libro nos eleva ante el mun-
do. Cualquier cosa que veamos o experimentemos tiene más sentido
para quienes se muestran capacitados en sondeos y peripecias por
ese mundo mágico interior de la lectura. Alcanzamos ese estado gra-
cias a la facilidad para erigirnos en intérpretes únicos de lo leído y pa-
ra adaptarlo a nuestro modo de ser o a lo que nos venga en gana,
que eso, al fin y al cabo, a nadie le importa. Con la lectura mitigamos
la soledad y evitamos oír a esa persona que ya no tiene nada que de-
cirnos, y reparamos en nuestro mundo interior que, bien manipula-
do, puede elevamos a un podium de optimismo, de refinamiento, de
reafirmación, de estabilidad, un mundo del que somos dueños y se-
ñores absolutos y que permanece libre a todo atentado exterior, y
también interior porque el lector clásico, el lector permanente, no
está entre los individuos de riesgo depresivo.

      Por eso, por ese mundo interior que proporciona la lectura, y
por otros asuntos, nada ni nadie puede superar al crítico que todos
llevamos dentro, nada ni nadie puede colocarse por encima de nues-
tra condición de lector, nada ni nadie puede superarnos como críticos
de nosotros mismos.

     Pero se presenta un fantasma… ¿Qué leer? La pregunta tiene
algunas variantes: ¿Qué leemos? ¿Leemos lo que nos dicen que lea-
mos? ¿Es nuestro mejor consejero el amigo o la amiga? ¿Nos deja-
mos llevar por lo que dicen los periódicos...?

      Encuentro que la manera de elegir nuestras lecturas tiene los
siguientes inconvenientes:

     En primer lugar, antes o después acabamos por aceptar lo que
vemos en las librerías o en la publicidad más o menos explícita, o nos
dejamos influir por los comentarios de los críticos. Están éstos casi


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siempre sometidos a mil y un condicionantes como circunstancias de
aparición, editorial, amistad con el autor, consideración que el libro
hace de la propia obra del crítico, publicación en que aparece, etcéte-
ra. Visto todo ello de manera global, al final siempre nos dejamos
aconsejar por los mismos y acabamos por buscar la novela que ellos
dicen que está bien.

       Actuando así no leemos literatura, sino marketing, técnicas de
mercado. Y si no, veamos lo fácil que es sacar a un novelista de la na-
da con el poder de la prensa: Se busca un tipo que redacte, aunque
sea más escribiente que escritor. Que tenga ideas para crear argu-
mentos. Que sea buen comunicador, un poco atractivo, un poco ele-
gante, no demasiado. Que caiga bien a la gente. Que sea más humil-
de que orgulloso, aunque lo segundo tiene cura, y también un poco
altivo. Que sus novelas se entiendan a la primera, pero después de
hacer superar al lector medio una pequeña dificultad que halague su
capacidad, que ennoblezca su ego, que satisfaga su descubrimiento y
al mismo tiempo que quede encantado de haberse conocido... Luego
hay que hablar constantemente del autor en las páginas de crítica de
los periódicos, que son muchas y variadas, con dos tipos de publici-
dad: la pagada, con foto; y la gratuita, con el comentario de los que
dicen estar preparados para tal fin... Y ya tenemos novelista... Y ya se
puede vender el libro a granel en los grandes almacenes... Al fin y al
cabo muchos lectores están deseando que se le indique lo que sea
porque a todo le sacan partido. Son los lectores compulsivos, los que
necesitan un refugio constante para meter la cabeza entre las pági-
nas y se dejan aconsejar por las novedades, porque creen que lo
clásico, lo antiguo, ya no puede decirles nada.
       Creo, en segundo lugar, que aunque no se debe ceder a las mo-
das tampoco hay manera digna de desbrozar la avalancha de publica-
ciones. Casi todos los libros que han tenido un éxito inmediato al po-
co tiempo han desaparecido de las librerías. Muchos que han nacido
sin la devoción de las masas, sin embargo, han echado raíces después
y se han convertido en clásicos. Por poner un ejemplo, que de éstos
hay muchos, en el año 1962 apareció un libro llamado Cuando Alfon-


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so era rey. El autor era un tal Alejandro Núñez Alonso y el libro fue
éxito comercial, el número uno en ventas de aquel año, y también un
ladrillo insufrible, para entonces y para ahora. Pocos fijaron su aten-
ción en una novela de aquel mismo año que hoy es clásica: Tiempo
de silencio de Luis Martín Santos.

      Muchos lectores creen, en tercer lugar, que hay pocas diferen-
cias entre dos tomos de hojas encuadernadas, y se consideran fraca-
sados si no terminan un libro que por consejo, al azar o por error han
empezado, incluso hay grandes lectores que actúan así, con una in-
fundada estética o moral enormemente respetuosa con los bloques
de hojas. Habría que reivindicar una serie de derechos para el lector:
el derecho a alimentar el fuego de la chimenea con los libros que nos
han hecho caer en la trampa; el derecho a jugar al lanzamiento de
hojas encuadernadas por la ventana con el propósito de hacerlas lle-
gar hasta el cubo de la basura; el derecho a abandonar en cuanto
sentimos defraudados, que nos están tomando el pelo; el derecho a
saltar las páginas; el derecho a decirle a la gente a voz en grito que
aquello es una estupidez aunque los lectores, que somos muy mira-
dos, demasiado respetuosos con la letra impresa, muchas veces
hayamos considerado lo contrario; el derecho a ofender mentalmen-
te o en voz alta al escritor o a la escritora y a la editorial; y el derecho
a compensar el engaño con una sonora ofensa al responsable del li-
bro, algo así como “qué Dios lo confunda” pero con el énfasis que
cualquiera de nosotros sabría ponerle al relacionarlo, por ejemplo,
con la fidelidad conyugal.

      Tenemos la necesidad de armarnos de valor ante los ataques
publicitarios de editoriales, de periódicos, de críticos estirados, de
amigos pedantes y de gente que acostumbra a aconsejar lo que más
ennoblece su ego, y de otros derroteros y vericuetos que pueden lle-
varnos por los pobres y miserables caminos de la literatura, que tam-
bién los tiene. De esa amenaza nadie está libre.




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Hay gente que para saber cuándo está ante un buen libro pro-
cura no emocionarse, aunque sí dejarse llevar y esperar, esperar a
ver cómo soporta la segunda lectura. Los que superan esa segunda
prueba se convierten en los grandes libros amigos. Y la soportan mu-
chos menos libros de los que parecen. Dicen de los buenos escritores
que siempre leían los mismos libros. Y eso creo que sucede con la no-
vela, la mejor es la que se lee dos veces, y la segunda lectura produce
más placer que la primera. Cuanto más se sabe de un libro, más se
sabe apreciar.

     Lo fantástico, lo mágico, lo extraordinario es que no sabemos
por qué unas novelas funcionan, encajan en el lector y otras no. Por
mucho que nos empeñemos es imposible establecer criterio alguno
porque los criterios del arte son tan etéreos y mágicos como el pro-
pio oficio del artista. No lo sabemos ni lo sabremos mientras el arte
sea arte.

           "La novela – dice Baroja en sus memorias - es un saco
     donde cabe todo y en el que lo único importante es acertar a dar
     el tono que cada obra requiere. Puestos a reflexionar - es decir,
     en teoría - muy pocas cosas son indispensables en una buena
     novela; pero, de hecho, conseguir una buena novela es dificilísi-
     mo."

     Para mucha gente estas palabras del gran novelista son indis-
pensables para entender el concepto de novela, sus artes seductivas.

     Pero que nadie se tome tan en serio esto de la narrativa... Todo
es tan verdad y mentira como la vida misma, y tampoco nos pode-
mos tomar en serio la vida... es tan sutil... Y también lo es todo estu-
dio demasiado riguroso y formal de las obras.




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LAS SEIS ÉPOCAS DE LA NOVELA

      Nuestra lengua ha llegado con sus épocas, modas e influencias a
los seis siglos de uso en prosa narrativa. Y nuestros antepasados y
nosotros mismos hemos coincidido en la intención de contar, aunque
no siempre por los mismos motivos ni con los mismos fines.

      Yo diría que hay seis momentos claves en la prehistoria e histo-
ria de la novela española.

