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Sentidos 
Los
1 
La lu z En el principio fue la luz. La Ciudad vino luego. 
En el principio fue la luz, que le sacaba esquirlas como 
diamantes líquidos al río que discurría plácidamente por 
el curso bajo de su valle para buscar la eternidad del mar. 
Un río que no tenía nombre, pero que estaba desti-nado 
a convertirse en el Betis de los romanos, en el 
Río Grande al que los árabes llamaron Guadalquivir. 
Ahora es una dársena por la que no pasa la corriente 
del agua. En Sevilla, Heráclito podría bañarse dos 
veces en el mismo río, en ese espejo que le sirve a la 
luz para contemplarse a sí misma en un ejercicio de 
narcisismo que caracteriza a la Ciudad. 
Esa luz, que define como ningún otro elemento la esencia in-material 
de Sevilla, es una naranja madura cuando la 
mañana disuelve la tinta apretada de la noche. Antes, 
ese amanecer que enamoró a Juan Ramón Jiménez 
cuando asistió al renacimiento de la luz durante la 
Madrugada del Viernes Santo. Ese día en que em-pieza 
el año sentimental para el sevillano cuando la 
luz ilumina el rostro de la palabra que mejor define 
las entrañas de la Ciudad: la Esperanza. 
Sobre las calles que huelen a cera, sobre las azoteas 
con macetas, se va viendo una luz de plata, y en el 
fresco y puro azul matutino, aún negro, se oyen volar 
palomas que no se ven. 
Juan Ramón Jiménez 
Madrugada de Viernes Santo 
Hay ciudades nocturnas donde el noctámbulo 
se refugia para huir de la luz. En Sevilla, la noche 
dura lo preciso. La noche es un descanso para los 
ojos que se han embriagado de luz durante las horas 
que marcan el carácter solar de la Ciudad. El tránsito 
de la sombra al alba es delicado, como si se rasga-ran 
las alas de tul del sueño, que diría Bécquer. Luz 
de plata como azahar que renace, y que muy pronto 
se convertirá en esa naranja que incendia los cielos 
reconquistados por la claridad. De ahí, al celeste 
12 13 
25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
tibio, casi gris, que durante un instante nos dejará 
la instantánea de una Sevilla en blanco y negro. Es 
el regalo que la Ciudad guarda para los que la ma-drugan, 
para los que empiezan el día con ella, a su 
lado, con los ojos abiertos por la infinita capacidad 
del asombro. 
A partir de ese momento, el sol se hará fuerte 
en las espadañas, esos lugares de privilegio que 
reciben el primer beso de la luz, y que se despi-den 
de ella con la última caricia de la tarde. Sevilla 
es ciudad de torres y espadañas, de campanarios 
y azoteas que buscan el alfa y el omega de la luz, 
de linternas y vidrieras que filtran el poder del sol 
para deshacerlo en los colores que pintarán de rosa 
y malva la piedra inerte. Ese sol tempranero alum-brará 
los retablos barrocos que son, en la poesía 
visionaria de Cernuda, una confusión de oros per-didos 
en la sombra. 
Esta luz se recorta en los prismas huecos de los 
patios, traza diagonales de sombra que convierten 
una pared cualquiera en un reloj de sol donde se 
marca el otro principio de la ciudad: Sevilla es una 
Sevilla es un puro laberinto de luces entrecortadas, de tiem-pos 
que se han ido sucediendo a través de los pue-blos 
y las civilizaciones que todo lo ganaron y todo 
lo perdieron, como nos recuerda a cada momento 
Manuel Machado. Sus conquistadores caen rendi-dos 
ante el encanto de esta luz que sigue brillando 
en el oro fenicio que servía para enjoyar a una diosa, 
en las columnas romanas que buscan la luz total en 
el mármol que vence al tiempo, en la preclara biblio-teca 
que concentraba la sabiduría visigótica de San 
Isidoro, o en los azulejos que descomponen los colo-conjunción 
de luz y tiempo. Barroca como la som-bra 
que le sirve a la luz para hacerse presente con la 
fuerza del contraste. Así es la Ciudad donde el tiem-po 
va pasando como la mañana que se alza hasta 
el rejón clarísimo del mediodía. Ese brillo vertical 
que cae a plomo sobre las plazas es capaz de cegar 
a quien se atreva a contemplarlo de un golpe de vis-ta. 
