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Introducción
Este libro,
escrito por mi
colega la
señora Fifí
Bigotes-
grises, es un
trabajo muy
original. El
jefe lo pasó a
máquina
porque los
dedos de la
pobre Feef
eran
demasiado
cortos. Dios
sabe que lo
intentó, y
por poco se
carga la
máquina. Así
es que el
viejo le daba
al teclado
por ella. ¡Las
partes hechas por mí son muy buenas!
Todo el mundo me conoce, claro. Mi fotografía ha dado la vuelta al
mundo en la Prensa. Así es que no hablemos de mí; dejen que les
cuente algo de Feef, el jefe y el ilustrador.
La señora Fifí Bigotesgrises es una vieja (dicho sea claro) gata
siamesa francesa de una raza pura con un pedigree tan largo como el
cuello de una jirafa. Se vino a vivir con nosotros después de una
dura, durísima vida. ¡Jo!, era un viejo pelacho cuando la vi por
primera vez. Su pelo erizado como los mechones de una vieja escoba,
pero la hemos pulido y puesto en forma; ahora la vieja Biddy es
inferior tan sólo a mí. Éste es su libro, su obra y si no creen que un
gato siamés pueda escribir un libro, corran (no tienen tiempo de
andar) al psiquiatra más pró ximo y díganle que tienen un agujero en
la cabeza por el que se les escapa el cerebro.
El jefe es un genuino lama del Tibet. Ahora es viejo, gordo, calvo y
barbudo, pero no es necesario anunciarle
con trompeta. Lean El tercer ojo, El médico de Lhasa e
Historia de Rampa. Son libros verídicos. Si no creen en
ellos llamen al enterrador más próximo, pues deberán de
estar muertos, hombre, muertos. Bueno el pobre tipo (el
jefe, no el de la funeraria) escribió este libro bajo
el dictado de la vieja gata. ¡Por poco le mata también!
Buttercup hizo la cubierta y las ilustraciones. Butter -
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cu p es e n real idad S heel agh M . Ro use, un a alta y ci m breante rubia
que habla con acento inglés, que no deja de asombrar de la noche a la
mañana a los canadienses y americanos de por aquí. Ha hecho unas
ilustraciones muy buenas, pero claro yo le di consejos. Si no
entiende el lenguaje gatuno peor para ella. A pesar de todo, trabajó
mucho y la señora Bigotesgrises está satisfecha con los di b u j o s . D e
t o do s m o d o s e s ci e g a y n o p u e d e ve r l o s , ¡Deberían ustedes dejar
que Buttercup ilustrara su pró ximo libro!
Ma, claro está, es mi Ma. Nos ama, y sin Ma todos n o so t r o s
e st a r ía m o s ya e n l a pe rr e ra . Este l i br o e st á dedicado a ella. Sus
antepasados eran escoceses, pero n u n c a l o d i r í a c o n l o
g e n e r o s a m e n t e q u e r e p a r t e l a com i da . La vieja gata com e co mo
un ca ba ll o. Y o com o poquito. Ma nos alimenta a las dos.
Bueno, amigos, así es. Ahora a leerlo ustedes solos. ¡ T a ! ¡ T a !
LADY KU'EI
Prólogo
« Te ha s vue l t o l o ca , F ee f — di j o el l a ma — . ¿Q u ié n va a cr ee r
qu e tú e scr i bi ste u n l i br o ? » M e so n r i ó co n condescendencia y me
acarició debajo de la barbilla del modo que más me gustaba, antes de
salir de la habitación para algún recado.
Y o m e se n té a de l i be ra r . « ¿ Po r qu é n o i ba a po der yo escribir
un libro?», pensé. Es verdad que soy un gato, pero no un vulgar gato,
¡oh no!, soy una gata siamesa que ha via jado y vi sto mu ch o .
«¿ Vi st o? » Bue no , cl ar o, ahora estoy completamente ciega y tengo que
confiar en el lama y lady Ku'ei para que me expliquen el presente
escenario, pero tengo mis memorias.
Claro está que soy vieja, muy vieja desde luego, y no po co
enf erm a, pe ro ¿n o e s ést a una bue na raz ón para dejar escritos los
hechos de mi vida, mientras pueda? A qu í e st á , pu e s, m i ve r si ó n
so br e l a vi da co n el la m a y los chas más felices de mi vida, días de
sol después de una vida de sombras.
FIFÍ BIGOTESGRISES
Capítulo primero
La futura madre gritaba a punto de estallar. «¡Quiero u n g a t o ! —
c h i l l a b a — . ¡ U n b o n i t o y f u e r t e g a t o ! » E l ruido, dijo la gente, era
terrible. Pero, claro, a madre se la co n ocía po r su alt ísim a vo z.
Ante su per si ste nte demanda, las mejores gaterías de París fueron
repasadas en busca de un bue n gat o sia més con el necesari o pe-
digree. Cuanto más aguda se volvía la voz de la futura madre, más
se desesperaban las personas mientras se guían la búsqueda
incansablemente.
Finalmente se encontró un candidato muy presenta bl e y é l y l a
f ut u ra m a dre f u e r o n pr e se n t a do s f o r m a l mente. De este encuentro,
a su debido tiempo, aparecí y o , y s ó l o a m í se m e pe r m i t i ó vi v i r ;
m i s h e r m a n o s y hermanas fueron ahogados.
Madre y yo vivíamos con una vieja familia francesa que tenían
una espaciosa finca en las afueras de París. El hombre era un
diplomático de alto rango que iba a la c i u d a d c a s i t o d o s l o s d í a s .
A m e n u d o n o v o l v í a p o r l a n o ch e y se qu e da ba co n su am a n te . L a
mu j er , qu e vi v í a c o n n o s o t r a s , m a d a m e D i pl o m a r e r a u n a m u j e r
muy dura, superficial e insatisfecha. Nosotros los gatos no éram os
«per so na s» para ella ( co mo en ca mbio sí lo so m o s pa ra e l l a ma )
si n o m er o s o bj e t o s pa ra se r m o s trados en los tés.
Madre tenía un glorioso tipo, con el más negro de los rostros y una
recta cola. Había ganado muchos premios. U n día , a ntes de que yo
de jara de ma mar, esta ba can tando una canción más alto que de
costumbre. A mada m e D i p l o m a r l e d i o u n a t a q u e y l l a m ó a l
j a r d i n e r o . « P i e r r e — g r i t ó - - , l l é va l a a l l a g o i n m e d i a t a m e n t e , n o
puedo soportar más el ruido.»
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Pierre, un francés de corta estatura y rostro chupado, que nos
odiaba porque a veces nosotras ayudábamos en el jardín
inspeccionando las raíces de las plantas para ver si crecían, recogió
a mi preciosa madre, la metió den tro de un viejo saco de patatas y se
alejó en la distancia. Esa noche, sola y atemorizada, lloré hasta caer
dormida en un frío cobertizo donde no podía estorbar a madame
Diplomat con mis lamentos.
Iba dando vueltas nerviosamente, enfebrecida en mi fría cama
hecha con viejos periódicos de París echados sobre el suelo de
cemento. Retortijones de hambre estremecían mi pequeño cuerpo y
me preguntaba cómo iba a arreglármelas.
Cuando los pequeños rayos del alba se colaron con desgana a
través de las ventanas cubiertas de telarañas del cobertizo, me
sobresalté al oír el ruido de pesados pasos que subían por el camino.
Dudaron ante la puerta y entonces la empujaron y abrieron. «¡Ah! —
pensé con alivio—, es sólo madame Albertine, la mujer de limpieza.»
Crujiendo y con la respiración entrecortada, bajó su ma siva forma
hasta el suelo, metió un gigantesco dedo en un bol de leche caliente
y poco a poco me persuadió para que bebiera.
Durante días me moví en el valle del dolor, penandc por mi
madre asesinada, asesinada únicamente por su gloriosa voz. Durante
días no sentí el calor del sol, ni me emocioné ante el sonido de una
voz bien amada. Pasé hambre y sed y dependía absolutamente de los
buenos oficios de madame Albertine. Sin ella me habría muerto de
hambre ya que era demasiado joven para comer sin ayuda.
Los días fueron convirtiéndose en semanas. Fui apren diendo a
cuidar de mí misma, pero las durezas de mis primeros tiempos me
dejaron con una constitución bas tante débil.
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La fi n ca era en or me y a menu do pa sea ba por el la, alejándome
de la gente y de sus patosos y mal dirigidos pi es. L os árbol es eran
mi s fa vor ito s, me subía a el lo s y me estiraba a lo largo de una
amistosa rama, tomando el sol. Los árboles susurraban
anuncián dome los días más felices que me llegarían en el ocaso de
mi vida. Ent o n c e s n o l o s e n t e n d í pe r o c o n f i é e n e l l o s y s i e m pr e
retuve las palabras de los árboles ante mí, incluso en los momentos
más oscuros de mi vida.
Una mañana me desperté con extraños deseos, difí ciles de
definir. Solté un quejido interrogante que des g r a c i a d a m e n t e
m a d a m e D i p l o m a t o y ó . « ¡ P i e r r e ! — g r i t ó — . B u s ca u n g a t o
cu a l q u i e r a , pa r a e m pe z a r y a s e r virá.» Más tarde durante el día, me
cogieron y me metie ron bruscamente en un cajón de madera. Antes
de que pu di er a da r me cue n t a de l a pr e se n ci a de a l gu i e n , u n viejo
gato de mal aspecto se subió a mi espalda. Madre no había tenido
mucho tiempo de explicarme «los hechos de la vida», así es que no
estaba preparada para lo que si g u i ó . El vi e j o y a pa le a do g at o se
de sl i z ó so br e m í y sent í un espa nt oso g ol pe . Por u n mo ment o
pe nsé que una de las personas me había dado una patada. Sentí un
ceg ante dol or y co mo si al go se rom pi era . Di u n grit o de agonía y
terror y me volví fieramente contra el viejo gato. Salió sangre de una
de sus orejas y sus gritos se s u m a r o n a l o s m í o s . C o m o e l r a y o , l a
t a pa de r a de l a caja fue retirada y unos ojos asombrados espiaron.
Me de sl izé f uera , al esca pa r vi al viej o gat o escupie ndo y
revolcándose, saltar derecho a Pierre que cayó hacia atrás a los pies de
madame Diplomat.
Co rrí a través del céspe d y me di ri gí al re fug io de un amistoso
manzano. Me encaramé sobre el amable tron co , llegué a uno de sus
miembros y me eché a lo largo con la respiración entrecortada. Las
hojas susurraban en la brisa y me acariciaban dulcemente. Las ramas se
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me cí a n y cr u j ía n y de spa ci o me l l e var o n a l su e ñ o de l agotamiento.
D u r a n t e e l r e s t o d e l d í a y t o d a l a n o c h e e s t u v e echada en la
rama, hambrienta, aterrada y enferma, pre guntándome por qué los
humanos son tan crueles, tan salvajes, tan poco cuidadosos por los
sentimientos de los pequeños animales que dependen absolutamente de
ellos. La noche era fría y caía una ligera llovizna proveniente de
París. Estaba empapada y temblando , sin embargo me aterrorizaba
bajar y buscar refugio.
La fría luz del amanecer dio paso poco a poco al gris de un día
cubierto. Nubes de plomo se deslizaban pre cipitadamente a través
del bajo cielo. De vez en cuando ca ían una s gota s de llu vi a. Ha ci a
media ma ña na u na f i g u r a f a m i l ia r a pa r e ci ó a l a vi sta ; ve n í a de la
ca sa . Madame Albertine, tambaleándose pesadamente y emi tiendo
sonidos amistosos, se acercó al árbol y miró hacia arriba con su
mirada de corta de vista. La llamé débil mente y alar gó su man o
ha ci a mí . «M i po bre pequeñ a Fifí, ven a mí corriendo, que tengo tu
comida.» Me des l i z é de e sp a l da s po r e l t r o n co . S e a r r o di l l ó s o br e
l a hierba junto a mí, acariciándome mientras yo bebía la leche y
comía la carne que había traído. Al terminar mi comida, me restregué
contra ella con gratitud, sabiendo q u e n o h a b l a b a m i l e n g u a y y o
n o h a b l a b a f r a n c é s (aunque lo com pren día perfectamente).
Subien do a su ancho hombro me llevó a la casa y a su habitación.
Miré a mi alrededor con los ojos abiertos de sorpresa e inte rés. Ésta
era una habitación nueva para mí y pensé lo a pr o p i a da q u e se r í a
pa r a e st i r a r l a s p a t a s . C o n m i g o todavía sobre su hombro, madame
Albertine se dirigió pe sa da m e n t e h a c i a u n a n c h o a s i e n t o e n l a
ve n t a n a y mir ó hacia fue ra. «¡Ah! —e xcla mó su spi ra ndo pe sa da -
mente—. ¡Qué lástima! Entre tanta belleza, tanta cruel da d . » M e
su bi ó a su a n ch í si m o r e g a z o y m e m i r ó a l a
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ca r a a l de c i r : « M i p o br e p r e c i o s a y pe q u e ñ a F i f í , m a dame Diplomat
es una mujer dura y cruel. Una aspirante, si la hubo nunca, a subir
en la escala social. Para ella no eres más que un juguete para ser
mostrado; para mí tú eres una de las pobres criaturas de Dios, pero
claro no entenderás lo que te estoy diciendo, gatita». Yo ron ro neé
pa ra dem ostra r que sí la ente ndía y le lam í las m a n o s . M e d i o
u n a s p a l m a d i t a s y d i j o : « O h , t a n t o amor y afecto desperdiciados.
Serás una buena madre, pequeña Fifí».
Mi ent ras me e nro sca ba có mo dame nte e n su regaz o miré por la
ventana. La vista era tan interesante que tuve que le va ntar me y pegar
la nar iz con tra el cri sta l pa ra tener mejor vista. Madame Albertine
me sonrió amistosam e n t e a l t i e m po q u e j u g u e t e a b a c o n m i c o l a ,
pe r o l a vista ocupaba toda mi atención. Volviéndose se levantó de
golpe y, con las mejillas juntas, observamos. Debajo de nosotros los
bien cuidados céspedes parecían una lisa al fombra verde bordeada de
dignos cipreses. Girando suavemente hacia la izquierda, el suave
gris de la avenida se prolongaba hacia la distante carretera de
don de lle gaba el sordo ruido del tráfico rodado pro cedente y en
di r e c c i ó n h a ci a l a m e t r ó p o l i s . M i vi e j o a m i g o e l m a n za n o e st a ba
so l i t ar i o y e rg u i do ju n t o al peq ue ñ o l a g o arti fi cia l, cuya
su per fi cie ref leja ba el pe sa do g ri s del cielo y brillaba como el
plomo. Al borde del agua, crecía una cinta de cañas que me
recordaba la franja de pelo d e l v i e j o c u r a q u e v e n í a a v e r a l
« d u q u e » , e l m a r i d o de madame Diplomat. Volví a mirar el estanque
y pensé e n m i p o b r e m a d r e q u e l a h a b í a n m a t a d o a l l í . « ¿ Y a
cuántos otros?», me pregunté.
Ma da me A lbe rti ne me mir ó repe nt in amen te y dij o : « Pe r o m i
peq ue ñ a F i f í , si cr e o qu e est á s l l o r a n do . S í , has vertido una
lágrima. Es un mundo muy cruel peque- 5acr uel para to do s
no sot ro s» . En la di sta n ci a se
17
vieron de repente pequeños puntos negros que yo sabía que eran
coches, los cuales entraron en la avenida y se acercaron a gran
velocidad hacia la casa frenando entre una nube de polvo y un gran
rechinar de neumáticos. La campana sonó furiosamente haciendo que
se me erizase el pelo y que mi cola se esponjara. Madame cogió una
cosa que yo sabía que se llamaba teléfono y oí la aguda v o z d e
m a d a m e D i p l o m a r , a g i t a d a : « A l b e r t i n e , A l b e r tine, ¿por qué no
atiendes a tus deberes?». La voz paró de go lpe y ma dame Alberti ne
su spi ró fru st rada: «¡A h! Qu e la g ue r ra m e h a y a l le va do a e st o .
A h o ra t ra ba j o die ci sé is ho ra s al dí a po r pura pi ta nza. Tú
de scan sa, pequeña Fifí; aquí tienes un cajón de tierra», Suspirando
otra vez vo l vi ó a da rme una s palma di ta s y sa li ó de la h a bi ta ci ó n .
O í cr u j i r l a e sca l er a ba j o su pe so , lu eg o silencio.
La terraza de piedra bajo mi ventana estaba llena de gente .
Ma da me D ipl oma t i ba y ve ní a in cl i na ndo l a cabeza sumisamente,
así que supuse que eran personas importantes. Aparecieron, como por
arte de magia, mesitas cu bi erta s de f in o s man tele s bla nco s (y o
usa ba pe riódicos —el Paris Soir— como mantel), y criadas que iban
sirviendo comida y bebidas en profusión. Me volví para enroscarme
cuando un pensamiento repentino me hizo enderezar la cola con
alarma. Había olvidado la más elemental de las precauciones; había
olvidado la primera cosa que mi madre me había enseñado. «Siempre
invest i g a u n a h a bi t a c i ó n e x t r a ñ a F i f í — h a bí a di c h o — . Re có r re l o
t o do m i n u ci o sa m e nt e . A seg ú ra te de t o do s l o s caminos. Desconfía
de lo poco corriente, lo inesperado. Nunca descanses hasta conocer la
habitación.»
Sintiéndome llena de culpa me puse sobre mis pies, husmeé el
aire y decidí cómo proceder. Tomaría la pared izquierda primero y
daría la vuelta. Salté al suelo, miré bajo el asiento de la ventana husmeando
por si había algo
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especial, empezando a reconocer la situación, los peligros y las
ventajas. El papel de la pared era floreado y gas tado. Grandes
flores amarillas sobre un fondo púrpura. Altas sillas
escrupulo samente limpias pero con el rojo terciopelo del asiento
gastado. Los bajos de las sillas y mesas estaban Impíos y no tenían
telarañas. Los gatos ven los bajos de las cosas, no solamente lo de
encima y los humanos no reconocerían las cosas desde nuestro punto
de vista.
Un alto armario se erigía contra una de las paredes y yo me moví
hacia el centro de la habitación para estu diar cómo subirme a lo más
alto. Un rápido cálculo me m o s t r ó q u e p o dí a sa l t a r de u n a si l l a a
l a m e sa — ¡ o h cómo resbalaba!— y llegar a lo alto del armario.
Durante un rato estuve allí lamiéndome la cara y las orejas mien tras
iba pensando. Casualmente miré detrás mío y por poco caí
alarmada; una gata siamesa me miraba, eviden temente la h abía
est or ba do mie ntra s se la va ba . « Ra ro —pensé—, no esperaba
encontrar aquí una gata. Madame Albertine debía de tenerla
secretamente. Le diré "hola-.» Me volví hacia ella, y ella al parecer
tuvo la misma idea y se vo l vi ó ha ci a mí . No s mira mo s co n una
especie de ventana entre nosotras. «¡Extraordinario! —murmuré—,
¿ có m o pu e de se r ? » Ca ut e l o sa me n t e , a nt i ci pa n do u n a trampa,
observé alrededor de la parte trasera de la ven tana. No había nadie
allí. Curiosamente cada movimiento que yo hacía ella lo copiaba. Al
final caí en la cuenta. Esto era un espejo, un raro artefacto del que
mi madre me había hablado. Ciertamente éste era el primero que yo
veía, ya que ésta era mi primera visita dentro de la casa. Madame
Diplomat era muy particular y a los gatos no se les permitía estar
dentro de la casa a menos de que quisiera mostrarlos. Yo hasta el
momento me había es capado de esta indignidad.
«De to do s mo dos — me dije a mí misma — de bo co n -
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tinuar con mi investigación.» El espejo puede esperar Al otro lado
de la habitación vi una gran estructura de metal con tiradores de
bronce en cada esquina y todo el espacio entre los tiradores, cubiertos
con un mantel. Rápidamente me deslizé del armario a la mesa,
patinando un poco sobre el encerado y salté directa sobre la estructura
de metal cubierta por un mantel. Aterrizé en el medio y ante mi
horror la co sa me lanzó al aire. Al volver a aterrizar eché a correr
mientras decidía qué hacer.
Por unos instantes me senté en el centro de la alfom. bra roja y
azul de un di bujo como de «remolinos» que aunque escrupulosamente
limpia, había visto mejores días en otros lugares. Parecía ser perfecta
para estirar las patas, así es que le di unos suaves estirones y
parecía ayudarme a pensar más claramente. ¡Claro! Esa gran
estructura era una cama. Mi cama cra de viejos perió dicos echados
sobre el suelo de cemento de un cobertizo Madame Albertine tenía
como un viejo mantel echado sobre una especie de estructura de
hierro. Ronroneando de placer por haber resuelto el problema, me dirigí
hacia ésta y exam in é la parte i nf er io r co n g ran i nteré s. I n mensos
muelles cubiertos por lo que obviamente era una especie de tremendo
saco rasgado, soportaban la carga amontonada sobre éstos. Podía ver
claramente donde el pesado cuerpo de madame Albertine había
destrozado algunos de los muelles que colgaban.
Con espíritu de investigación científica tiré de una tela a ra yas
que col ga ba de u na esqu in a al otr o lado cerca de la pared. Ante mi
in cr eí bl e h or ro r, sa lie ro n plumas volando. «¡Por todos los gatos! —
exclamé yo—. Guarda pájaros muertos aquí. No me extraña que sea
tan enorme, debe comérselos durante la noche.» Unos cuantos
rápidos husmeas alrededor y había ya agotado todas las posibilidades de la
cama.
M i e nt r a s o bse r va ba a m i al r e de do r y m e pr e gu n .
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taba dónde mirar luego, vi una puerta abierta. Di media docena de
pasos y sigilosamente me agaché junto a un poste de la puerta,
inclinándome un poco hacia delante para que un ojo pudiera echar
un primer vistazo. A pri mera vista el cuadro era tan extraño que no
podía com prender lo que estaba viendo. Algo brillante en el suelo
con un dibujo blanco y negro. Contra una de las paredes una especie
de abrevadero (sabía lo que era porque los había cerca de los
establos) , mientras que contra otra pared sobre una plataforma de
madera, había la taza de porcelana más grande que jamás habría
podido imaginar. Estaba sobre la plataforma de madera y tenía una
tapadera de madera blanca. Mis ojos se iban agrandando y tuve que
sentarme y rascarme la oreja derecha mientras deliberaba. Quién
bebería en algo de semejante tamaño, me preguntaba.
En aquel momento oí el ruido de madame Albertine subiendo las
crujientes escaleras. Apenas parándome a ver si mi s m ostach o s
esta ba n e n o rde n , co rr í ha ci a la puerta para saludarla. Ante mis
gritos de júbilo, llena de contento, dijo: «¡Ah!, mi pequeña Fifí, he
robado lo me jor de la mesa para ti. Esos cerdo s se están hartando ,
¡uf ! ¡ Me da n ga nas de vom itar !» . S e aga chó y me puso los platos,
¡verdaderos platos!, delante mío, pero no tenía tiempo para la comida
todavía, tenía que decirle lo mu cho que la quería. Ronroneé
mientras ella me acogía en su ancho pecho.
Esa no che do rm í a l os pie s de la cam a de madame Albertine.
Echa un ovillo en la inmensa colcha, estuve más cómoda que nunca
desde que me habían separado de mí madre. Mi educación fue en
aumento; descubrí la razón de lo que en mi ignoran cia había creído
que era una taza de porcelana gigante. Me hizo enrojecer rostro y
cuello al pensar en mi ignorancia.
A la ma ña na sig uie nte ma dame Albert ine se vi st ió
21
y bajó la escalera. Se oían los ruidos de mucha conmo ción, muchas
voces altas. Desde la ventana vi a Gaston, e l c h ó f e r , l i m p i a n d o e l
g r a n R e n a u l t . A l p o c o r a t o desapareció para volver después con su
mejor uniforme. Llevó el coche a la entrada de la casa y los criados
llenaron el portaequipaje de maletas y paquetes. Me agaché m á s ,
m o n s i e u r e l d u q u e y m a d a m e D i p l o m a t s e d i r i gieron al coche y
fueron conducidos por Gaston avenida abajo.
El ruido debajo mío creció, pero esta vez era como de gente
celebrando algo. Madame Albertine subió ruido samente las escaleras
con el rostro rebosante de felicidad y r o j o p o r e l v i n o . « S e h a n i do ,
pe q u e ñ a F i f í — g r i t ó , a pa r e n t e m e n t e cr e y e n d o q u e y o e r a so r da — .
S e h a n ido, durante toda una semana estaremos libres de su
tiranía. Ahora nos divertiremos.» Estrujándome contra ella me llevó
abajo donde se celebraba una fiesta. Todos los criados parecían más
contentos ahora, y yo me sentía orgullosa de que madame Albertine me
llevara en brazos a pesar de que temía que m i pe so de cuat ro l ibra s
la cansara.
Por una semana todos ronroneamos juntos. Al final de esa
semana lo arreglamos todo y asumimos la más miserable de
nuestras expresiones preparándonos para la vuelta de madame
Diplomat y su marido . Él no nos preocupaba, solía pasearse por ahí
tocándose su Legión de Honor en el botón de la solapa. Sea como fuere
estaba s i e m pr e pe n sa n d o e n e l « s e r vi ci o » , n o e n l o s cr i a d o s ni
gato s. El pro bl ema era madame D ipl oma t. Er a un a mujer
regaño na, desde luego, y fue como el perdón de l a gu i l l o t i n a
cua n do o í m o s el sá ba do q ue vo l ve r í a n a irse una semana o dos, ya
que tenían que verse con lo «mejorcito».
El tiem po pasaba rá pi dame nte. Por la ma ña na ayudaba a los
jardineros levantando una planta o dos para
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ver si las raíces crecían satisfactoriamente. Por las tardes me retiraba a
una cómoda rama del viejo manzano soñan do en climas más cálidos y
antiguos templos donde los sacerdotes vestidos con túnicas amarillas
daban vueltas silenciosamente siguiendo sus oficios religiosos.
Repentinamente me despertaba el sonido de aviones de las Fuer za s
Aéreas fr an ce sa s rugie n do l ocame nte a tra vé s del cielo.
Est a ba em pez a n do a po ne r m e pe sa da a h o r a y m i s gatitos
empezaban a moverse dentro de mí. No me era fácil moverme ahora,
tenía que medir mis pasos. Durante los últimos días cogí el hábito de
ir a la lechería a mirar cómo ponían la leche de las vacas dentro de
una co sa que daba vueltas y producía dos chorros, uno de leche y
otro de crema. Me sentaba so bre un estante bajo para no molestar. La
lechera me hablaba y yo le contestaba.
Un atardecer estaba sentada sobre el estante a unos seis pies de
un cubo lleno de leche. La lechera me estaba hablando de su último
novio y yo le ronroneaba asegu rándole que todo iría bien entre ellos.
