HITLER Y LAS MUJERES
Sobre la compleja figura del Führer se han acumulado una serie de materiales espúreos y contradictorios, que dificultan grandemente la labor del investigador. Leyendas, calumnias, adulaciones y nimiedades se barajan en una tremenda zarabanda. Se ha dicho y escrito que Hitler era un sádico, un masoquista, un homosexual, un paranoico... Se ha sostenido que odiaba profundamente a las mujeres; que tenía un defecto físico de tipo genital, o una herida de guerra; que era otro Casanova, corriendo obsesionado tras de las faldas; que adoraba al bello sexo desde lejos, de manera platónica, etcétera.
La propaganda del Tercer Reich tiene una primordial responsabilidad en todo este confusionismo. Goebbels y sus secuaces hicieron verdaderas filigranas para deshumanizar a Hitler, con la evidente finalidad de endiosarlo. Para los fanáticos nazis, su Führer era un hombre sin mujeres, dedicado en cuerpo y alma a la patria alemana, casado, por así decirlo, con ella.
Semejante leyenda -porque hoy día sabemos que fue pura entelequia-, cundió incluso entre los círculos más cercanos al dictador. Hermann Rauschning, en su libro «Gespräche mit Hitler», (Conversaciones con Hitler), nos cuenta que el “gauleiter” Forster le dijo, en cierta ocasión: «¡Si el Führer pudiera saber lo agradable que es tener a una bella muchacha entre los brazos...!».
No cabe duda de que para sus fieles, Hitler era un semidiós, un asceta puro. sin humanas pasiones. y esta peregrina creencia la compartían gentes muy alejadas ideológicamente del nazismo. Un conocido periodista inglés escrlbió en el «Daily Express», a principios del ano 1938: «Si una rubia inquietara el sueño del señor Hltler, Europa dormirá mucho más tranquila».
A criterio de muchos de sus enemigos, Adolf Hitler fue un anormal, un impotente, o un invertido. Pero las más serias biografías del personaje, -los textos de Joachim Fest Alan Bullock, Helmuth Heiber, etcétera-. le han devuelto ciertas características más humanas, pese a su extraño mesianismo. Acaso haya sido August Kubizek, en su celebérrimo libro: «Adolf Hitler; mein Jugendfreund» (Adolfo Hitler. mi amigo de juventud), quien más ha contribuido al conocimiento psicológico del autócrata.
El «bello Adolfo» -como le apodó la despiadada prensa satírica de la época-, tuvo relaciones, más o menos intimas, con un buen número de mujeres. Guy Breton, en su ensayo «Hitler et les femmes). y André Guerber, en su interesantísimo trabajo «Hitler et se douze femme.» (publicado en 1945 por «Le Parislen libéré») han demostrado que algunos de los aludidos idilios fueron fugaces, y otros, los menos, alcanzaron cierta duración. Hubo relaciones platónicas, tenidas de mutua admiración; contactos cuya verdadera naturaleza todavía ignoramos, y amores consumados, perfectamente burgueses. Naturalmente, hasta el gran público ha trascendido, por sobre de todo, el nombre de Eva Braun, la compañera inseparable de los últimos tiempos, con la que Hitler se casó, y con la que compartió la muerte en el wagnariano «Gotterdammerung» de la Cancillería del Reich.
Hoy día, ya nadie cree en la leyenda nazi de un Hitler pasando las noches en blanco, meditando sobre la grandeza de Alemania y el sobrehumano destino de la raza aria. Pero tampoco cabe admitir la hipótesis erótica lanzada en noviembre de 1946 por un redactor de «La Presse» de un Führer que satisfacía sus insaciables apetitos, custodiado estrechamente por los fanáticos miembros de las S.S., y rodeado de un harén de rubias walkirias.