Tocamos aquí uno de los secretos de Sevilla. Lo 
escribió Pessoa en la primera página del Libro del 
desasosiego: “Pero todo fragmentos, fragmentos, 
fragmentos...” Así es Sevilla. Una sucesión de frag-mentos, 
un mosaico infinito que hay que recompo-ner 
continuamente para que se haga posible la vi-sión 
total de esta ciudad llana como la palma de una 
mano abierta. 
Felipe González 
Soy sevillano de nación. Allí están mis raíces. Las 
que definen, pasada la infancia y la juventud, lo que 
uno es para toda la vida. 
Sevilla es una ciudad llena de encanto. Una ciudad 
en la que se puede pasear saboreando rincones 
maravillosos. Desde Santa Cruz hasta la Macare-na, 
para asomarse por la calle Torneo a la orilla del 
Guadalquivir y pasar a través del río a uno de sus 
barrios más emblemáticos, Triana. 
Como el niño de la novela histórica, Un puente so-bre 
el Drina, acercándome a los 50 años, tuve la 
ocasión de modernizar mi ciudad haciendo puen-tes 
sobre el río, incorporando la Isla de la Cartuja, 
revolucionando las infraestructuras para que fuera 
fácil disfrutar de esta bella ciudad. 
Pero en todo lo que hice para modernizarla, inten-taba 
preservar su identidad, su sabor incompara-ble. 
Creo que lo conseguimos y hoy millones de 
personas cada año pueden disfrutar de su belleza 
con más facilidad y comodidad que nunca. 
En Sevilla todos los sentidos se despiertan. Todos 
los momentos se disfrutan.» 
14 15 
25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
res alicatados para que lo luminoso se vuelva táctil, 
para que el ciego pueda tocar la luz con las yemas 
de sus dedos. Esa luz convirtió a los cristianos que 
la reconquistaron en sevillanos conquistados por la 
Ciudad. Y los llevó, río abajo, hasta las Indias para 
que el oro y la plata siguieran alumbrando sus calles: 
soles y lunas acuñados en la Casa de la Moneda. 
Sevilla es barroca como la sombra que acecha 
a cada momento, y que le hizo escribir a Chaves 
Nogales una de las grandes verdades sobre la 
Ciudad: en Sevilla, la muerte siempre es un asesina-to. 
Los sevillanos contagian al visitante esta pasión 
por la vida que se traduce en el lenguaje universal de 
la luz. No hacen falta guías ni traductores. Tampoco 
es preciso que se permanezca mucho tiempo en sus 
calles. Basta con esa mirada becqueriana que es un 
mundo, la misma que le sirvió a Valdés Leal para 
pintar sus postrimerías en el Hospital de la Caridad. 
“In ictu oculi”, o sea, en un abrir y cerrar de ojos, el 
viajero habrá experimentado la primera razón para 
venir a Sevilla: la luz. 
Tras el deslumbramiento, esa tormenta que agi-ta 
las pupilas y araña para siempre la retina donde 
queda grabada la imagen luminosa de la ciudad, la 
calma de la tarde. Un enemigo de los tópicos como 
Eugenio Noel, cayó preso de ese encanto que raya en 
el encantamientoy le dedicó su libro sobre la Semana 
Santa a Sevilla, la de los incomparables atardeceres. 
En Sevilla las tardes suceden muy despacio, como 
si la hora fugitiva pudiera remansarse en las fuentes 
y en los estanques que multiplican la lenta agonía 
del sol. Es la hora de la plenitud, de la madurez, del 
tiempo decantado y filtrado por los entreluces más 
suaves del día. Quien pasee durante una tarde por 
Sevilla, ya estará cautivo de su gracia. Porque la luz 
es eso: la gracia incorpórea, intangible y femenina 
que se curva en los teoremas de Einstein... y en los 
cuerpos de las sevillanas que se visten de flamenca 
con el noble fin de lucir un número indeterminado 
de lunas o de lunares sobre el tejido que se adhiere a 
su piel. La ecuación está abocada al resultado inevi-table. 
Si sumamos la luz y la gracia, no tenemos más 
remedio que llegar al destino que todo lo marca en 
Sevilla: la belleza. 
La función última de la luz no es otra que la visión de esa 
belleza fragmentada, sorprendente, que sale al paso 
del visitante cuando menos la espera. Comete un 
error quien se acerque a Sevilla con una idea pre-concebida 
de belleza, quien crea que su hermosura 
es teatral y previsible. Una belleza efímera como el 
rayo del sol que se refleja durante el tiempo exacto 
de un instante en un cristal que al momento se que-dará 
huérfano de su presencia. Sevilla es una ciudad 
emocional que va mucho más allá de lo racional. 