      1. El primero está diluido por toda la Edad Media y da muestra
de esa necesidad de narrar, de contar, de gozar las historias. No im-
porta tanto lo que se cuenta, que también, sino la manera de contar-
lo, de entenderlo, de interpretarlo, y por eso nos seguimos deleitan-
do con títulos tan extemporáneos como los Milagros de Nuestra Se-
ñora de Gonzalo de Berceo porque por encima de su adscripción reli-
giosa, que hoy entiende mucha menos gente, queda lo permanente:
la humanidad de sus personajes, lo que de universal en el tiempo y
en el espacio había en ellos. Algo parecido descubrimos también en
los cuentos de El Conde Lucanor de don Juan Manuel y en nuestro
romancero, ejemplo para la humanidad toda de cómo condensar una
inmensa anécdota.

      2. El segundo gran momento de la historia de las historias en
lengua castellana no lo marca la aparición de una novela, pero sí de
algo que se parece mucho: La Celestina, obra decisiva en el arte de
contar en español. Comprendo que para muchas personas La Celes-
tina sea ese libro inaguantable que los profesores mandan leer en
clase. No hay nada peor para odiar un libro que academizarlo. La tra-
gicomedia de Calisto y Melibea, sin embargo, nos dejó claro cómo
hay que hacer hablar a un personaje para desnudarlo ante nosotros.

     3. El tercer gran momento de nuestra historia de la novela es la
aparición de El Lazarillo de Tormes en 1554. Saben los entendidos en
estos asuntos que El Lazarillo, con su desequilibrio, con sus minúscu-


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los tratados y a pesar de ser un libro probablemente inacabado, está
en la génesis de la novela moderna.

      4. El cuarto momento, y el decisivo, corresponde al de la novela
que más vueltas ha dado por la humanidad. Apareció en Madrid a
principios del siglo XVII. Nada hay comparable a ella, nada se le acer-
ca, nunca se ha discutido, a nadie ha defraudado su lectura. Fue tan
aclamada en su aparición como hoy. De ella dijo Luis Rosales: Nadie
que lea el Quijote sigue siendo la misma persona.

      5. El quinto momento dio paso a ese tipo de novela que ahora
nos gusta leer, esa novela que ya no corresponde a una moda, sino a
vivencias, al reflejo de nuestra sociedad, y que nació a mitad del siglo
XIX, en 1849. La primera de aquellas se llamaba La Gaviota y la había
escrito una mujer con nombre muy español, Cecilia, y apellido
alemán, Böhl de Faber, por eso se refugió con un seudónimo, Fernán
Caballero, pero dejó abiertas las puertas para la época más brillante
de la novela española: Galdós, Clarín, Valera, Pereda...

     6. El sexto momento clave es mucho más reciente y por tanto
mucho más discutible, pero no deja de tener su interés. Es el momen-
to en que España se incorpora a las técnicas narrativas que ya habían
causado furor en Europa, y como se hace necesaria una fecha, bien
podría ser ésta la de la publicación de Tiempo de Silencio en el año
1962.

      Las características, a mi entender, de la producción narrativa en
la España de los últimos se diluye en la abundancia de publicaciones;
se confunde con la polarización de las críticas, tan poco preparadas
para fiarse de ellas; se anega en el dominio de la prensa; se dulcifica
en la artificiosidad de los temas; se pierde en la ausencia de com-
promiso social y se aleja, al fin, de los problemas cotidianos. Eviden-
temente comparto y acepto la opinión del lector que no ha encon-
trado estos principios que he enumerado el libro o los libros que ha
tenido la oportunidad de frecuentar.


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Con esas ideas que he desarrollado, con estos principios que he
citado, con la vieja formación universitaria y con una amplia colec-
ción de torpes y menos torpes fichas de lectura y algunas reflexiones
más sobre temas tan atractivos nació el libro del que hoy tengo el
gusto de hablar, el que acabó con el título de Enciclopedia de la nove-
la española. Una vez abonado el terreno, solo hacía falta que cayera
la semilla apropiada, y ésta llegó en la primavera de 1994 mientras
paseaba al azar por la legendaria y madrileña cuesta de Claudio Mo-
yano. Me encontré por entonces con un libro llamado Diccionario del
cine español que informaba por orden alfabético de una excelente
colección de películas: fechas, argumentos, críticas, temas y actores...
aquello colmaba mis exigencias. A veces me he imaginado un libro y
al poco tiempo me lo he encontrado hecho. Algo así pasaba con
aquél: una información simple, ordenada, sistemática y lejana a ese
saber enciclopédico tan lleno de tomos como vacío de lo que uno an-
da buscando. Por entonces estaba a punto de dejar de ser traductor
de libros de cine para la editorial Akal, y si aquel libro sobre películas
me entusiasmaba tanto era porque llevaba años buscando datos tan
ordenados y dispuestos para el lector.

      Aquella misma tarde, entre el Paseo del Prado y Cibeles, me fui
convenciendo de que muchos lectores agradecerían que alguien
hiciera aquello mismo para la novela, y de que esa persona, a falta de
otra interesada, bien podía ser yo. Ya se sabe lo fácil que es conven-
cerse a sí mismo cuando uno tiene mucho interés en darse la razón.
Nos transformamos en ingenuos héroes de nosotros mismos, es ver-
dad, pero esa misma falacia nos da fuerzas para emprender nuestras
empresas. Por entonces no podía imaginarme los raros caminos que
iba a recorrer mi obra.

      Dos días después ya había preparado un borrador de proyecto
sin ninguna esperanza, y antes de que se enfriara la idea me presenté
en la editorial Verbum que por entonces se interesaba por mis borra-
dores. Me preparé unas pequeñas frases persuasivas y su efecto no
tuvo nada que ver con el que produjo en el editor, pero él quedó


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convencido. A los pocos días firmé el contrato aunque no por las ra-
zones que yo había creído defender, sino porque Verbum imaginó
que solo tenía la intención de hacer un librito razonablemente exten-
so que recordara los asuntos fundamentales de las obras. Unos años
después me dijo el editor que lo había embaucado con aquel “puñe-
tero libro de cine”, en clara referencia al error que creía haber come-
tido al aceptarlo.

      La fuente principal de información para las novelas aquí expues-
tas, como digo, fueron mi colección de fichas de lectura. Pero eran
tan desiguales, tan ajustadas a las variaciones de la voluntad y el de-
seo de los años en que habían sido redactadas que más que libro co-
herente era un concierto de desatinos. Cuando recordamos algo que
hemos escrito hace tiempo tendemos a idealizarlo, a olvidarnos de
los errores. Solo la actualización de la lectura nos devuelve a la reali-
dad. Había grandes diferencias entre las fichas redactadas en los años
universitarios y las posteriores, y no existía ninguna uniformidad en
los comentarios, sino que éstos eran unas veces muy elogiosos, por-
que así lo había sentido yo en su momento, y otros reprochablemen-
te despectivos. Por probar posibilidades quise empezar por incluir al-
gunas citas de los críticos más importantes y aquello embrolló el pro-
yecto de tal manera que estuve a punto de abandonarlo.

      Las primeras entradas fueron un mar de confusiones. Me centré
en Baroja, que de esto sabe mucho, para sondear las posibilidades
del sistema. Y di muchas vueltas hasta encontrar el esquema que he
repetido en todo el libro, y también el criterio básico que consiste en
conceder a mis comentarios, que es como conceder a mis lectores,
una extensión proporcional a la que otorgan los críticos, y prescindir
incluso de aquellas novelas que no han merecido su atención, aun-
que yo hubiera sentido un especial afecto hacia ellas.

     El libro entonces avanzó a un ritmo endiablado, muy superior al
que suponía. La fuerza me venía del placer de redactar, de ese placer
tan comparable a la lectura, yo diría que el mismo que se obtiene de


                                                                            11
la lectura, salvo que es más exigente con la postura del cuerpo, nada
más que con la postura del cuerpo, porque ni se puede escribir recos-
tado, ni tampoco los viajes en metro proporcionan muchas facilida-
des. Me iba al ordenador en cuanto me levantaba de la misma mane-
ra que uno se despierta con el deseo de dar continuidad a la novela
que dejó de leer el día anterior cuando le entró sueño, o con el mis-
mo deseo que uno se acerca a la cocina cuando tiene hambre o, co-
mo decía Jean Renoir de su padre el pintor de manera un tanto áspe-
ra y tal vez desagradable pero ilustrativa, decía el famoso director de
cine que su padre Claude Renoir se acercaba a su taller de pintor con
la misma naturalidad y aspiración que iba a orinar todas las mañanas.