El capitulo de los supuestos vástagos del Führer es un terreno poco desbrozado y completamente cubierto por habladurías y fábulas de escasa consistencia. Muchas de las hipótesis carecen de base fáctica, y no resisten el menor análisis. Pero en dos o tres casos concretos, el historiador objetivo se siente inclinado a pronunciarse por la paternidad de Adolf Hltler. Examinemos, sucint
1. HITLER Y LAS MUJERES
Sobre la compleja figura del Führer se han acumulado una serie de materiales espúreos y
contradictorios, que dificultan grandemente la labor del investigador. Leyendas, calumnias,
adulaciones y nimiedades se barajan en una tremenda zarabanda. Se ha dicho y escrito que Hitler
era un sádico, un masoquista, un homosexual, un paranoico... Se ha sostenido que odiaba
profundamente a las mujeres; que tenía un defecto físico de tipo genital, o una herida de guerra;
que era otro Casanova, corriendo obsesionado tras de las faldas; que adoraba al bello sexo desde
lejos, de manera platónica, etcétera.
La propaganda del Tercer Reich tiene una primordial responsabilidad en todo este
confusionismo. Goebbels y sus secuaces hicieron verdaderas filigranas para deshumanizar a
Hitler, con la evidente finalidad de endiosarlo. Para los fanáticos nazis, su Führer era un hombre sin
mujeres, dedicado en cuerpo y alma a la patria alemana, casado, por así decirlo, con ella.
Semejante leyenda -porque hoy día sabemos que fue pura entelequia-, cundió incluso entre los
círculos más cercanos al dictador. Hermann Rauschning, en su libro «Gespräche mit Hitler»,
(Conversaciones con Hitler), nos cuenta que el “gauleiter” Forster le dijo, en cierta ocasión: «¡Si el
Führer pudiera saber lo agradable que es tener a una bella muchacha entre los brazos...!».
No cabe duda de que para sus fieles, Hitler era un semidiós, un asceta puro. sin humanas
pasiones. y esta peregrina creencia la compartían gentes muy alejadas ideológicamente del
nazismo. Un conocido periodista inglés escrlbió en el «Daily Express», a principios del ano 1938:
«Si una rubia inquietara el sueño del señor Hltler, Europa dormirá mucho más tranquila».
A criterio de muchos de sus enemigos, Adolf Hitler fue un anormal, un impotente, o un
invertido. Pero las más serias biografías del personaje, -los textos de Joachim Fest Alan Bullock,
Helmuth Heiber, etcétera-. le han devuelto ciertas características más humanas, pese a su extraño
mesianismo. Acaso haya sido August Kubizek, en su celebérrimo libro: «Adolf Hitler; mein
Jugendfreund» (Adolfo Hitler. mi amigo de juventud), quien más ha contribuido al conocimiento
psicológico del autócrata.
El «bello Adolfo» -como le apodó la despiadada prensa satírica de la época-, tuvo relaciones,
más o menos intimas, con un buen número de mujeres. Guy Breton, en su ensayo «Hitler et les
femmes). y André Guerber, en su interesantísimo trabajo «Hitler et se douze femme.» (publicado
en 1945 por «Le Parislen libéré») han demostrado que algunos de los aludidos idilios fueron
fugaces, y otros, los menos, alcanzaron cierta duración. Hubo relaciones platónicas, tenidas de
mutua admiración; contactos cuya verdadera naturaleza todavía ignoramos, y amores
consumados, perfectamente burgueses. Naturalmente, hasta el gran público ha trascendido, por
sobre de todo, el nombre de Eva Braun, la compañera inseparable de los últimos tiempos, con la
que Hitler se casó, y con la que compartió la muerte en el wagnariano «Gotterdammerung» de la
Cancillería del Reich.
Hoy día, ya nadie cree en la leyenda nazi de un Hitler pasando las noches en blanco,
meditando sobre la grandeza de Alemania y el sobrehumano destino de la raza aria. Pero tampoco
cabe admitir la hipótesis erótica lanzada en noviembre de 1946 por un redactor de «La Presse» de
un Führer que satisfacía sus insaciables apetitos, custodiado estrechamente por los fanáticos
miembros de las S.S., y rodeado de un harén de rubias walkirias.