De repente se oyó un chillido que atravesaba el tímpano como cuando
a un gato macho se le pisa la cola. Madame Diplomat entró en la
lechería corriendo y gritando: «Te dije que no tuvieras gatos aquí, nos
envenenarás». Cogió lo primero que encontró a mano, una medida de
cobre y me la tiró c o n t o d a s u f u e r z a . M e d i o e n e l c o s t a d o c o n
m u c h a violencia y me hizo caer en el cubo de la leche. El dolor fue
terrible. Apenas podía chapotear para mantenerme a flote. Sentí
salírseme las entrañas. El suelo se tambaleó bajo pesados pasos y
madame Albertine apareció. Rápi d a m e n t e i n cl i n ó e l cu bo y t i r ó l a
l e c h e m a n c h a d a de sa ng re. Pasó sua veme nte su s ma no s so br e m í.
«L lama al señor veterinario», ordenó. Yo me desmayé.
A l d e s p e r t a r e s t a b a e n l a h a b i t a c i ó n d e m a d a m e A l b e r t i n e e n
u n c a j ó n f o r r a d o y c a l i e n t e . T e n í a t r e s
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costillas rotas y había perdido mis gatitos. Durante algún tiempo estuve
muy enferma. El señor veterinario venía a v e r m e a m e n u d o y m e
d i j e r o n q u e l e h a b í a d i c h o palabras duras a madame Diplomar.
«Crueldad. Crueldad i n n e ce sar i a » , h a bí a di ch o . « A l a ge n t e n o le
gu st a rá . Dirán que es usted una mujer mala.» «Lo s criados me h a n
di c h o — d i j o é l — q u e l a f u t u r a m a dr e g a t i t a e r a muy limpia y muy
honrada. No, madame Diplomat, fue muy malvado de su parte.»
Madame Albertine me mojaba los labios con agua, ya que tan sólo
pensar en leche me hacía palidecer. Día tras día intentaba
convencerme para que comiera. El señor veterinario dijo : «Ahora no
hay esperanza, morirá, no puede vivir otro día sin comer». Pasé a un
estado comatoso. Desde algún lugar me parecía oír el susurro de los
árboles, el crujir de las ramas. «Gatita —decía el man zan o— , gat ita,
est o no es el fi n .» Ex tra ño s rui do s me zumbaban en la cabeza. Vi
una brillante luz amarilla, vi maravillosos parajes y olí placeres
celestiales. «Gatita — su su r r a ba n l o s á r bo l e s— , e st o n o e s el f i n ,
co m e y vive. No es el fin. Tienes una razón para vivir, gatita.
Tendrás días felices en el ocaso de tu vida. No ahora. E s t o n o e s e l
f i n . »
Abrí los ojos pesadamente y levanté algo la cabeza. Madame
Albertíne con grandes lágrimas corriéndole por las mejillas, se
arrodilló junto a mí aguantando algunos fino s pedazos de pollo. El
señor veterinario estaba de pie junto a la mesa llenando una jeringa
con algo de una botella. Débilmente tomé uno de los pedazos de pollo,
lo r et u ve u n i n st a n te en la bo ca y l o tr ag u é . « ¡ M i l a g r o ! ¡Milagro!»,
dijo madame Albertine. El señor veterinario se volvió con la boca
abierta y poco a poco fue dejando l a j e r i n g a y v i n o h a c i a m í . « E s
c o m o u s t e d d i c e , u n m i la g r o — r e ma r có - - . E sta ba l le n a n do l a
je r i n g a pa r a administrarle el golpe de gracia y evitar así más sufri -
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miento.» Les sonreí y emití tres ronroneos, todo lo que pu de .
Mi ent ras vol vía a ador mece rme le s oí decir : « Se recuperará».
Durante una semana continué en un pobre estado; n o p o dí a
r e s pi r a r h o n d a m e n t e , n i p o dí a d a r m á s q u e unos pocos pasos.
Madame Albertine me había traído mi cajón de tierra muy cerca, ya
que madre me había ense ñado a ser muy cuidadosa con mis
necesidades. Una se mana más tarde madame Albertine me llevó
abajo. Ma dame D ipl oma t esta ba de pie ante una h abita ci ó n co n
una mi rada bu rl on a y de desapro bació n . « Ha y que lle varla a un
cobertizo, Albertine», dijo madame Diplomat. « C o n pe r dó n , se ñ o r a —
di j o ma da m e Al be r t i ne — , t o da vía no está lo suficientemente bien, y
si se la maltrata, yo y otros criados nos iremos.» Con un altivo
reso plido y m i r a d a , m a d a m e D i p l o m a t v o l vi ó a e n t r a r e n l a h a b i -
tación. Abajo en las cocinas algunas de las viejas mujeres vinieron a
hablarme y dijeron que se alegraban de que estuviera mejor.
Madame Albertine me dejó en el suelo suavemente para que pudiera
moverme y leer todas las noticias de cosas y de la gente. Pronto me
cansé, ya que aún no me encontraba bien, y me dirigí a madame
Albert i n e , l e v a n t é l a m i r a d a h a c i a s u r o s t r o y l e d i j e q u e q u e r í a
i r a l a c a m a . M e c o g i ó y v o l v i ó a l o m á s a l t o de la casa. Estaba
tan cansada que me dormí profunda mente antes de que me metiera en la
cama.
Capítulo II
Es fácil ser sensato después de los acontecimientos. Escribir un
libro trae recuerdos. A través de la dureza de los años, pensé a
menudo en las palabras del viejo manzano: «Gatita, esto no es el fin.
Tienes un propósito e n l a vi da » . En t o n ce s pe n sé q ue n o e ra má s
qu e u n a am a bi l i da d pa r a a n im a r me . A h o r a l o sé . A h o ra e n el
ocaso de mi vida tengo mucha felicidad; si estoy ausente, aunque no
sea más que un os m inut o s, o ig o: « ¿D ón de está Fifí? ¿No le ha
pasado nada?». Y sé que soy amada por mí misma no sólo por mi
apariencia. En mi juventud era distinto, no era más que una pieza de
escaparate o como diría la gente moderna una «pieza de conversación».
Los americanos dirían un «juguete ingenioso».
Ma da me D ipl oma r tení a sus obsesio ne s. Te ní a la obsesión de
ascender más y más en la escala social de Francia, y mostrarme en
público era un seguro amuleto para el éxito. Me odiaba, ya que
odiaba a los gatos (ex cepto en público) y no se me permitía entrar en
la casa a men os de que hubie ra in vi tado s. El re cuer do de m i
primera «presentación» lo tengo vívido en mi mente.
Estaba en el jardín un día caluroso y soleado. Du rante un rato
había estado mirando a las abejas llevando polen sobre sus patas.
Entonces me moví para examinar el pie de un ciprés. El perro de un
vecino había recientemente e stado al lí y de jado u n men sa je que yo
quería leer. Echando frecuentes miradas sobre mi hombro para ver si
estaba a salvo, dediqué mi atención al mensaje. Po c o a po c o m e
f u i i n t e r e sa n d o m á s y m á s y f u i p e r diendo la conciencia de cuanto
me rodeaba. Inesperada mente unas ásperas manos me agarraron y me
despertaron de mi contemplación del mensaje del perro. Pzzt, silbé
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mientras me liberaba dando un fuerte golpe hacia atrás al hacerlo. Subí
al árbol y miré hacia abajo. Siempre corre primero y mira luego —
había dicho madre—. Es mejor correr sin necesidad que parar y no poder
volver a correr.»
Miré hacia abajo. Estaba Pierre, el jardinero, agarrán dose la punta
de la nariz, un reguerillo de sangre le iba corriendo por entre sus
dedos. Mirándome con odio, se agachó , cogió una piedra y la tiró
con toda su fuerza. Di la vuelta al tronco del árbol, pero así y todo
la vibrac i ó n de l a p i e dr a co n t r a e l t r o n co c a s i m e h i z o ca e r .
Volvió a agacharse para coger otra piedra en el mismo momento que
madame Albertine andando silenciosamen te sobre el musgoso terreno
adelantó un paso. Recogiendo la escena en una mirada, adelantó
ágilmente la pierna y Pi erre cay ó al suelo cara a baj o . Le co gi ó po r
el cue ll o y lo levantó sacudiéndolo. Lo agitó con violencia, no era m á s
q u e u n h o m b r e p e q u e ñ i t o , y l e h i z o t a m b a l e a r . « D a ña s a l a ga ta
y t e m at o , ¿ m e o ye s? M a da me D i pl o mat te envió a buscarla, hijo
de perra, no para que la d a ñ a r a s . » « L a g a t a s e m e e s c a p ó d e l a s
m a n o s y m e c a í c o n t r a e l á r b o l y m e s a n g r a l a n a r i z — b a l b u c i ó
Pierre—, perdí los estribos a causa del dolor.» Madame Albert ine se
enco gi ó de h om br o s y se vo l vi ó ha ci a mí . «F if í , F if í , ven con
mamá », l lam ó. « Ya voy » , g rité mien tras pon ía mi s bra zo s alrededor
de l tro nco y me de sl i zaba de espaldas. «Ahora tienes que
comportarte lo me jor que puedas, pequeña Fifí —dijo madame
Albertine—. La señora 1
quiere mostrarte a sus visitas.» La palabra
señora siempre me divertía. El señor duque tenía una se ñ o r a e n
P a r í s a s í q u e , ¿ c ó m o e r a m a d a m e D i p l o m a t la señora? De todos
modos, pen sé, sí quieren que tam bién se la llame «señora», por mí
no hay problema. Esta era gente muy rara e irracional.
1. En inglés mistress significa señora y amante. (N. de la T.)
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Andamos juntas a través del césped, madame Alber tine me llevaba
para que mis pies estuvieran limpios para las visitas. Subimos los
anchos peldaños de piedra donde v i u n r a t ó n e s c u r r i é n d o s e e n u n
a g u j e r o j u n t o a u n a r bu st o y at ra ve sa m o s l a ga l er í a . A l o tr o la do
de l a s puertas abiertas del salón vi a una multitud de gente
sentada y charlan do como un grupo de gorriones. «He t ra í do a F i f í ,
se ñ o ra » , di j o m a da me Al be rt i n e . La « se ñora» se levantó de un salto
y me tomó con cuidado de lo s br azo s de m i am iga . « ¡O h , mi quer ida
du lce y chi quitina Fifí! », exclamó mientras daba la vuelta tan aprisa
que me mareé. Las mujeres se levantaron y se agruparon cerca de mí
profiriendo exclamaciones de admiración. Los gatos siameses en
Francia eran una rareza en aquellos tiempos. Incluso los hombres allí
presentes se movieron para mirar. Mi negro rostro y blanco cuerpo
terminando en una cola negra, parecía intrigarles. «Excepcional entre lo
excepcional —dijo la señora—. Un magnífico pedigree; costó una
fortuna. Es tan cariñosa, a veces duerme con migo por la noche.» Yo
grité protestando ante tales men ti r a s y t o do e l m u n do re tr o ce di ó
al a r ma do . « Est á h a bl a n do » , di j o ma da me Al be r t i ne , a q ui e n se le
h a bí a o r de n a d o q u e se q u e da r a e n e l s a l ó n « p o r s i a ca s o » . Como
el mío, el rostro de madame Albertine reflejaba sorpresa de que la
señora dijera tantas falsedades. «Ah, Renée —dijo una de las invitadas
—, deberías llevarla a América cuando vayas. Las mujeres americanas
pueden ser una gran ayu da en la car rera de tu ma ri do si le s
gustas y la gatit a ci erta mente lla ma la atenci ón . » La señora apretó
sus delgados labios de modo que su boca d e s a p a r e c i ó po r c o m p l e t o .
« ¿ L l e va r l a ? — pr e g u n t ó — . ¿Cómo lo haría? Armaría jaleo y
tendríamos dificultades cua n do vo l vi é ra m o s . » « To n t e r ía s , Re n ée , m e
so r pr e n des —replicó su amiga—. Conozco a un veterinario que te
da rá un a dr og a co n l a que dor mi rá duran te to do d
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vuelo. Puedes arreglártelas para que vaya en una caja acolchada
como equipaje diplomático.» La señora asintió con la cabeza: «Sí ,
Antoinette, tomaré esta dirección» .
D u r a n t e u n r a t o t u v e q u e q u e d a r m e e n e l s a l ó n . Hacían
comentarios so bre mi tipo, se admiraban de lo largo de mis piernas
y la negrura de mi cola. «Yo creía q u e t o d o s l o s m e j o r e s t i p o s de
g a t o si a m é s t e n í a n l a c o l a e n r o s ca da » , d i j o u n a . « O h n o —
co n t e s t ó l a s e ñ o ra—, gatos siameses con colas enroscadas no están
de m o da a h o r a , cu a n do m á s r e ct a la co l a m e j o r el ga t o . Pronto
enviaremos a ésta a juntarse y entonces tendremos g at i t o s pa ra da r . »
F i na l m e n te m a da me A l be rt i n e de j ó e l s a l ó n . « ¡ P u f f ! — e x c l a m ó — .
D a m e g a t o s d e c u a t r o patas en cualquier momento antes que esta
variedad de dos patas.» Rápidamente di una ojeada a mi alrededor;
no había visto nunca gatos con dos patas antes y no com pren día cóm o
po día n arre glár se las. No ha bí a na da de trás mío excepto la puerta
cerrada, así es que meneé la cabeza con un gesto de extrañeza y seguí
andando junto a madame Albertine.
Estaba oscureciendo y una ligera llovizna golpeaba las ventanas
cuando el teléfono en la habitación de madame Albertine sonó
irritablemente. Se levantó para contes tarlo y la aguda voz de la
señora rompió la paz. «Alber ti ne , ¿tie nes a la gata en la
ha bi tació n ?» «S í , se ño ra, todavía no está bien», replicó madame
Albertine. La voz d e l a s e ñ o r a s u b i ó u n o c t a v o d e t o n o : « T e h e
d i c h o , Albertine, que no la quiero en la casa a meno s de que haya
visitas. Llévala al cobertizo inmediatamente. ¡Me asombro de mi
bondad dejándote quedar; eres tan inútil!». Muy a pesar suyo madame
Albertine se puso un grueso abrigo de punto, se metió dentro de un
impermeable y se enroscó un pañuelo en la cabeza. Cogiéndome en
brazos me arropó con un chal y me bajó por la escalera tra sera. Se paró
en la sala de los criados para coger una lin-
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terna y fue hacia la puerta. Un viento tempestuoso me dio en la
cara; unas nubes bajas corrían a través del cielo n o ctu rn o; desde un
alto ci pr és u n bú ho ulul ó de sma yadamente, ya que nuestra
presencia había espantado al r at ó n q ue h a bí a e sta do ca z a n do .
Ra ma s ca r ga da s de lluvia nos rozaban y echaban su carga de agua
sobre nosotras. El camino era resbaladizo y traidor en la oscu ridad.
Madame Albertine se arrastraba cautelosamente escogiendo sus
pasos a la tenue luz de la linterna mur murando imprecaciones contra
madame Diplomat y todo lo que ésta representaba.
Ante nosotras apareció el cobertizo, como una marca más negra en
la oscuridad de los sombríos árboles. Em pujó la puerta y entró.
Hubo un golpe tremendo al des lizarse al suelo una maceta que había
quedado cogida a sus voluminosas faldas. Muy a mi pesar se me
erizó la cola de miedo y se me formó un agudo trazado a lo largo de mi
espi naz o . Ilu mi na ndo co n su l in ter na un se mi círculo delante de
ella, madame Albertine se adentró en el cobertizo y fue hacia el
montón de viejos periódi co s q ue er a n m i ca m a . « M e g u sta r í a ve r a
e sa mu j er encerrada en un lugar como éste —murmuró para sus
adentros—. Ya le bajarían un poco los humos.» Me dejó con cuidado
en el suelo, se aseguró de que tenía agua, nunca bebía leche ahora,
sólo agua, y puso unos cuantos pedacitos de pata de rana a mi lado.
Después de darme unas palmaditas en la cabeza, fue retrocediendo
poco a poco y cerró la puerta tras ella. El difuso sonido de sus pasos
fue ahogándose bajo el mordaz viento y el chapoteo de la lluvia sobre el
galvanizado tejado de hierro. Odiaba este co bert izo . A men udo a la
gente se le o lvi da ba m i existencia por com pleto y yo no po día salir
hasta que abrían la puerta. Con demasiada frecuencia me había que-
dado allí sin comida ni bebida durante dos o incluso tres días. Los gritos
no servían de nada, ya que estaba dema-
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siado lejos de la casa, escon dida en un bo squecillo de árboles,
lejos, detrás de todos los restantes edificios. Me estiraba hambrienta
poniéndome más y más arrugada esperando a que alguien de la casa
se acordara de que no se me había visto por ahí por algún tiempo y
viniera, a investigar.
¡A h o r a e s ta n di st i nt o ! Aq uí m e t ra t a n co m o a u n ser humano.
En vez de casi morir de hambre tengo siem pre comida y bebida y
duermo en un dormitorio con mi propia cama de verdad. Mirando
hacia atrás a través de l os a ño s, pare ce co mo si el pa sa do f uera u n
vi aje cru zando una larga no che y como si ahora hubiera salido a la
luz del sol y al calor del amor. En el pasado tenía que estar alerta a
los pasos patosos, ahora todo el mundo vi gi la por si yo est oy ah í. Lo s
muebles no se ca mbia n nunca de lugar a menos de que se me
enseñe su nuevo sitio porque soy ciega y vieja y ya no puedo cuidar
de m í m i s m a ; c o m o d i c e e l l a m a s o y u n a q u e r i d a v i e j a abuela
que goza de paz y felicidad. Mientras dicto esto estoy sentada en
una cómoda silla donde los calientes rayos del sol se posan sobre mí.
Per o todo a su de bi do t iempo , lo s dí as de las som bras estaban
todavía conmigo y todavía el sol tenía que aparecer después de la tormenta.
Sen tía extra ño s m ovim ien to s den tr o de mí . En voz baja, ya que
me sentía insegura, canté una canción. Deambulaba por el terreno en
busca de algo. Mis deseos eran vagos y sin embargo apremiantes.
Sentada junto a una vent ana a bie rta, si n atre ver me a entr ar, oí a
madame Diplomat usando el teléfono. «Sí, está llamando. La en viaré
inmediatamente y la recogeré mañana. Sí, quiero ven de r lo s gati to s
tan pr on to com o sea po si ble .» Po co d e s p u é s G a s t o n v i n o a m í y
m e p u s o e n u n a c a j a d e m a d e r a d o n d e n o se p o d í a r e s p i r a r c o n
l a t a p a b i e n cerrada. El olor de la caja, aparte del ambiente irrespi-
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rable, era de lo más interesante. Había servido para llevar comida, patas
de rana, caracoles, carnes crudas y ver duras. Estaba tan interesada
que apenas noté cuando Gaston cogió la caja y me llevó al garaje.
Durante un rato dejó la caja sobre el suelo de cemento. El olor a
a ce i te y ga so l i n a m e da ba g a na s de vo m i ta r . Po r f i n Gaston volvió
a entrar en el garaje, abrió las grandes puertas de entrada y dio el
contacto a nuestro segundo coche, un viejo Citroen. Tras echar mi caja
con bastante rudeza en el portaequipajes entró delante y salimos. Fue
un viaje terrible, tomábamos las curvas tan aprisa que m i ca ja
ro da ba co n vi o len cia y pa raba co n u n g ol pe . A la próxima curva
volvería a repetirse el proceso. La oscuridad era intensa y los
humos del tubo de escape me ah oga ba n y me ha cí an to ser . Creí
que el via je n o terminaría nunca. De repente el cocha se desvió, se
oyó un espantoso chirrido de los neumáticos al patinar, y cuando el
coche volvió a ponerse recto y siguió corriendo, mi caja dio la vuelta y se
quedó boca abajo. Me di contra una aguda astilla y mi nariz empezó a
sangrar. El Citroén se tambaleó al parar y pronto oí voces. Abrieron el
portaequipajes y por un momento hubo silencio y entonces «Mira,
hay sangre!», dijo una voz extraña. Levantaron mi caja, la sentí
balancearse mientras alguien la llevaba. Subieron unos peldaños, se
veían sombras a través de las rendijas de la caja y adiviné que
estaba dentro de una casa o cobertizo. Se cerró una puerta, me
levantaron más alto y me colocaron sobre una mesa. Desmañadas
manos arañaban la superficie externa y abrieron la caja. Yo guiñé los
ojos ante la repentina luz. «Pobre gatita», di j o u n a vo z de mu j e r .
Al a r ga n d o l o s br a z o s pu so la mano debajo mío y me cogió. Yo me
sentía enferma, con ganas de vomitar y mareada por los humos del
tubo de escape, medio ida por la violencia del viaje y sangrando
bastante por la nariz. Gaston, allí, de pie, estaba blanco
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y asustado. «Debo telefonear a madame Diplomat», dijo un ho mbre.
«N o me h aga per der mi trabaj o — di jo Ga s- t o n — , c o n d u j e co n
m u c h o c u i da d o . » E l h o m b r e c o g i ó el teléfono mientras la mujer me
secaba la sangre de la nariz. «Madame Diplomat —dijo el hombre—,
su gatita está enferma, está desnutrida y ha sido espantosamente
agitada por este viaje. Perderá su gata, madame, a menos de que se la
cuide mejor.» «Por Dios —oí que replicaba la voz de madame
Diplomat—, tanto jaleo por un gato. Y a la cu i da m o s. N o la t en e m o s
co n se n t i da y m i ma da , quiero que tenga gatitos.» «Tiene usted una
gata siamesa muy valiosa, del mejor tipo en toda Francia. Descuidar
a e st a g at a e s u n ma l ne g o ci o , co m o u sa r s o rt i j a s de di a m a n t e s
pa r a co r t a r c r i s t a l . » « Y a l a c o n o z c o — co n testó madame Diplomat—.
¿Está el chófer aquí?, quiero hablar con él.» El hombre pasó el
teléfono a Gaston en silencio. Por algunos instantes el torrente de
palabras de la señora fue tan grande, tan vitriólico que no podía per -
seguir su fin, simplemente atontaba los sentidos. Final mente,
después de mucho estirar llegaron a un acuerdo. Y o te n í a qu e
qu e da r m e ¿ dó n de e st a ba y o ? , h a sta qu e estuviera mejor.
Ga st o n se f u e t em bl a n do t o da ví a al pe n sar e n ma dame
Diplomat. Yo seguí echada sobre la mesa mientras e l h o m br e y l a
mu j er me at en dí a n . Tu ve la se n sa ci ó n de un ligerísimo pin chazo y
casi antes de que pudiera darme cuenta me quedé dormida. Fue una
sensación de lo más peculiar. Soñé que estaba en el cielo y que mu -
chos gatos me hablaban, preguntándome de dónde venía y quiénes
eran mis padres. Hablaban en el mejor francés gatuno siamés además.
Levanté la cabeza pesadamente y abrí los ojos. La sorpresa ante el
lugar donde estaba cau só el erizam ien to de mi col a y un e scal of rí o
en mi espi n azo . A po co s cent ímet ro s de m i ro str o ha bí a una puerta
de red de hierro. Yo estaba echada sobre paja lim-
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pi a . De tr á s de l a pu er t a de a la m br e h a bí a un a g r a n habitació n
que contenía todo tipo de gato s y algunos perritos. Mis vecinos a
cada lado eran gatos siameses. «Ah, la desgraciada está
moviéndose», dijo uno. «¡Uf! ¡Cómo te colgaba la cola cuando te
trajeron!», dijo el o t r o . « ¿ D e dó n de vi e n e s? » , ch i l l ó u n pe r s a
de sd e e l otro lado de la habitación. «Estos gatos me ponen en -
fermo», gruñó un pequeño poodle desde una caja en el sue l o . «Yeh
— mu r mu r ó u n pe r r it o j u st o f ue r a de l a órbita de mi vista—, a
estas damas les darían una buena paliza en mi Estado.» «Oíd a este
perro yanqui dándose ai r e s — di j o a l gu i e n ce r ca — , n o l le va aq uí el
ti e m po suficiente como para tener derecho a hablar. No está más
que a pensión, eso es!»
«Yo soy Chawa —dijo la gata de mi derecha—. Me han sacado
los ovarios.» «Yo soy Sang Tu —dijo la gata de mi iz q u ie r da — . Y o
lu c hé co n u n pe rr o , peq ue ñ a , deberías ver a ese perro, desde luego
poco queda de él.» «Y o soy F if í — respon dí tím idamen te— . N o sabía
que había más gatos siameses aparte de mí y de mi desapa recida
madre.» Por algún tiempo se hizo el silencio en la gran habitación y
entonces surgió un gran rugido a l entrar el hombre que traía la
comida. Todo el mundo hablaba a la vez. Los perros pedían que se les
alimentan primero, los gatos llamaban a los perros cerdos egoístas. Se
oía el entrechocar ruidoso de los platos de comida y el gorjeo de
agua al llenar los botes para beber y luego el glup glup de los perros al
comenzar a comer.
El hombre se acercó a mí y me miró. La mujer e n t r ó y atravesó
viniendo hacia mí. «Está despierta», dijo el hombre. «Preciosa
gatita —dijo la mujer—. Tendremos que fortalecerla, no puede tener
gatitos en su presente estado.» Me trajeron una abundante porción
de comida y siguieron con los otros. Yo no me encontraba denla.
siado bien, pero pensé que sería de mala educación no
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co m er , a sí e s q ue me l o pr o pu se y pr o n t o l o hu be t er m i n a d o t o do .
« ¡ O h ! — di j o e l h o m b r e cu a n do vo l vi ó — , estaba hambrienta.» «Vamos
a ponerla en el anexo —dijo l a m u j e r — , t e n d r á m á s l u z s o l a r a l l í ,
cr e o q u e t o d o s estos animales la molestan.»
El hombre abrió mi jaula y me acunó en sus brazos mientras me
llevaba a través de la habitación y a través de una puerta que no
había po dido ver antes. «Adiós», c h i l l ó C h a w a . « E n c a n t a d a d e
c o n o c e r t e — g r i t ó S a n g Tu—. Dales recuerdos míos a los gatos
machos cuando les veas.» Cruzamos el umbral de la puerta y
entramos en una habitación iluminada por el sol, donde había una
gran jaula en el centro. «¿Va a meterla en la jaula de los m o n o s ,
j e f e ? » , pr e g u n t ó u n h o m b r e a q u i e n n o h a bí a vi st o a nt e s. « S í —
re pl i c ó e l h o m br e qu e me l l e va ba — , necesita cuidados, ya que no
llevaría en su presente estado.» ¿Llevaría? ¿Llevaría? ¿Qué es lo
que supo nían q u e i b a a l l e v a r ? ¿ C r e í a n q u e i b a a t r a b a j a r y o
a q u í l l e v a n d o p l a t o s o a l g o p a r e c i d o ? E l h o m b r e a b r i ó l a pu e rt a
de l a j au l a g ra n de y m e me t i ó . Se e st a ba bi e n aparte del olor a
desinfectante. Había tres ramas y es tantes y una agradable caja de
paja forrada de tela para dormir. Me paseé alrededor con cautela,
ya que madre me había enseñado a que investigara completamente
cualquie r lugar ex trañ o a ntes de in st alar me. Una rama de árbol me
invitaba, así es que saqué mis pezuñas para de mostrar que ya me
sentía instalada. Al encaramarme por la rama vi que podía mirar
sobre un pequeño cercado y ver más allá.