André Breton pensó en ella cuando nos dejó la fra-se 
que define la conmoción que provoca: la belleza 
es convulsa o no será. Hay que preparar el espíritu 
para asimilarla, porque se cuela hasta la médula de 
los huesos, porque trasciende lo bonito, porque no 
tiene nada que ver con el concepto insustancial de 
lo agradable. Digámoslo de una vez: la belleza en 
Sevilla tiene peligro. Mucho peligro. 
16 17 
25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
Si no, que se lo pregunten a los exiliados como Al 
Mutamid, aquel rey árabe que sufrió el destierro 
como un alejamiento de la belleza que había co-nocido 
en el primitivo Alcázar, en la orilla del río 
donde la tarde se demora, donde resuena el eco 
de Quevedo: “Huye lento sin percibirse el día”. 
Entonces sucede el prodigio de la simetría tem-poral, 
mucho más enigmática que la espacial. La 
naranja del amanecer reaparece en el poniente, 
ese punto cardinal que en Sevilla tiene nombre 
propio: Triana. La luz ha cruzado el río del tiem-po. 
Ese naranjal de luz es la pantalla que nos con-vierte 
en contraluces del anochecer, en siluetas 
recortadas por la tijera de la penumbra. El día se 
resiste a entregarse en los brazos insinuantes de 
la noche. El último sol apenas puede despedirse 
de las espadañas, de los azulejos que pintan de 
blanco y azul las cúpulas de las iglesias. 
Llega la noche como un descanso. Los ojos ne-cesitan 
ese paréntesis de sombra que permita el ejer-cicio 
de la memoria. Quien ha paseado por Sevilla 
se ha convertido, inevitablemente, en un pintor de 
cuadros que se han ido sucediendo con la lentitud 
de la mirada. Esas imágenes irán adelgazándose has-ta 
quedarse en un recuerdo. De ahí nacerá la imagen 
de la ciudad que se llevará el viajero cuando vuelva a 
su tierra de origen con la palabra Sevilla rondándole 
por dentro. La Ciudad se habrá reducido a una vaga 
paleta de colores puros. Es la abstracción llevada al 
extremo de la evocación. 
Envuelto en el celofán translúcido de las som-bras, 
el laberinto se hará más fragmentario aún. Para 
recorrerlo, el viajero deberá dejarse de planos y de 
mapas. Su intuición le bastará para dar con la luz 
de una taberna, con la lámpara encendida de un 
café, con ese rincón acurrucado junto a una farola 
que se quedará grabado en el fondo romántico de su 
alma. Una plaza ligeramente encendida. Una calleja 
donde la oscuridad huele a jazmín. Una luna que lo 
persigue más allá de las palmeras que se afanan por 
Ferrán Adriá 
Sevilla no se puede explicar, hay que vivirla. 
Tiene un alma única. Cuando aterrizas en 
la ciudad y comienzas a pasear por sus ca-lles, 
sientes pura magia... 
Yo que soy de Barcelona, puedo decir que Sevilla es 
una de las ciudades más increíbles que he visto en 
todo el mundo.» 
hundirse en el agujero negro de la madrugada. Es la 
hora de las confidencias. El momento justo en que 
los amantes de la Ciudad echan mano del silencio 
para recorrerla mientras las calles son el eco de los 
pasos perdidos y ganados para la vida. 
La Ciudad duerme como una amante que sueña con su pro-pia 
belleza. Sabe que dentro de unas horas volverá 
a suceder el prodigio. Entonces volverá a sentir la 
caricia primera de la luz, principio y fin de su ser. 
18 19 
25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
20 21 
25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
El silencio 
2 
Sostiene Silvio, el rockero que les rezaba a las Vírgenes al 
ritmo italianizante del Pregherò, que la música es el silen-cio 
bien cortado. Y es cierto. Quien quiera comprobarlo, 
sólo tiene que buscarse en las calles que repiten la 
melodía rítmica de los pasos del paseante. De la len-titud 
de la redonda o la negra, al repiqueteo de los 
tacones en forma de corcheas o semicorcheas. En 
Sevilla, el suelo de sus callejas es un instrumento de 
percusión presto para el allegro del caminante, para 
el andante que quien anda de aquí para allá buscan-do 
la belleza de lo imposible, para el adagio de quien 
se demora en la contemplación de sus formas. En 
Sevilla, los adarves son esos callejones sin salida que 
ofrecen un muro como el eco que repite los pasos 
perdidos que le vamos ganando a la vida. 