      Sin habérmelo propuesto me había convertido en un trapero
del tiempo, en un coleccionador de minutos para el libro, y pensaba
en mis novelas como si fueran lo más importante del mundo, lo único
que me interesaba hacer, lo único de que me gustaba hablar, aunque
no siempre coincidiera con el deseo de mi familia y mis amigos. Me
había aislado sin quererlo en un ambiente que me impedía pensar en
otra cosa que no fueran mis fichas de novelas. Convertida en mi acti-
vidad favorita, solo vivía por y para el libro, y mis días más felices no
eran sino los que más horas dedicaba a mi juego. La propensión a la
lectura, al análisis, a la búsqueda de datos y a la redacción se veía
alentada por las páginas que iban apareciendo y el ánimo que al leer-
las me comunicaban mis tres o cuatro amigos consejeros. Algo pare-
cido en intensidad y dedicación les sucedió a mis sobrinos cuando les
regalaron la videoconsola.

      Un día la editorial Verbum me hizo saber que no estaba prepa-
rada para publicar una obra tan extensa y me recomendó que pre-
sentara los originales a otra editorial. Planeta los aceptó: Menos mal
que está hecho, - me dijeron - . Nunca se nos ocurriría encargarle a
nadie una cosa así.” Evidentemente exageraban. Luego la editorial,
que vive de las ventas y no de la complacencia en los libros tan boni-
tos que publican o en el premio que otorgan, me pidió, con la elegan-
cia que caracteriza a este mundo, que añadiera novelas que, ajenas a


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mi atención, habían sido éxito de ventas de la editorial. Yo sé que casi
nunca esas novelas famosas coinciden con las que admiro. Parecía
lógico que los nuevos propietarios de mi manuscrito quisieran incluir
sus fondos editoriales, y también que yo dijera que no, que el libro
estaba listo… Pero la seducción se cuece lenta y pronto cedí a sus
demandas. Fue el día que llegó a mi domicilio un enorme paquete
que contenía varias decenas de novelas con el sello de Planeta.

       Os decía al principio que había mucho de subjetivo en mis apre-
ciaciones, pero que inicié la redacción de la Enciclopedia de la novela
española pensando que era más intérprete que autor, y esa fue mi
intención. Solo después fui descubriendo mi inevitable imparcialidad.
Al fin y al cabo no hay nada ecuánime en la vida, apenas dos o tres
cosas... y tampoco. Es tan difícil ser un buen crítico como repartir jus-
ticia. La justicia, dicho con brevedad sentenciosa, no existe. Conside-
ramos justo lo que nos conviene. Si una araña se alimenta con una
mosca –el ejemplo es de Baroja – el hecho es tan justo para la araña,
que necesita alimentarse, como injusto para la mosca, que desearía
legítimamente subsistir. Y no es necesario poner ejemplos de la vida
española de los últimos años porque los unos y los otros describen
como justos e injustos los mismos hechos casi por las mismas razo-
nes. Por eso mismo creo que la crítica ni es justa ni injusta, ni puede
serlo, es sencillamente crítica, es decir nada, o, dicho de otra manera,
tan interesante como puede ser el chisme que una vecina cuenta a
otra sobre una tercera ausente. Y omitiré decir si aquellos comenta-
rios están a favor o en contra.

      Y como estamos lejos de lo justo, y por tanto de lo objetivo, me
voy a permitir hacer una subjetiva e injusta lista de diez novelas es-
pañolas, de diez libros de los que no defraudan, aunque podrían
hacerlo por muchos motivos, generalmente extraliterarios. Diez
obras que tanta gente ha considerado de las grandes. Me someto así
la terrible crítica que estos asuntos suscitan, pero consciente de mi
provocación, de mi intención de clasificar novelas como si fueran pe-
pinos, o coches de lujo, que es lo que se lleva, y refugiado, amparado,


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en lo que otros críticos sugirieron durante muchos años, tal vez acon-
sejados por lo que habían oído decir a los lectores.

     No utilizo un orden categórico, sino alfabético, para mitigar la
imprudencia.

      1
      Le corresponde así el primer lugar a Amadís de Gaula, una no-
vela que tuvo como crítico excepcional a uno de los mejores escrito-
res del mundo, a Miguel de Cervantes, cuando en el capítulo VI del
Quijote la libró de la quema. Solo por eso merecería el privilegio.

      2
      Me permito citar en segundo lugar y gracias al orden alfabético
y muy lejos en el tiempo de la anterior, a Cinco horas con Mario. Por
su lenguaje, por su punto de vista y por la manera de entender el to-
no de una novela, ese que decía Baroja, y por la manera de dejarnos
ver que al fin y al cabo no hay asuntos más importantes que los pe-
queños asuntos de todos los días.

       3
       Aunque muchos no lo ven así, quiero citar también La Colmena
de Camilo José Cela. Hay lectores que no pueden evitar cuando leen
el libro de nuestros contemporáneos ver la cara, los gestos y los di-
chos de su autor. Algo así les pudo ocurrir también a los contem-
poráneos de Quevedo y Cervantes, que tampoco gozaron de grandes
simpatías en su época. Creo, no obstante que La colmena está entre
las grandes, entre esas obras que soportan dos, tres y más lecturas.

      4
      Fortunata y Jacinta, y sigo el orden citado, pertenece a esa do-
cena de novelas de la humanidad que no defraudan. Y digo bien de la
literatura universal, y no solo de la española. El incansable Galdós
dejó aquí su obra maestra.




                                                                         14
5
      Un espacio también para el Guzmán de Alfarache, un espacio
que debe compartir con la otra gran novela picaresca, con El lazarillo
de Tormes, aunque solo sea por el dominio que nuestros escritores
tuvieron del género.


      6
      No puedo evitar la cita, y aquí tampoco voy a coincidir con mu-
chos de los que me oyen, de Pepita Jiménez, ese magistral relato de
Juan Valera, una vez más conseguida gracias al tono, a la proximidad
de las palabras, a una inflexión, a un deje que fue incapaz de recupe-
rar el autor en el resto de su producción literaria, al menos a mi jui-
cio.

       7
       Ni una sola palabra además de las dichas para el siguiente títu-
lo, El Quijote.

      8
      Un lugar de honor para La Regenta, modelo de modelos, y
dignísimo ejercicio narrativo se abra por donde se abra.

      9
      Tirano Banderas ha recibido diversas consideraciones y críticas
por parte de sus lectores. No puede decirse que sea una novela al
uso. Sucede con Tirano Banderas algo parecido a las consideraciones
y pareceres que recibe un cuadro de la época de la abstracción: se le
tiene un gran respeto y deferencia, pero a la hora de identificar sus
valores no se sabe por qué. Eso pasa con el derrocamiento de Santos
Banderas, el dictador de Valle-Inclán, el personaje que abrió el cami-
no para tantas y tantas novelas de la dictadura en Hispanoamérica.
Nos dejará tal vez una impresión amarga, pero nunca indiferentes.




                                                                          15
10
      La Voluntad es mi título último. Supo dejar aquí Azorín toda una
filosofía de la existencia como quien no quiere la cosa, con la sencillez
del paso de los días, con la normalidad de quien está contando pe-
queñas anécdotas.

      Evidentemente esto no es más que una falsa lista, una lista que
sirve para el juego, para el placer de recordar, de recrear, de encon-
trarnos amparados con nuestros grandes e incondicionales amigos
literarios: con Ana Ozores y el mundo provinciano de Vetusta que la
ahoga, un mundo que es también el nuestro, y con Frígilis, ese ciuda-
dano casi anónimo y su silencio, su modesta vida que encierra la vida
más recta de los vetustenses, viene a decir Clarín dándonos así la
gran lección de humildad, de integridad ante la vida; con Dulcinea, la
mujer más bella del mundo y de todas las épocas porque su belleza
solo está en la imaginación, porque nunca aparece en las páginas del
Quijote, aunque Sancho Panza pretenda describirla como una des-
cuidada aldeana, una aldeana cuya belleza ha sido alterada por los
magos enemigos; con el humilde Sancho Panza que nos enseña que
no hace falta ir a las universidades para conocer la vida, para armarse
de criterios, para entender lo que somos. Claro que Sancho Panza
tiene uno de los mejores maestros, un hombre que no ve la vida co-
mo es sino como quiere verla, o como los demás quieren que la vean,
que es como hay que ver la vida.

     Y por citar algunos personajes más, no precisamente de los in-
condicionalmente populares, recordemos a la tía Tula de Unamuno,
la mujer abnegada que se muestra incapaz de vencer su lucha interna
que se refugia en lo que no quiere hacer frustrando en secreto su vi-
da

     Con tantos personajes incondicionales amigos nuestros, perso-
najes cuyas conductas nos sirven permanentemente de referencia, a
veces de modelo a imitar, a veces de modelo a evitar. Y qué decir de


                                                                            16
Mario, el marido de Carmen, el gran ausente, el gran personaje de la
literatura del siglo XX, el hombre admirado por su manera de ser a
través de los reproches que su mujer le hace desde su imaginación en
Cinco horas con Mario, precisamente el día de su muerte. Andrés
Hurtado en El árbol de la ciencia llega a convencernos del absurdo de
la vida, del inevitable destino. Y menos mal que un poco después de
llegar al final descubrimos que aquello era solo una novela, ni más ni
menos que una novela. Y recordemos también a Máximo Manso de
El amigo Manso de Galdós. Cuantos consejos nos da en sus páginas,
cuantas lecciones, cuantos ejemplos de modestia...