H a b í a u n g r a n e s p a c i o c e r r a d o c o n a l a m b r e t o d o a l re de do r y
po r en ci m a . Peq ue ñ o s ár bo l e s y a r bu st o s llenaban el terreno.
Mientras observaba, un gato siamés de lo más magnífi co salió a la
vista. Tenía un tipo fan tástico, largo y delgado co n pesados
hombros y la más negra de las colas negras. Mientras atravesaba despacio
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el terreno iba cantando la última canción de amor. Yo escuché
extasiada, pero por el momento tenía demasiada vergüenza para
contestar cantando. Mi corazón latía y tuve una sensación de las
más extrañas. Se me escapó un gran suspiro mientras él desaparecía.
Durante un rato me quedé sentada en lo más alto de esa rama,
llena de sorpresa. Mi cola se movía espas. módicamente y mis
piernas temblaban tanto de la emo ción que apenas podían
soportarme. ¡Qué gato!, ¡qué tipo más formidable! Podía
imaginármelo llenando de gracia un templo en el lejano Siam, con
sacerdotes de amarillas túnicas saludándole mientras dormitaba al sol.
¿Y me equivocaba? Sentía que había mirado en mi direc ción, que lo
sabía todo de mí. Mi cabeza era un torbe llino con pensamientos
sobre el futuro. Despacio, tem blando, descendí de la rama, entré en
la caja de dormir y me eché para seguir pensando.
Esa noche dormí inquieta; al día siguiente el hombre dijo que yo
tenía fiebre a causa del mal viaje en coche y los humos del tubo de
escape. ¡Yo sabía por qué tenía fiebre! Su bello rostro negro y su
larga cola arrastran. do se se habían apoderado de mis sueños. El
hombre dijo que me encontraba débil y que tenía que descansar,
Durante cuatro días vi ví en esa jaula descansando y comiendo. A
la mañana siguiente me condujeron a una casita dentro del cercado
con redes. Al instalarme miré a mi alrededor y vi que había un muro
de red entre mi compartimento y el del guapo gato. Su habitación
estaba cuidada y arreglada, su paja estaba limpia y vi que su bol de
agua no tenía polvo flotando sobre la superficie. No estaba dentro
en aquel momento, adiviné que esta ría en el cercado jardín dando un
vistazo a las plantas.
Llena de sueño, cerré los ojos y di unas cabezadas. Una poderosa
voz me hizo saltar despertándome y miré tím idame nte al muro de
red. « ¡ Buen o! —dij o el gat o
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siamés—, encantado de conocerte, desde luego.» Su gran r o s t r o n e g r o
e st a ba c o n t r a l a r e d , y su s v í v i do s o j o s azules disparaban sus
pensamientos hacia mí. «Nos va mos a casar esta tarde — di j o é l — .
M e g u st a r á , ¿ y a t i ? » E n r o j e c i e n d o t o da y o e sc o n dí m i ca r a e n t r e
l a pa j a . « O h , n o t e p r e o cu pe s t a n t o — e x c l a m ó é l — . Es t a m o s
h a ci e n do u n n o b l e t r a b a j o ; n o h a y l o s su f i ci e n t e s de nosotros en
Francia. Te gustará, ya verás», rió mientras se sentaba a descansar
después de su paseo matinal.
A la hora de comer, vino el hombre y rió al vernos sentados
cerca el uno del otro con sólo la red entre nos otros y cantando un
dúo. El gato se alzó sobre sus patas y le rugió al hombre: «¡Saca esa...
puerta de en medio!», usando algunas palabras que me hicieron
enrojecer toda o tra vez. El h om bre sacó de spaci o la cla vi ja , vol vi ó a
colgarla fuera de peligro, dio la vuelta y nos dejó.
¡Oh! Ese gato, el ardor de sus abrazos, las cosas que me dijo.
Después nos quedamos echados uno junto al otro en un dulce calor y
entonces tuve el escalofriante pensa m ient o: yo n o era la pr ime ra. Me
levan té y vol ví a mi habitación. El hombre entró y volvió a cerrar la
puertec i l l a e n t r e n o s o t r o s . P o r l a n o c h e vi n o y m e vo l vi ó a llevar a
la jaula grande. Dormí profundamente.
Por la mañana, vino la mujer y me llevó a la habita ción en la que
había estado al ingresar en este edificio. M e co l o có so br e u n a m e sa
y me ag ua n t ó f u er t em e n te m ient ras el h om bre me e xami na ba a
fo n do cu idado sa me n te . « Te n dr é q ue ve r a l du e ñ o de e st a g at a
po r qu e la pobrecita ha sido muy maltratada. ¿Ves? —dijo indi cando
mis costillas izquierdas y tocando donde todavía me dolía—. Algo
espantoso le ha pasado y es un animal de m a si a do va l i o so pa ra qu e
se le de scu i de . » « ¿ D a m o s un paseo en coche y nos acercamos a
hablar con la due ñ a ? » L a m u j e r p a r e c í a e st a r r e a l m e n t e
i n t e r e s a d a e n mí. El hombre contestó diciendo: «Sí, la recogeremos, y
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de paso quizá podremos cobrar nuestros honorarios tam bién. La
llamaré y le diré que devolveremos la gata y recogeremos el dinero».
Descolgó el teléfono y habló con madame Diplomat. La sola
preocupación de ésta parecía ser que «el parto de la gata» pudiera
costarle unos pocos francos de más. Convencida de que no sería así,
estuvo de acuerdo en pagar la cuenta tan pronto como me devol vieran.
Y eso fue lo que decidieron: me quedaría hasta la tar de si guie nte y
lueg o me devol verí an a madame Diplomat.
«Eh , Georges —gritó el hombre—, devuélvela a la jaula de
monos, se queda hasta mañana.» Georges, un viejo encorvado a
quien no había visto antes, vino hacia mí tambaleándose y me cogió
con sorprendente cuidado. Me puso sobre su hombro y empezó a
andar. Me llevó a la gran habitación sin parar para poder hablar con
los otros. La habitació n donde estaba la jaula de mono s y cerró la
puerta tras nuestro. Durante unos segundos arrastró un pedazo de
cuerda delante de mí. «Pobreci ta —murmuró para sí—, ¡está claro
que nadie ha jugado contigo en tu corta vida!»
Sola otra vez, subí a la empinada rama y miré más allá del
cercado metálico. Ninguna emoció n se movía dentro mío ahora,
sabía que el gato tenía cantidades de Reinas y yo no era más que una
de tantas. La gente que conoce a los gatos, llama siempre a los
gatos machos « To m s» y a las hem br as « Re ina s». N o tie ne n ada que
v e r c o n e l pedigree, n o e s m á s q u e u n n o m b r e g e nérico.
Una rama solitaria se mecía curvándose bajo un peso considerable.
Mientras estaba mirando, el gran Tom saltó del árbol y se plantó en
el suelo. Se encaramó a toda ve lo ci dad po r el árbol y vol vi ó a
ha cer lo mi sm o u na y otra vez. Yo miraba fascinada y entonces se me
ocurrió que estaría haciendo sus ejercicios matinales. Perezosa.
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m e n t e , po r q u e n o t e n í a n a da m e j o r q u e h a c e r , s e g u í echada e n
mi cama y a fi lan do m is pe zuña s ha sta que br il lar on com o las
per la s alre de do r de la gar gan ta de m a da me D i pl o m at . Lu e g o
a bu r r i da , me do r m í ba j o el reconfortante sol del mediodía.
Al g ú n t i em po de spu é s cua n do el s o l y a n o e sta ba justo encima
mío sino que se había ido a calentar algún otro lugar de Francia, me
despertó una dulce, maternal voz. Observé con cierta dificultad por
una ventana casi fuera de mi alcance y vi una vieja reina que había
visto much os veranos. Estaba decidi damente llenita y mien tras
estaba allí en la repisa de la ventana lavándose las orejas, pensé lo
agradable que sería charlar un rato.
«¡ Ah ! —dij o el la— . Ya está s despi erta . Espe ro que sea de tu
agrado la estancia aquí; nos enorgullece pensar q u e o f r e ce m o s e l
m e j o r s e r v i c i o de F r a n c i a . ¿ C o m e s bi en ?» « Sí , gracia s — co nte sté
—. Me cu idan muy bi en . ¿Es usted la señora propietaria?»
«No —co ntestó—, a pesar de que mucha gente cree que lo soy.
Tengo la responsable tarea de enseñarles a los nuevo s Tom s
sementales sus deberes; yo les sirvo de prueba antes de que sean
puestos en circulación ge neral. Es un trabajo muy importante, muy
preciso.» Nos quedamos un rato absortas en nuestros propios pensa -
m ie n t o s. « ¿ C ó m o se l l a ma ? » , pre g u n té . « B ut t er ba l l » , ' re pl icó el la.
«Y o e staba mu y lle ni ta y m i pel o bri lla ba co mo la man tequi lla ,
per o esto era cuan do era much o más joven», añadió. «Ahora hago
varios trabajos aparte de ese de que te hablé, ¿sabes? También hago
de policía en los almacenes de la comida para que no nos molesten los
ratones.» Se relajó pensando en sus deberes y luego dijo: «¿Has
probado ya nuestra carne cruda de caballo? ¡Oh! tienes que probarla antes
de que te vayas. Es real-
1. Bola de mantequilla. N. de la T.)
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mente deliciosa, la mejor carne de caballo que se puede comprar en
lugar alguno. Creo que a lo mejor la tendre. mos para cenar, vi a
Georges, el ayudante, cortándola hace poco». Después de una pausa
dijo con voz satis. fecha: «Sí, estoy segura de que hay carne de caballo
para cenar». Nos quedamos sentadas pensando y nos lavamos un poco
y entonces madame Butterball dijo: «Bueno, teng o que i rme , ya
mir aré de que te de n u na buena ración; creo que puedo oler a
Georges que trae la cena ahora». Saltó de la ventana. En la gran
habitación detrás mío, podía oír gritos y chillido s. «Carne de
caballo», «dame a mí primero», «¡estoy 'hambriento, aprisa Geor ges!»,
pero Georges no se inmutaba; al contrario, atra vesó la gran
habitación y vino directo a mí, sirviéndome a mí primero. «Tú primero,
gatita —dijo él—, los otros pueden esperar. Tú eres la más callada de
todos, o sea que tú primero.» Ronroneé para demostrarle que apre
ciaba completamente el honor. Me puso delante una gran cantidad de
carne. Tenía un perfume maravilloso. Me froté contra sus piernas y
emití uno de mis más altos r on ro ne os. «Tú no ere s más que u na
gatita peque ña —dijo él—, te la cortaré.» Muy educadamente cortó
toda la pieza en pequeños trocitos y entonces con un «que comas
bien, gata», se fue a atender a los otros.
La carne era sencillamente maravillosa, dulce al pala dar y tierna a
los dientes. Finalmente me senté hacia atrás y me lavé la cara. Un
ruido como de arañazos me hizo mirar hacia arriba justo cuando un
negro rostro con ojos relampagueantes apareció en la ventana. «Buena,
¿ ve r d a d ? » , d i j o m a da m e B u t t e r ba l l . « ¿ Q u é t e d i j e ? Servimos la
mejor carne de caballo que aquí pueda en contrarse. Pero espera.
Pescado para desayunar. Algo delicioso, acabo de probarlo yo.
Bueno, que tengas una buena noche.» Al decir esto se dio la vuelta y se marchó
¿ Pe s ca do ? Y o n o po dí a pe n sa r e n co m i da a h o r a ,
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estaba llena. Esto era un cambio tan grande en compa ración a la
comida de casa; allí me daban trozos que los humanos dejaban,
porquerías con salsas tontas que a menudo me quemaban la
lengua. Aquí lo s gato s vi vían con un verdadero estilo francés.
L a l u z i b a d e s a p a r e c i e n d o a l p o n e r se e l s o l e n e l cielo
occidental. Los pájaros volvían a casa aleteando, vie jos cuervos
llamaban a sus compañeros y discutían los sucesos del día. Pronto la
oscuridad se hizo más profunda y llegaron los murciélagos batiendo
sus afelpadas alas mientras iban y venían persiguiendo a los insectos
de la n o ch e . En ci m a de l o s al t o s ci pr e se s a pa r e cí a l a l u na
n ar a n j a , tí m i da me n t e , c o m o du d o sa de me te r se e n l a oscuridad de
la noche. Suspirando de satisfacción, me subí perezosamente a mi cajón y caí
dormida.
Soñé y todas mis esperanzas salieron a la superficie. Soñé que
alguien me quería simplemente por mí misma, si mple mente co mo
co m pa ñí a. M i cor azó n estaba lle no de amor, amor que tenía que ser
reprimido porque nadie en mi casa sabía nada de las esperanzas y
deseos de una joven gatita. Ahora, gata vieja, estoy rodeada de
amor y doy el m ío tam bié n . Ah ora co no cem os mome nt os du ros,
pero para mí esto es la vida perfecta donde familia y yo somos uno, y soy
amada como una persona real.
La noche pasó. Estaba nerviosa e incómoda porque me iba a
casa. ¿Volvería a sufrir penalidades otra vez? ¿Tendría una cama de
paja en vez de viejos y húmedos periódicos?, me preguntaba. Antes de
que pudiera darme cuenta, era de día. Un perro ladraba penosamente
en la habitación grande. «Quiero salir, quiero salir», decía una y otra
vez. «Quiero salir.» Por ahí cerca un pájaro estaba regañando a su
compañera por haber retrasado el desayuno. Gradualmente iban
apareciendo los sonidos normales del día. La campana de una iglesia
tañía con su áspera voz llamando a los humanos a algún servicio. «Después
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de la misa voy al pueblo a comprarme una blusa nueva, ¿Me
acompañarás?», preguntaba una voz femenina. Si . guieron su camino
y no pude oír la respuesta del hombre. El entrechocar de cubos me
recordaba que pronto sería la hora de desayunar. Desde el cercado de
red el guapo To m alzó la voz co n un a ca n ci ó n de salu do al nue vo
día.
La mujer vino con mi desayuno. «Hola, gata —dijo—, come bien, ya
que te vas a casa esta tarde.» Yo emití un ronroneo y me froté contra
ella para demostrar que la entendía. Llevaba ropas nuevas y con
volantes y parecía estar muy animada. A menudo me sonrío para mis
adennos cuando pienso en cómo nosotros, los gatos, vernos las
cosas. Solemos saber el humor de una persona por su ropa interior.
Nuestro punto de vista es distinto, ¿entiendes?
El pescado era muy bueno pero estaba cubierto de una comida, algo como de
trigo, que tuve que sacar. «Bueno, ¿verdad?», dijo una voz desde la ventana.
«Buenos días, madame Butterball», repliqué. «Sí, esto es muy bueno pero ¿qué
es esta especie de cubierta de trigo que hay?» Madame Butterball rió con
benevolencia. «¡Oh! —exclamó—, debes de ser una gata de campo. Aquí siempre,
pero siempre, tomamos cereales por la mañana para tener vitaminas.» «¿Pero por
qué no me las dieron antes?», persistí. «Porque estabas bajo tratamiento y te las
daban en forma líquida.» Madame Butterball suspiró: «Tengo que irme ahora, hay
tanto que hacer y tan poco tiempo. Intentaré verte antes de que te vayas». Antes de
que pudiera contestarle había saltado de la ventana y pude oír su crujir por entre
los arbustos.
Se oía un confuso murmullo procedente de la habitación grande. «Sí —dijo el
perro americano—, así que le digo a él, no quiero que metas las narices en mi lam-
parilla, ¿ves? Siempre está vagando por ahí para ver lo
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que puede husmear.» Tong Fa, un gato siamés que había llegado la
tarde anterior, estaba hablando con Chawa. «Dígame, señora, ¿no
nos permiten investigar el terreno por aquí?» Yo me enrosqué y eché
un sueñecillo ; toda esta charla me estaba dando dolor de cabeza.
« ¿ L a m e t e m o s e n u n c e s t o ? » M e d e s p e r t é c o n u n sobresalto. El
hombre y la mujer habían entrado en mi habitación por una puerta
lateral. «¿Cesta? —preguntó la mujer—, no necesita que se la ponga
en una cesta, la llevaré sobre mi regazo.» Se dirigieron a la
ventana y se q u e da r o n h a bl a n d o . « E se To n g F a — m u r m u r ó l a
m u j e r — , e s u n a l á s t i m a a ca b a r co n é l . ¿ N o p o de m o s hacer nada
para evitarlo?» El hombre se movió incómodo y se acarició la barbilla.
«¿Qué podemos hacer? El gato e s v i e j o y c a s i c i e g o . S u d u e ñ o n o
q u i e r e p e r d e r e l t i e m p o co n é l . ¿ Q u é po d e m o s h a ce r ? » H u bo u n
l a r g o silencio. «No me gusta —dijo la mujer—, es un crimen.» El
h o m br e si gu i ó si le n ci o so . Y o m e h i ce t a n pe q ue ñ a como me fue
posible en una esquina de la jaula. ¿Viejo y ciego? ¿Eran éstas
razones para una sentencia de muer te? Nin gún re cuer do de lo s añ os
de amor y de voci ón ; matar a los viejos cuando no se pueden cuidar
ellos mismos. Juntos, el hombre y la mujer entraron en la habi tación
grande y cogieron al viejo Tong Fa de su caja.
La mañana fue pasando lentamente. Yo tenía pensa mientos
sombríos. ¿Qué me pasaría a mí cuando fuese vieja? El manzano me
había dicho que sería feliz, pero cuando uno es joven e inexperto,
esperar parece algo sin f i n . E l v i e j o G e o r g e s e n t r ó . « A q u í t i e n e s u n
p o c o d e carne de caballo, gatita. Cómela que te vas a casa pron t o . »
Y o r o n r o n e é y m e f r o t é co n t r a é l , y é l s e a g a c h ó para a ca r i ci a rm e
la ca bez a . A pe n a s h u be te rm i n a do de co me r y h a cer m i t o i le tt e
cua n do l a mu j er vi n o po r m í . « B ue n o , va m o s, F i f í — e x cl am ó , a
casa con madame Diplomat (la vieja perra).» Me cogió y me llevó a través
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de la puerta lateral. Madame Butterball estaba esperando, «Adiós, Feef
—gritó---, ven a verno s pro nto.» «Adiós, madame Butterball —
repliqué yo—, muchas gracias por su hospitalidad.»
La mujer fue hacia donde estaba el hombre espe. rando junto a
un enorme y viejo coche. Ella entró y se aseguró de que las ventanas
estuvieran casi cerradas; en. tonces entró el hombre y conectó el motor.
Arrancamos tomamos la carretera que conducía a mi casa.
Capítulo III
El c o ch e i ba z u m b a n do p o r l a ca r r e t e r a . A l t o s ci preses se
erguían orgullosos al lado de la carretera con frecuentes huecos en
sus filas como testimonio de los desastres de una gran guerra, una
guerra que yo conocía sól o po r ha ber o ído h abla r de ella a lo s
hum an os. Se guimos corriendo, parecía no tener fin. Me preguntaba
cómo funcionaban estas máquinas, cómo corrían tanto y d u r a n t e
t a n t o r a t o ; p e r o n o e r a m á s q u e u n pe n s a miento intermitente, toda
mi atención estaba puesta en las vistas del campo que iba pasando.
D u r a n t e l a pr i m e r a m i l l a o a sí h a bí a i d o s e n t a d a so bre el
regaz o de la muje r. La cur io si dad me ga nó y co n pa so s i n se g u r o s
m e di r i g í a l a p a r t e t r a s e r a d e l coche y me senté sobre un estante
al mismo nivel de la ventana trasera donde había una guía Michelín,
mapas y otras cosas. Podía ver la carretera detrás nuestro. La
mujer se movió más cerca del hombre y se murmuraban du lz u ra s . M e
pre g u n ta ba si el l a ta m bi é n i r í a a t e ne r gatitos.
Al sol le faltaba una hora a través del cielo cuando el h o m br e
di j o : « D e ber í a m o s e st a r ca si a l l í » . « S í — r e plicó la mujer—, creo que
es la casa grande a una milla y media de la iglesia. Pronto la
encontraremos.» Segui mos conduciendo más despacio ahora,
disminuyendo la velocidad hasta parar al girar hacia el camino y
encontrar el portal cerrado. Un discreto bocinazo y un hombre salió
corriendo de la portería y se acercó al coche. Viendo y reconociéndome,
se volvió y abrió el portal. Sentí una gran emoción al darme cuenta
de que yo había sido el motivo de que se abrieran las puertas sin
que tuvieran que dar ninguna explicación.
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Cruzamos el portal y el portero me saludó grave. mente al
pasar. Mi vida había sido muy extraña, decidí, ya que ni sabía la
existencia de la portería o el portal Madame Diplomat estaba al lado
de uno de los céspedes hablando a uno de los ayudantes de Pierre. Se
volvió al acercarnos y anduvo despacio hacia nosotros. El hombre paró
el coche, salió e inclinó la cabeza educadamente. « Hem os traí do su
gatita , madame — di jo él —, y aqu í tiene una copia certificada del
p e d i g r e e del gato semen tal.» Los ojos de madame Diplomat se abrieron
asombra. do s c u a n d o m e vi o se n t a d a e n e l c o c h e . « ¿ N o l a e n -
cerraron en una caja?», preguntó. «No, madame —re plicó el
hombre—, es una gatita muy buena y ha estado quieta y
comportándose todo el tiempo que ha estado con nosotros.
Consideramos que es una gata que se com porta excepcionalmente
bien.» Me sentí enrojecer ante tamaños cumplidos y fui lo suficiente
maleducada para ronronear cumplidos dando e entender que estaba de acuerdo.
Madame Diplomat se volvió imperiosamente al jardinero ayudante y dijo: << Corre a
la casa y dile a madame Albertine que la quiero ver inmediatamente».
«¡Pub! —gritó el gato del portero desde detrás de un árbol—, ya sé
dónde has estado. Nosotros los gatos de clase baja no somos
suficiente para-ti, tienes que tener niños bonitos!» «Dios mío —dijo la
mujer en el coche—, hay un gato. Fifí no debe tener contacto con
Toms.» Madame Diplo mat se giró en redondo y tiró un palo que
arrancó de l a tierra. Pasó a un pie de distancia del gato del portero
«Ja, ja —rió mientras corría—, no podrías dar con la aguja de una
iglesia, con un cepillo de la ropa a seis pulgadas de di stancia. ..
vieja!», vol ví a enrojecer. El lenguaje era terrible y sentí un gran
descanso al ver a madame Albertine andando patosamente a toda prisa
por el camino con su rostro radiante en señal de bienvenida. Le grité y
salté derecha a sus brazos, diciéndole lo mucho
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que la quería, cómo la había encontrado a faltar y todo lo que me
había pasado. Por unos momentos nos olvida mos de todo excepto de
nosotras, entonces la rasposa voz d e m a da m e D i pl o m a t n o s h i z o
vo l ve r a l p r e se n t e . « A l be r t i ne — ch i l l ó á spe ra me n t e — , ¿ se da
cue n t a de q ue me estoy dirigiendo a usted? Haga el favor de atender.»
« M a d a m e — di j o e l h o m b r e q u e m e h a bí a t r a í do — , esta gata ha
sido maltratada. No ha comido lo suficiente. Las sobras no son lo
suficientemente buenas para gatos siameses con pedigree y debería
tener una cama caliente y có m o da . » « Est e ga t o e s valioso — si g u i ó
di ci e n do — , y sería una gata de concurso si se la tratara mejor.»
Madame Diplomat fijó su mirada altanera. «Esto no e s m á s q u e
u n a n i m a l , h o m b r e , l e pa g a r é su c u e n t a , p e r o n o i n t e n t e
e n s e ñ a r m e l o q u e t e n g o q u e h a c e r . » «Pero, madame, estoy
intentando salvar su valiosa pro p i e d a d » , d i j o e l h o m b r e , p e r o l o
r e d u j o a l s i l e n c i o mientras leía la cuenta, cloqueando con
desaprobación d e t o d o l o q u e v e í a . L u e g o , a b r i e n d o s u
m o n e d e r o , sacó su talonario de cheques y escribió algo en un trozo
de papel antes de dárselo. Madame Diplomat se volvió con rudeza y
se fue con paso airado. «Tenemos que vivir esto cada día», le susurró
madame Albertine a la mujer. A si n t ie r o n co n si m pa t ía y se f ue r o n
co n du cie n do de s pacio.
Había e stado f uera casi una seman a. Mu ch o debía de haber
pasado durante mi ausencia. Pasé el resto del día yendo de un lado a
otro renovando asociaciones pasadas y leyendo todas las noticias.
Durante un rato descansé segura y recogida sobre una rama de mi
viejo amigo el manzano. La cena fueron las acostumbradas sobras,
de bue n a ca l i da d, per o a sí y t o do so br a s. Pe n sé l o m a ra villoso que
sería tener algo comprado especialmente para m í e n ve z d e s i e m p r e
t e n e r « r e s t o s » . A l l l e g a r e l c r e púsculo Gaston vin o a buscarme, y
al encontrarme me
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arrancó del suelo y corrió al cobertizo conmigo. Empujó la puerta
hasta abrirla y me echó en el oscuro interior, dio un portazo tras él y
se fue. Siendo francesa yo misma, me duele mucho tener que admitir
que los humanos han-ceses son, desde luego, muy duros con los animales.
Pasaron días y semanas. Gradualmente mi tipo se convirtió en el
de una matrona y mis movimientos fueron más lentos. Una noche
cuando estaba casi al final, Pierre me tiró con rudeza al cobertizo. Al
aterrizar en el duro suelo de cemento, sentí un dolor terrible, como
si me estuvieran rompiendo. Dolorosamente, en la oscuridad de ese
cobertizo, nacieron mis cinco bebés. Cuando me hube recuperado un
poco, rompí un poco de papel y les hice un ni do cal ien te y l os l levé
all í u no a un o. Al dí a si guiente nadie vino a verme. El día fue
pasando lenta mente pero tenía trabajo alimentando a mis bebés. La
noche me encontró mareada de hambre y completamente seca, ya que
no había ni comida ni bebida en el cober. tizo. El nuevo día no
trajo alivio, no vino nadie y las horas se alargaron más y más. Mi
sed era casi insopor table y me preguntaba por qué tenía que sufrir
tanto. Al caer la noche los búhos ululaban y se precipitaban sobre
los ratones que habían cogido. Yo y mis gatitos estábamos echados
juntos y yo me preguntaba cómo iba a seguir viviendo el próximo
día.