El silencio es una obra colectiva de esta ciudad cuando 
se encierra en la plaza de los toros y se tiñe con el 
color solar del albero. Tambor del miedo, el piso 
de la plaza siente las embestidas sonoras de la fiera 
mientras el torero mece el silencio en el capote, o lo 
ralentiza en la muleta que se mueve al compás de 
la lentitud. Cuando los aficionados de otros lares 
acuden a una corrida de toros en Sevilla, les sor-prende 
ese silencio compacto, mineral, que se crea 
en la plaza cuando el torero y el toro se quedan a 
solas en el ruedo. Es un silencio teatral, pura música 
que aísla los sonidos más leves para elevarlos a la 
categoría de arte: el piar de los vencejos que sobre-vuelan 
el escenario de la tragedia, la voz del hombre 
que llama al toro, el mugido lorquiano del animal, 
el tranco sonoro de la embestida... 
Si la faena es sublime, entonces sonará la música. 
Pasodobles para redoblar la belleza mientras el artis-ta 
doblega la fuerza ciega del tótem. Es la misma 
música, con los matices del ritmo y la melodía, 
que suena en la calle cuando la ciudad celebra la 
gran tragedia de la historia, cuando el drama sa-grado 
se desangra en las calles por donde la cera 
ha ido dejando un rastro caliente. La misma banda 
22 23 
25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
de música que acompañó a las imágenes sagradas, durante la 
Semana Santa, es la que interpreta los alegres pasodobles en la 
Maestranza. 
Durante los días de la Pasión según la ciudad, podemos 
escuchar esa música masculina, valiente en el metal 
de la corneta y en el rugir del tambor, que acompaña 
al Cristo doliente. O podemos extasiarnos con la mú-sica 
dulce, femenina y melancólica, tras los pasos de 
palio que le sirven de refugio al dolor de la Madre. A 
Ese silencio es el órgano sin notas que no deja 
de tocar su melodía hueca en las iglesias de Sevilla. 
Templos que surgen de la raíz mudéjar de la ciudad, 
y que son un refugio para los oídos torturados por 
el ruido de nuestra época. Silencio de piedra, de la-drillo, 
de cal, de retablos dorados por el esmero del 
artista. Silencio de imágenes que nos hablan en voz 
baja desde los retablos. Silencio de bancos de ma-dera 
que nos invitan a la contemplación. Silencio 
de clausura en los conventos donde no se oye ni 
el paso del tiempo. Patios silenciosos cortados por 
las diagonales de la luz, arqueados sobre columnas 
que sirven para sostener el bisbiseo de la oración. 
Silencio femenino, entrecortado por las cuentas de 
un rosario, por el toque de maitines o de laudes, por 
las completas que cerrarán el día con el telón silente 
de la noche. 
Ese silencio llega a los jardines nocturnos, allí donde la os-curidad 
es la mejor aliada para esta forma de conce-bir 
la música. Bajo las sombras sin luz de los árboles, 
el paseante gozará de ese encuentro consigo mismo 
que le ofrece esta ciudad. Porque Sevilla, como las 
viejas ciudades atravesadas por la sabiduría de los 
siglos, es un espejo que nos permite reconocernos 
en esos silencios que nos llevan de la mano hasta 
nuestro interior más profundo. Sevilla es una ciudad 
que se presta para el paseo solitario, pensativo, pe-ripatético, 
filosófico. Ese silencio desconocido para 
los que no han entrado en el cofre de los secretos 
sevillanos, es uno de los tesoros más hondos y pre-ciados 
de la ciudad. 
Quien venga a Sevilla en busca de la fiesta, la encontrará. 