El capitulo de los supuestos vástagos del Führer es un terreno poco desbrozado y
completamente cubierto por habladurías y fábulas de escasa consistencia. Muchas de las hipótesis
carecen de base fáctica, y no resisten el menor análisis. Pero en dos o tres casos concretos, el
historiador objetivo se siente inclinado a pronunciarse por la paternidad de Adolf Hltler.
2. Examinemos, sucintamente, las varias posibilidades planteadas, comenzando por las que
presentan menos firmeza.
En el transcurso de los colosales Juegos Olímpicos de 1936 -que Leni Riefenstahl plasmó en
su película «Los dioses del estadio»-, Hitler pasó muy malos ratos, hasta que acabó por abandonar
definitivamente su palco de preferencia. En atletismo. los rubios arios fueron prácticamente
barridos de las pistas por los negros norteamericanos y los amarillos japoneses. Cornellus
Johnson. en salto de altura; Tajima en triple salto, y por encima de todos el legendario Jesse
Owens, en carreras de velocidad y salto de longitud. humillaron a los semidioses arios. Es muy
lógico, por consiguiente, que cada vez que se producía una de las contadas victorias germanas, el
Führer vibrara de entusiasmo. Pero cuando vio avanzar hacia el pódium de los triunfadores, para
recoger la medalla de oro del lanzamiento de la jabalina, a la rubia y jovencísima Tilly Fleischer,
Hltler entró en franco delirio, y se puso de pie, gritando y aplaudiendo. Naturalmente, la hermosa
campeona fue reclamada al palco del Führer y colmada de valiosos regalos. El francés Jacques
Roblnchon, en un interesante estudio sobre las mujeres que incidieron sobre la vida de Hitler,
afirma que aquella esbelta walkiria llegó a ser la amante del autócrata, y que las murmuraciones
llenaron los altos círculos de Berlín. Luego, la galardonada atleta se casó con un odontólogo
perteneciente al partido nazi, llamado Fritz Heuser, y las gentes la olvidaron. Sin embargo, varios
años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, Gisela Heuser, hija legal de dicho
matrimonio, levantó un regular escándalo en la Alemania Federal, al publicar un libro donde trataba
de demostrar -con escasas pruebas, todo hay que decirlo-, que era hija del Führer.
Aparte de la supuesta hija de Tillv Fleischer. una cierta Eleonore Bauer pretendió también, por
aquellos días, haber dado a luz un hijo de Hitler; aunque, en los altos círculos del
nacionalsocialismo se habló mucho más de una graciosa niña de Wurtemburg, llamada Freya; a la
que, según parece, Hitler consideraba como hija propia. André Guerber, en su citado estudio,
afirma que este fábula tuvo su origen en le amistad, más o menos intima, que el dictador alemán
sostuvo con una campesina de Kleinfurt, en Hannover, apellidad, Frida Worms, durante las Fiestas
de le Primavera, en mayo de 1935. Hitler había pronunciado, el día 21 de dicho mes, un largo
discurso ante el Reichstag, «en favor de la paz», que le causó grandísima fatiga, por lo que decidió
descansar unos días en el villorrio de Kelnfurt, donde se sintió prendado de la rubia y opulenta
Frida. Siempre según Guerber, el Führer, para disponer de mayor libertad, envió al marido, con un
cargo de tipo agrícola, a examinar las remolachas azucareras al otro extremo de Alemania. Luego
regaló a Frida una finca de doscientas hectáreas, y concedió a la hija mayor de la misma una bolsa
de estudios.