El día siguiente había ya avanzado cuando oí pasos. Se abrió la
puerta y allí, de pie, estaba madame Alber tine, pálida y enferma. Se
había levantado especialmente de su ca ma po r qu e h a bí a t e n i do
« vi si o n e s» de m í en apuros. Como lo sintió, traía comida y agua. Uno
de mis bebés había muerto durante la noche y madame Alber tine
estaba demasiado furiosa para poder hablar. Su furia era tal al ve r la
mane ra co mo me h abía n trata do que f ue y tra jo a madame
Di pl om at y al se ño r duque . M a dame Diplomat sintió haber perdido un
gatito y el dinero
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que eso representaba. El señor duque sonrió desampara damente y
dijo: «Quizá tendríamo s que hacer algo. Al guien tendría que hablar a
Pierre».
Po c o a po c o m i s g a t i t o s f u e r o n co g i e n do f u e r z a s , gradualmente
iban abriendo sus ojos. Vino gente a ver l os, el di ner o cam bi ó de
man o s y ante s de que de jara de amamantarlos me los sacaron. Yo
divagaba por la finca desconsoladamente. Mis lamentos estorbaban a
madam e D i p l o m a t y o r d e n ó q u e m e e n c e r r a r a n h a st a q u e callara.
Ahora ya me había acostumbrado a ser exhibida en las reuniones
sociales y no daba ninguna importancia que me sacaran de mi trabajo
por el jardín para pasearme p o r e l s a l ó n . U n dí a f u e d i st i n t o . M e
l l e va r o n a u n a habitación pequeña donde madame Diplomat estaba
sentada ante un escritorio y un hombre extraño estaba sen tado en
frente. «¡Ah! —exclamó él, cuando me entraron en la habitación—, así
que ésta es la gata.» Me examinó en silencio, torció el semblante y se
restregó una de sus orejas. «Está algo descuidada. Drogarla para que
se la pueda llevar como equipaje en un avión puede dañar su
co n stitu ci ó n .» M adame D iplo mat fr un ci ó el ceñ o e nf a dada: « No le
pi do un serm ón , señ or veter in ar io —dij o ella—, si no hace lo que le
pido muchos otros lo harán». Po stul ó fur io sa men te: «¡ Cuán ta
to nter ía por un mero gato!». El señor veterinario se encogió de
hombros im po te n t e . « M u y bi e n , m a da me — re pl i c ó — , h a r é l o qu e
usted quiera, ya que tengo que ganarme la vida. Llame una hora o así
antes de coger el avión.» Se levantó, buscó a tientas su cartera y salió
tropezando de la habitación. Madame Diplomat abrió el balcón y me envió al
jardín.
Había u n aire de re pr imi da a nim ació n en la casa. Sacaban el
polvo y limpiaban las maletas y pintaban en ellas el nuevo rango del
señor duque. Llamaron a un carpintero y le dijeron que hiciera una caja de
viaje de ma-
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dera que cupiera en una maleta y capaz de contener un gato.
Madame Albertine corría de un lado para otro y tenía el aspecto de
esperar que madame Diplomat cayera muerta.
Una mañana, como una semana más tarde, Gaston vino al
cobertizo por mí y me llevó al garaje sin darme d e s a y u n o . L e d i j e
q u e t e n í a h a m b r e , p e r o c o m o d e costumbre no me entendió. La
doncella de madame Dip l o m a t , Y ve t t e , e s pe r a ba e n e l C i t r o é n .
G a s t o n m e metió en una cesta de caña con una tapadera con correas y
me colocaron en el asiento de atrás. Arrancamos a gran velocidad. «No
sé por qué quieren que droguen al gato —dijo Yvette—, las reglas
dicen que se puede llevar un gat o a U SA sin n in gu na di fi culta d.»
«¡ Uh ! —dij o Ga s- to n— . Esa muje r e stá lo ca , ya he deja do de
in tenta r adivinar lo que le hace gracia.» Se quedaron callados y se
concentraron en conducir más y más aprisa. Los saltos eran terribles.
Mi poco peso no era suficiente para apre tar los muelles del asiento y
me iba poniendo más y más morada dándome con los lados y la parte
de arriba del cesto. Me concentré en estirar las patas y hundí las pezu -
ñas en la cesta. Fue realmente una triste batalla para prevenir la
pérdida del conocimiento a causa de los gol pes. Perdí toda noción del
tiempo. Finalmente paramos patinando y rechinando. Gaston agarró
mi cesta, subió unas escaleras y entró en una casa. Dejó caer la
cesta sobre una mesa y sacó la tapadera. Unas manos me co gieron y
me sentaron sobre la mesa. Inmediatamente caí, mis piernas ya no me
soportaban, había estado agarrotada demasiado rato. El señor
veterinario me miró horrori zado y lleno de compasión. «Podría haber
matado a esta gata —exclamó enfadado a Gaston—, no puedo darle
una inyección hoy.» El rostro de Gaston se hinchó de furia. «D ro gue
al. . . gat o, el a vi ón sale ho y. Le h an pa gado , ¿ n o ? » El s e ñ o r
ve t e r i n a r i o de sc o l g ó e l t e l é f o n o . « N o
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puede telefonear —dijo Gaston—, la familia está en el ae r o pue r t o
de Le B ou r g et y te n g o pr i sa . » Su s pi r a n do el señor veterinario
cogió una gran jeringa y se vol vió hacia mí. Sentí un agudo y
doloroso pinchazo en lo más profundo de mis músculos y todo a mi
alrededor se volvió rojo, luego negro. Oí una lejana voz decir: «Ya
está, esto la mantendrá callada durante...». Entonces el com pleto y
absoluto olvido descendió sobre mí.
Se oyó un horroroso rugido, tenía frío y respirar era un esfuerzo
espanto so. Ni una pizca de luz en ningún sitio; nunca había
conocido una oscuridad semejante. Durante un rato temí haberme
vuelto ciega. Mi cabeza parecía que se estuviera partiendo en pedazos;
nunca me h a bí a se n t i do ta n e n f er m a , t a n m a lt r at a da , t a n m i se -
rable.
El horroroso rugido continuaba hora tras hora; creí qu e m e i ba a
e st a l la r l a ca be z a . S e nt í a e xt r a ña s pre siones en mis oídos y las
cosas de dentro hacían click y pop. El rugido cambió haciéndose más
fiero, luego una sa cu di da , un f u e rt e r u i do m et á l i co y f u í e n vi a da
co n violencia contra la tapadera de mi caja. Otra y otra sacu dida y el
rugido disminuyó. Ahora un extraño retumbar como las ruedas de un
coche rápido sobre una pista de cemento. Más extraños movimientos y
retumbos y entonce s el rug ido mur ió . Ot ro s ru ido s a parecie ro n si n
embargo, el rascar de metal, voces ahogadas y un chug chug ju st o
de ba j o m í o . C o n un g o l pe pe rt u r ba do r se a br i ó una gran puerta de
metal a mi lado y extraños hombres entraron con gran estruendo en el
compartimiento donde yo estaba. Rudas manos agarraban maletas y las
tiraban a un cinturón moviente que se las llevaba fuera de la vi s t a .
En t o n ce s m e l l e g ó e l t u r n o . V o l é p o r e l a i r e y a t e r r i cé c o n u n
g o l p e c o m o pa r a r o m p e r l o s h u e s o s. Debajo mío algo daba tumbos y
siseaba. Otro golpe y mi viaje terminó. Me eché de espaldas y vi el cielo del ama-
51
necer a través de algunos agujeros para el aire. «Eh, ahí hay un gato»,
dijo una extraña voz. «Okay, Bud, no nos incumbe», replicó el otro
hombre. Sin ceremonia alguna agarraron mi caja y la echaron so bre
una especie de vehículo; apilaron otras maletas encima y
alrededor y ese algo con motor arrancó con un ruido rum, rum, rum,
Perdí el conocimiento, debido al dolor y al susto.
Abrí mis ojos y mirando a través de la tela metálica vislumbré
una desnuda bombilla eléctrica. Me moví con dificultad y débilmente
me tambaleé hasta un plato de agua que había cerca de allí. Era casi
demasiado esfuerzo beber, casi demasiado problema seguir viviendo
pero después de beber me encontré mejor. «Bien, bien, se ñora,
¿estás despierta?» Miré y vi a un viejo y pequeño hombre negro que
estaba abriendo una lata de comida, « Sí , señ or a, tú y yo , l os do s,
tenem os ca ras negra s, espero cuidarte bien, ¿eh?» Me metió la
comida dentro y yo intenté un ronroneo para demostrarle que
apre ciaba su amabilidad. Me acarició la cabeza. «Eh, ¿a que esto es
algo? —murmuró para sí mismo—. Espera que le cuente a Sa ddie ,
¡h om br e, h om bre !»
Poder volver a comer era maravilloso. No podía co mer mucho
porque me sentía muy mal, pero lo intenté para que el hombre negro
no se sintiera insultado. Más tarde di otro mordisquito y bebí un
poco y luego me entró sueño. Había un trozo de manta en la
esquina así es que me enrosqué en ella y me dormí.
Más tarde me di cuenta de que estaba en un hotel. El pe r so n a l
i ba ba ja n d o a l só ta n o par a ve rm e . « O h , ¿verdad que es lista?»,
decían las sirvientas. «¡Caray! M i r a , h o m bre , e so s o j o s, so n
be l l í si m o s» , de cí a n l o s hombres. Una de las visitas fue muy
bienvenida, un chef francés. Uno de mis admiradores llamó por un
teléfono: «Eh, FranÇois, baja aquí, tenemos un gato siamés fran cés».
Unos minutos después un hombre gordo venía taro-
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b a l e á n d o se p o r e l c o r r e d o r . « T ú e r e s e l c h a t f r a r k a í s , ¿ no ?» , di jo
mir an do a l os h om br es que est aban de pie a l r e de d o r . Y o r o n r o n e é
m á s y m á s a l t o , e r a c o m o u n lazo con Francia el verle. Se acercó
y miró co n ojos de miope y echó a hablar en un torrente de francés
parisino. Yo ronroneé y le chillé que le entendía perfectamente. «Ja
—dijo una voz oculta—, ¿sabéis?, el viejo FranÇois y el gato se tocan en
todos los cilindros.»
El negro abrió mi jaula y yo salté directamente a los brazos de
Francoi s, me besó y yo le di algunos de mis mejores lengüetazos y
cuan do me vol vieron a meter en l a j a u l a t e n í a l á g r i m a s e n l o s
o j o s . « S e ñ o r a — d i j o e l negro que se cuidaba de mí—, no dudes de que
has hecho un ligue. Supongo que vas a comer bien ahora.» Me gus -
taba mi asistente, como yo, tenía el rostro negro; pero las cosas
agradables no duraron para mí. Dos días más tarde nos trasladamos a
otra ciudad de los Estados Unidos y me dejaron en una habitación
subterránea casi todo el tiempo. Durante los años siguientes la vida
era la misma, dí a tr a s dí a , m e s t ra s m e s. M e u sa ba n pa r a pr o du ci r
ga t it o s q ue m e sa ca ba n a nt e s ca si de q ue de j a ra n de mamar.
Finalmente el duque fue reclamado a Francia. Otra vez me
dr o g ar o n y n o su pe na da má s h a st a de spe rt a r m a r e a d a y e n f e r m a
e n L e B o u r g e t . L a l l e g a d a a ca sa q ue y o h a bí a co n t e m pl a do co n
pl a cer f u e , e n ca m bi o , u n triste su ce so . Ma dame Al ber ti ne ya n o
esta ba all í, h a bí a m ue rt o po c o s me se s a nt e s de qu e vo l vi é r am o s .
H a b í a n c o r t a d o e l vi e j o m a n z a n o y h a bí a n h e c h o m u chos cambios en
la casa.
Durante algunos meses vagué desconsoladamente por ahí trayendo
algunas familias al mundo y vien do cómo me las sacaban antes de
que yo estuviera preparada. Mi sa l u d em pez ó a em pe o r ar y m á s y
má s g at i t o s na cí a n m ue rt o s . M í vi st a f u e vo l vi é n d o se i n se g u ra y
a pre n dí
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a « s e n t i r » m i c a m i n o . ¡ N u n ca o l vi d é q u e a T o n g F a lo habían
matado porque era viejo y ciego!
Casi dos años después de haber vuelto de América, madame
Diplomat quiso ir a Irlanda para ver si era un lugar apropiado para
vivir ella. Tenía la idea fija de que yo le había traído suerte (aunque no
por eso me trataba mejor) y yo tuve que ir a Irlanda también. Otra vez
me llevaron a un sitio donde me drogaron y por un tiempo la vida
dejó de existir para mí. Mucho más tarde des. perté en una caja
forrada de tela en una casa extraña, Se oía un constante zumbido de
aviones en el cielo. El olor de carbón quemado me cosquilleaba los
orificios nasales y me hacía estornudar. «Está despierta», dijo una
abierta voz irlandesa. ¿Qué había pasado? ¿Dónde es. taba yo? Sentí
pánico pero estaba demasiado débil pata m o v e r m e . S ó l o m á s t a r de
o y e n d o v o ce s h u m a n a s y explicándomelo un gato del aeropuerto
comprendí l a historia.
El avión había aterrizado en el aeropuerto irlandés Los hombres
habían sacado las maletas del departamento d e e q u i p a j e s . « E h ,
P a d d y , h a y u n v i e j o g a t o m u e r t o a q u í ! » , dijo uno de los hombres.
Paddy, el capataz, se acercó a mirar. «Busca al inspector», dijo. Un
hombre habló por el micro y pronto apareció un inspector d e l
Departamento de Animales en escena. Abrieron mi c a j a y me cogieron
cuidadosamente. «Buscad al dueño», dijo el inspector. Mientras
esperaba me examinó. Madame Di pl om at se a cercó fu ri osa al
peque ño grupo que m e rodeaba. Empezando a bramar y a contar lo
importante que ella era, fue cortada muy pronto por el inspector.
«La gata está muerta —dijo el inspector—, por viciosa crueldad y
falta de cuidado. Está embarazada y usted la ha drogado para
evadir la cuarentena. Esto es una ser ia o fen sa. » M adame Di pl om at
empez ó a ll orar di . ciendo que afectaría la carrera de su esposo si la llevaban
54
a los tribunales por una ofensa tal. El inspector tiró de su labio
inferior y entonces con una decisión repentina dij o : «El an imal está
muert o. Fir me u na renu ncia co n f o r m e po de m o s di sp o n e r de l
cue r po y po r e sta ve z n o diremos nada. Pero le aconsejo no volver a
tener gatos». M a d a m e D i pl o m a t f i r m ó e l di c h o p a pe l y sa l i ó m e d i o
llorando. «Bien, Brian —dijo el inspector —deshazte del c u e r p o . » S e
f u e y u n o d e l o s h o m b r e s m e m e t i ó o t r a vez en la caja y se me
llevó. Muy vagamente oí el sonido de tierra revuelta, el ruido de
metal sobre piedra y qui zás una pala rascando contra una
obstrucción. Entonces m e c o g i e r o n y o í d é b i l m e n t e : « ¡ G l o r i o s o
s e a ! ¡ E s t á vi va ! » . A n te e st o v o l ví a pe r de r la co n ci e n ci a . El h o m -
bre, así me lo contaron, miró desconfiadamente alrededor y entonces
seguro de que no le observaban, llenó el foso que había cavado para
mí y se me llevó corriendo a una c a s a p r ó x i m a . N o v o l v í a sa be r
n a da h a s t a « E st á de s pierta», dijo una abierta voz irlandesa. Manos
dulces me acariciaron, alguien me mojó los labios con agua. «Sean —
d i j o l a v o z i r l a n d e s a — e s t a g a t a e s t á c i e g a . L e h e ba l a n ce a d o l a
l u z d e l a n t e d e s u s o j o s y n o l a ve . » Y o estaba aterrorizada
pensando que me matarían por mi e da d y ce g ue ra . « ¿ C ie g a ? — di j o
Se a n — . Re a l me n t e e s u n a bo n i t a cr i a tu r a . I ré a ver a l vi g i l a nt e
pa ra ve r si puedo quedarme sin trabajar el resto del día. Bueno, y
después la llevaré a mi madre, la cuidará. No podemos tenerla
aquí.» Se oyó el ruido de una puerta abriéndose y cerrándose. Unas
suaves manos me aguantaban y me ponían la comida justo debajo de
mi boca, y hambrienta c o m í . E l d o l o r d e n t r o d e m í e r a t e r r i b l e y
p e n s é q u e p r o n t o m o r i r í a . M i vi st a h a bí a d e s a p a r e c i do p o r c o m -
pleto. Más tarde, cuando vivía con el lama, gastó mucho dinero para
ver si se podía hacer algo pero descubrieron que mi s n ervi os ó pt ico s
se había n rot o co n l o s g ol pe s que había tenido.
55
La puerta se abrió y se cerró. «¿Bien?», preguntó la mujer—. «Le
dije al vigilante que me sentía mal después de ver cómo trataban a una
criatura de Dios. Dijo: "CIa. ro, Sean, tú siempre fuiste único para
sentir tales cosas, bueno, puedes marcharte". Así que aquí estoy.
¿Cómo sigue?»
« M m , a sí a sí — co n te st ó su m u je r — . L e m o jé l o s labios y
comió un pedazo de pescado. Se pondrá bien pero ha pasado un
mal trago.» El hombre deambulaba por ahí: «Dame algo de comer,
Mary, y llevaremos el gato a madre. V oy a sa li r ah ora y mi raré
lo s ne umá ticos». Yo suspiré. Más viajes, pensé. El dolor dentro de
mí era un repetido dolor espasmódico. Por ahí se oía el entrechocar
de platos y el sonido de un fuego que atizaban. Pronto la mujer fue
hacia la puerta y llamó: «El té, Sean, el agua está hirviendo:>. Sean
entró y oí cómo se lavaba las manos antes de sentarse para comer.
«Tenemos que callarnos —dijo Sean—, si no nos per seguiría el
guarda. Si podemos ponerla bien, sus gatitos nos darán dinero. Estas
criaturas son valiosísimas, ¿sa bes?» Su mujer llenó otra taza de té
antes de contestar. «Tu madre lo sabe todo sobre los gatos, ella
hará que se reponga, ella es capaz si es que hay alguien que lo sea.
Márchate antes de que los otros terminen de trabajar.» «Y tanto» —
dijo Sean mientras retiraba su silla ruido samente y se levantaba.
Se acercaron a mí y sentí que cogían mí caja. «Puedes poner la caja
en la bolsa, Sean —dijo la mujer—, llévala bajo tu brazo, voy a hacer
un cabestrillo para que puedas llevar el peso en tus hom bros,
aunque no es que pese mucho, ¡pobrecilla!» Sean, con un tirante en
sus hombros y alrededor de mi caja, se volvió y salió de la casa. El
frío aire irlandés se colaba deliciosamente en mi caja, trayendo
consigo su vigoroso alie nt o del ma r. Me hi zo se nti r mu ch o mej or ,
¡si tan sólo el espantoso dolor se fuera! Un viaje en bicicleta
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era una experiencia completamente nueva para mí. Una dulce brisa
me llegaba a través de los orificio s para el aire y el ligero
mecimiento que no era desagradable me recordaba estar echada
sobre las altas ramas de un árbol q u e se m e cí a a l v i e n t o . U n r u i do
co m o u n c r u j i d o m e llenó de curiosidad durante un rato. Primero
pensé que mi caja se estaba rompiendo, luego concentrándome mu cho
decidí que la cosa del asiento donde se sentaba Sean necesitaba
aceite. Pronto llegamos a un terreno empi nado. La respiración de
Sean empezó a raspar en su garganta, los pedales se movían más y
más despacio hasta parar por completo. «¡Uf! —exclamó—, es una
pesada caja la que tienes», puso mi caja sobre el asiento, sí,
¡rechinaba!, siguió a pie pesadamente empujando su bicicleta
despacio. Luego se detuvo, abrió el picaporte de un portillo y empujó
la bicicleta dentro; se oía el ras pado de la madera con el metal y el
portillo se cerró de golpe detrás nuestro. ¿Dónde me meto ahora?,
pensaba yo. Me llegó a la nariz el agradable olor a flores. Lo inhalé
apreciativamente. «¿Y qué me has traído, hijo mío?», preguntó una
voz de vieja. «Te la he traído para ti, madre», replicó Sean
orgullosamente. Apoyando la máquina contra la pared, cogió mi caja,
se limpió los pies con cuidado y entró en el edificio. Se sentó con un
suspiro de alivio y le contó toda la historia que sabía de mí a su
madre. Después de manosear la tapa la le vantó. Hubo un silencio
durante un momento. Luego, «¡Ah! ¡Qué preciosidad de criatura debió
de ser en sus tiempos! Mírala ahora con su pelo burdo por la falta de
cuidado. Mira cómo se le ven las costillas. ¡Qué crueldad tratar así a
estas criaturas!».
Finalmente me cogieron y me pusieron sobre el suelo. E s
de sco n ce rt a n te pe r de r l a vi st a re pe nt i n a m e nt e . A l pr i n ci pi o
m ie n t ra s m e m o ví a co n pa s o s va ci l a n te s me d a b a c o n t r a l a s
co s a s . S e a n m u r m u r ó : « M a d r e , c r e e s
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que. . . ¿ sabes?» . « No , h ij o m ío , ést o s son gato s mu  inteligentes,
desde luego, gatos muy inteligentes. Re. cuerda que te dije que los
había visto en Inglaterra. No, no, dale tiempo y verás cómo se las
arregla.» Sean se volvió hacia su madre: «Madre, voy a llevarme la
caja y dársela al vigilante por la mañana, sabes.»
La vieja corría de un lado a otro trayendo comida v agua y muy
oportunamente me llevó a un cajón de tierra. Finalmente Sean se fue
prometiendo volver dentro de unos días. La vieja cerró la puerta
con cuidado y echó o tr o pe daz o de ca r bó n e n e l f u eg o h a bl a n do
pa ra s í misma todo el rato en lo que pensé sería irlandés. Para los
gatos, claro está, la lengua no tiene mucha impon tancia, ya que
conversan y escuchan por telepatía. Los humanos piensan en su
propio idioma y es a veces un poco confuso para un gato siamés francés
aclarar pensa. mientos-imágenes enmarcados en alguna otra lengua des -
conocida.
Pronto nos echamos para dormir, yo en una caja junto al
fuego y la vieja en un camastro al otro lado de la habitación. Yo
estaba absolutamente agotada, sin embargo, el dolor mordiéndome
dentro, no me dejaba don mir. Finalmente el cansancio ganó al dolor
y me dormí. Mis sueños fueron terroríficos. ¿Adónde había ido? Me
preguntaba en mis sueños. ¿Por qué tenía que sufrir tanto? Temía
por mis gatitos que tenían que llegar. Temía que murieran al
nacer, temía que no muriesen, y a q u e ¿ q u é f u t u r o t e n í a n ?
¿ P o dr í a y o e n m i dé bi l estado alimentarlos?
Por la mañana, la vieja empezó a moverse. Los mue lles del
camastro crujieron al levantarse y se acercó a atizar el fuego.
Arrodillándose junto a mí, me acarició la cabeza y dijo: «Yo voy a ir
a misa y luego comeremos algo». Se levantó y pronto se fue. Oí sus
pasos desva. necerse por el camino. Se oyó el clic de la verja del jat.
58
di n y l u e g o si l e n c i o . Y o m e d i l a vu e l t a y vo l ví a d o r mirme.
Al fi na l de l dí a había re cu pera do algu na s f uerzas. Pu de
mo ver me despacio . Pr ime ro me da ba co nt ra ca si t odo , pe ro pro nt o
apren dí que n o ca mbia ba n lo s mue ble s muy a menu do . Co n el
tiem po apre n dí a en co nt rar m i cam in o sin da rme dema si ado s
go lpes. Nuestro s vi br issae ( bi go tes de gato ) a ctúa n com o un rada r
y po demo s e ncon tra r el cam in o en la má s ne gra de la s n och es
cua n do no h ay n i un de ste ll o de luz que ver . Ah or a m is ante nas
ten ían que trabaja r to do el tiem po .
Un os día s má s tarde la vie ja le di jo a su h ij o, que h abía ido a
ver la : «S ean , l im pi a el co be rtiz o de la le ña que voy a po ner la all í.
Co n e so de que es cieg a y y o que tam po co ve o bien , ten go mie do de
da rle u na patada y da ñar a lo s gatit os y si gn if i ca much o di ner o
pa ra no s otr os. Sea n sa li ó y pr on to o í una gr an co nm oci ón pr o ce -
de nte de l co be rtiz o de la le ña al mo ve r co sas y h ace r mo nto ne s de
ca rbón . Ent ró y dij o : «Ya está todo arre gla do , ma dre , , h e puest o
mo nt one s de per ió di co s en el sue lo y he cerr ado la ve nta na ».
Así que ot ra vez mi ca ma era de peri ódi cos. Ir la n de ses e sta
vez . «B uen o —pen sé —, el ma nza no di jo hace año s que la sue rte me
lle garí a en uno de lo s mo ment os má s negr os. Ya ca si era h or a. » El
co bert izo era de pl an cha s de made ra em brea da s co n una
de sven cij ada puerta y el sue lo era de t ierra pisada y en la pa red
se guardaba u na i ncre íble col ecció n de co sas de la casa, tr ozo s de
ca rbón y ca jas va cí as. Por algu na extra ña raz ón la vie ja tenía un
enorme candado para cerrar la puerta. Cuando venía a verme se
quedaba ahí murmurando y rebuscaba sin cesar entre las llaves
hasta enco ntrar la correcta. Finalmente con la puerta abierta
entraba a trompicones, tanteando el camino, en el triste interior.
Sean quería reparar las ventanas para que entrara algo de luz; ningún
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rayo entraba en este oscuro agujero, pero, como dijo la vieja, «el
vidrio cuesta dinero, hijo mío, el vidrio cuesta dinero. Espera a que
tengamos los gatitos para vender»
Los días iban arrastrándose. Tenía comida y agua pero tenía
también un constante dolor. La comida era escasa, suficiente para
vivir, pero no suficiente para for. talecerme. Viví para dar a luz a
mis gatitos y seguir viviendo era una lucha. Ciega, enferma y siempre
haría. brienta mantuve un débil agarramiento a la vida y fe en esos
«mejores días que llegarían».
Pocas semanas después de llegar a Irlanda sabía que mis gatitos
nacerían pronto. Los movimientos se volvían difíciles y el dolor
aumentaba. Ya no podía estirarme a todo lo largo ni enroscarme en
un círculo. Algo había pasado dentro de mí y sólo podía descansar
sentada con mi pecho apoyado contra algo duro para evitar peso en
mis partes bajas.