       Y esta lista podría ser interminable en busca de numerosas
charlas sobre tantos y tantos amigos nuestros: Angel Guerra, en su
novela homónima de Galdós; o el también galdosiano Gabriel Araceli
de los Episodios Nacionales; o Amadís, modelo entre los modelos, y
Oriana, la mujer más intensamente amada de la literatura; Eulalia y
Germán en Retahílas de Carmen Martín Gaite; el ubicuo y polivalente
J. B. de Torrente Ballester; Alvaro Mendiola en busca de sus Señas de
identidad; la habilísima molinera de El sombrero de tres picos de
Alarcón; el Marqués de Bradomín en las Sonatas de Valle-Inclán; Pío
Cid de Ángel Ganivet en La conquista del reino de Maya y Los traba-
jos del infatigable creador; Teresa Serrat y Manolo el Pijoaparte en
Últimas tardes con Teresa y tantos y tantos otros que con su sola
evocación nos llenan de recuerdos.

      Y daré fin a estos pensamientos con un principio que es, a mi
juicio, el que más ennoblece la novela, el que la hace más nuestra, el
que la justifica, el que le da razón de ser: todos nosotros, todos los
que estamos aquí somos narradores, autores de narraciones. Somos
narradores de un tipo de novela que escapa al control editorial y que
queda reservada al privilegio y goce de unos pocos. Todos nosotros
contamos continuamente historias, o las oímos con mayor o menor
pasión y nos interesamos por ellas por las mismas razones que nos
interesamos por la novela: porque quien nos la cuenta es amigo
nuestro, porque nos interesan los protagonistas, o porque admira-


                                                                         17
mos el modo de hablar de alguien. Ese es el esquema, los procedi-
mientos y andamios de la literatura, y no otros.

      Nuestro sistema social descansa en esas historias más o menos
breves, más o menos noveladas, más o menos enriquecidas en la rea-
lidad, más o menos adornadas con la ficción... Historias son las que
nos cuentan nuestros allegados, las que oímos brevemente en la ra-
dio o las que nos dan en las noticias de televisión, todas ellas matiza-
das con el énfasis que quienes las cuentas quieren poner en ellas,
que es lo mismo que sucede en la novela. Estas fábulas son cada vez
más breves porque en esta vida de locos que llevamos nos interesa
que las historietas empiecen y terminen y no queden a medias. Por
eso nos gusta más como narran las noticias en una cadena de televi-
sión o en la otra, aunque sean las mismas, según nuestras preferen-
cias y gustos.

      Todos somos un poco narradores cuando nos dedicamos a
hablar de lo que hemos visto u oído, de lo que hemos soñado o ima-
ginado y algunas veces también de lo que nos ha sucedido, y lo
hacemos con una pasión que es tan intensa en la mujer que cuenta a
la vecina lo sucedido en la pescadería a la vuelta del mercado como
en el último cuento de Gabriel García Márquez. Algo parecido sucede
también, aunque el contenido sea distinto, en el tono y pasión con
que un hincha del atlético de Madrid le cuenta a otro con énfasis
cómo se ha lesionado el zaguero, tan esencial en el esquema del
equipo.

      Somos narradores por naturaleza, somos recreadores de peri-
pecias con tantos estilos como personas cuentan sus cosas. En gran
medida todos pertenecemos al mismo oficio, al de contar, al de oír-
nos. Y que nadie diga que narramos fielmente los hechos, porque es
imposible: nadie sabe exactamente cómo son los hechos, porque es
ilusorio no inventar, como hace el novelista, o añadir algo, o modifi-
car, aunque solo sea con palabras, lo que creíamos real. Incluso
cuando vivimos un episodio, lo revivimos casi al mismo tiempo pen-


                                                                           18
sando en cómo o cuándo lo vamos a contar, y cuando lo contamos de
nuevo, poseedores ya de la historia, nos adueñamos también de los
hechos, los organizamos en nuestra mente impulsados por el natural
instinto de libertad que tiene el hombre, lo contamos teñido de nues-
tro estilo y con el deseo de que hubiese ocurrido así.

      Visto de esta manera hemos de saber que llevamos un narrador
dentro, que somos artistas de la palabra, que sabemos que en el uso
de ese arte nos gusta más oír a un tipo de gente que a otra, y, con
menor exigencia, contar las cosas a un tipo de gente y no a otras. Vi-
vimos un hecho, propio o ajeno, porque nos lo han contado. Lo re-
cordamos y lo organizamos en nuestra mente, que es otra forma de
narración, y luego lo contamos, y si tenemos que repetirlo, nos adap-
tamos al oído de quien lo oye añadiendo o evitando los episodios
más o menos secundarios. Eso es lo que hace también Goya cuando
capta la realidad en sus escenas, elige los momentos que le interesan
para colmarlos de mensaje. Y también lo que hace Cervantes al reco-
ger la vida misma en dos personajes con un oficio que ya no tiene
que ver con la vida misma. Y con nuestro diario oficio de narradores
nosotros debemos ser nuestros propios críticos porque bien mirado
la vida misma es un cuento, un largo cuento.

       El libro que he escrito es también una estirada colección de
cuentos largos. Lo he escrito con la intención de que sirva al lector
que quiere recordar lo leído, cuando falle la memoria para poner en
su lugar lo que en algún momento estuvo. Ya decía Plantón que los
libros acabarían con los esfuerzos de la memoria y éste contribuye a
ello, a recordar, a servir como el cajón de las fichas que no hicimos en
su día, a servir de archivador del dato urgente.

      Un libro en el que debe estar permitido discrepar, corregir,
añadir, quitar o modificar en función de nuestra propia crítica, de
nuestra propia peripecia como lectores, de nuestros propios inter-
eses, que al fin y al cabo son los únicos que han de servir para nave-
gar en el mágico mundo de la lectura. Muchas gracias.


                                                                           19
Conferencia auspiciada por la publicación de Enciclopedia de la
novela española, Barcelona, Planeta, 1999.




                                                                       20

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MIRADA SENTIMENTAL A LA NOVELA ESPAÑOLA