Mayor verosimilitud ofrecen, para el historiador serio, los casos de Magda Goebbels y de Sigrid
von Lappus. Es una Ironía despiadada del destino que mientras el convincente ministro Goebbels
se afanaba en crear, ante la mirada del pueblo teutón, la Imagen de un Führer viviendo como un
asceta, su esposa mantuviera relaciones muy particulares con Adolf Hltler. La señora de Otto Reich
–esposa del ex secretario de Estado del Reich-, hizo unas indiscretas revelaciones a un
corresponsal de la Associated Press, en octubre de 1946. Según tal fuente, la volcánica Magda
Goebbels, que admiraba profundamente al Führer, fue su amante durante largo tiempo, e incluso
tuvo un hijo del mismo. Durante las vacaciones veraniegas de 1934, Frau Goebbels, que había
tenido fuertes altercados con su esposo, se encontró con Hitler en Heiligendamm, en la provincia
de Mecklemburg, junto a la costa báltica. Y posteriormente siguieron viéndose, con mucha
frecuencia, en el refugio que el señor del Tercer Reich tenÍa en Obersalzberg. Fruto de este idilio
fue un varón, nacido en marzo de 1935, al que se impuso el nombre de Helmuth, y que según
numerosos testimonios, tenia un notable parecido con Hitler. Como es sabido, todos los hijos del
matrimonio Goebbels, ostentaban nombres con la letra inicial «H», en honor del Führer.
Es evidente que el astutísimo ministro de la Propaganda, conocía tal hecho, del que supo
sacar gran partido. Así se explica el pasmoso ascendente que los Goebbels tuvieron siempre sobre
su amo y señor. Ni siquiera Martin Bormann, que logró ir quebrantando la confianza que Hitler
tuviera puesta antaño en Himmler, Goering y Von Ribbentrop, pudo nada contra los Goebbels.
3. Helmuth murió, a los diez años de edad, en el terrible holocausto de la Cancilleria del Reich,
junto a sus hermanos, su madre, y los padres, legal y verdadero.
Para algunos historiadores, la gran pasión de poderoso autócrata del Tercer Reich fue Fraülein
Von Lappus, a la que conoció en julio de 1939, cuando ella tenía escasamente veinte años. Hitler
la instaló, por todo lo alto, en Berlín, en el número 56 de la Tauentzienstrasse, donde la visitaba
muy frecuentemente. Incluso en algunas ocasiones, olvidando su característica prudencia, le
permitió asistir a ceremonias oficiales. De paso por la capital del Reich, el conde Ciano -que en
política era una nulidad, pero que en cuestión de mujeres era un experto-, se dio cuenta del caso y
escribió a su suegro, el Duce: «El Führer está locamente enamorado de fraülein Sigrid von
Lappus».
El 23 de febrero de 1940, Goebbels y Himmler tuvieron información fidedigna de que Sigrid se
hallaba encinta. El célebre ginecçologo alemán, doctor Hans Lubrecht, dictaminó que daría a luz en
los primeros días de septiembre, aconsejando un intenso reposo en Garmisch-Partenkirchen. Pero
el episodio acabó dramáticamente; el día 23 de septiembre, Sigrid von Lappus murió a
consecuencia del parto de una niña, que sólo sobrevivió dos horas escasas a su madre. Hitler
acusó profundamente el golpe, y pasó varias jornadas ensimismado. Son varios los textos, de
calidad diversa, que se han ocupado de las relaciones entre Adolf Hitler y Eva Braun, con la que
contrajo matrimonio, el día 28 de abril de 1945, en los sótanos de la Cancillería del Reich y ante un
oficial del Registro Civil. En las obras de Albert Zoller, Jacques Robichon, y principalmente en la de
Nerin E. Gun, se trata marginalmente el problema de si hubo hijos de esta unión. Pero la verdad es
que, al quitarse ambos la vida, dos días después de su enlace, se llevaron consigo el misterio de
su posible descendencia.
Pronto, sin embargo, comenzaron las cábalas y las noticias sensacionalistas. El 11 de junio de
aquel mismo año 1945, una noticia de agencia, procedente de Estocolmo, anunció el mundo que
Eva Braun había tenido dos hijos del Führer: un niño y una niña. El varón había venido e le vida el
día primero de enero de 1938, en una clínica especializada de San Remo, Italia.