Dos o tres noches más tarde hacia medianoche m e asaltó un
espantoso dolor. Chillé en la agonía. Poco a poco con un inmenso
esfuerzo mis gatitos vinieron a l mundo. Tres de los cinco estaban
muertos. Me quedé echada jadeando durante horas, todo mi cuerpo
como en llamas. Esto, pensé, era el fin de la vida, pero no, no iba a serlo.
Seguí viviendo.
La vieja entró en el cobertizo por la mañana y dijo cosas
terribles al encontrar tres gatos muertos. Dijo cosas tan terribles que
luego dijo una plegaria para ser perdo- nada. Yo pensé que ahora con
dos gatitos que cuidar, podría ir dentro de la casa donde había calor
y algo más que periódicos para echarse. Pero la vieja parecía odiarme po r
te n er só l o do s g at i t o s vi vo s. « S e a n — l e di j o u n atardecer a su
hijo—, esta gata no vivirá más de dos o tres semanas. A ver si
puedes dar voces de que tengo dos gatos siameses para vender.»
Me iba debilitando cada día. Ansiaba la muerte pero
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Vida con el lama
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Vida con el lama

  • 1. Introducción Este libro, escrito por mi colega la señora Fifí Bigotes- grises, es un trabajo muy original. El jefe lo pasó a máquina porque los dedos de la pobre Feef eran demasiado cortos. Dios sabe que lo intentó, y por poco se carga la máquina. Así es que el viejo le daba al teclado por ella. ¡Las partes hechas por mí son muy buenas! Todo el mundo me conoce, claro. Mi fotografía ha dado la vuelta al mundo en la Prensa. Así es que no hablemos de mí; dejen que les
  • 2. cuente algo de Feef, el jefe y el ilustrador. La señora Fifí Bigotesgrises es una vieja (dicho sea claro) gata siamesa francesa de una raza pura con un pedigree tan largo como el cuello de una jirafa. Se vino a vivir con nosotros después de una dura, durísima vida. ¡Jo!, era un viejo pelacho cuando la vi por primera vez. Su pelo erizado como los mechones de una vieja escoba, pero la hemos pulido y puesto en forma; ahora la vieja Biddy es inferior tan sólo a mí. Éste es su libro, su obra y si no creen que un gato siamés pueda escribir un libro, corran (no tienen tiempo de andar) al psiquiatra más pró ximo y díganle que tienen un agujero en la cabeza por el que se les escapa el cerebro. El jefe es un genuino lama del Tibet. Ahora es viejo, gordo, calvo y barbudo, pero no es necesario anunciarle con trompeta. Lean El tercer ojo, El médico de Lhasa e Historia de Rampa. Son libros verídicos. Si no creen en ellos llamen al enterrador más próximo, pues deberán de estar muertos, hombre, muertos. Bueno el pobre tipo (el jefe, no el de la funeraria) escribió este libro bajo el dictado de la vieja gata. ¡Por poco le mata también! Buttercup hizo la cubierta y las ilustraciones. Butter - 9
  • 3. cu p es e n real idad S heel agh M . Ro use, un a alta y ci m breante rubia que habla con acento inglés, que no deja de asombrar de la noche a la mañana a los canadienses y americanos de por aquí. Ha hecho unas ilustraciones muy buenas, pero claro yo le di consejos. Si no entiende el lenguaje gatuno peor para ella. A pesar de todo, trabajó mucho y la señora Bigotesgrises está satisfecha con los di b u j o s . D e t o do s m o d o s e s ci e g a y n o p u e d e ve r l o s , ¡Deberían ustedes dejar que Buttercup ilustrara su pró ximo libro! Ma, claro está, es mi Ma. Nos ama, y sin Ma todos n o so t r o s e st a r ía m o s ya e n l a pe rr e ra . Este l i br o e st á dedicado a ella. Sus antepasados eran escoceses, pero n u n c a l o d i r í a c o n l o g e n e r o s a m e n t e q u e r e p a r t e l a com i da . La vieja gata com e co mo un ca ba ll o. Y o com o poquito. Ma nos alimenta a las dos. Bueno, amigos, así es. Ahora a leerlo ustedes solos. ¡ T a ! ¡ T a ! LADY KU'EI
  • 4. Prólogo « Te ha s vue l t o l o ca , F ee f — di j o el l a ma — . ¿Q u ié n va a cr ee r qu e tú e scr i bi ste u n l i br o ? » M e so n r i ó co n condescendencia y me acarició debajo de la barbilla del modo que más me gustaba, antes de salir de la habitación para algún recado. Y o m e se n té a de l i be ra r . « ¿ Po r qu é n o i ba a po der yo escribir un libro?», pensé. Es verdad que soy un gato, pero no un vulgar gato, ¡oh no!, soy una gata siamesa que ha via jado y vi sto mu ch o . «¿ Vi st o? » Bue no , cl ar o, ahora estoy completamente ciega y tengo que confiar en el lama y lady Ku'ei para que me expliquen el presente escenario, pero tengo mis memorias. Claro está que soy vieja, muy vieja desde luego, y no po co enf erm a, pe ro ¿n o e s ést a una bue na raz ón para dejar escritos los hechos de mi vida, mientras pueda? A qu í e st á , pu e s, m i ve r si ó n so br e l a vi da co n el la m a y los chas más felices de mi vida, días de sol después de una vida de sombras. FIFÍ BIGOTESGRISES
  • 5.
  • 6. Capítulo primero La futura madre gritaba a punto de estallar. «¡Quiero u n g a t o ! — c h i l l a b a — . ¡ U n b o n i t o y f u e r t e g a t o ! » E l ruido, dijo la gente, era terrible. Pero, claro, a madre se la co n ocía po r su alt ísim a vo z. Ante su per si ste nte demanda, las mejores gaterías de París fueron repasadas en busca de un bue n gat o sia més con el necesari o pe- digree. Cuanto más aguda se volvía la voz de la futura madre, más se desesperaban las personas mientras se guían la búsqueda incansablemente. Finalmente se encontró un candidato muy presenta bl e y é l y l a f ut u ra m a dre f u e r o n pr e se n t a do s f o r m a l mente. De este encuentro, a su debido tiempo, aparecí y o , y s ó l o a m í se m e pe r m i t i ó vi v i r ; m i s h e r m a n o s y hermanas fueron ahogados. Madre y yo vivíamos con una vieja familia francesa que tenían una espaciosa finca en las afueras de París. El hombre era un diplomático de alto rango que iba a la c i u d a d c a s i t o d o s l o s d í a s . A m e n u d o n o v o l v í a p o r l a n o ch e y se qu e da ba co n su am a n te . L a mu j er , qu e vi v í a c o n n o s o t r a s , m a d a m e D i pl o m a r e r a u n a m u j e r muy dura, superficial e insatisfecha. Nosotros los gatos no éram os «per so na s» para ella ( co mo en ca mbio sí lo so m o s pa ra e l l a ma ) si n o m er o s o bj e t o s pa ra se r m o s trados en los tés. Madre tenía un glorioso tipo, con el más negro de los rostros y una recta cola. Había ganado muchos premios. U n día , a ntes de que yo de jara de ma mar, esta ba can tando una canción más alto que de costumbre. A mada m e D i p l o m a r l e d i o u n a t a q u e y l l a m ó a l j a r d i n e r o . « P i e r r e — g r i t ó - - , l l é va l a a l l a g o i n m e d i a t a m e n t e , n o puedo soportar más el ruido.» 13
  • 7.
  • 8. Pierre, un francés de corta estatura y rostro chupado, que nos odiaba porque a veces nosotras ayudábamos en el jardín inspeccionando las raíces de las plantas para ver si crecían, recogió a mi preciosa madre, la metió den tro de un viejo saco de patatas y se alejó en la distancia. Esa noche, sola y atemorizada, lloré hasta caer dormida en un frío cobertizo donde no podía estorbar a madame Diplomat con mis lamentos. Iba dando vueltas nerviosamente, enfebrecida en mi fría cama hecha con viejos periódicos de París echados sobre el suelo de cemento. Retortijones de hambre estremecían mi pequeño cuerpo y me preguntaba cómo iba a arreglármelas. Cuando los pequeños rayos del alba se colaron con desgana a través de las ventanas cubiertas de telarañas del cobertizo, me sobresalté al oír el ruido de pesados pasos que subían por el camino. Dudaron ante la puerta y entonces la empujaron y abrieron. «¡Ah! — pensé con alivio—, es sólo madame Albertine, la mujer de limpieza.» Crujiendo y con la respiración entrecortada, bajó su ma siva forma hasta el suelo, metió un gigantesco dedo en un bol de leche caliente y poco a poco me persuadió para que bebiera. Durante días me moví en el valle del dolor, penandc por mi madre asesinada, asesinada únicamente por su gloriosa voz. Durante días no sentí el calor del sol, ni me emocioné ante el sonido de una voz bien amada. Pasé hambre y sed y dependía absolutamente de los buenos oficios de madame Albertine. Sin ella me habría muerto de hambre ya que era demasiado joven para comer sin ayuda. Los días fueron convirtiéndose en semanas. Fui apren diendo a cuidar de mí misma, pero las durezas de mis primeros tiempos me dejaron con una constitución bas tante débil. 14
  • 9.
  • 10. La fi n ca era en or me y a menu do pa sea ba por el la, alejándome de la gente y de sus patosos y mal dirigidos pi es. L os árbol es eran mi s fa vor ito s, me subía a el lo s y me estiraba a lo largo de una amistosa rama, tomando el sol. Los árboles susurraban anuncián dome los días más felices que me llegarían en el ocaso de mi vida. Ent o n c e s n o l o s e n t e n d í pe r o c o n f i é e n e l l o s y s i e m pr e retuve las palabras de los árboles ante mí, incluso en los momentos más oscuros de mi vida. Una mañana me desperté con extraños deseos, difí ciles de definir. Solté un quejido interrogante que des g r a c i a d a m e n t e m a d a m e D i p l o m a t o y ó . « ¡ P i e r r e ! — g r i t ó — . B u s ca u n g a t o cu a l q u i e r a , pa r a e m pe z a r y a s e r virá.» Más tarde durante el día, me cogieron y me metie ron bruscamente en un cajón de madera. Antes de que pu di er a da r me cue n t a de l a pr e se n ci a de a l gu i e n , u n viejo gato de mal aspecto se subió a mi espalda. Madre no había tenido mucho tiempo de explicarme «los hechos de la vida», así es que no estaba preparada para lo que si g u i ó . El vi e j o y a pa le a do g at o se de sl i z ó so br e m í y sent í un espa nt oso g ol pe . Por u n mo ment o pe nsé que una de las personas me había dado una patada. Sentí un ceg ante dol or y co mo si al go se rom pi era . Di u n grit o de agonía y terror y me volví fieramente contra el viejo gato. Salió sangre de una de sus orejas y sus gritos se s u m a r o n a l o s m í o s . C o m o e l r a y o , l a t a pa de r a de l a caja fue retirada y unos ojos asombrados espiaron. Me de sl izé f uera , al esca pa r vi al viej o gat o escupie ndo y revolcándose, saltar derecho a Pierre que cayó hacia atrás a los pies de madame Diplomat. Co rrí a través del céspe d y me di ri gí al re fug io de un amistoso manzano. Me encaramé sobre el amable tron co , llegué a uno de sus miembros y me eché a lo largo con la respiración entrecortada. Las hojas susurraban en la brisa y me acariciaban dulcemente. Las ramas se 15
  • 11.
  • 12. me cí a n y cr u j ía n y de spa ci o me l l e var o n a l su e ñ o de l agotamiento. D u r a n t e e l r e s t o d e l d í a y t o d a l a n o c h e e s t u v e echada en la rama, hambrienta, aterrada y enferma, pre guntándome por qué los humanos son tan crueles, tan salvajes, tan poco cuidadosos por los sentimientos de los pequeños animales que dependen absolutamente de ellos. La noche era fría y caía una ligera llovizna proveniente de París. Estaba empapada y temblando , sin embargo me aterrorizaba bajar y buscar refugio. La fría luz del amanecer dio paso poco a poco al gris de un día cubierto. Nubes de plomo se deslizaban pre cipitadamente a través del bajo cielo. De vez en cuando ca ían una s gota s de llu vi a. Ha ci a media ma ña na u na f i g u r a f a m i l ia r a pa r e ci ó a l a vi sta ; ve n í a de la ca sa . Madame Albertine, tambaleándose pesadamente y emi tiendo sonidos amistosos, se acercó al árbol y miró hacia arriba con su mirada de corta de vista. La llamé débil mente y alar gó su man o ha ci a mí . «M i po bre pequeñ a Fifí, ven a mí corriendo, que tengo tu comida.» Me des l i z é de e sp a l da s po r e l t r o n co . S e a r r o di l l ó s o br e l a hierba junto a mí, acariciándome mientras yo bebía la leche y comía la carne que había traído. Al terminar mi comida, me restregué contra ella con gratitud, sabiendo q u e n o h a b l a b a m i l e n g u a y y o n o h a b l a b a f r a n c é s (aunque lo com pren día perfectamente). Subien do a su ancho hombro me llevó a la casa y a su habitación. Miré a mi alrededor con los ojos abiertos de sorpresa e inte rés. Ésta era una habitación nueva para mí y pensé lo a pr o p i a da q u e se r í a pa r a e st i r a r l a s p a t a s . C o n m i g o todavía sobre su hombro, madame Albertine se dirigió pe sa da m e n t e h a c i a u n a n c h o a s i e n t o e n l a ve n t a n a y mir ó hacia fue ra. «¡Ah! —e xcla mó su spi ra ndo pe sa da - mente—. ¡Qué lástima! Entre tanta belleza, tanta cruel da d . » M e su bi ó a su a n ch í si m o r e g a z o y m e m i r ó a l a 16
  • 13. ca r a a l de c i r : « M i p o br e p r e c i o s a y pe q u e ñ a F i f í , m a dame Diplomat es una mujer dura y cruel. Una aspirante, si la hubo nunca, a subir en la escala social. Para ella no eres más que un juguete para ser mostrado; para mí tú eres una de las pobres criaturas de Dios, pero claro no entenderás lo que te estoy diciendo, gatita». Yo ron ro neé pa ra dem ostra r que sí la ente ndía y le lam í las m a n o s . M e d i o u n a s p a l m a d i t a s y d i j o : « O h , t a n t o amor y afecto desperdiciados. Serás una buena madre, pequeña Fifí». Mi ent ras me e nro sca ba có mo dame nte e n su regaz o miré por la ventana. La vista era tan interesante que tuve que le va ntar me y pegar la nar iz con tra el cri sta l pa ra tener mejor vista. Madame Albertine me sonrió amistosam e n t e a l t i e m po q u e j u g u e t e a b a c o n m i c o l a , pe r o l a vista ocupaba toda mi atención. Volviéndose se levantó de golpe y, con las mejillas juntas, observamos. Debajo de nosotros los bien cuidados céspedes parecían una lisa al fombra verde bordeada de dignos cipreses. Girando suavemente hacia la izquierda, el suave gris de la avenida se prolongaba hacia la distante carretera de don de lle gaba el sordo ruido del tráfico rodado pro cedente y en di r e c c i ó n h a ci a l a m e t r ó p o l i s . M i vi e j o a m i g o e l m a n za n o e st a ba so l i t ar i o y e rg u i do ju n t o al peq ue ñ o l a g o arti fi cia l, cuya su per fi cie ref leja ba el pe sa do g ri s del cielo y brillaba como el plomo. Al borde del agua, crecía una cinta de cañas que me recordaba la franja de pelo d e l v i e j o c u r a q u e v e n í a a v e r a l « d u q u e » , e l m a r i d o de madame Diplomat. Volví a mirar el estanque y pensé e n m i p o b r e m a d r e q u e l a h a b í a n m a t a d o a l l í . « ¿ Y a cuántos otros?», me pregunté. Ma da me A lbe rti ne me mir ó repe nt in amen te y dij o : « Pe r o m i peq ue ñ a F i f í , si cr e o qu e est á s l l o r a n do . S í , has vertido una lágrima. Es un mundo muy cruel peque- 5acr uel para to do s no sot ro s» . En la di sta n ci a se 17
  • 14.
  • 15. vieron de repente pequeños puntos negros que yo sabía que eran coches, los cuales entraron en la avenida y se acercaron a gran velocidad hacia la casa frenando entre una nube de polvo y un gran rechinar de neumáticos. La campana sonó furiosamente haciendo que se me erizase el pelo y que mi cola se esponjara. Madame cogió una cosa que yo sabía que se llamaba teléfono y oí la aguda v o z d e m a d a m e D i p l o m a r , a g i t a d a : « A l b e r t i n e , A l b e r tine, ¿por qué no atiendes a tus deberes?». La voz paró de go lpe y ma dame Alberti ne su spi ró fru st rada: «¡A h! Qu e la g ue r ra m e h a y a l le va do a e st o . A h o ra t ra ba j o die ci sé is ho ra s al dí a po r pura pi ta nza. Tú de scan sa, pequeña Fifí; aquí tienes un cajón de tierra», Suspirando otra vez vo l vi ó a da rme una s palma di ta s y sa li ó de la h a bi ta ci ó n . O í cr u j i r l a e sca l er a ba j o su pe so , lu eg o silencio. La terraza de piedra bajo mi ventana estaba llena de gente . Ma da me D ipl oma t i ba y ve ní a in cl i na ndo l a cabeza sumisamente, así que supuse que eran personas importantes. Aparecieron, como por arte de magia, mesitas cu bi erta s de f in o s man tele s bla nco s (y o usa ba pe riódicos —el Paris Soir— como mantel), y criadas que iban sirviendo comida y bebidas en profusión. Me volví para enroscarme cuando un pensamiento repentino me hizo enderezar la cola con alarma. Había olvidado la más elemental de las precauciones; había olvidado la primera cosa que mi madre me había enseñado. «Siempre invest i g a u n a h a bi t a c i ó n e x t r a ñ a F i f í — h a bí a di c h o — . Re có r re l o t o do m i n u ci o sa m e nt e . A seg ú ra te de t o do s l o s caminos. Desconfía de lo poco corriente, lo inesperado. Nunca descanses hasta conocer la habitación.» Sintiéndome llena de culpa me puse sobre mis pies, husmeé el aire y decidí cómo proceder. Tomaría la pared izquierda primero y daría la vuelta. Salté al suelo, miré bajo el asiento de la ventana husmeando por si había algo 18
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  • 17. especial, empezando a reconocer la situación, los peligros y las ventajas. El papel de la pared era floreado y gas tado. Grandes flores amarillas sobre un fondo púrpura. Altas sillas escrupulo samente limpias pero con el rojo terciopelo del asiento gastado. Los bajos de las sillas y mesas estaban Impíos y no tenían telarañas. Los gatos ven los bajos de las cosas, no solamente lo de encima y los humanos no reconocerían las cosas desde nuestro punto de vista. Un alto armario se erigía contra una de las paredes y yo me moví hacia el centro de la habitación para estu diar cómo subirme a lo más alto. Un rápido cálculo me m o s t r ó q u e p o dí a sa l t a r de u n a si l l a a l a m e sa — ¡ o h cómo resbalaba!— y llegar a lo alto del armario. Durante un rato estuve allí lamiéndome la cara y las orejas mien tras iba pensando. Casualmente miré detrás mío y por poco caí alarmada; una gata siamesa me miraba, eviden temente la h abía est or ba do mie ntra s se la va ba . « Ra ro —pensé—, no esperaba encontrar aquí una gata. Madame Albertine debía de tenerla secretamente. Le diré "hola-.» Me volví hacia ella, y ella al parecer tuvo la misma idea y se vo l vi ó ha ci a mí . No s mira mo s co n una especie de ventana entre nosotras. «¡Extraordinario! —murmuré—, ¿ có m o pu e de se r ? » Ca ut e l o sa me n t e , a nt i ci pa n do u n a trampa, observé alrededor de la parte trasera de la ven tana. No había nadie allí. Curiosamente cada movimiento que yo hacía ella lo copiaba. Al final caí en la cuenta. Esto era un espejo, un raro artefacto del que mi madre me había hablado. Ciertamente éste era el primero que yo veía, ya que ésta era mi primera visita dentro de la casa. Madame Diplomat era muy particular y a los gatos no se les permitía estar dentro de la casa a menos de que quisiera mostrarlos. Yo hasta el momento me había es capado de esta indignidad. «De to do s mo dos — me dije a mí misma — de bo co n - 19
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  • 19. tinuar con mi investigación.» El espejo puede esperar Al otro lado de la habitación vi una gran estructura de metal con tiradores de bronce en cada esquina y todo el espacio entre los tiradores, cubiertos con un mantel. Rápidamente me deslizé del armario a la mesa, patinando un poco sobre el encerado y salté directa sobre la estructura de metal cubierta por un mantel. Aterrizé en el medio y ante mi horror la co sa me lanzó al aire. Al volver a aterrizar eché a correr mientras decidía qué hacer. Por unos instantes me senté en el centro de la alfom. bra roja y azul de un di bujo como de «remolinos» que aunque escrupulosamente limpia, había visto mejores días en otros lugares. Parecía ser perfecta para estirar las patas, así es que le di unos suaves estirones y parecía ayudarme a pensar más claramente. ¡Claro! Esa gran estructura era una cama. Mi cama cra de viejos perió dicos echados sobre el suelo de cemento de un cobertizo Madame Albertine tenía como un viejo mantel echado sobre una especie de estructura de hierro. Ronroneando de placer por haber resuelto el problema, me dirigí hacia ésta y exam in é la parte i nf er io r co n g ran i nteré s. I n mensos muelles cubiertos por lo que obviamente era una especie de tremendo saco rasgado, soportaban la carga amontonada sobre éstos. Podía ver claramente donde el pesado cuerpo de madame Albertine había destrozado algunos de los muelles que colgaban. Con espíritu de investigación científica tiré de una tela a ra yas que col ga ba de u na esqu in a al otr o lado cerca de la pared. Ante mi in cr eí bl e h or ro r, sa lie ro n plumas volando. «¡Por todos los gatos! — exclamé yo—. Guarda pájaros muertos aquí. No me extraña que sea tan enorme, debe comérselos durante la noche.» Unos cuantos rápidos husmeas alrededor y había ya agotado todas las posibilidades de la cama. M i e nt r a s o bse r va ba a m i al r e de do r y m e pr e gu n . 20
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  • 21. taba dónde mirar luego, vi una puerta abierta. Di media docena de pasos y sigilosamente me agaché junto a un poste de la puerta, inclinándome un poco hacia delante para que un ojo pudiera echar un primer vistazo. A pri mera vista el cuadro era tan extraño que no podía com prender lo que estaba viendo. Algo brillante en el suelo con un dibujo blanco y negro. Contra una de las paredes una especie de abrevadero (sabía lo que era porque los había cerca de los establos) , mientras que contra otra pared sobre una plataforma de madera, había la taza de porcelana más grande que jamás habría podido imaginar. Estaba sobre la plataforma de madera y tenía una tapadera de madera blanca. Mis ojos se iban agrandando y tuve que sentarme y rascarme la oreja derecha mientras deliberaba. Quién bebería en algo de semejante tamaño, me preguntaba. En aquel momento oí el ruido de madame Albertine subiendo las crujientes escaleras. Apenas parándome a ver si mi s m ostach o s esta ba n e n o rde n , co rr í ha ci a la puerta para saludarla. Ante mis gritos de júbilo, llena de contento, dijo: «¡Ah!, mi pequeña Fifí, he robado lo me jor de la mesa para ti. Esos cerdo s se están hartando , ¡uf ! ¡ Me da n ga nas de vom itar !» . S e aga chó y me puso los platos, ¡verdaderos platos!, delante mío, pero no tenía tiempo para la comida todavía, tenía que decirle lo mu cho que la quería. Ronroneé mientras ella me acogía en su ancho pecho. Esa no che do rm í a l os pie s de la cam a de madame Albertine. Echa un ovillo en la inmensa colcha, estuve más cómoda que nunca desde que me habían separado de mí madre. Mi educación fue en aumento; descubrí la razón de lo que en mi ignoran cia había creído que era una taza de porcelana gigante. Me hizo enrojecer rostro y cuello al pensar en mi ignorancia. A la ma ña na sig uie nte ma dame Albert ine se vi st ió 21
  • 22. y bajó la escalera. Se oían los ruidos de mucha conmo ción, muchas voces altas. Desde la ventana vi a Gaston, e l c h ó f e r , l i m p i a n d o e l g r a n R e n a u l t . A l p o c o r a t o desapareció para volver después con su mejor uniforme. Llevó el coche a la entrada de la casa y los criados llenaron el portaequipaje de maletas y paquetes. Me agaché m á s , m o n s i e u r e l d u q u e y m a d a m e D i p l o m a t s e d i r i gieron al coche y fueron conducidos por Gaston avenida abajo. El ruido debajo mío creció, pero esta vez era como de gente celebrando algo. Madame Albertine subió ruido samente las escaleras con el rostro rebosante de felicidad y r o j o p o r e l v i n o . « S e h a n i do , pe q u e ñ a F i f í — g r i t ó , a pa r e n t e m e n t e cr e y e n d o q u e y o e r a so r da — . S e h a n ido, durante toda una semana estaremos libres de su tiranía. Ahora nos divertiremos.» Estrujándome contra ella me llevó abajo donde se celebraba una fiesta. Todos los criados parecían más contentos ahora, y yo me sentía orgullosa de que madame Albertine me llevara en brazos a pesar de que temía que m i pe so de cuat ro l ibra s la cansara. Por una semana todos ronroneamos juntos. Al final de esa semana lo arreglamos todo y asumimos la más miserable de nuestras expresiones preparándonos para la vuelta de madame Diplomat y su marido . Él no nos preocupaba, solía pasearse por ahí tocándose su Legión de Honor en el botón de la solapa. Sea como fuere estaba s i e m pr e pe n sa n d o e n e l « s e r vi ci o » , n o e n l o s cr i a d o s ni gato s. El pro bl ema era madame D ipl oma t. Er a un a mujer regaño na, desde luego, y fue como el perdón de l a gu i l l o t i n a cua n do o í m o s el sá ba do q ue vo l ve r í a n a irse una semana o dos, ya que tenían que verse con lo «mejorcito». El tiem po pasaba rá pi dame nte. Por la ma ña na ayudaba a los jardineros levantando una planta o dos para 22
  • 23. ver si las raíces crecían satisfactoriamente. Por las tardes me retiraba a una cómoda rama del viejo manzano soñan do en climas más cálidos y antiguos templos donde los sacerdotes vestidos con túnicas amarillas daban vueltas silenciosamente siguiendo sus oficios religiosos. Repentinamente me despertaba el sonido de aviones de las Fuer za s Aéreas fr an ce sa s rugie n do l ocame nte a tra vé s del cielo. Est a ba em pez a n do a po ne r m e pe sa da a h o r a y m i s gatitos empezaban a moverse dentro de mí. No me era fácil moverme ahora, tenía que medir mis pasos. Durante los últimos días cogí el hábito de ir a la lechería a mirar cómo ponían la leche de las vacas dentro de una co sa que daba vueltas y producía dos chorros, uno de leche y otro de crema. Me sentaba so bre un estante bajo para no molestar. La lechera me hablaba y yo le contestaba. Un atardecer estaba sentada sobre el estante a unos seis pies de un cubo lleno de leche. La lechera me estaba hablando de su último novio y yo le ronroneaba asegu rándole que todo iría bien entre ellos. De repente se oyó un chillido que atravesaba el tímpano como cuando a un gato macho se le pisa la cola. Madame Diplomat entró en la lechería corriendo y gritando: «Te dije que no tuvieras gatos aquí, nos envenenarás». Cogió lo primero que encontró a mano, una medida de cobre y me la tiró c o n t o d a s u f u e r z a . M e d i o e n e l c o s t a d o c o n m u c h a violencia y me hizo caer en el cubo de la leche. El dolor fue terrible. Apenas podía chapotear para mantenerme a flote. Sentí salírseme las entrañas. El suelo se tambaleó bajo pesados pasos y madame Albertine apareció. Rápi d a m e n t e i n cl i n ó e l cu bo y t i r ó l a l e c h e m a n c h a d a de sa ng re. Pasó sua veme nte su s ma no s so br e m í. «L lama al señor veterinario», ordenó. Yo me desmayé. A l d e s p e r t a r e s t a b a e n l a h a b i t a c i ó n d e m a d a m e A l b e r t i n e e n u n c a j ó n f o r r a d o y c a l i e n t e . T e n í a t r e s 23
  • 24. costillas rotas y había perdido mis gatitos. Durante algún tiempo estuve muy enferma. El señor veterinario venía a v e r m e a m e n u d o y m e d i j e r o n q u e l e h a b í a d i c h o palabras duras a madame Diplomar. «Crueldad. Crueldad i n n e ce sar i a » , h a bí a di ch o . « A l a ge n t e n o le gu st a rá . Dirán que es usted una mujer mala.» «Lo s criados me h a n di c h o — d i j o é l — q u e l a f u t u r a m a dr e g a t i t a e r a muy limpia y muy honrada. No, madame Diplomat, fue muy malvado de su parte.» Madame Albertine me mojaba los labios con agua, ya que tan sólo pensar en leche me hacía palidecer. Día tras día intentaba convencerme para que comiera. El señor veterinario dijo : «Ahora no hay esperanza, morirá, no puede vivir otro día sin comer». Pasé a un estado comatoso. Desde algún lugar me parecía oír el susurro de los árboles, el crujir de las ramas. «Gatita —decía el man zan o— , gat ita, est o no es el fi n .» Ex tra ño s rui do s me zumbaban en la cabeza. Vi una brillante luz amarilla, vi maravillosos parajes y olí placeres celestiales. «Gatita — su su r r a ba n l o s á r bo l e s— , e st o n o e s el f i n , co m e y vive. No es el fin. Tienes una razón para vivir, gatita. Tendrás días felices en el ocaso de tu vida. No ahora. E s t o n o e s e l f i n . » Abrí los ojos pesadamente y levanté algo la cabeza. Madame Albertíne con grandes lágrimas corriéndole por las mejillas, se arrodilló junto a mí aguantando algunos fino s pedazos de pollo. El señor veterinario estaba de pie junto a la mesa llenando una jeringa con algo de una botella. Débilmente tomé uno de los pedazos de pollo, lo r et u ve u n i n st a n te en la bo ca y l o tr ag u é . « ¡ M i l a g r o ! ¡Milagro!», dijo madame Albertine. El señor veterinario se volvió con la boca abierta y poco a poco fue dejando l a j e r i n g a y v i n o h a c i a m í . « E s c o m o u s t e d d i c e , u n m i la g r o — r e ma r có - - . E sta ba l le n a n do l a je r i n g a pa r a administrarle el golpe de gracia y evitar así más sufri - 24
  • 25. miento.» Les sonreí y emití tres ronroneos, todo lo que pu de . Mi ent ras vol vía a ador mece rme le s oí decir : « Se recuperará». Durante una semana continué en un pobre estado; n o p o dí a r e s pi r a r h o n d a m e n t e , n i p o dí a d a r m á s q u e unos pocos pasos. Madame Albertine me había traído mi cajón de tierra muy cerca, ya que madre me había ense ñado a ser muy cuidadosa con mis necesidades. Una se mana más tarde madame Albertine me llevó abajo. Ma dame D ipl oma t esta ba de pie ante una h abita ci ó n co n una mi rada bu rl on a y de desapro bació n . « Ha y que lle varla a un cobertizo, Albertine», dijo madame Diplomat. « C o n pe r dó n , se ñ o r a — di j o ma da m e Al be r t i ne — , t o da vía no está lo suficientemente bien, y si se la maltrata, yo y otros criados nos iremos.» Con un altivo reso plido y m i r a d a , m a d a m e D i p l o m a t v o l vi ó a e n t r a r e n l a h a b i - tación. Abajo en las cocinas algunas de las viejas mujeres vinieron a hablarme y dijeron que se alegraban de que estuviera mejor. Madame Albertine me dejó en el suelo suavemente para que pudiera moverme y leer todas las noticias de cosas y de la gente. Pronto me cansé, ya que aún no me encontraba bien, y me dirigí a madame Albert i n e , l e v a n t é l a m i r a d a h a c i a s u r o s t r o y l e d i j e q u e q u e r í a i r a l a c a m a . M e c o g i ó y v o l v i ó a l o m á s a l t o de la casa. Estaba tan cansada que me dormí profunda mente antes de que me metiera en la cama.