Pero ha de saber que también existe esa hondura del 
silencio que sirve como cimiento inmaterial para el 
ramaje colorista de la alegría. Se recoge el silencio en 
los templos donde el incienso frío es la memoria de 
la Pasión. Y entonces renace, como la primavera que 
todo lo puede, ese gozo que se contagia a través del 
aire. El viento es el pentagrama donde se escriben 
las sevillanas que le cantan al amor, a la belleza, a 
la vida. Esa música se alza en los brazos altivos de 
las mujeres que bailan para curvar la luz de la tarde, 
para demostrarle al mundo que hay más horizontes 
que la pena y el dolor. 
las cuerdas de la fiesta. Pero todo tiene su reverso en 
esta Ciudad dual. Y la guitarra, como cantó el poe-ta 
Gerardo Diego, es un pozo con viento en vez de 
agua. O viceversa. En los jardines, ocultas por los 
arrayanes y los parterres, hay guitarras de agua con 
forma de fuentes. Allí, en esos reductos de la delica-deza 
vegetal, el paseante puede escuchar la música 
del agua que que baja desde las nieves antiguas. En 
las tazas pétreas de las fuentes, asciende de forma 
incesante el sonido que tanto se parece al que des-tila 
la lluvia cuando cae mansamente sobre el már-mol 
delicado de sus patios. Suenan con esa melodía 
machadiana que nos recuerda el paso del tiempo, el 
transitar de la vida. 
El limonero lánguido suspende 
una pálida rama polvorienta 
sobre el encanto de la fuente limpia, 
y allá en el fondo 
sueñan los frutos de oro… 
Es una tarde clara, casi de primavera, 
tibia tarde de marzo, 
que el hálito de abril cercano lleva; 
y estoy solo, en el patio silencioso, 
buscando una ilusión cándida y vieja: 
alguna sombra sobre el blanco muro, 
algún recuerdo, en el pretil de piedra 
de la fuente dormido, o, en el aire, 
algún vagar de túnica ligera. 
Las fuentes están afinadas por el Músico que 
todo lo rige en el universo. En Sevilla, las fuentes son 
guitarras con agua en vez de viento. Suenan con ese 
acorde limpio, inmaculado, transparente. Nos lle-van 
hasta la eternidad que tantas veces ha soñado 
el hombre a lo largo de su historia, y que en Sevilla 
puede encontrar gracias a una cofradía que le rinde 
culto al Silencio. El Silencio ignoto, inconmensura-ble, 
enigmático de Dios. Aunque en la Biblia es la 
Palabra, en esta ciudad Dios también es el Silencio. 
Un Silencio de naves góticas, altísimas, catedralicias 
en la honradez metafísica de la piedra insobornable. 
Un Silencio de clarinete, oboe y fagot que suena 
con la timidez de quien sabe dónde está la llave del 
misterio. 
veces, la música puede parecer alegre para quien no 
está habituado a llorar la alegría, a gozar de la pena. 
Sentimientos encontrados que encontrará en cual-quier 
plaza, que no en una plaza cualquiera, quien 
abra los ojos y los oídos a esta contradictoria ciudad. 
Sevilla, tan musical y tan flamenca, está presa del 
tópico que la reviste de juerga y de jarana, de cas-tañuelas 
que aquí se llaman palillos, de zapateados 
por sevillanas, de guitarras que no cesan de rasguear 
24 25 
25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
Quien no ha visto a una mujer vestida de flamen-ca 
bailando por sevillanas, no sabe lo que se está 
perdiendo. En esas muñecas está marcado el com-pás 
del baile, que baja por el talle después de haber-se 
insinuado en el pecho florecido como primavera 
femenina y deseosa. El reloj de arena se estrecha en 
la cintura y luego se explaya en las caderas que le 
sirven para que la música se haga la dueña del ins-tante. 
La flamenca es una guitarra con la cintura de 
agua, como entrevió Lorca en aquellas bailaoras que 
giraban ajenas a la muerte que nos espera. 
En la Feria de Abril, los sonidos de la ciudad se 
concentran y se multiplican en los cascabeles que 
alegran el trote de los caballos y las mulas, en los 
cascos que marcan el compás sobre la dureza ado-quinada 
del pavimento, en las palmas que jalean el 
jolgorio en una caseta, en la calle del infierno que 
se llama así porque todos los ruidos del mundo se 
concitan en sus calles, efímeras como la infancia que 
ve la gloria precisamente en el averno. La misma ciu-dad 
que le rindió culto al silencio unos días antes, se 
transforma en este caos sonoro que llega al extremo 
de lo ruidoso, como si le hiciera falta probarlo todo 
para quedarse en el equilibrio que le marca su torre 
fortísima. 