  • 1. MIRADA SENTIMENTAL A LA NOVELA ESPAÑOLA Rafael del Moral Universidad de Relaciones Exteriores (MGIMO) Moscú, 3 de abril de 2003 Queridos colegas, queridos estudiantes: Me gustaría poder hablar y hablar con tintes sentimentales so- bre lo que ha sido la novela española en este siglo que se acaba de extinguir, y me sentiría unas veces extasiado, otras irritado, y otras indignado con lo que ha sucedido en los últimos años en España por- que concibo la novela como la expresión literaria más capaz de en- volvernos en ese extraño e incomparable placer estético de la litera- tura. No me voy a ocupar, según he creído entender en este encargo, de la novela como contexto lingüístico para el enriquecimiento léxico, morfológico y sintáctico del estudiante de español. Creo que los pro- fesores de esta universidad conocen, con precisión meridiana, los 1
  • 2. medios, las publicaciones y los procedimientos didácticos, que tuve a oportunidad de oír en boca de la profesora Irina Guseva en una de sus comunicaciones a la Asociación Europea de Profesores de Espa- ñol. Parece más útil concentrarme en los textos narrativos y sus men- sajes. Con las limitaciones que imponen los principios de esta charla, que son el tiempo y la opinión, necesariamente he de ser subjetivo en las valoraciones. Leemos porque nos produce placer. También produce placer comer, conversar, viajar, contemplar un paisaje... pero a ninguno de éstos se parece el placer de la lectura. Si hubiera que compararlo con alguno de los goces del hombre creo que se parece mucho a ese mundo mágico que proporciona el estado de enamorados, tal vez el único que puede superar, en algún momento, el placer y la emoción de una buena lectura. Y digo que el estado de la mujer o del hombre que se ha imbuido en un libro es muy parecido al del hombre o la mujer atrapados por el amor porque se despierta el lector o el ena- morado pensando en él o en ella, que son sus personajes, o donde dejó el día anterior la conversación con él o con ella. Goza pensando en sus argumentos, o en él o en ella, mientras comparte las repetiti- vas tareas diarias, se compara con ellos, o con él o con ella, mientras va hacia el autobús. En cuanto encuentra un momento abre el libro, o la foto de ella o de él, y sigue leyendo. Y cuando descubre, por ejem- plo, lo ininteresante que es la reunión a que ha sido convocado, bus- ca la manera de oír hablar a los otros sin hacer más caso que a él o a ella, que está en su pensamiento casi como si estuviera en carne y hueso, concentrado en lo que acaba de leer. Todo lo llena, todo lo abarca. Y se complace en la idea de volver a casa, o de acudir a la ci- ta, o de sentarse en el sillón y volar de nuevo con su enamorada o lectora imaginación sin importarle su dependencia de nada ni de na- die. Se asocia con los actos del día en estado de embeleso, de hechi- zo o de abstracción según los casos. Reduce su dieta alimenticia por- que la carencia la suple su amor o su lectura y disminuye las horas de sueño, que menguan hasta las mínimas para alargar hasta el máximo los momentos en que se recrea el pensamiento pensando en él, en 2
  • 3. ella o en la lectura. Y se ha sentido feliz todos los minutos del día gra- cias a ese mundo interior, que es donde está la felicidad, ese mundo ajeno a presiones, tensiones, humillaciones, arrogancias, despechos y demandas, ajeno a las estúpidas exigencias de la vida diaria. La gran diferencia entre el lector y el enamorado es que el esta- do del segundo está, según dicen los psicólogos, limitado por los veinte meses que dura y según dicen las estadísticas por el par de ve- ces que se produce en la vida. Los libros, a diferencia del amor, pueden durar más. Digamos que también duran más si se recuerdan con cariño. Si se recuerdan con rencor o si se olvidan, no sirven de nada. Pero los libros, los buenos libros, las novelas, las grandes nove- las, quedan en la memoria, entran en nosotros como entra el oxíge- no, los respiramos aunque no sepamos que existen, aunque no se- pamos lo que son. Flotan en el aire, en el ambiente, en el sentir co- lectivo ajustados a nuestra manera de ser, incluso a nuestra ideolo- gía. Aunque no nos demos cuenta, viajamos a veces con un conduc- tor de autobús unamuniano, nos cruzamos con un tendero que lee a Pérez de Ayala, o con un fontanero que se complace en repetir los versos de Bécquer. Cuando empecé a redactar el libro que yo había llamado Diccio- nario crítico de la novela española, me sentí obligado a recordar y re- visar las lecturas de toda mi vida. Y las tuve que actualizar reconstru- yendo esos asuntillos destacados para conseguir mi mejor comenta- rio, que no es, claro está, en abstracto, la mejor consideración. Y me ha pasado como a aquella señora casquivana que había perdido su juventud, y su primera madurez, y su segunda edad y la tersura de su piel, y las formas, y la apostura y casi todo lo que ahora tanto se pon- dera en la nueva sociedad que adora los veinte años y la talla treinta y seis como se adora a un dios provisional. Y la señora se complacía en reuniones y tertulias en contar una y mil veces y hasta la saciedad 3
  • 4. sus aventuras amorosas, y solo por recodarlas sentía ella que las re- sucitaba, que las vivía de nuevo. Ese es el placer que producen los li- bros, el regusto de hablar de ellos. No sólo los libros de ficción, sino cualquier libro. La lectura y deleite de un libro nos eleva ante el mun- do. Cualquier cosa que veamos o experimentemos tiene más sentido para quienes se muestran capacitados en sondeos y peripecias por ese mundo mágico interior de la lectura. Alcanzamos ese estado gra- cias a la facilidad para erigirnos en intérpretes únicos de lo leído y pa- ra adaptarlo a nuestro modo de ser o a lo que nos venga en gana, que eso, al fin y al cabo, a nadie le importa. Con la lectura mitigamos la soledad y evitamos oír a esa persona que ya no tiene nada que de- cirnos, y reparamos en nuestro mundo interior que, bien manipula- do, puede elevamos a un podium de optimismo, de refinamiento, de reafirmación, de estabilidad, un mundo del que somos dueños y se- ñores absolutos y que permanece libre a todo atentado exterior, y también interior porque el lector clásico, el lector permanente, no está entre los individuos de riesgo depresivo. Por eso, por ese mundo interior que proporciona la lectura, y por otros asuntos, nada ni nadie puede superar al crítico que todos llevamos dentro, nada ni nadie puede colocarse por encima de nues- tra condición de lector, nada ni nadie puede superarnos como críticos de nosotros mismos. Pero se presenta un fantasma… ¿Qué leer? La pregunta tiene algunas variantes: ¿Qué leemos? ¿Leemos lo que nos dicen que lea- mos? ¿Es nuestro mejor consejero el amigo o la amiga? ¿Nos deja- mos llevar por lo que dicen los periódicos...? Encuentro que la manera de elegir nuestras lecturas tiene los siguientes inconvenientes: En primer lugar, antes o después acabamos por aceptar lo que vemos en las librerías o en la publicidad más o menos explícita, o nos dejamos influir por los comentarios de los críticos. Están éstos casi 4
  • 5. siempre sometidos a mil y un condicionantes como circunstancias de aparición, editorial, amistad con el autor, consideración que el libro hace de la propia obra del crítico, publicación en que aparece, etcéte- ra. Visto todo ello de manera global, al final siempre nos dejamos aconsejar por los mismos y acabamos por buscar la novela que ellos dicen que está bien. Actuando así no leemos literatura, sino marketing, técnicas de mercado. Y si no, veamos lo fácil que es sacar a un novelista de la na- da con el poder de la prensa: Se busca un tipo que redacte, aunque sea más escribiente que escritor. Que tenga ideas para crear argu- mentos. Que sea buen comunicador, un poco atractivo, un poco ele- gante, no demasiado. Que caiga bien a la gente. Que sea más humil- de que orgulloso, aunque lo segundo tiene cura, y también un poco altivo. Que sus novelas se entiendan a la primera, pero después de hacer superar al lector medio una pequeña dificultad que halague su capacidad, que ennoblezca su ego, que satisfaga su descubrimiento y al mismo tiempo que quede encantado de haberse conocido... Luego hay que hablar constantemente del autor en las páginas de crítica de los periódicos, que son muchas y variadas, con dos tipos de publici- dad: la pagada, con foto; y la gratuita, con el comentario de los que dicen estar preparados para tal fin... Y ya tenemos novelista... Y ya se puede vender el libro a granel en los grandes almacenes... Al fin y al cabo muchos lectores están deseando que se le indique lo que sea porque a todo le sacan partido. Son los lectores compulsivos, los que necesitan un refugio constante para meter la cabeza entre las pági- nas y se dejan aconsejar por las novedades, porque creen que lo clásico, lo antiguo, ya no puede decirles nada. Creo, en segundo lugar, que aunque no se debe ceder a las mo- das tampoco hay manera digna de desbrozar la avalancha de publica- ciones. Casi todos los libros que han tenido un éxito inmediato al po- co tiempo han desaparecido de las librerías. Muchos que han nacido sin la devoción de las masas, sin embargo, han echado raíces después y se han convertido en clásicos. Por poner un ejemplo, que de éstos hay muchos, en el año 1962 apareció un libro llamado Cuando Alfon- 5