  • 26. Capítulo II Es fácil ser sensato después de los acontecimientos. Escribir un libro trae recuerdos. A través de la dureza de los años, pensé a menudo en las palabras del viejo manzano: «Gatita, esto no es el fin. Tienes un propósito e n l a vi da » . En t o n ce s pe n sé q ue n o e ra má s qu e u n a am a bi l i da d pa r a a n im a r me . A h o r a l o sé . A h o ra e n el ocaso de mi vida tengo mucha felicidad; si estoy ausente, aunque no sea más que un os m inut o s, o ig o: « ¿D ón de está Fifí? ¿No le ha pasado nada?». Y sé que soy amada por mí misma no sólo por mi apariencia. En mi juventud era distinto, no era más que una pieza de escaparate o como diría la gente moderna una «pieza de conversación». Los americanos dirían un «juguete ingenioso». Ma da me D ipl oma r tení a sus obsesio ne s. Te ní a la obsesión de ascender más y más en la escala social de Francia, y mostrarme en público era un seguro amuleto para el éxito. Me odiaba, ya que odiaba a los gatos (ex cepto en público) y no se me permitía entrar en la casa a men os de que hubie ra in vi tado s. El re cuer do de m i primera «presentación» lo tengo vívido en mi mente. Estaba en el jardín un día caluroso y soleado. Du rante un rato había estado mirando a las abejas llevando polen sobre sus patas. Entonces me moví para examinar el pie de un ciprés. El perro de un vecino había recientemente e stado al lí y de jado u n men sa je que yo quería leer. Echando frecuentes miradas sobre mi hombro para ver si estaba a salvo, dediqué mi atención al mensaje. Po c o a po c o m e f u i i n t e r e sa n d o m á s y m á s y f u i p e r diendo la conciencia de cuanto me rodeaba. Inesperada mente unas ásperas manos me agarraron y me despertaron de mi contemplación del mensaje del perro. Pzzt, silbé 26
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  • 28. mientras me liberaba dando un fuerte golpe hacia atrás al hacerlo. Subí al árbol y miré hacia abajo. Siempre corre primero y mira luego — había dicho madre—. Es mejor correr sin necesidad que parar y no poder volver a correr.» Miré hacia abajo. Estaba Pierre, el jardinero, agarrán dose la punta de la nariz, un reguerillo de sangre le iba corriendo por entre sus dedos. Mirándome con odio, se agachó , cogió una piedra y la tiró con toda su fuerza. Di la vuelta al tronco del árbol, pero así y todo la vibrac i ó n de l a p i e dr a co n t r a e l t r o n co c a s i m e h i z o ca e r . Volvió a agacharse para coger otra piedra en el mismo momento que madame Albertine andando silenciosamen te sobre el musgoso terreno adelantó un paso. Recogiendo la escena en una mirada, adelantó ágilmente la pierna y Pi erre cay ó al suelo cara a baj o . Le co gi ó po r el cue ll o y lo levantó sacudiéndolo. Lo agitó con violencia, no era m á s q u e u n h o m b r e p e q u e ñ i t o , y l e h i z o t a m b a l e a r . « D a ña s a l a ga ta y t e m at o , ¿ m e o ye s? M a da me D i pl o mat te envió a buscarla, hijo de perra, no para que la d a ñ a r a s . » « L a g a t a s e m e e s c a p ó d e l a s m a n o s y m e c a í c o n t r a e l á r b o l y m e s a n g r a l a n a r i z — b a l b u c i ó Pierre—, perdí los estribos a causa del dolor.» Madame Albert ine se enco gi ó de h om br o s y se vo l vi ó ha ci a mí . «F if í , F if í , ven con mamá », l lam ó. « Ya voy » , g rité mien tras pon ía mi s bra zo s alrededor de l tro nco y me de sl i zaba de espaldas. «Ahora tienes que comportarte lo me jor que puedas, pequeña Fifí —dijo madame Albertine—. La señora 1 quiere mostrarte a sus visitas.» La palabra señora siempre me divertía. El señor duque tenía una se ñ o r a e n P a r í s a s í q u e , ¿ c ó m o e r a m a d a m e D i p l o m a t la señora? De todos modos, pen sé, sí quieren que tam bién se la llame «señora», por mí no hay problema. Esta era gente muy rara e irracional. 1. En inglés mistress significa señora y amante. (N. de la T.) 27
  • 29.
  • 30. Andamos juntas a través del césped, madame Alber tine me llevaba para que mis pies estuvieran limpios para las visitas. Subimos los anchos peldaños de piedra donde v i u n r a t ó n e s c u r r i é n d o s e e n u n a g u j e r o j u n t o a u n a r bu st o y at ra ve sa m o s l a ga l er í a . A l o tr o la do de l a s puertas abiertas del salón vi a una multitud de gente sentada y charlan do como un grupo de gorriones. «He t ra í do a F i f í , se ñ o ra » , di j o m a da me Al be rt i n e . La « se ñora» se levantó de un salto y me tomó con cuidado de lo s br azo s de m i am iga . « ¡O h , mi quer ida du lce y chi quitina Fifí! », exclamó mientras daba la vuelta tan aprisa que me mareé. Las mujeres se levantaron y se agruparon cerca de mí profiriendo exclamaciones de admiración. Los gatos siameses en Francia eran una rareza en aquellos tiempos. Incluso los hombres allí presentes se movieron para mirar. Mi negro rostro y blanco cuerpo terminando en una cola negra, parecía intrigarles. «Excepcional entre lo excepcional —dijo la señora—. Un magnífico pedigree; costó una fortuna. Es tan cariñosa, a veces duerme con migo por la noche.» Yo grité protestando ante tales men ti r a s y t o do e l m u n do re tr o ce di ó al a r ma do . « Est á h a bl a n do » , di j o ma da me Al be r t i ne , a q ui e n se le h a bí a o r de n a d o q u e se q u e da r a e n e l s a l ó n « p o r s i a ca s o » . Como el mío, el rostro de madame Albertine reflejaba sorpresa de que la señora dijera tantas falsedades. «Ah, Renée —dijo una de las invitadas —, deberías llevarla a América cuando vayas. Las mujeres americanas pueden ser una gran ayu da en la car rera de tu ma ri do si le s gustas y la gatit a ci erta mente lla ma la atenci ón . » La señora apretó sus delgados labios de modo que su boca d e s a p a r e c i ó po r c o m p l e t o . « ¿ L l e va r l a ? — pr e g u n t ó — . ¿Cómo lo haría? Armaría jaleo y tendríamos dificultades cua n do vo l vi é ra m o s . » « To n t e r ía s , Re n ée , m e so r pr e n des —replicó su amiga—. Conozco a un veterinario que te da rá un a dr og a co n l a que dor mi rá duran te to do d 28
  • 31. vuelo. Puedes arreglártelas para que vaya en una caja acolchada como equipaje diplomático.» La señora asintió con la cabeza: «Sí , Antoinette, tomaré esta dirección» . D u r a n t e u n r a t o t u v e q u e q u e d a r m e e n e l s a l ó n . Hacían comentarios so bre mi tipo, se admiraban de lo largo de mis piernas y la negrura de mi cola. «Yo creía q u e t o d o s l o s m e j o r e s t i p o s de g a t o si a m é s t e n í a n l a c o l a e n r o s ca da » , d i j o u n a . « O h n o — co n t e s t ó l a s e ñ o ra—, gatos siameses con colas enroscadas no están de m o da a h o r a , cu a n do m á s r e ct a la co l a m e j o r el ga t o . Pronto enviaremos a ésta a juntarse y entonces tendremos g at i t o s pa ra da r . » F i na l m e n te m a da me A l be rt i n e de j ó e l s a l ó n . « ¡ P u f f ! — e x c l a m ó — . D a m e g a t o s d e c u a t r o patas en cualquier momento antes que esta variedad de dos patas.» Rápidamente di una ojeada a mi alrededor; no había visto nunca gatos con dos patas antes y no com pren día cóm o po día n arre glár se las. No ha bí a na da de trás mío excepto la puerta cerrada, así es que meneé la cabeza con un gesto de extrañeza y seguí andando junto a madame Albertine. Estaba oscureciendo y una ligera llovizna golpeaba las ventanas cuando el teléfono en la habitación de madame Albertine sonó irritablemente. Se levantó para contes tarlo y la aguda voz de la señora rompió la paz. «Alber ti ne , ¿tie nes a la gata en la ha bi tació n ?» «S í , se ño ra, todavía no está bien», replicó madame Albertine. La voz d e l a s e ñ o r a s u b i ó u n o c t a v o d e t o n o : « T e h e d i c h o , Albertine, que no la quiero en la casa a meno s de que haya visitas. Llévala al cobertizo inmediatamente. ¡Me asombro de mi bondad dejándote quedar; eres tan inútil!». Muy a pesar suyo madame Albertine se puso un grueso abrigo de punto, se metió dentro de un impermeable y se enroscó un pañuelo en la cabeza. Cogiéndome en brazos me arropó con un chal y me bajó por la escalera tra sera. Se paró en la sala de los criados para coger una lin- 29
  • 32.
  • 33. terna y fue hacia la puerta. Un viento tempestuoso me dio en la cara; unas nubes bajas corrían a través del cielo n o ctu rn o; desde un alto ci pr és u n bú ho ulul ó de sma yadamente, ya que nuestra presencia había espantado al r at ó n q ue h a bí a e sta do ca z a n do . Ra ma s ca r ga da s de lluvia nos rozaban y echaban su carga de agua sobre nosotras. El camino era resbaladizo y traidor en la oscu ridad. Madame Albertine se arrastraba cautelosamente escogiendo sus pasos a la tenue luz de la linterna mur murando imprecaciones contra madame Diplomat y todo lo que ésta representaba. Ante nosotras apareció el cobertizo, como una marca más negra en la oscuridad de los sombríos árboles. Em pujó la puerta y entró. Hubo un golpe tremendo al des lizarse al suelo una maceta que había quedado cogida a sus voluminosas faldas. Muy a mi pesar se me erizó la cola de miedo y se me formó un agudo trazado a lo largo de mi espi naz o . Ilu mi na ndo co n su l in ter na un se mi círculo delante de ella, madame Albertine se adentró en el cobertizo y fue hacia el montón de viejos periódi co s q ue er a n m i ca m a . « M e g u sta r í a ve r a e sa mu j er encerrada en un lugar como éste —murmuró para sus adentros—. Ya le bajarían un poco los humos.» Me dejó con cuidado en el suelo, se aseguró de que tenía agua, nunca bebía leche ahora, sólo agua, y puso unos cuantos pedacitos de pata de rana a mi lado. Después de darme unas palmaditas en la cabeza, fue retrocediendo poco a poco y cerró la puerta tras ella. El difuso sonido de sus pasos fue ahogándose bajo el mordaz viento y el chapoteo de la lluvia sobre el galvanizado tejado de hierro. Odiaba este co bert izo . A men udo a la gente se le o lvi da ba m i existencia por com pleto y yo no po día salir hasta que abrían la puerta. Con demasiada frecuencia me había que- dado allí sin comida ni bebida durante dos o incluso tres días. Los gritos no servían de nada, ya que estaba dema- 30
  • 34. siado lejos de la casa, escon dida en un bo squecillo de árboles, lejos, detrás de todos los restantes edificios. Me estiraba hambrienta poniéndome más y más arrugada esperando a que alguien de la casa se acordara de que no se me había visto por ahí por algún tiempo y viniera, a investigar. ¡A h o r a e s ta n di st i nt o ! Aq uí m e t ra t a n co m o a u n ser humano. En vez de casi morir de hambre tengo siem pre comida y bebida y duermo en un dormitorio con mi propia cama de verdad. Mirando hacia atrás a través de l os a ño s, pare ce co mo si el pa sa do f uera u n vi aje cru zando una larga no che y como si ahora hubiera salido a la luz del sol y al calor del amor. En el pasado tenía que estar alerta a los pasos patosos, ahora todo el mundo vi gi la por si yo est oy ah í. Lo s muebles no se ca mbia n nunca de lugar a menos de que se me enseñe su nuevo sitio porque soy ciega y vieja y ya no puedo cuidar de m í m i s m a ; c o m o d i c e e l l a m a s o y u n a q u e r i d a v i e j a abuela que goza de paz y felicidad. Mientras dicto esto estoy sentada en una cómoda silla donde los calientes rayos del sol se posan sobre mí. Per o todo a su de bi do t iempo , lo s dí as de las som bras estaban todavía conmigo y todavía el sol tenía que aparecer después de la tormenta. Sen tía extra ño s m ovim ien to s den tr o de mí . En voz baja, ya que me sentía insegura, canté una canción. Deambulaba por el terreno en busca de algo. Mis deseos eran vagos y sin embargo apremiantes. Sentada junto a una vent ana a bie rta, si n atre ver me a entr ar, oí a madame Diplomat usando el teléfono. «Sí, está llamando. La en viaré inmediatamente y la recogeré mañana. Sí, quiero ven de r lo s gati to s tan pr on to com o sea po si ble .» Po co d e s p u é s G a s t o n v i n o a m í y m e p u s o e n u n a c a j a d e m a d e r a d o n d e n o se p o d í a r e s p i r a r c o n l a t a p a b i e n cerrada. El olor de la caja, aparte del ambiente irrespi- 31
  • 35. rable, era de lo más interesante. Había servido para llevar comida, patas de rana, caracoles, carnes crudas y ver duras. Estaba tan interesada que apenas noté cuando Gaston cogió la caja y me llevó al garaje. Durante un rato dejó la caja sobre el suelo de cemento. El olor a a ce i te y ga so l i n a m e da ba g a na s de vo m i ta r . Po r f i n Gaston volvió a entrar en el garaje, abrió las grandes puertas de entrada y dio el contacto a nuestro segundo coche, un viejo Citroen. Tras echar mi caja con bastante rudeza en el portaequipajes entró delante y salimos. Fue un viaje terrible, tomábamos las curvas tan aprisa que m i ca ja ro da ba co n vi o len cia y pa raba co n u n g ol pe . A la próxima curva volvería a repetirse el proceso. La oscuridad era intensa y los humos del tubo de escape me ah oga ba n y me ha cí an to ser . Creí que el via je n o terminaría nunca. De repente el cocha se desvió, se oyó un espantoso chirrido de los neumáticos al patinar, y cuando el coche volvió a ponerse recto y siguió corriendo, mi caja dio la vuelta y se quedó boca abajo. Me di contra una aguda astilla y mi nariz empezó a sangrar. El Citroén se tambaleó al parar y pronto oí voces. Abrieron el portaequipajes y por un momento hubo silencio y entonces «Mira, hay sangre!», dijo una voz extraña. Levantaron mi caja, la sentí balancearse mientras alguien la llevaba. Subieron unos peldaños, se veían sombras a través de las rendijas de la caja y adiviné que estaba dentro de una casa o cobertizo. Se cerró una puerta, me levantaron más alto y me colocaron sobre una mesa. Desmañadas manos arañaban la superficie externa y abrieron la caja. Yo guiñé los ojos ante la repentina luz. «Pobre gatita», di j o u n a vo z de mu j e r . Al a r ga n d o l o s br a z o s pu so la mano debajo mío y me cogió. Yo me sentía enferma, con ganas de vomitar y mareada por los humos del tubo de escape, medio ida por la violencia del viaje y sangrando bastante por la nariz. Gaston, allí, de pie, estaba blanco 32
  • 36. y asustado. «Debo telefonear a madame Diplomat», dijo un ho mbre. «N o me h aga per der mi trabaj o — di jo Ga s- t o n — , c o n d u j e co n m u c h o c u i da d o . » E l h o m b r e c o g i ó el teléfono mientras la mujer me secaba la sangre de la nariz. «Madame Diplomat —dijo el hombre—, su gatita está enferma, está desnutrida y ha sido espantosamente agitada por este viaje. Perderá su gata, madame, a menos de que se la cuide mejor.» «Por Dios —oí que replicaba la voz de madame Diplomat—, tanto jaleo por un gato. Y a la cu i da m o s. N o la t en e m o s co n se n t i da y m i ma da , quiero que tenga gatitos.» «Tiene usted una gata siamesa muy valiosa, del mejor tipo en toda Francia. Descuidar a e st a g at a e s u n ma l ne g o ci o , co m o u sa r s o rt i j a s de di a m a n t e s pa r a co r t a r c r i s t a l . » « Y a l a c o n o z c o — co n testó madame Diplomat—. ¿Está el chófer aquí?, quiero hablar con él.» El hombre pasó el teléfono a Gaston en silencio. Por algunos instantes el torrente de palabras de la señora fue tan grande, tan vitriólico que no podía per - seguir su fin, simplemente atontaba los sentidos. Final mente, después de mucho estirar llegaron a un acuerdo. Y o te n í a qu e qu e da r m e ¿ dó n de e st a ba y o ? , h a sta qu e estuviera mejor. Ga st o n se f u e t em bl a n do t o da ví a al pe n sar e n ma dame Diplomat. Yo seguí echada sobre la mesa mientras e l h o m br e y l a mu j er me at en dí a n . Tu ve la se n sa ci ó n de un ligerísimo pin chazo y casi antes de que pudiera darme cuenta me quedé dormida. Fue una sensación de lo más peculiar. Soñé que estaba en el cielo y que mu - chos gatos me hablaban, preguntándome de dónde venía y quiénes eran mis padres. Hablaban en el mejor francés gatuno siamés además. Levanté la cabeza pesadamente y abrí los ojos. La sorpresa ante el lugar donde estaba cau só el erizam ien to de mi col a y un e scal of rí o en mi espi n azo . A po co s cent ímet ro s de m i ro str o ha bí a una puerta de red de hierro. Yo estaba echada sobre paja lim- 33
  • 37. pi a . De tr á s de l a pu er t a de a la m br e h a bí a un a g r a n habitació n que contenía todo tipo de gato s y algunos perritos. Mis vecinos a cada lado eran gatos siameses. «Ah, la desgraciada está moviéndose», dijo uno. «¡Uf! ¡Cómo te colgaba la cola cuando te trajeron!», dijo el o t r o . « ¿ D e dó n de vi e n e s? » , ch i l l ó u n pe r s a de sd e e l otro lado de la habitación. «Estos gatos me ponen en - fermo», gruñó un pequeño poodle desde una caja en el sue l o . «Yeh — mu r mu r ó u n pe r r it o j u st o f ue r a de l a órbita de mi vista—, a estas damas les darían una buena paliza en mi Estado.» «Oíd a este perro yanqui dándose ai r e s — di j o a l gu i e n ce r ca — , n o l le va aq uí el ti e m po suficiente como para tener derecho a hablar. No está más que a pensión, eso es!» «Yo soy Chawa —dijo la gata de mi derecha—. Me han sacado los ovarios.» «Yo soy Sang Tu —dijo la gata de mi iz q u ie r da — . Y o lu c hé co n u n pe rr o , peq ue ñ a , deberías ver a ese perro, desde luego poco queda de él.» «Y o soy F if í — respon dí tím idamen te— . N o sabía que había más gatos siameses aparte de mí y de mi desapa recida madre.» Por algún tiempo se hizo el silencio en la gran habitación y entonces surgió un gran rugido a l entrar el hombre que traía la comida. Todo el mundo hablaba a la vez. Los perros pedían que se les alimentan primero, los gatos llamaban a los perros cerdos egoístas. Se oía el entrechocar ruidoso de los platos de comida y el gorjeo de agua al llenar los botes para beber y luego el glup glup de los perros al comenzar a comer. El hombre se acercó a mí y me miró. La mujer e n t r ó y atravesó viniendo hacia mí. «Está despierta», dijo el hombre. «Preciosa gatita —dijo la mujer—. Tendremos que fortalecerla, no puede tener gatitos en su presente estado.» Me trajeron una abundante porción de comida y siguieron con los otros. Yo no me encontraba denla. siado bien, pero pensé que sería de mala educación no 34
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  • 39. co m er , a sí e s q ue me l o pr o pu se y pr o n t o l o hu be t er m i n a d o t o do . « ¡ O h ! — di j o e l h o m b r e cu a n do vo l vi ó — , estaba hambrienta.» «Vamos a ponerla en el anexo —dijo l a m u j e r — , t e n d r á m á s l u z s o l a r a l l í , cr e o q u e t o d o s estos animales la molestan.» El hombre abrió mi jaula y me acunó en sus brazos mientras me llevaba a través de la habitación y a través de una puerta que no había po dido ver antes. «Adiós», c h i l l ó C h a w a . « E n c a n t a d a d e c o n o c e r t e — g r i t ó S a n g Tu—. Dales recuerdos míos a los gatos machos cuando les veas.» Cruzamos el umbral de la puerta y entramos en una habitación iluminada por el sol, donde había una gran jaula en el centro. «¿Va a meterla en la jaula de los m o n o s , j e f e ? » , pr e g u n t ó u n h o m b r e a q u i e n n o h a bí a vi st o a nt e s. « S í — re pl i c ó e l h o m br e qu e me l l e va ba — , necesita cuidados, ya que no llevaría en su presente estado.» ¿Llevaría? ¿Llevaría? ¿Qué es lo que supo nían q u e i b a a l l e v a r ? ¿ C r e í a n q u e i b a a t r a b a j a r y o a q u í l l e v a n d o p l a t o s o a l g o p a r e c i d o ? E l h o m b r e a b r i ó l a pu e rt a de l a j au l a g ra n de y m e me t i ó . Se e st a ba bi e n aparte del olor a desinfectante. Había tres ramas y es tantes y una agradable caja de paja forrada de tela para dormir. Me paseé alrededor con cautela, ya que madre me había enseñado a que investigara completamente cualquie r lugar ex trañ o a ntes de in st alar me. Una rama de árbol me invitaba, así es que saqué mis pezuñas para de mostrar que ya me sentía instalada. Al encaramarme por la rama vi que podía mirar sobre un pequeño cercado y ver más allá. H a b í a u n g r a n e s p a c i o c e r r a d o c o n a l a m b r e t o d o a l re de do r y po r en ci m a . Peq ue ñ o s ár bo l e s y a r bu st o s llenaban el terreno. Mientras observaba, un gato siamés de lo más magnífi co salió a la vista. Tenía un tipo fan tástico, largo y delgado co n pesados hombros y la más negra de las colas negras. Mientras atravesaba despacio 35
  • 40. el terreno iba cantando la última canción de amor. Yo escuché extasiada, pero por el momento tenía demasiada vergüenza para contestar cantando. Mi corazón latía y tuve una sensación de las más extrañas. Se me escapó un gran suspiro mientras él desaparecía. Durante un rato me quedé sentada en lo más alto de esa rama, llena de sorpresa. Mi cola se movía espas. módicamente y mis piernas temblaban tanto de la emo ción que apenas podían soportarme. ¡Qué gato!, ¡qué tipo más formidable! Podía imaginármelo llenando de gracia un templo en el lejano Siam, con sacerdotes de amarillas túnicas saludándole mientras dormitaba al sol. ¿Y me equivocaba? Sentía que había mirado en mi direc ción, que lo sabía todo de mí. Mi cabeza era un torbe llino con pensamientos sobre el futuro. Despacio, tem blando, descendí de la rama, entré en la caja de dormir y me eché para seguir pensando. Esa noche dormí inquieta; al día siguiente el hombre dijo que yo tenía fiebre a causa del mal viaje en coche y los humos del tubo de escape. ¡Yo sabía por qué tenía fiebre! Su bello rostro negro y su larga cola arrastran. do se se habían apoderado de mis sueños. El hombre dijo que me encontraba débil y que tenía que descansar, Durante cuatro días vi ví en esa jaula descansando y comiendo. A la mañana siguiente me condujeron a una casita dentro del cercado con redes. Al instalarme miré a mi alrededor y vi que había un muro de red entre mi compartimento y el del guapo gato. Su habitación estaba cuidada y arreglada, su paja estaba limpia y vi que su bol de agua no tenía polvo flotando sobre la superficie. No estaba dentro en aquel momento, adiviné que esta ría en el cercado jardín dando un vistazo a las plantas. Llena de sueño, cerré los ojos y di unas cabezadas. Una poderosa voz me hizo saltar despertándome y miré tím idame nte al muro de red. « ¡ Buen o! —dij o el gat o 36
  • 41.