Si alguien quiere escuchar el sonido que marca 
el alma de Sevilla, que se detenga ante el bronce de 
sus campanas. Campanas de la Giralda, que bajan 
desde el mismo cielo para traernos el divino repique 
del gozo eterno. Campanas de las iglesias que re-cuerdan 
los lugares donde hubo mezquitas musul-manas, 
donde basílicas paleocristianas se hunden 
en los estratos de la memoria. Campanas humildes 
que dan lo único que tienen: la hora. Campanas que 
brillan como el sonido del mediodía, que se apagan 
en el último eco del crepúsculo, que despiertan a 
las palomas rosadas del amanecer. Campanas que 
hacían llorar a Juan Ramón Jiménez cuando las es-cuchaba 
en el Patio de los Naranjos, bajando desde 
la altura mudéjar y cristiana de la Giralda hasta sus 
privilegiados oídos de poeta. 
Antonio Gala 
A los catorce años de mi vida (a esa edad en la que 
se adquiere la certeza de que el mundo de alrede-dor 
no va a servirnos, y habremos de inventar, de 
arriba abajo, otro, que luego tampoco inventamos), 
a esa edad me sobrevinieron juntos dos terremo-tos: 
la adolescencia y Sevilla. Quizá fue demasiado. 
Por eso, como Gil Vicente, pude cantar: Ay, mis pri-meros 
amores / en Sevilla quedan presos. / Malha-ya 
quien los envuelva. Por eso, igual que el barco 
ebrio de Rimbaud, vi a veces en Sevilla lo que otros 
creyeron ver. Y en Sevilla me sucedió lo que a casi 
todos: que, por decir las cosas indecibles, me dejé 
sin decir las otras.» 
Sevilla es una ciudad de matices. Quien no lo entienda así, 
se perderá lo mejor de ella. Sus encantos se sugieren 
en medio de esos silencios que son el umbral de la 
música, el patio interior donde los sonidos brotan en 
la armonía de sus fuentes. Y rasgándolo todo, el eco 
lastimero de una soleá, de una seguiriya, de una sae-ta 
que se clava en la imagen misma del dolor. Óperas 
escritas por los mejores músicos de la historia suce-den 
en esta ciudad donde el silencio, como se dijo 
antes, es la música bien cortada. O viceversa. 
26 27 
25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
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25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
El tacto 
3 
En Sevilla se puede tocar la luz con los ojos. La ciudad es 
una sinestesia total, una mezcla de sentidos que convier-te 
la música en algo dulce, que le arranca notas musicales 
al arpa quieta de los estanques, como si las cuerdas 
fueran rayas afinadas en el agua. En Sevilla se pue-de 
tocar la luz en la sinfonía de los azulejos que van 
desde el verde a la sombra, desde el destello al azul 
cobalto, desde el negro riguroso al blanco que aprie-ta 
el arco iris en su esmalte. No hace falta acercar los 
dedos para comprobar la perfección esférica de la 
cerámica que se curva en los jarrones que decoran 
sus rincones más íntimos. 
Sevilla es un roce del aire sobre la piedra, una fusión de lo 
etéreo con lo más sólido, de lo efímero con lo peren-ne. 
Su Catedral siente esa caricia del aire tibio que 
envuelve la rugosidad de los contrafuertes y arbo-tantes. 
Ese mismo aire es capaz de abrazar el talle 
de su torre mayor, de esa Giralda que siente el tacto 
del frío en el ladrillo que nació del horno donde el 
calor alcanza las cifras de lo absoluto. Por eso su piel 
femenina se eriza en la forma caprichosa, y sin em-bargo 
matemática, de las sebkas. Aquí damos con 
uno de los secretos mejor guardados de la ciudad. 
Quien la ve desde fuera piensa que todo es posible, 
que todo vale. Negativo. En Sevilla el tacto es más 
que un sentido: es una forma de relacionarse con la 
ciudad y con aquéllos que la habitan. 