  • 6. so era rey. El autor era un tal Alejandro Núñez Alonso y el libro fue éxito comercial, el número uno en ventas de aquel año, y también un ladrillo insufrible, para entonces y para ahora. Pocos fijaron su aten- ción en una novela de aquel mismo año que hoy es clásica: Tiempo de silencio de Luis Martín Santos. Muchos lectores creen, en tercer lugar, que hay pocas diferen- cias entre dos tomos de hojas encuadernadas, y se consideran fraca- sados si no terminan un libro que por consejo, al azar o por error han empezado, incluso hay grandes lectores que actúan así, con una in- fundada estética o moral enormemente respetuosa con los bloques de hojas. Habría que reivindicar una serie de derechos para el lector: el derecho a alimentar el fuego de la chimenea con los libros que nos han hecho caer en la trampa; el derecho a jugar al lanzamiento de hojas encuadernadas por la ventana con el propósito de hacerlas lle- gar hasta el cubo de la basura; el derecho a abandonar en cuanto sentimos defraudados, que nos están tomando el pelo; el derecho a saltar las páginas; el derecho a decirle a la gente a voz en grito que aquello es una estupidez aunque los lectores, que somos muy mira- dos, demasiado respetuosos con la letra impresa, muchas veces hayamos considerado lo contrario; el derecho a ofender mentalmen- te o en voz alta al escritor o a la escritora y a la editorial; y el derecho a compensar el engaño con una sonora ofensa al responsable del li- bro, algo así como “qué Dios lo confunda” pero con el énfasis que cualquiera de nosotros sabría ponerle al relacionarlo, por ejemplo, con la fidelidad conyugal. Tenemos la necesidad de armarnos de valor ante los ataques publicitarios de editoriales, de periódicos, de críticos estirados, de amigos pedantes y de gente que acostumbra a aconsejar lo que más ennoblece su ego, y de otros derroteros y vericuetos que pueden lle- varnos por los pobres y miserables caminos de la literatura, que tam- bién los tiene. De esa amenaza nadie está libre. 6
  • 7. Hay gente que para saber cuándo está ante un buen libro pro- cura no emocionarse, aunque sí dejarse llevar y esperar, esperar a ver cómo soporta la segunda lectura. Los que superan esa segunda prueba se convierten en los grandes libros amigos. Y la soportan mu- chos menos libros de los que parecen. Dicen de los buenos escritores que siempre leían los mismos libros. Y eso creo que sucede con la no- vela, la mejor es la que se lee dos veces, y la segunda lectura produce más placer que la primera. Cuanto más se sabe de un libro, más se sabe apreciar. Lo fantástico, lo mágico, lo extraordinario es que no sabemos por qué unas novelas funcionan, encajan en el lector y otras no. Por mucho que nos empeñemos es imposible establecer criterio alguno porque los criterios del arte son tan etéreos y mágicos como el pro- pio oficio del artista. No lo sabemos ni lo sabremos mientras el arte sea arte. "La novela – dice Baroja en sus memorias - es un saco donde cabe todo y en el que lo único importante es acertar a dar el tono que cada obra requiere. Puestos a reflexionar - es decir, en teoría - muy pocas cosas son indispensables en una buena novela; pero, de hecho, conseguir una buena novela es dificilísi- mo." Para mucha gente estas palabras del gran novelista son indis- pensables para entender el concepto de novela, sus artes seductivas. Pero que nadie se tome tan en serio esto de la narrativa... Todo es tan verdad y mentira como la vida misma, y tampoco nos pode- mos tomar en serio la vida... es tan sutil... Y también lo es todo estu- dio demasiado riguroso y formal de las obras. 7
  • 8. LAS SEIS ÉPOCAS DE LA NOVELA Nuestra lengua ha llegado con sus épocas, modas e influencias a los seis siglos de uso en prosa narrativa. Y nuestros antepasados y nosotros mismos hemos coincidido en la intención de contar, aunque no siempre por los mismos motivos ni con los mismos fines. Yo diría que hay seis momentos claves en la prehistoria e histo- ria de la novela española. 1. El primero está diluido por toda la Edad Media y da muestra de esa necesidad de narrar, de contar, de gozar las historias. No im- porta tanto lo que se cuenta, que también, sino la manera de contar- lo, de entenderlo, de interpretarlo, y por eso nos seguimos deleitan- do con títulos tan extemporáneos como los Milagros de Nuestra Se- ñora de Gonzalo de Berceo porque por encima de su adscripción reli- giosa, que hoy entiende mucha menos gente, queda lo permanente: la humanidad de sus personajes, lo que de universal en el tiempo y en el espacio había en ellos. Algo parecido descubrimos también en los cuentos de El Conde Lucanor de don Juan Manuel y en nuestro romancero, ejemplo para la humanidad toda de cómo condensar una inmensa anécdota. 2. El segundo gran momento de la historia de las historias en lengua castellana no lo marca la aparición de una novela, pero sí de algo que se parece mucho: La Celestina, obra decisiva en el arte de contar en español. Comprendo que para muchas personas La Celes- tina sea ese libro inaguantable que los profesores mandan leer en clase. No hay nada peor para odiar un libro que academizarlo. La tra- gicomedia de Calisto y Melibea, sin embargo, nos dejó claro cómo hay que hacer hablar a un personaje para desnudarlo ante nosotros. 3. El tercer gran momento de nuestra historia de la novela es la aparición de El Lazarillo de Tormes en 1554. Saben los entendidos en estos asuntos que El Lazarillo, con su desequilibrio, con sus minúscu- 8
  • 9. los tratados y a pesar de ser un libro probablemente inacabado, está en la génesis de la novela moderna. 4. El cuarto momento, y el decisivo, corresponde al de la novela que más vueltas ha dado por la humanidad. Apareció en Madrid a principios del siglo XVII. Nada hay comparable a ella, nada se le acer- ca, nunca se ha discutido, a nadie ha defraudado su lectura. Fue tan aclamada en su aparición como hoy. De ella dijo Luis Rosales: Nadie que lea el Quijote sigue siendo la misma persona. 5. El quinto momento dio paso a ese tipo de novela que ahora nos gusta leer, esa novela que ya no corresponde a una moda, sino a vivencias, al reflejo de nuestra sociedad, y que nació a mitad del siglo XIX, en 1849. La primera de aquellas se llamaba La Gaviota y la había escrito una mujer con nombre muy español, Cecilia, y apellido alemán, Böhl de Faber, por eso se refugió con un seudónimo, Fernán Caballero, pero dejó abiertas las puertas para la época más brillante de la novela española: Galdós, Clarín, Valera, Pereda... 6. El sexto momento clave es mucho más reciente y por tanto mucho más discutible, pero no deja de tener su interés. Es el momen- to en que España se incorpora a las técnicas narrativas que ya habían causado furor en Europa, y como se hace necesaria una fecha, bien podría ser ésta la de la publicación de Tiempo de Silencio en el año 1962. Las características, a mi entender, de la producción narrativa en la España de los últimos se diluye en la abundancia de publicaciones; se confunde con la polarización de las críticas, tan poco preparadas para fiarse de ellas; se anega en el dominio de la prensa; se dulcifica en la artificiosidad de los temas; se pierde en la ausencia de com- promiso social y se aleja, al fin, de los problemas cotidianos. Eviden- temente comparto y acepto la opinión del lector que no ha encon- trado estos principios que he enumerado el libro o los libros que ha tenido la oportunidad de frecuentar. 9
  • 10. Con esas ideas que he desarrollado, con estos principios que he citado, con la vieja formación universitaria y con una amplia colec- ción de torpes y menos torpes fichas de lectura y algunas reflexiones más sobre temas tan atractivos nació el libro del que hoy tengo el gusto de hablar, el que acabó con el título de Enciclopedia de la nove- la española. Una vez abonado el terreno, solo hacía falta que cayera la semilla apropiada, y ésta llegó en la primavera de 1994 mientras paseaba al azar por la legendaria y madrileña cuesta de Claudio Mo- yano. Me encontré por entonces con un libro llamado Diccionario del cine español que informaba por orden alfabético de una excelente colección de películas: fechas, argumentos, críticas, temas y actores... aquello colmaba mis exigencias. A veces me he imaginado un libro y al poco tiempo me lo he encontrado hecho. Algo así pasaba con aquél: una información simple, ordenada, sistemática y lejana a ese saber enciclopédico tan lleno de tomos como vacío de lo que uno an- da buscando. Por entonces estaba a punto de dejar de ser traductor de libros de cine para la editorial Akal, y si aquel libro sobre películas me entusiasmaba tanto era porque llevaba años buscando datos tan ordenados y dispuestos para el lector. Aquella misma tarde, entre el Paseo del Prado y Cibeles, me fui convenciendo de que muchos lectores agradecerían que alguien hiciera aquello mismo para la novela, y de que esa persona, a falta de otra interesada, bien podía ser yo. Ya se sabe lo fácil que es conven- cerse a sí mismo cuando uno tiene mucho interés en darse la razón. Nos transformamos en ingenuos héroes de nosotros mismos, es ver- dad, pero esa misma falacia nos da fuerzas para emprender nuestras empresas. Por entonces no podía imaginarme los raros caminos que iba a recorrer mi obra. Dos días después ya había preparado un borrador de proyecto sin ninguna esperanza, y antes de que se enfriara la idea me presenté en la editorial Verbum que por entonces se interesaba por mis borra- dores. Me preparé unas pequeñas frases persuasivas y su efecto no tuvo nada que ver con el que produjo en el editor, pero él quedó 10