  • 42. siamés—, encantado de conocerte, desde luego.» Su gran r o s t r o n e g r o e st a ba c o n t r a l a r e d , y su s v í v i do s o j o s azules disparaban sus pensamientos hacia mí. «Nos va mos a casar esta tarde — di j o é l — . M e g u st a r á , ¿ y a t i ? » E n r o j e c i e n d o t o da y o e sc o n dí m i ca r a e n t r e l a pa j a . « O h , n o t e p r e o cu pe s t a n t o — e x c l a m ó é l — . Es t a m o s h a ci e n do u n n o b l e t r a b a j o ; n o h a y l o s su f i ci e n t e s de nosotros en Francia. Te gustará, ya verás», rió mientras se sentaba a descansar después de su paseo matinal. A la hora de comer, vino el hombre y rió al vernos sentados cerca el uno del otro con sólo la red entre nos otros y cantando un dúo. El gato se alzó sobre sus patas y le rugió al hombre: «¡Saca esa... puerta de en medio!», usando algunas palabras que me hicieron enrojecer toda o tra vez. El h om bre sacó de spaci o la cla vi ja , vol vi ó a colgarla fuera de peligro, dio la vuelta y nos dejó. ¡Oh! Ese gato, el ardor de sus abrazos, las cosas que me dijo. Después nos quedamos echados uno junto al otro en un dulce calor y entonces tuve el escalofriante pensa m ient o: yo n o era la pr ime ra. Me levan té y vol ví a mi habitación. El hombre entró y volvió a cerrar la puertec i l l a e n t r e n o s o t r o s . P o r l a n o c h e vi n o y m e vo l vi ó a llevar a la jaula grande. Dormí profundamente. Por la mañana, vino la mujer y me llevó a la habita ción en la que había estado al ingresar en este edificio. M e co l o có so br e u n a m e sa y me ag ua n t ó f u er t em e n te m ient ras el h om bre me e xami na ba a fo n do cu idado sa me n te . « Te n dr é q ue ve r a l du e ñ o de e st a g at a po r qu e la pobrecita ha sido muy maltratada. ¿Ves? —dijo indi cando mis costillas izquierdas y tocando donde todavía me dolía—. Algo espantoso le ha pasado y es un animal de m a si a do va l i o so pa ra qu e se le de scu i de . » « ¿ D a m o s un paseo en coche y nos acercamos a hablar con la due ñ a ? » L a m u j e r p a r e c í a e st a r r e a l m e n t e i n t e r e s a d a e n mí. El hombre contestó diciendo: «Sí, la recogeremos, y 37
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  • 44. de paso quizá podremos cobrar nuestros honorarios tam bién. La llamaré y le diré que devolveremos la gata y recogeremos el dinero». Descolgó el teléfono y habló con madame Diplomat. La sola preocupación de ésta parecía ser que «el parto de la gata» pudiera costarle unos pocos francos de más. Convencida de que no sería así, estuvo de acuerdo en pagar la cuenta tan pronto como me devol vieran. Y eso fue lo que decidieron: me quedaría hasta la tar de si guie nte y lueg o me devol verí an a madame Diplomat. «Eh , Georges —gritó el hombre—, devuélvela a la jaula de monos, se queda hasta mañana.» Georges, un viejo encorvado a quien no había visto antes, vino hacia mí tambaleándose y me cogió con sorprendente cuidado. Me puso sobre su hombro y empezó a andar. Me llevó a la gran habitación sin parar para poder hablar con los otros. La habitació n donde estaba la jaula de mono s y cerró la puerta tras nuestro. Durante unos segundos arrastró un pedazo de cuerda delante de mí. «Pobreci ta —murmuró para sí—, ¡está claro que nadie ha jugado contigo en tu corta vida!» Sola otra vez, subí a la empinada rama y miré más allá del cercado metálico. Ninguna emoció n se movía dentro mío ahora, sabía que el gato tenía cantidades de Reinas y yo no era más que una de tantas. La gente que conoce a los gatos, llama siempre a los gatos machos « To m s» y a las hem br as « Re ina s». N o tie ne n ada que v e r c o n e l pedigree, n o e s m á s q u e u n n o m b r e g e nérico. Una rama solitaria se mecía curvándose bajo un peso considerable. Mientras estaba mirando, el gran Tom saltó del árbol y se plantó en el suelo. Se encaramó a toda ve lo ci dad po r el árbol y vol vi ó a ha cer lo mi sm o u na y otra vez. Yo miraba fascinada y entonces se me ocurrió que estaría haciendo sus ejercicios matinales. Perezosa. 38
  • 45. m e n t e , po r q u e n o t e n í a n a da m e j o r q u e h a c e r , s e g u í echada e n mi cama y a fi lan do m is pe zuña s ha sta que br il lar on com o las per la s alre de do r de la gar gan ta de m a da me D i pl o m at . Lu e g o a bu r r i da , me do r m í ba j o el reconfortante sol del mediodía. Al g ú n t i em po de spu é s cua n do el s o l y a n o e sta ba justo encima mío sino que se había ido a calentar algún otro lugar de Francia, me despertó una dulce, maternal voz. Observé con cierta dificultad por una ventana casi fuera de mi alcance y vi una vieja reina que había visto much os veranos. Estaba decidi damente llenita y mien tras estaba allí en la repisa de la ventana lavándose las orejas, pensé lo agradable que sería charlar un rato. «¡ Ah ! —dij o el la— . Ya está s despi erta . Espe ro que sea de tu agrado la estancia aquí; nos enorgullece pensar q u e o f r e ce m o s e l m e j o r s e r v i c i o de F r a n c i a . ¿ C o m e s bi en ?» « Sí , gracia s — co nte sté —. Me cu idan muy bi en . ¿Es usted la señora propietaria?» «No —co ntestó—, a pesar de que mucha gente cree que lo soy. Tengo la responsable tarea de enseñarles a los nuevo s Tom s sementales sus deberes; yo les sirvo de prueba antes de que sean puestos en circulación ge neral. Es un trabajo muy importante, muy preciso.» Nos quedamos un rato absortas en nuestros propios pensa - m ie n t o s. « ¿ C ó m o se l l a ma ? » , pre g u n té . « B ut t er ba l l » , ' re pl icó el la. «Y o e staba mu y lle ni ta y m i pel o bri lla ba co mo la man tequi lla , per o esto era cuan do era much o más joven», añadió. «Ahora hago varios trabajos aparte de ese de que te hablé, ¿sabes? También hago de policía en los almacenes de la comida para que no nos molesten los ratones.» Se relajó pensando en sus deberes y luego dijo: «¿Has probado ya nuestra carne cruda de caballo? ¡Oh! tienes que probarla antes de que te vayas. Es real- 1. Bola de mantequilla. N. de la T.) 39
  • 46.
  • 47. mente deliciosa, la mejor carne de caballo que se puede comprar en lugar alguno. Creo que a lo mejor la tendre. mos para cenar, vi a Georges, el ayudante, cortándola hace poco». Después de una pausa dijo con voz satis. fecha: «Sí, estoy segura de que hay carne de caballo para cenar». Nos quedamos sentadas pensando y nos lavamos un poco y entonces madame Butterball dijo: «Bueno, teng o que i rme , ya mir aré de que te de n u na buena ración; creo que puedo oler a Georges que trae la cena ahora». Saltó de la ventana. En la gran habitación detrás mío, podía oír gritos y chillido s. «Carne de caballo», «dame a mí primero», «¡estoy 'hambriento, aprisa Geor ges!», pero Georges no se inmutaba; al contrario, atra vesó la gran habitación y vino directo a mí, sirviéndome a mí primero. «Tú primero, gatita —dijo él—, los otros pueden esperar. Tú eres la más callada de todos, o sea que tú primero.» Ronroneé para demostrarle que apre ciaba completamente el honor. Me puso delante una gran cantidad de carne. Tenía un perfume maravilloso. Me froté contra sus piernas y emití uno de mis más altos r on ro ne os. «Tú no ere s más que u na gatita peque ña —dijo él—, te la cortaré.» Muy educadamente cortó toda la pieza en pequeños trocitos y entonces con un «que comas bien, gata», se fue a atender a los otros. La carne era sencillamente maravillosa, dulce al pala dar y tierna a los dientes. Finalmente me senté hacia atrás y me lavé la cara. Un ruido como de arañazos me hizo mirar hacia arriba justo cuando un negro rostro con ojos relampagueantes apareció en la ventana. «Buena, ¿ ve r d a d ? » , d i j o m a da m e B u t t e r ba l l . « ¿ Q u é t e d i j e ? Servimos la mejor carne de caballo que aquí pueda en contrarse. Pero espera. Pescado para desayunar. Algo delicioso, acabo de probarlo yo. Bueno, que tengas una buena noche.» Al decir esto se dio la vuelta y se marchó ¿ Pe s ca do ? Y o n o po dí a pe n sa r e n co m i da a h o r a , 40
  • 48. estaba llena. Esto era un cambio tan grande en compa ración a la comida de casa; allí me daban trozos que los humanos dejaban, porquerías con salsas tontas que a menudo me quemaban la lengua. Aquí lo s gato s vi vían con un verdadero estilo francés. L a l u z i b a d e s a p a r e c i e n d o a l p o n e r se e l s o l e n e l cielo occidental. Los pájaros volvían a casa aleteando, vie jos cuervos llamaban a sus compañeros y discutían los sucesos del día. Pronto la oscuridad se hizo más profunda y llegaron los murciélagos batiendo sus afelpadas alas mientras iban y venían persiguiendo a los insectos de la n o ch e . En ci m a de l o s al t o s ci pr e se s a pa r e cí a l a l u na n ar a n j a , tí m i da me n t e , c o m o du d o sa de me te r se e n l a oscuridad de la noche. Suspirando de satisfacción, me subí perezosamente a mi cajón y caí dormida. Soñé y todas mis esperanzas salieron a la superficie. Soñé que alguien me quería simplemente por mí misma, si mple mente co mo co m pa ñí a. M i cor azó n estaba lle no de amor, amor que tenía que ser reprimido porque nadie en mi casa sabía nada de las esperanzas y deseos de una joven gatita. Ahora, gata vieja, estoy rodeada de amor y doy el m ío tam bié n . Ah ora co no cem os mome nt os du ros, pero para mí esto es la vida perfecta donde familia y yo somos uno, y soy amada como una persona real. La noche pasó. Estaba nerviosa e incómoda porque me iba a casa. ¿Volvería a sufrir penalidades otra vez? ¿Tendría una cama de paja en vez de viejos y húmedos periódicos?, me preguntaba. Antes de que pudiera darme cuenta, era de día. Un perro ladraba penosamente en la habitación grande. «Quiero salir, quiero salir», decía una y otra vez. «Quiero salir.» Por ahí cerca un pájaro estaba regañando a su compañera por haber retrasado el desayuno. Gradualmente iban apareciendo los sonidos normales del día. La campana de una iglesia tañía con su áspera voz llamando a los humanos a algún servicio. «Después 41
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  • 50. de la misa voy al pueblo a comprarme una blusa nueva, ¿Me acompañarás?», preguntaba una voz femenina. Si . guieron su camino y no pude oír la respuesta del hombre. El entrechocar de cubos me recordaba que pronto sería la hora de desayunar. Desde el cercado de red el guapo To m alzó la voz co n un a ca n ci ó n de salu do al nue vo día. La mujer vino con mi desayuno. «Hola, gata —dijo—, come bien, ya que te vas a casa esta tarde.» Yo emití un ronroneo y me froté contra ella para demostrar que la entendía. Llevaba ropas nuevas y con volantes y parecía estar muy animada. A menudo me sonrío para mis adennos cuando pienso en cómo nosotros, los gatos, vernos las cosas. Solemos saber el humor de una persona por su ropa interior. Nuestro punto de vista es distinto, ¿entiendes? El pescado era muy bueno pero estaba cubierto de una comida, algo como de trigo, que tuve que sacar. «Bueno, ¿verdad?», dijo una voz desde la ventana. «Buenos días, madame Butterball», repliqué. «Sí, esto es muy bueno pero ¿qué es esta especie de cubierta de trigo que hay?» Madame Butterball rió con benevolencia. «¡Oh! —exclamó—, debes de ser una gata de campo. Aquí siempre, pero siempre, tomamos cereales por la mañana para tener vitaminas.» «¿Pero por qué no me las dieron antes?», persistí. «Porque estabas bajo tratamiento y te las daban en forma líquida.» Madame Butterball suspiró: «Tengo que irme ahora, hay tanto que hacer y tan poco tiempo. Intentaré verte antes de que te vayas». Antes de que pudiera contestarle había saltado de la ventana y pude oír su crujir por entre los arbustos. Se oía un confuso murmullo procedente de la habitación grande. «Sí —dijo el perro americano—, así que le digo a él, no quiero que metas las narices en mi lam- parilla, ¿ves? Siempre está vagando por ahí para ver lo 42
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  • 52. que puede husmear.» Tong Fa, un gato siamés que había llegado la tarde anterior, estaba hablando con Chawa. «Dígame, señora, ¿no nos permiten investigar el terreno por aquí?» Yo me enrosqué y eché un sueñecillo ; toda esta charla me estaba dando dolor de cabeza. « ¿ L a m e t e m o s e n u n c e s t o ? » M e d e s p e r t é c o n u n sobresalto. El hombre y la mujer habían entrado en mi habitación por una puerta lateral. «¿Cesta? —preguntó la mujer—, no necesita que se la ponga en una cesta, la llevaré sobre mi regazo.» Se dirigieron a la ventana y se q u e da r o n h a bl a n d o . « E se To n g F a — m u r m u r ó l a m u j e r — , e s u n a l á s t i m a a ca b a r co n é l . ¿ N o p o de m o s hacer nada para evitarlo?» El hombre se movió incómodo y se acarició la barbilla. «¿Qué podemos hacer? El gato e s v i e j o y c a s i c i e g o . S u d u e ñ o n o q u i e r e p e r d e r e l t i e m p o co n é l . ¿ Q u é po d e m o s h a ce r ? » H u bo u n l a r g o silencio. «No me gusta —dijo la mujer—, es un crimen.» El h o m br e si gu i ó si le n ci o so . Y o m e h i ce t a n pe q ue ñ a como me fue posible en una esquina de la jaula. ¿Viejo y ciego? ¿Eran éstas razones para una sentencia de muer te? Nin gún re cuer do de lo s añ os de amor y de voci ón ; matar a los viejos cuando no se pueden cuidar ellos mismos. Juntos, el hombre y la mujer entraron en la habi tación grande y cogieron al viejo Tong Fa de su caja. La mañana fue pasando lentamente. Yo tenía pensa mientos sombríos. ¿Qué me pasaría a mí cuando fuese vieja? El manzano me había dicho que sería feliz, pero cuando uno es joven e inexperto, esperar parece algo sin f i n . E l v i e j o G e o r g e s e n t r ó . « A q u í t i e n e s u n p o c o d e carne de caballo, gatita. Cómela que te vas a casa pron t o . » Y o r o n r o n e é y m e f r o t é co n t r a é l , y é l s e a g a c h ó para a ca r i ci a rm e la ca bez a . A pe n a s h u be te rm i n a do de co me r y h a cer m i t o i le tt e cua n do l a mu j er vi n o po r m í . « B ue n o , va m o s, F i f í — e x cl am ó , a casa con madame Diplomat (la vieja perra).» Me cogió y me llevó a través 43
  • 53. de la puerta lateral. Madame Butterball estaba esperando, «Adiós, Feef —gritó---, ven a verno s pro nto.» «Adiós, madame Butterball — repliqué yo—, muchas gracias por su hospitalidad.» La mujer fue hacia donde estaba el hombre espe. rando junto a un enorme y viejo coche. Ella entró y se aseguró de que las ventanas estuvieran casi cerradas; en. tonces entró el hombre y conectó el motor. Arrancamos tomamos la carretera que conducía a mi casa.
  • 54. Capítulo III El c o ch e i ba z u m b a n do p o r l a ca r r e t e r a . A l t o s ci preses se erguían orgullosos al lado de la carretera con frecuentes huecos en sus filas como testimonio de los desastres de una gran guerra, una guerra que yo conocía sól o po r ha ber o ído h abla r de ella a lo s hum an os. Se guimos corriendo, parecía no tener fin. Me preguntaba cómo funcionaban estas máquinas, cómo corrían tanto y d u r a n t e t a n t o r a t o ; p e r o n o e r a m á s q u e u n pe n s a miento intermitente, toda mi atención estaba puesta en las vistas del campo que iba pasando. D u r a n t e l a pr i m e r a m i l l a o a sí h a bí a i d o s e n t a d a so bre el regaz o de la muje r. La cur io si dad me ga nó y co n pa so s i n se g u r o s m e di r i g í a l a p a r t e t r a s e r a d e l coche y me senté sobre un estante al mismo nivel de la ventana trasera donde había una guía Michelín, mapas y otras cosas. Podía ver la carretera detrás nuestro. La mujer se movió más cerca del hombre y se murmuraban du lz u ra s . M e pre g u n ta ba si el l a ta m bi é n i r í a a t e ne r gatitos. Al sol le faltaba una hora a través del cielo cuando el h o m br e di j o : « D e ber í a m o s e st a r ca si a l l í » . « S í — r e plicó la mujer—, creo que es la casa grande a una milla y media de la iglesia. Pronto la encontraremos.» Segui mos conduciendo más despacio ahora, disminuyendo la velocidad hasta parar al girar hacia el camino y encontrar el portal cerrado. Un discreto bocinazo y un hombre salió corriendo de la portería y se acercó al coche. Viendo y reconociéndome, se volvió y abrió el portal. Sentí una gran emoción al darme cuenta de que yo había sido el motivo de que se abrieran las puertas sin que tuvieran que dar ninguna explicación. 45
  • 55. Cruzamos el portal y el portero me saludó grave. mente al pasar. Mi vida había sido muy extraña, decidí, ya que ni sabía la existencia de la portería o el portal Madame Diplomat estaba al lado de uno de los céspedes hablando a uno de los ayudantes de Pierre. Se volvió al acercarnos y anduvo despacio hacia nosotros. El hombre paró el coche, salió e inclinó la cabeza educadamente. « Hem os traí do su gatita , madame — di jo él —, y aqu í tiene una copia certificada del p e d i g r e e del gato semen tal.» Los ojos de madame Diplomat se abrieron asombra. do s c u a n d o m e vi o se n t a d a e n e l c o c h e . « ¿ N o l a e n - cerraron en una caja?», preguntó. «No, madame —re plicó el hombre—, es una gatita muy buena y ha estado quieta y comportándose todo el tiempo que ha estado con nosotros. Consideramos que es una gata que se com porta excepcionalmente bien.» Me sentí enrojecer ante tamaños cumplidos y fui lo suficiente maleducada para ronronear cumplidos dando e entender que estaba de acuerdo. Madame Diplomat se volvió imperiosamente al jardinero ayudante y dijo: << Corre a la casa y dile a madame Albertine que la quiero ver inmediatamente». «¡Pub! —gritó el gato del portero desde detrás de un árbol—, ya sé dónde has estado. Nosotros los gatos de clase baja no somos suficiente para-ti, tienes que tener niños bonitos!» «Dios mío —dijo la mujer en el coche—, hay un gato. Fifí no debe tener contacto con Toms.» Madame Diplo mat se giró en redondo y tiró un palo que arrancó de l a tierra. Pasó a un pie de distancia del gato del portero «Ja, ja —rió mientras corría—, no podrías dar con la aguja de una iglesia, con un cepillo de la ropa a seis pulgadas de di stancia. .. vieja!», vol ví a enrojecer. El lenguaje era terrible y sentí un gran descanso al ver a madame Albertine andando patosamente a toda prisa por el camino con su rostro radiante en señal de bienvenida. Le grité y salté derecha a sus brazos, diciéndole lo mucho 46
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  • 57. que la quería, cómo la había encontrado a faltar y todo lo que me había pasado. Por unos momentos nos olvida mos de todo excepto de nosotras, entonces la rasposa voz d e m a da m e D i pl o m a t n o s h i z o vo l ve r a l p r e se n t e . « A l be r t i ne — ch i l l ó á spe ra me n t e — , ¿ se da cue n t a de q ue me estoy dirigiendo a usted? Haga el favor de atender.» « M a d a m e — di j o e l h o m b r e q u e m e h a bí a t r a í do — , esta gata ha sido maltratada. No ha comido lo suficiente. Las sobras no son lo suficientemente buenas para gatos siameses con pedigree y debería tener una cama caliente y có m o da . » « Est e ga t o e s valioso — si g u i ó di ci e n do — , y sería una gata de concurso si se la tratara mejor.» Madame Diplomat fijó su mirada altanera. «Esto no e s m á s q u e u n a n i m a l , h o m b r e , l e pa g a r é su c u e n t a , p e r o n o i n t e n t e e n s e ñ a r m e l o q u e t e n g o q u e h a c e r . » «Pero, madame, estoy intentando salvar su valiosa pro p i e d a d » , d i j o e l h o m b r e , p e r o l o r e d u j o a l s i l e n c i o mientras leía la cuenta, cloqueando con desaprobación d e t o d o l o q u e v e í a . L u e g o , a b r i e n d o s u m o n e d e r o , sacó su talonario de cheques y escribió algo en un trozo de papel antes de dárselo. Madame Diplomat se volvió con rudeza y se fue con paso airado. «Tenemos que vivir esto cada día», le susurró madame Albertine a la mujer. A si n t ie r o n co n si m pa t ía y se f ue r o n co n du cie n do de s pacio. Había e stado f uera casi una seman a. Mu ch o debía de haber pasado durante mi ausencia. Pasé el resto del día yendo de un lado a otro renovando asociaciones pasadas y leyendo todas las noticias. Durante un rato descansé segura y recogida sobre una rama de mi viejo amigo el manzano. La cena fueron las acostumbradas sobras, de bue n a ca l i da d, per o a sí y t o do so br a s. Pe n sé l o m a ra villoso que sería tener algo comprado especialmente para m í e n ve z d e s i e m p r e t e n e r « r e s t o s » . A l l l e g a r e l c r e púsculo Gaston vin o a buscarme, y al encontrarme me 47
  • 58.