El tacto no sólo reside en las yemas de los de-dos 
que sienten la frescura de la cerveza, la hume-dad 
que empaña una copa de Jerez, o una caña de 
manzanilla sanluqueña. El tacto también está en esa 
forma de actuar que caracteriza al sevillano. Hay que 
tener cuidado con eso, o sea, tacto. Mucho tacto re-quiere 
esta ciudad para no pasarse de listo. Siempre 
existe la tentación, para el visitante, de creer que ha 
comprendido a Sevilla en un minuto. Es tanto lo que 
entra por los sentidos, que el paseante se siente de 
repente el dueño de la ciudad, como si hubiera reco- 
30 31 
25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
librio está la virtud, o viceversa. La media distancia 
es lo ideal en estos casos. En los bares se puede 
conversar con cualquier sevillano que comparta la 
barra, que aquí se dice el mostrador. Pero de ahí a 
creer que ya se ha entrado en la intimidad del na-tivo, 
hay un abismo. El sevillano es muy reservado 
para sus cosas, aunque aparente lo contrario. Por 
eso no hay que llevar al extremo esa hospitalidad 
que lo caracteriza. Quien pretenda forzar la amis-tad, 
sin dejar que el curso natural la lleve a buen 
puerto, está condenado a quedarse en el umbral, 
en el zaguán donde la cancela impide el paso al pa-tio 
interior. 
rrido sus calles y sus plazas desde los orígenes de su 
propia infancia. En ese momento, la tentación cobra 
forma, y el engaño se hace presente: quien está em-pezando 
a descubrir la ciudad puede creer que ya lo 
sabe todo de ella. Y evidentemente, no es así. 
Para andar por las entrañas de Sevilla hay que tener tacto. 
Mucho tacto. Esta ciudad tan antigua encierra el 
peligro de la belleza que deslumbra, y que ciega el 
intelecto. Para relacionarse con Sevilla y con los se-villanos, 
es fundamental guardar ciertas distancias. 
Ni muy lejos, ni demasiado cerca. Como si el es-pectador 
fuera un torero. En el sitio justo del equi-que 
descargan esa lluvia que convierte la ciudad en 
un espejo de sí misma. Los pies rompen el cristal de 
los charcos al caminar, como si quisieran constatar 
que no se trata de una alucinación. Y Sevilla se toca 
y se retoca en el tocador de los cristales donde revive 
el mito de Narciso. 
Esta ciudad es capaz de provocar esa sines-tesia 
que confunde los sentidos hasta convertirlos 
en variaciones de una misma percepción. No hace 
falta pasar las yemas de los dedos por las texturas 
que adivina el ojo a medida que vamos recorriendo 
la ciudad. La piedra romana es el símbolo de la ro-bustez 
que acompañó al Impero cuando Híspalis e 
Itálica eran dos ciudades separadas por el río Betis. 
Las aguas encauzadas por la dársena tienen el brillo 
terso de un cristal que a veces siente el rizo del vien-to 
que entra con la marea. Esa suavidad líquida con-trasta 
con la piedra que se alza en las ojivas góticas, 
en los pináculos que a veces son llameantes, como 
un fuego mineral coagulado en la verdad del Arte. 
Hay que entrar en los patios de Sevilla para apreciar, en toda 
su riqueza, esta variedad de texturas que se acumu-lan 
hasta conformar la superficie barroca de la ciu-dad. 
El suelo de mármol o de ladrillo, dualidad entre 
el poderío del primero y la humildad del segundo. 
Zócalos de azulejos donde aún se pueden percibir 
los puzles cortantes del alicatado. Yeserías que nos 
hablan en el Braille de la lengua árabe, que empujan 
Esto último sólo sucede cuando el visitante 
se pasa de listo. Si se comporta con esa franqueza 
que caracteriza a quien se acerca a una ciudad para 
vivirla y conocerla en su plenitud, entonces gozará 
del encanto que pervive en ella y en sus moradores. 
Entablar una conversación con un sevillano es tarea 
sencilla. Si se le habla bien de su barrio o de su co-fradía, 
o de su caseta de feria, entonces se tiene un 
amigo en potencia para toda la vida. Hay que dejar 
que sea el sevillano quien exponga los defectos de 
la ciudad. Defectos que nacen del amor desmedido 
por ella, ya que sólo sufre esos males sobrevenidos 
por el inevitable paso del tiempo quien ama de ver-dad 
a una ciudad. Lo dicho: tacto y media distancia. 
Ni lejanías que impiden la comunicación, ni el exce-so 
de cercanía que la ahoga. 
Una vez establecida esta relación con la ciudad, el 
reto que se presenta está definido por una palabra: 
gozo. Maneras de gozarla hay tantas como personas 
la han recorrido, la han disfrutado, la han contem-plado, 
la han escuchado en esos silencios tan hon-dos 
que se pierden en el pozo sin fondo del misterio. 
Una forma del tacto reside en la sensación térmica. 