  • 11. convencido. A los pocos días firmé el contrato aunque no por las ra- zones que yo había creído defender, sino porque Verbum imaginó que solo tenía la intención de hacer un librito razonablemente exten- so que recordara los asuntos fundamentales de las obras. Unos años después me dijo el editor que lo había embaucado con aquel “puñe- tero libro de cine”, en clara referencia al error que creía haber come- tido al aceptarlo. La fuente principal de información para las novelas aquí expues- tas, como digo, fueron mi colección de fichas de lectura. Pero eran tan desiguales, tan ajustadas a las variaciones de la voluntad y el de- seo de los años en que habían sido redactadas que más que libro co- herente era un concierto de desatinos. Cuando recordamos algo que hemos escrito hace tiempo tendemos a idealizarlo, a olvidarnos de los errores. Solo la actualización de la lectura nos devuelve a la reali- dad. Había grandes diferencias entre las fichas redactadas en los años universitarios y las posteriores, y no existía ninguna uniformidad en los comentarios, sino que éstos eran unas veces muy elogiosos, por- que así lo había sentido yo en su momento, y otros reprochablemen- te despectivos. Por probar posibilidades quise empezar por incluir al- gunas citas de los críticos más importantes y aquello embrolló el pro- yecto de tal manera que estuve a punto de abandonarlo. Las primeras entradas fueron un mar de confusiones. Me centré en Baroja, que de esto sabe mucho, para sondear las posibilidades del sistema. Y di muchas vueltas hasta encontrar el esquema que he repetido en todo el libro, y también el criterio básico que consiste en conceder a mis comentarios, que es como conceder a mis lectores, una extensión proporcional a la que otorgan los críticos, y prescindir incluso de aquellas novelas que no han merecido su atención, aun- que yo hubiera sentido un especial afecto hacia ellas. El libro entonces avanzó a un ritmo endiablado, muy superior al que suponía. La fuerza me venía del placer de redactar, de ese placer tan comparable a la lectura, yo diría que el mismo que se obtiene de 11
  • 12. la lectura, salvo que es más exigente con la postura del cuerpo, nada más que con la postura del cuerpo, porque ni se puede escribir recos- tado, ni tampoco los viajes en metro proporcionan muchas facilida- des. Me iba al ordenador en cuanto me levantaba de la misma mane- ra que uno se despierta con el deseo de dar continuidad a la novela que dejó de leer el día anterior cuando le entró sueño, o con el mis- mo deseo que uno se acerca a la cocina cuando tiene hambre o, co- mo decía Jean Renoir de su padre el pintor de manera un tanto áspe- ra y tal vez desagradable pero ilustrativa, decía el famoso director de cine que su padre Claude Renoir se acercaba a su taller de pintor con la misma naturalidad y aspiración que iba a orinar todas las mañanas. Sin habérmelo propuesto me había convertido en un trapero del tiempo, en un coleccionador de minutos para el libro, y pensaba en mis novelas como si fueran lo más importante del mundo, lo único que me interesaba hacer, lo único de que me gustaba hablar, aunque no siempre coincidiera con el deseo de mi familia y mis amigos. Me había aislado sin quererlo en un ambiente que me impedía pensar en otra cosa que no fueran mis fichas de novelas. Convertida en mi acti- vidad favorita, solo vivía por y para el libro, y mis días más felices no eran sino los que más horas dedicaba a mi juego. La propensión a la lectura, al análisis, a la búsqueda de datos y a la redacción se veía alentada por las páginas que iban apareciendo y el ánimo que al leer- las me comunicaban mis tres o cuatro amigos consejeros. Algo pare- cido en intensidad y dedicación les sucedió a mis sobrinos cuando les regalaron la videoconsola. Un día la editorial Verbum me hizo saber que no estaba prepa- rada para publicar una obra tan extensa y me recomendó que pre- sentara los originales a otra editorial. Planeta los aceptó: Menos mal que está hecho, - me dijeron - . Nunca se nos ocurriría encargarle a nadie una cosa así.” Evidentemente exageraban. Luego la editorial, que vive de las ventas y no de la complacencia en los libros tan boni- tos que publican o en el premio que otorgan, me pidió, con la elegan- cia que caracteriza a este mundo, que añadiera novelas que, ajenas a 12
  • 13. mi atención, habían sido éxito de ventas de la editorial. Yo sé que casi nunca esas novelas famosas coinciden con las que admiro. Parecía lógico que los nuevos propietarios de mi manuscrito quisieran incluir sus fondos editoriales, y también que yo dijera que no, que el libro estaba listo… Pero la seducción se cuece lenta y pronto cedí a sus demandas. Fue el día que llegó a mi domicilio un enorme paquete que contenía varias decenas de novelas con el sello de Planeta. Os decía al principio que había mucho de subjetivo en mis apre- ciaciones, pero que inicié la redacción de la Enciclopedia de la novela española pensando que era más intérprete que autor, y esa fue mi intención. Solo después fui descubriendo mi inevitable imparcialidad. Al fin y al cabo no hay nada ecuánime en la vida, apenas dos o tres cosas... y tampoco. Es tan difícil ser un buen crítico como repartir jus- ticia. La justicia, dicho con brevedad sentenciosa, no existe. Conside- ramos justo lo que nos conviene. Si una araña se alimenta con una mosca –el ejemplo es de Baroja – el hecho es tan justo para la araña, que necesita alimentarse, como injusto para la mosca, que desearía legítimamente subsistir. Y no es necesario poner ejemplos de la vida española de los últimos años porque los unos y los otros describen como justos e injustos los mismos hechos casi por las mismas razo- nes. Por eso mismo creo que la crítica ni es justa ni injusta, ni puede serlo, es sencillamente crítica, es decir nada, o, dicho de otra manera, tan interesante como puede ser el chisme que una vecina cuenta a otra sobre una tercera ausente. Y omitiré decir si aquellos comenta- rios están a favor o en contra. Y como estamos lejos de lo justo, y por tanto de lo objetivo, me voy a permitir hacer una subjetiva e injusta lista de diez novelas es- pañolas, de diez libros de los que no defraudan, aunque podrían hacerlo por muchos motivos, generalmente extraliterarios. Diez obras que tanta gente ha considerado de las grandes. Me someto así la terrible crítica que estos asuntos suscitan, pero consciente de mi provocación, de mi intención de clasificar novelas como si fueran pe- pinos, o coches de lujo, que es lo que se lleva, y refugiado, amparado, 13
  • 14. en lo que otros críticos sugirieron durante muchos años, tal vez acon- sejados por lo que habían oído decir a los lectores. No utilizo un orden categórico, sino alfabético, para mitigar la imprudencia. 1 Le corresponde así el primer lugar a Amadís de Gaula, una no- vela que tuvo como crítico excepcional a uno de los mejores escrito- res del mundo, a Miguel de Cervantes, cuando en el capítulo VI del Quijote la libró de la quema. Solo por eso merecería el privilegio. 2 Me permito citar en segundo lugar y gracias al orden alfabético y muy lejos en el tiempo de la anterior, a Cinco horas con Mario. Por su lenguaje, por su punto de vista y por la manera de entender el to- no de una novela, ese que decía Baroja, y por la manera de dejarnos ver que al fin y al cabo no hay asuntos más importantes que los pe- queños asuntos de todos los días. 3 Aunque muchos no lo ven así, quiero citar también La Colmena de Camilo José Cela. Hay lectores que no pueden evitar cuando leen el libro de nuestros contemporáneos ver la cara, los gestos y los di- chos de su autor. Algo así les pudo ocurrir también a los contem- poráneos de Quevedo y Cervantes, que tampoco gozaron de grandes simpatías en su época. Creo, no obstante que La colmena está entre las grandes, entre esas obras que soportan dos, tres y más lecturas. 4 Fortunata y Jacinta, y sigo el orden citado, pertenece a esa do- cena de novelas de la humanidad que no defraudan. Y digo bien de la literatura universal, y no solo de la española. El incansable Galdós dejó aquí su obra maestra. 14