  • 59. arrancó del suelo y corrió al cobertizo conmigo. Empujó la puerta hasta abrirla y me echó en el oscuro interior, dio un portazo tras él y se fue. Siendo francesa yo misma, me duele mucho tener que admitir que los humanos han-ceses son, desde luego, muy duros con los animales. Pasaron días y semanas. Gradualmente mi tipo se convirtió en el de una matrona y mis movimientos fueron más lentos. Una noche cuando estaba casi al final, Pierre me tiró con rudeza al cobertizo. Al aterrizar en el duro suelo de cemento, sentí un dolor terrible, como si me estuvieran rompiendo. Dolorosamente, en la oscuridad de ese cobertizo, nacieron mis cinco bebés. Cuando me hube recuperado un poco, rompí un poco de papel y les hice un ni do cal ien te y l os l levé all í u no a un o. Al dí a si guiente nadie vino a verme. El día fue pasando lenta mente pero tenía trabajo alimentando a mis bebés. La noche me encontró mareada de hambre y completamente seca, ya que no había ni comida ni bebida en el cober. tizo. El nuevo día no trajo alivio, no vino nadie y las horas se alargaron más y más. Mi sed era casi insopor table y me preguntaba por qué tenía que sufrir tanto. Al caer la noche los búhos ululaban y se precipitaban sobre los ratones que habían cogido. Yo y mis gatitos estábamos echados juntos y yo me preguntaba cómo iba a seguir viviendo el próximo día. El día siguiente había ya avanzado cuando oí pasos. Se abrió la puerta y allí, de pie, estaba madame Alber tine, pálida y enferma. Se había levantado especialmente de su ca ma po r qu e h a bí a t e n i do « vi si o n e s» de m í en apuros. Como lo sintió, traía comida y agua. Uno de mis bebés había muerto durante la noche y madame Alber tine estaba demasiado furiosa para poder hablar. Su furia era tal al ve r la mane ra co mo me h abía n trata do que f ue y tra jo a madame Di pl om at y al se ño r duque . M a dame Diplomat sintió haber perdido un gatito y el dinero 48
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  • 61. que eso representaba. El señor duque sonrió desampara damente y dijo: «Quizá tendríamo s que hacer algo. Al guien tendría que hablar a Pierre». Po c o a po c o m i s g a t i t o s f u e r o n co g i e n do f u e r z a s , gradualmente iban abriendo sus ojos. Vino gente a ver l os, el di ner o cam bi ó de man o s y ante s de que de jara de amamantarlos me los sacaron. Yo divagaba por la finca desconsoladamente. Mis lamentos estorbaban a madam e D i p l o m a t y o r d e n ó q u e m e e n c e r r a r a n h a st a q u e callara. Ahora ya me había acostumbrado a ser exhibida en las reuniones sociales y no daba ninguna importancia que me sacaran de mi trabajo por el jardín para pasearme p o r e l s a l ó n . U n dí a f u e d i st i n t o . M e l l e va r o n a u n a habitación pequeña donde madame Diplomat estaba sentada ante un escritorio y un hombre extraño estaba sen tado en frente. «¡Ah! —exclamó él, cuando me entraron en la habitación—, así que ésta es la gata.» Me examinó en silencio, torció el semblante y se restregó una de sus orejas. «Está algo descuidada. Drogarla para que se la pueda llevar como equipaje en un avión puede dañar su co n stitu ci ó n .» M adame D iplo mat fr un ci ó el ceñ o e nf a dada: « No le pi do un serm ón , señ or veter in ar io —dij o ella—, si no hace lo que le pido muchos otros lo harán». Po stul ó fur io sa men te: «¡ Cuán ta to nter ía por un mero gato!». El señor veterinario se encogió de hombros im po te n t e . « M u y bi e n , m a da me — re pl i c ó — , h a r é l o qu e usted quiera, ya que tengo que ganarme la vida. Llame una hora o así antes de coger el avión.» Se levantó, buscó a tientas su cartera y salió tropezando de la habitación. Madame Diplomat abrió el balcón y me envió al jardín. Había u n aire de re pr imi da a nim ació n en la casa. Sacaban el polvo y limpiaban las maletas y pintaban en ellas el nuevo rango del señor duque. Llamaron a un carpintero y le dijeron que hiciera una caja de viaje de ma- 49
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  • 63. dera que cupiera en una maleta y capaz de contener un gato. Madame Albertine corría de un lado para otro y tenía el aspecto de esperar que madame Diplomat cayera muerta. Una mañana, como una semana más tarde, Gaston vino al cobertizo por mí y me llevó al garaje sin darme d e s a y u n o . L e d i j e q u e t e n í a h a m b r e , p e r o c o m o d e costumbre no me entendió. La doncella de madame Dip l o m a t , Y ve t t e , e s pe r a ba e n e l C i t r o é n . G a s t o n m e metió en una cesta de caña con una tapadera con correas y me colocaron en el asiento de atrás. Arrancamos a gran velocidad. «No sé por qué quieren que droguen al gato —dijo Yvette—, las reglas dicen que se puede llevar un gat o a U SA sin n in gu na di fi culta d.» «¡ Uh ! —dij o Ga s- to n— . Esa muje r e stá lo ca , ya he deja do de in tenta r adivinar lo que le hace gracia.» Se quedaron callados y se concentraron en conducir más y más aprisa. Los saltos eran terribles. Mi poco peso no era suficiente para apre tar los muelles del asiento y me iba poniendo más y más morada dándome con los lados y la parte de arriba del cesto. Me concentré en estirar las patas y hundí las pezu - ñas en la cesta. Fue realmente una triste batalla para prevenir la pérdida del conocimiento a causa de los gol pes. Perdí toda noción del tiempo. Finalmente paramos patinando y rechinando. Gaston agarró mi cesta, subió unas escaleras y entró en una casa. Dejó caer la cesta sobre una mesa y sacó la tapadera. Unas manos me co gieron y me sentaron sobre la mesa. Inmediatamente caí, mis piernas ya no me soportaban, había estado agarrotada demasiado rato. El señor veterinario me miró horrori zado y lleno de compasión. «Podría haber matado a esta gata —exclamó enfadado a Gaston—, no puedo darle una inyección hoy.» El rostro de Gaston se hinchó de furia. «D ro gue al. . . gat o, el a vi ón sale ho y. Le h an pa gado , ¿ n o ? » El s e ñ o r ve t e r i n a r i o de sc o l g ó e l t e l é f o n o . « N o 50
  • 64. puede telefonear —dijo Gaston—, la familia está en el ae r o pue r t o de Le B ou r g et y te n g o pr i sa . » Su s pi r a n do el señor veterinario cogió una gran jeringa y se vol vió hacia mí. Sentí un agudo y doloroso pinchazo en lo más profundo de mis músculos y todo a mi alrededor se volvió rojo, luego negro. Oí una lejana voz decir: «Ya está, esto la mantendrá callada durante...». Entonces el com pleto y absoluto olvido descendió sobre mí. Se oyó un horroroso rugido, tenía frío y respirar era un esfuerzo espanto so. Ni una pizca de luz en ningún sitio; nunca había conocido una oscuridad semejante. Durante un rato temí haberme vuelto ciega. Mi cabeza parecía que se estuviera partiendo en pedazos; nunca me h a bí a se n t i do ta n e n f er m a , t a n m a lt r at a da , t a n m i se - rable. El horroroso rugido continuaba hora tras hora; creí qu e m e i ba a e st a l la r l a ca be z a . S e nt í a e xt r a ña s pre siones en mis oídos y las cosas de dentro hacían click y pop. El rugido cambió haciéndose más fiero, luego una sa cu di da , un f u e rt e r u i do m et á l i co y f u í e n vi a da co n violencia contra la tapadera de mi caja. Otra y otra sacu dida y el rugido disminuyó. Ahora un extraño retumbar como las ruedas de un coche rápido sobre una pista de cemento. Más extraños movimientos y retumbos y entonce s el rug ido mur ió . Ot ro s ru ido s a parecie ro n si n embargo, el rascar de metal, voces ahogadas y un chug chug ju st o de ba j o m í o . C o n un g o l pe pe rt u r ba do r se a br i ó una gran puerta de metal a mi lado y extraños hombres entraron con gran estruendo en el compartimiento donde yo estaba. Rudas manos agarraban maletas y las tiraban a un cinturón moviente que se las llevaba fuera de la vi s t a . En t o n ce s m e l l e g ó e l t u r n o . V o l é p o r e l a i r e y a t e r r i cé c o n u n g o l p e c o m o pa r a r o m p e r l o s h u e s o s. Debajo mío algo daba tumbos y siseaba. Otro golpe y mi viaje terminó. Me eché de espaldas y vi el cielo del ama- 51
  • 65. necer a través de algunos agujeros para el aire. «Eh, ahí hay un gato», dijo una extraña voz. «Okay, Bud, no nos incumbe», replicó el otro hombre. Sin ceremonia alguna agarraron mi caja y la echaron so bre una especie de vehículo; apilaron otras maletas encima y alrededor y ese algo con motor arrancó con un ruido rum, rum, rum, Perdí el conocimiento, debido al dolor y al susto. Abrí mis ojos y mirando a través de la tela metálica vislumbré una desnuda bombilla eléctrica. Me moví con dificultad y débilmente me tambaleé hasta un plato de agua que había cerca de allí. Era casi demasiado esfuerzo beber, casi demasiado problema seguir viviendo pero después de beber me encontré mejor. «Bien, bien, se ñora, ¿estás despierta?» Miré y vi a un viejo y pequeño hombre negro que estaba abriendo una lata de comida, « Sí , señ or a, tú y yo , l os do s, tenem os ca ras negra s, espero cuidarte bien, ¿eh?» Me metió la comida dentro y yo intenté un ronroneo para demostrarle que apre ciaba su amabilidad. Me acarició la cabeza. «Eh, ¿a que esto es algo? —murmuró para sí mismo—. Espera que le cuente a Sa ddie , ¡h om br e, h om bre !» Poder volver a comer era maravilloso. No podía co mer mucho porque me sentía muy mal, pero lo intenté para que el hombre negro no se sintiera insultado. Más tarde di otro mordisquito y bebí un poco y luego me entró sueño. Había un trozo de manta en la esquina así es que me enrosqué en ella y me dormí. Más tarde me di cuenta de que estaba en un hotel. El pe r so n a l i ba ba ja n d o a l só ta n o par a ve rm e . « O h , ¿verdad que es lista?», decían las sirvientas. «¡Caray! M i r a , h o m bre , e so s o j o s, so n be l l í si m o s» , de cí a n l o s hombres. Una de las visitas fue muy bienvenida, un chef francés. Uno de mis admiradores llamó por un teléfono: «Eh, FranÇois, baja aquí, tenemos un gato siamés fran cés». Unos minutos después un hombre gordo venía taro- 5 2
  • 66.
  • 67. b a l e á n d o se p o r e l c o r r e d o r . « T ú e r e s e l c h a t f r a r k a í s , ¿ no ?» , di jo mir an do a l os h om br es que est aban de pie a l r e de d o r . Y o r o n r o n e é m á s y m á s a l t o , e r a c o m o u n lazo con Francia el verle. Se acercó y miró co n ojos de miope y echó a hablar en un torrente de francés parisino. Yo ronroneé y le chillé que le entendía perfectamente. «Ja —dijo una voz oculta—, ¿sabéis?, el viejo FranÇois y el gato se tocan en todos los cilindros.» El negro abrió mi jaula y yo salté directamente a los brazos de Francoi s, me besó y yo le di algunos de mis mejores lengüetazos y cuan do me vol vieron a meter en l a j a u l a t e n í a l á g r i m a s e n l o s o j o s . « S e ñ o r a — d i j o e l negro que se cuidaba de mí—, no dudes de que has hecho un ligue. Supongo que vas a comer bien ahora.» Me gus - taba mi asistente, como yo, tenía el rostro negro; pero las cosas agradables no duraron para mí. Dos días más tarde nos trasladamos a otra ciudad de los Estados Unidos y me dejaron en una habitación subterránea casi todo el tiempo. Durante los años siguientes la vida era la misma, dí a tr a s dí a , m e s t ra s m e s. M e u sa ba n pa r a pr o du ci r ga t it o s q ue m e sa ca ba n a nt e s ca si de q ue de j a ra n de mamar. Finalmente el duque fue reclamado a Francia. Otra vez me dr o g ar o n y n o su pe na da má s h a st a de spe rt a r m a r e a d a y e n f e r m a e n L e B o u r g e t . L a l l e g a d a a ca sa q ue y o h a bí a co n t e m pl a do co n pl a cer f u e , e n ca m bi o , u n triste su ce so . Ma dame Al ber ti ne ya n o esta ba all í, h a bí a m ue rt o po c o s me se s a nt e s de qu e vo l vi é r am o s . H a b í a n c o r t a d o e l vi e j o m a n z a n o y h a bí a n h e c h o m u chos cambios en la casa. Durante algunos meses vagué desconsoladamente por ahí trayendo algunas familias al mundo y vien do cómo me las sacaban antes de que yo estuviera preparada. Mi sa l u d em pez ó a em pe o r ar y m á s y má s g at i t o s na cí a n m ue rt o s . M í vi st a f u e vo l vi é n d o se i n se g u ra y a pre n dí 53
  • 68.
  • 69. a « s e n t i r » m i c a m i n o . ¡ N u n ca o l vi d é q u e a T o n g F a lo habían matado porque era viejo y ciego! Casi dos años después de haber vuelto de América, madame Diplomat quiso ir a Irlanda para ver si era un lugar apropiado para vivir ella. Tenía la idea fija de que yo le había traído suerte (aunque no por eso me trataba mejor) y yo tuve que ir a Irlanda también. Otra vez me llevaron a un sitio donde me drogaron y por un tiempo la vida dejó de existir para mí. Mucho más tarde des. perté en una caja forrada de tela en una casa extraña, Se oía un constante zumbido de aviones en el cielo. El olor de carbón quemado me cosquilleaba los orificios nasales y me hacía estornudar. «Está despierta», dijo una abierta voz irlandesa. ¿Qué había pasado? ¿Dónde es. taba yo? Sentí pánico pero estaba demasiado débil pata m o v e r m e . S ó l o m á s t a r de o y e n d o v o ce s h u m a n a s y explicándomelo un gato del aeropuerto comprendí l a historia. El avión había aterrizado en el aeropuerto irlandés Los hombres habían sacado las maletas del departamento d e e q u i p a j e s . « E h , P a d d y , h a y u n v i e j o g a t o m u e r t o a q u í ! » , dijo uno de los hombres. Paddy, el capataz, se acercó a mirar. «Busca al inspector», dijo. Un hombre habló por el micro y pronto apareció un inspector d e l Departamento de Animales en escena. Abrieron mi c a j a y me cogieron cuidadosamente. «Buscad al dueño», dijo el inspector. Mientras esperaba me examinó. Madame Di pl om at se a cercó fu ri osa al peque ño grupo que m e rodeaba. Empezando a bramar y a contar lo importante que ella era, fue cortada muy pronto por el inspector. «La gata está muerta —dijo el inspector—, por viciosa crueldad y falta de cuidado. Está embarazada y usted la ha drogado para evadir la cuarentena. Esto es una ser ia o fen sa. » M adame Di pl om at empez ó a ll orar di . ciendo que afectaría la carrera de su esposo si la llevaban 54
  • 70. a los tribunales por una ofensa tal. El inspector tiró de su labio inferior y entonces con una decisión repentina dij o : «El an imal está muert o. Fir me u na renu ncia co n f o r m e po de m o s di sp o n e r de l cue r po y po r e sta ve z n o diremos nada. Pero le aconsejo no volver a tener gatos». M a d a m e D i pl o m a t f i r m ó e l di c h o p a pe l y sa l i ó m e d i o llorando. «Bien, Brian —dijo el inspector —deshazte del c u e r p o . » S e f u e y u n o d e l o s h o m b r e s m e m e t i ó o t r a vez en la caja y se me llevó. Muy vagamente oí el sonido de tierra revuelta, el ruido de metal sobre piedra y qui zás una pala rascando contra una obstrucción. Entonces m e c o g i e r o n y o í d é b i l m e n t e : « ¡ G l o r i o s o s e a ! ¡ E s t á vi va ! » . A n te e st o v o l ví a pe r de r la co n ci e n ci a . El h o m - bre, así me lo contaron, miró desconfiadamente alrededor y entonces seguro de que no le observaban, llenó el foso que había cavado para mí y se me llevó corriendo a una c a s a p r ó x i m a . N o v o l v í a sa be r n a da h a s t a « E st á de s pierta», dijo una abierta voz irlandesa. Manos dulces me acariciaron, alguien me mojó los labios con agua. «Sean — d i j o l a v o z i r l a n d e s a — e s t a g a t a e s t á c i e g a . L e h e ba l a n ce a d o l a l u z d e l a n t e d e s u s o j o s y n o l a ve . » Y o estaba aterrorizada pensando que me matarían por mi e da d y ce g ue ra . « ¿ C ie g a ? — di j o Se a n — . Re a l me n t e e s u n a bo n i t a cr i a tu r a . I ré a ver a l vi g i l a nt e pa ra ve r si puedo quedarme sin trabajar el resto del día. Bueno, y después la llevaré a mi madre, la cuidará. No podemos tenerla aquí.» Se oyó el ruido de una puerta abriéndose y cerrándose. Unas suaves manos me aguantaban y me ponían la comida justo debajo de mi boca, y hambrienta c o m í . E l d o l o r d e n t r o d e m í e r a t e r r i b l e y p e n s é q u e p r o n t o m o r i r í a . M i vi st a h a bí a d e s a p a r e c i do p o r c o m - pleto. Más tarde, cuando vivía con el lama, gastó mucho dinero para ver si se podía hacer algo pero descubrieron que mi s n ervi os ó pt ico s se había n rot o co n l o s g ol pe s que había tenido. 55
  • 71. La puerta se abrió y se cerró. «¿Bien?», preguntó la mujer—. «Le dije al vigilante que me sentía mal después de ver cómo trataban a una criatura de Dios. Dijo: "CIa. ro, Sean, tú siempre fuiste único para sentir tales cosas, bueno, puedes marcharte". Así que aquí estoy. ¿Cómo sigue?» « M m , a sí a sí — co n te st ó su m u je r — . L e m o jé l o s labios y comió un pedazo de pescado. Se pondrá bien pero ha pasado un mal trago.» El hombre deambulaba por ahí: «Dame algo de comer, Mary, y llevaremos el gato a madre. V oy a sa li r ah ora y mi raré lo s ne umá ticos». Yo suspiré. Más viajes, pensé. El dolor dentro de mí era un repetido dolor espasmódico. Por ahí se oía el entrechocar de platos y el sonido de un fuego que atizaban. Pronto la mujer fue hacia la puerta y llamó: «El té, Sean, el agua está hirviendo:>. Sean entró y oí cómo se lavaba las manos antes de sentarse para comer. «Tenemos que callarnos —dijo Sean—, si no nos per seguiría el guarda. Si podemos ponerla bien, sus gatitos nos darán dinero. Estas criaturas son valiosísimas, ¿sa bes?» Su mujer llenó otra taza de té antes de contestar. «Tu madre lo sabe todo sobre los gatos, ella hará que se reponga, ella es capaz si es que hay alguien que lo sea. Márchate antes de que los otros terminen de trabajar.» «Y tanto» — dijo Sean mientras retiraba su silla ruido samente y se levantaba. Se acercaron a mí y sentí que cogían mí caja. «Puedes poner la caja en la bolsa, Sean —dijo la mujer—, llévala bajo tu brazo, voy a hacer un cabestrillo para que puedas llevar el peso en tus hom bros, aunque no es que pese mucho, ¡pobrecilla!» Sean, con un tirante en sus hombros y alrededor de mi caja, se volvió y salió de la casa. El frío aire irlandés se colaba deliciosamente en mi caja, trayendo consigo su vigoroso alie nt o del ma r. Me hi zo se nti r mu ch o mej or , ¡si tan sólo el espantoso dolor se fuera! Un viaje en bicicleta 56
  • 72. era una experiencia completamente nueva para mí. Una dulce brisa me llegaba a través de los orificio s para el aire y el ligero mecimiento que no era desagradable me recordaba estar echada sobre las altas ramas de un árbol q u e se m e cí a a l v i e n t o . U n r u i do co m o u n c r u j i d o m e llenó de curiosidad durante un rato. Primero pensé que mi caja se estaba rompiendo, luego concentrándome mu cho decidí que la cosa del asiento donde se sentaba Sean necesitaba aceite. Pronto llegamos a un terreno empi nado. La respiración de Sean empezó a raspar en su garganta, los pedales se movían más y más despacio hasta parar por completo. «¡Uf! —exclamó—, es una pesada caja la que tienes», puso mi caja sobre el asiento, sí, ¡rechinaba!, siguió a pie pesadamente empujando su bicicleta despacio. Luego se detuvo, abrió el picaporte de un portillo y empujó la bicicleta dentro; se oía el ras pado de la madera con el metal y el portillo se cerró de golpe detrás nuestro. ¿Dónde me meto ahora?, pensaba yo. Me llegó a la nariz el agradable olor a flores. Lo inhalé apreciativamente. «¿Y qué me has traído, hijo mío?», preguntó una voz de vieja. «Te la he traído para ti, madre», replicó Sean orgullosamente. Apoyando la máquina contra la pared, cogió mi caja, se limpió los pies con cuidado y entró en el edificio. Se sentó con un suspiro de alivio y le contó toda la historia que sabía de mí a su madre. Después de manosear la tapa la le vantó. Hubo un silencio durante un momento. Luego, «¡Ah! ¡Qué preciosidad de criatura debió de ser en sus tiempos! Mírala ahora con su pelo burdo por la falta de cuidado. Mira cómo se le ven las costillas. ¡Qué crueldad tratar así a estas criaturas!». Finalmente me cogieron y me pusieron sobre el suelo. E s de sco n ce rt a n te pe r de r l a vi st a re pe nt i n a m e nt e . A l pr i n ci pi o m ie n t ra s m e m o ví a co n pa s o s va ci l a n te s me d a b a c o n t r a l a s co s a s . S e a n m u r m u r ó : « M a d r e , c r e e s 57
  • 73.
  • 74. que. . . ¿ sabes?» . « No , h ij o m ío , ést o s son gato s mu inteligentes, desde luego, gatos muy inteligentes. Re. cuerda que te dije que los había visto en Inglaterra. No, no, dale tiempo y verás cómo se las arregla.» Sean se volvió hacia su madre: «Madre, voy a llevarme la caja y dársela al vigilante por la mañana, sabes.» La vieja corría de un lado a otro trayendo comida v agua y muy oportunamente me llevó a un cajón de tierra. Finalmente Sean se fue prometiendo volver dentro de unos días. La vieja cerró la puerta con cuidado y echó o tr o pe daz o de ca r bó n e n e l f u eg o h a bl a n do pa ra s í misma todo el rato en lo que pensé sería irlandés. Para los gatos, claro está, la lengua no tiene mucha impon tancia, ya que conversan y escuchan por telepatía. Los humanos piensan en su propio idioma y es a veces un poco confuso para un gato siamés francés aclarar pensa. mientos-imágenes enmarcados en alguna otra lengua des - conocida. Pronto nos echamos para dormir, yo en una caja junto al fuego y la vieja en un camastro al otro lado de la habitación. Yo estaba absolutamente agotada, sin embargo, el dolor mordiéndome dentro, no me dejaba don mir. Finalmente el cansancio ganó al dolor y me dormí. Mis sueños fueron terroríficos. ¿Adónde había ido? Me preguntaba en mis sueños. ¿Por qué tenía que sufrir tanto? Temía por mis gatitos que tenían que llegar. Temía que murieran al nacer, temía que no muriesen, y a q u e ¿ q u é f u t u r o t e n í a n ? ¿ P o dr í a y o e n m i dé bi l estado alimentarlos? Por la mañana, la vieja empezó a moverse. Los mue lles del camastro crujieron al levantarse y se acercó a atizar el fuego. Arrodillándose junto a mí, me acarició la cabeza y dijo: «Yo voy a ir a misa y luego comeremos algo». Se levantó y pronto se fue. Oí sus pasos desva. necerse por el camino. Se oyó el clic de la verja del jat. 58
  • 75. di n y l u e g o si l e n c i o . Y o m e d i l a vu e l t a y vo l ví a d o r mirme. Al fi na l de l dí a había re cu pera do algu na s f uerzas. Pu de mo ver me despacio . Pr ime ro me da ba co nt ra ca si t odo , pe ro pro nt o apren dí que n o ca mbia ba n lo s mue ble s muy a menu do . Co n el tiem po apre n dí a en co nt rar m i cam in o sin da rme dema si ado s go lpes. Nuestro s vi br issae ( bi go tes de gato ) a ctúa n com o un rada r y po demo s e ncon tra r el cam in o en la má s ne gra de la s n och es cua n do no h ay n i un de ste ll o de luz que ver . Ah or a m is ante nas ten ían que trabaja r to do el tiem po . Un os día s má s tarde la vie ja le di jo a su h ij o, que h abía ido a ver la : «S ean , l im pi a el co be rtiz o de la le ña que voy a po ner la all í. Co n e so de que es cieg a y y o que tam po co ve o bien , ten go mie do de da rle u na patada y da ñar a lo s gatit os y si gn if i ca much o di ner o pa ra no s otr os. Sea n sa li ó y pr on to o í una gr an co nm oci ón pr o ce - de nte de l co be rtiz o de la le ña al mo ve r co sas y h ace r mo nto ne s de ca rbón . Ent ró y dij o : «Ya está todo arre gla do , ma dre , , h e puest o mo nt one s de per ió di co s en el sue lo y he cerr ado la ve nta na ». Así que ot ra vez mi ca ma era de peri ódi cos. Ir la n de ses e sta vez . «B uen o —pen sé —, el ma nza no di jo hace año s que la sue rte me lle garí a en uno de lo s mo ment os má s negr os. Ya ca si era h or a. » El co bert izo era de pl an cha s de made ra em brea da s co n una de sven cij ada puerta y el sue lo era de t ierra pisada y en la pa red se guardaba u na i ncre íble col ecció n de co sas de la casa, tr ozo s de ca rbón y ca jas va cí as. Por algu na extra ña raz ón la vie ja tenía un enorme candado para cerrar la puerta. Cuando venía a verme se quedaba ahí murmurando y rebuscaba sin cesar entre las llaves hasta enco ntrar la correcta. Finalmente con la puerta abierta entraba a trompicones, tanteando el camino, en el triste interior. Sean quería reparar las ventanas para que entrara algo de luz; ningún 59
  • 76. rayo entraba en este oscuro agujero, pero, como dijo la vieja, «el vidrio cuesta dinero, hijo mío, el vidrio cuesta dinero. Espera a que tengamos los gatitos para vender» Los días iban arrastrándose. Tenía comida y agua pero tenía también un constante dolor. La comida era escasa, suficiente para vivir, pero no suficiente para for. talecerme. Viví para dar a luz a mis gatitos y seguir viviendo era una lucha. Ciega, enferma y siempre haría. brienta mantuve un débil agarramiento a la vida y fe en esos «mejores días que llegarían». Pocas semanas después de llegar a Irlanda sabía que mis gatitos nacerían pronto. Los movimientos se volvían difíciles y el dolor aumentaba. Ya no podía estirarme a todo lo largo ni enroscarme en un círculo. Algo había pasado dentro de mí y sólo podía descansar sentada con mi pecho apoyado contra algo duro para evitar peso en mis partes bajas. Dos o tres noches más tarde hacia medianoche m e asaltó un espantoso dolor. Chillé en la agonía. Poco a poco con un inmenso esfuerzo mis gatitos vinieron a l mundo. Tres de los cinco estaban muertos. Me quedé echada jadeando durante horas, todo mi cuerpo como en llamas. Esto, pensé, era el fin de la vida, pero no, no iba a serlo. Seguí viviendo. La vieja entró en el cobertizo por la mañana y dijo cosas terribles al encontrar tres gatos muertos. Dijo cosas tan terribles que luego dijo una plegaria para ser perdo- nada. Yo pensé que ahora con dos gatitos que cuidar, podría ir dentro de la casa donde había calor y algo más que periódicos para echarse. Pero la vieja parecía odiarme po r te n er só l o do s g at i t o s vi vo s. « S e a n — l e di j o u n atardecer a su hijo—, esta gata no vivirá más de dos o tres semanas. A ver si puedes dar voces de que tengo dos gatos siameses para vender.» Me iba debilitando cada día. Ansiaba la muerte pero 60