Pocas horas después de que el despacho de Estocolmo hubiera llegado a las salas de
redacción del mundo entero, el agregado militar nipón hizo unas declaraciones a los
corresponsales de periódicos japoneses en Berlín, confirmando la existencia de dos hijos de Hitler.
Pero todo ello no fue óbice para que, casi simultáneamente, el embajador del Sol Naciente
desmintiera aquellos rumores con gran énfasis.
Ante semejante confusionismo, producido sin duda por la atmósfera enfebrecida de la
inmediata postguerra, el doctor Mino Kato. enviado especial del diario «Nishi Nishi». de Tokio,
quiso salir de dudas y se trasladó a Munich para entrevistar al padre de Eva, Fritz Braun. Según las
manifestaciones que hizo el mencionado periodista japonés, en 1950, a unos colegas americanos,
la contestación del padre de Eva Braun fue sibilina: «Que mi hija haya tenido un hijo, o haya estado
a punto de tenerlo, carece de importancia. Lo principal es que Hitler no ha muerto sin sucesor...».
Erik Wesslen, agregado de prensa de la Legación sueca en Berlín, y que durante la guerra
estuvo en estrecho contacto con el cuartel general del Fuhrer, afirma, en un articulo publicado en la
revista «Noir et Blanc» (1951), que el día 8 o 9 , abril de 1945, Hitler abandonó por vía aérea la
sitiada capital del Reich, para pasar tres días en Baviera y despedirse de sus vástagos.
Ahora, según la referencia publicada por «The Sunday Times», el historiador alemán Werner
Maser asegura haber comprobado la existencia a un hijo de Hitler, nacido aproximadamente en
1918. y que reside en una localidad del norte de Francia, cerca de la frontera germana.
Maser no es un oportunista del sensacionalismo, sino un historiador serio que, como Bernhard
Koerner, Norman Cohn, J. F. Neurohr. etcétera, han intentado estudiar el Tercer Reich entre
4. bastidores, con incursiones e la vida privada del Führer, es de suponer que le reciente hipótesis de
la existencia de un hijo de Adolf Hitler se basa en un acontecimiento admitido por la mayoría de los
biógrafos. Durante la Primera Guerra Mundial, en 1915, el regimiento List, del que Hitler formaba
parte, estuvo en el frente del Aisne, cerca de Saint Ouentin, durante cierto tiempo. Allí, el futuro
dictador conoció a una campesina francesa, con la que llegó a tener relaciones íntimas. Luego, el
regimiento fue enviado a Neuve Chapelle, frente a los ingleses, y en 1916 tomó parte en los
terribles combates del Somme. El día 7 de octubre, Hitler, herido en una pierna, hubo de ser
trasladado a Alemania. En el verano de 1917, ascendido ya a cabo de lanceros, regresó a la línea
de fuego, tomando parte en el tercer encuentro de Yprés. Y aquel invierno el regimiento List volvió
a acampar en el Aisne, cerca de Lizy, de manera que las relaciones entre el «cabo austriaco» y la
hermosa campesina se reanudaron.
Años después, cuando el nombre de Hitler., aparecía ya con cierta frecuencia en la prensa
europea, la francesa contó a sus amistades que su antiguo novio alemán era un hombre «muy
cariñoso, muy dulce y muy artista...». En 1940, la campesina de nuestra historia, ya casada y
madre de familia, que tenía a un hijo soldado, prisionero en el Reich, se decidió a escribir al Führer
-sin consultarlo a nadie-, recordando las buenas horas que pasaron juntos e interesando la libertad
de su primogénito. Una semana después, el soldado francés estaba ya en su hogar. André
Guerber y Guy Breton, dan este extraordinario hecho como perfectamente verídico y comprobado.
Habida cuenta de la coincidencia de fechas y lugares, cabe suponer que las investigaciones
llevadas a cabo por Werner Maser se refieren al episodio sentimental de la granja cerca del Aisne,
en los sombríos inviernos de 1915 y 1917.
Ronald Ramírez Olano
Profesor de Historia