  • 15. 5 Un espacio también para el Guzmán de Alfarache, un espacio que debe compartir con la otra gran novela picaresca, con El lazarillo de Tormes, aunque solo sea por el dominio que nuestros escritores tuvieron del género. 6 No puedo evitar la cita, y aquí tampoco voy a coincidir con mu- chos de los que me oyen, de Pepita Jiménez, ese magistral relato de Juan Valera, una vez más conseguida gracias al tono, a la proximidad de las palabras, a una inflexión, a un deje que fue incapaz de recupe- rar el autor en el resto de su producción literaria, al menos a mi jui- cio. 7 Ni una sola palabra además de las dichas para el siguiente títu- lo, El Quijote. 8 Un lugar de honor para La Regenta, modelo de modelos, y dignísimo ejercicio narrativo se abra por donde se abra. 9 Tirano Banderas ha recibido diversas consideraciones y críticas por parte de sus lectores. No puede decirse que sea una novela al uso. Sucede con Tirano Banderas algo parecido a las consideraciones y pareceres que recibe un cuadro de la época de la abstracción: se le tiene un gran respeto y deferencia, pero a la hora de identificar sus valores no se sabe por qué. Eso pasa con el derrocamiento de Santos Banderas, el dictador de Valle-Inclán, el personaje que abrió el cami- no para tantas y tantas novelas de la dictadura en Hispanoamérica. Nos dejará tal vez una impresión amarga, pero nunca indiferentes. 15
  • 16. 10 La Voluntad es mi título último. Supo dejar aquí Azorín toda una filosofía de la existencia como quien no quiere la cosa, con la sencillez del paso de los días, con la normalidad de quien está contando pe- queñas anécdotas. Evidentemente esto no es más que una falsa lista, una lista que sirve para el juego, para el placer de recordar, de recrear, de encon- trarnos amparados con nuestros grandes e incondicionales amigos literarios: con Ana Ozores y el mundo provinciano de Vetusta que la ahoga, un mundo que es también el nuestro, y con Frígilis, ese ciuda- dano casi anónimo y su silencio, su modesta vida que encierra la vida más recta de los vetustenses, viene a decir Clarín dándonos así la gran lección de humildad, de integridad ante la vida; con Dulcinea, la mujer más bella del mundo y de todas las épocas porque su belleza solo está en la imaginación, porque nunca aparece en las páginas del Quijote, aunque Sancho Panza pretenda describirla como una des- cuidada aldeana, una aldeana cuya belleza ha sido alterada por los magos enemigos; con el humilde Sancho Panza que nos enseña que no hace falta ir a las universidades para conocer la vida, para armarse de criterios, para entender lo que somos. Claro que Sancho Panza tiene uno de los mejores maestros, un hombre que no ve la vida co- mo es sino como quiere verla, o como los demás quieren que la vean, que es como hay que ver la vida. Y por citar algunos personajes más, no precisamente de los in- condicionalmente populares, recordemos a la tía Tula de Unamuno, la mujer abnegada que se muestra incapaz de vencer su lucha interna que se refugia en lo que no quiere hacer frustrando en secreto su vi- da Con tantos personajes incondicionales amigos nuestros, perso- najes cuyas conductas nos sirven permanentemente de referencia, a veces de modelo a imitar, a veces de modelo a evitar. Y qué decir de 16
  • 17. Mario, el marido de Carmen, el gran ausente, el gran personaje de la literatura del siglo XX, el hombre admirado por su manera de ser a través de los reproches que su mujer le hace desde su imaginación en Cinco horas con Mario, precisamente el día de su muerte. Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia llega a convencernos del absurdo de la vida, del inevitable destino. Y menos mal que un poco después de llegar al final descubrimos que aquello era solo una novela, ni más ni menos que una novela. Y recordemos también a Máximo Manso de El amigo Manso de Galdós. Cuantos consejos nos da en sus páginas, cuantas lecciones, cuantos ejemplos de modestia... Y esta lista podría ser interminable en busca de numerosas charlas sobre tantos y tantos amigos nuestros: Angel Guerra, en su novela homónima de Galdós; o el también galdosiano Gabriel Araceli de los Episodios Nacionales; o Amadís, modelo entre los modelos, y Oriana, la mujer más intensamente amada de la literatura; Eulalia y Germán en Retahílas de Carmen Martín Gaite; el ubicuo y polivalente J. B. de Torrente Ballester; Alvaro Mendiola en busca de sus Señas de identidad; la habilísima molinera de El sombrero de tres picos de Alarcón; el Marqués de Bradomín en las Sonatas de Valle-Inclán; Pío Cid de Ángel Ganivet en La conquista del reino de Maya y Los traba- jos del infatigable creador; Teresa Serrat y Manolo el Pijoaparte en Últimas tardes con Teresa y tantos y tantos otros que con su sola evocación nos llenan de recuerdos. Y daré fin a estos pensamientos con un principio que es, a mi juicio, el que más ennoblece la novela, el que la hace más nuestra, el que la justifica, el que le da razón de ser: todos nosotros, todos los que estamos aquí somos narradores, autores de narraciones. Somos narradores de un tipo de novela que escapa al control editorial y que queda reservada al privilegio y goce de unos pocos. Todos nosotros contamos continuamente historias, o las oímos con mayor o menor pasión y nos interesamos por ellas por las mismas razones que nos interesamos por la novela: porque quien nos la cuenta es amigo nuestro, porque nos interesan los protagonistas, o porque admira- 17
  • 18. mos el modo de hablar de alguien. Ese es el esquema, los procedi- mientos y andamios de la literatura, y no otros. Nuestro sistema social descansa en esas historias más o menos breves, más o menos noveladas, más o menos enriquecidas en la rea- lidad, más o menos adornadas con la ficción... Historias son las que nos cuentan nuestros allegados, las que oímos brevemente en la ra- dio o las que nos dan en las noticias de televisión, todas ellas matiza- das con el énfasis que quienes las cuentas quieren poner en ellas, que es lo mismo que sucede en la novela. Estas fábulas son cada vez más breves porque en esta vida de locos que llevamos nos interesa que las historietas empiecen y terminen y no queden a medias. Por eso nos gusta más como narran las noticias en una cadena de televi- sión o en la otra, aunque sean las mismas, según nuestras preferen- cias y gustos. Todos somos un poco narradores cuando nos dedicamos a hablar de lo que hemos visto u oído, de lo que hemos soñado o ima- ginado y algunas veces también de lo que nos ha sucedido, y lo hacemos con una pasión que es tan intensa en la mujer que cuenta a la vecina lo sucedido en la pescadería a la vuelta del mercado como en el último cuento de Gabriel García Márquez. Algo parecido sucede también, aunque el contenido sea distinto, en el tono y pasión con que un hincha del atlético de Madrid le cuenta a otro con énfasis cómo se ha lesionado el zaguero, tan esencial en el esquema del equipo. Somos narradores por naturaleza, somos recreadores de peri- pecias con tantos estilos como personas cuentan sus cosas. En gran medida todos pertenecemos al mismo oficio, al de contar, al de oír- nos. Y que nadie diga que narramos fielmente los hechos, porque es imposible: nadie sabe exactamente cómo son los hechos, porque es ilusorio no inventar, como hace el novelista, o añadir algo, o modifi- car, aunque solo sea con palabras, lo que creíamos real. Incluso cuando vivimos un episodio, lo revivimos casi al mismo tiempo pen- 18
  • 19. sando en cómo o cuándo lo vamos a contar, y cuando lo contamos de nuevo, poseedores ya de la historia, nos adueñamos también de los hechos, los organizamos en nuestra mente impulsados por el natural instinto de libertad que tiene el hombre, lo contamos teñido de nues- tro estilo y con el deseo de que hubiese ocurrido así. Visto de esta manera hemos de saber que llevamos un narrador dentro, que somos artistas de la palabra, que sabemos que en el uso de ese arte nos gusta más oír a un tipo de gente que a otra, y, con menor exigencia, contar las cosas a un tipo de gente y no a otras. Vi- vimos un hecho, propio o ajeno, porque nos lo han contado. Lo re- cordamos y lo organizamos en nuestra mente, que es otra forma de narración, y luego lo contamos, y si tenemos que repetirlo, nos adap- tamos al oído de quien lo oye añadiendo o evitando los episodios más o menos secundarios. Eso es lo que hace también Goya cuando capta la realidad en sus escenas, elige los momentos que le interesan para colmarlos de mensaje. Y también lo que hace Cervantes al reco- ger la vida misma en dos personajes con un oficio que ya no tiene que ver con la vida misma. Y con nuestro diario oficio de narradores nosotros debemos ser nuestros propios críticos porque bien mirado la vida misma es un cuento, un largo cuento. El libro que he escrito es también una estirada colección de cuentos largos. Lo he escrito con la intención de que sirva al lector que quiere recordar lo leído, cuando falle la memoria para poner en su lugar lo que en algún momento estuvo. Ya decía Plantón que los libros acabarían con los esfuerzos de la memoria y éste contribuye a ello, a recordar, a servir como el cajón de las fichas que no hicimos en su día, a servir de archivador del dato urgente. Un libro en el que debe estar permitido discrepar, corregir, añadir, quitar o modificar en función de nuestra propia crítica, de nuestra propia peripecia como lectores, de nuestros propios inter- eses, que al fin y al cabo son los únicos que han de servir para nave- gar en el mágico mundo de la lectura. Muchas gracias. 19
  • 20. Conferencia auspiciada por la publicación de Enciclopedia de la novela española, Barcelona, Planeta, 1999. 20