El cuerpo está envuelto en el aire tibio de marzo, en el 
calor suavísimo que despunta en abril y que repunta 
en mayo, en las tardes interminables de junio, en las 
calores de julio y agosto que nos llevan al placer de 
la sombra y el frescor. El alma se deja llevar por el 
dorado de un atardecer de otoño, cuando los termó-metros 
marcan la temperatura exacta que nos recon-cilia 
con el mundo. Y se repliega en esos días breves 
que anuncian el invierno, cuando el río se sale del 
cauce y deja en el aire esa humedad que nos recuer-da 
a la bruma de Bécquer. Nieblas como gasas que 
van besando los labios mudos de quien contempla 
el verdor del parque de María Luisa. Nubes bajas 
32 33 
25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
Lorenzo Milá 
Mi Sevilla es Mateos Gago y el barrio de Santa Cruz, 
el sonido de pasos y risas que me despertaban por 
la noche y los cascos de los caballos por la maña-na, 
tras una larga madrugá. También las tortas de 
aceite, los cortadillos y las tortas de polvorón. Los 
preciosos bares donde siempre te reciben como si 
estuvieran contentos de verte. Mi Sevilla también 
es el color de la piedra de la Catedral iluminada por 
la noche, el olor del azahar y los caballos. El chi-rriar 
de los neumáticos sobre la cera de los pasos 
en Semana Santa. Inevitablemente, mi Sevilla está 
ligada a mi familia sevillana, tanto Milá como Men-cos, 
a la que quiero mucho. ¡Gracias Sevilla!» 
las grafías hacia nuestros ojos como si así pudiéra-mos 
descifrarlas. Alfarjes tallados para recubrir los 
techos con la calidez de la madera. Y cristales que 
dejan pasar la luz, que la filtran con los lápices de 
colores de las vidrieras. Hierro forjado en fraguas 
que tal vez recuerden el sonido primitivo del marti-nete 
flamenco. Hierros que suenan al compás libre 
Sevilla es una ciudad para tocar y para ser tocada. Para to-carse. 
Sevilla también es una alcoba donde las ca-ricias 
se hunden en el fuego del deseo, donde los 
labios sienten la espina amorosa del beso, donde 
los poetas siempre estarán presentes en el roce sutil 
del aire, en la brisa que desordena el cabello de una 
mujer hermosa. Sevilla no es un museo. En Sevilla 
del cante grande, hondo y jondo a un tiempo. Y cu-briéndolo 
todo, ese mar detenido en el barro ondu-lante 
de las tejas que se unen en el oleaje del tejado. 
El tacto también reside en la sensación corpo-ral 
que nos indica si estamos cansados o dispuestos 
para acometer un esfuerzo físico de importancia. Ese 
cansancio es el que experimenta el sevillano cuando 
se somete a los grandes ritos de la ciudad. Es el es-tar 
cansado que sucede a la gran noche de Sevilla, a 
esa Madrugada que invierte el orden de los relojes. 
Las cofradías salen durante la noche, y vuelven a sus 
templos cuando el día está rayando en la luz azul 
del alba, o cuando el mediodía se ha adueñado del 
espacio vertical con un sol que todo lo puede. Ese 
cansancio del cuerpo corre parejo con el bienestar 
del alma, con la purificación interior que trasciende 
lo visto y oído, lo que ha entrado por los sentidos 
hasta llegar al sinsentido del alma. 
El visitante debería seguir al sevillano en estos 
ritos. Dejarse llevar. Olvidar los relojes y las conven-ciones, 
los almanaques y los horarios que encarrilan 
nuestra existencia. Ese tiempo sin tiempo es similar 
al de la infancia, al de la juventud que pasó de largo, 
al de los dioses que no conocen más limitaciones 
que las impuestas por su propia voluntad. Durante 
esa Madrugada, el Cristo siente en sus manos la as-pereza 
de la soga que las amarra, o el rigor rugoso 
de la cruz que será el instrumento de su martirio. El 
costalero se agarra a la madera donde se asienta el 
paso. Los nazarenos acarician su túnica de ruán o 
su antifaz de terciopelo, y dejan que sus dedos se 
hundan levemente en la blandura luminosa del ci-rio. 
Otros tendrán el privilegio de leer el repujado 
de las varas, de las bocinas, de las insignias o de los 
ciriales que portan. Hasta llegar al músico, que toca 
lo que le sirve para tocar la marcha que suena tras 
un palio donde las texturas se adivinan en la plata 
repujada, en la cera llameante, en la flor trémula, en 
el terciopelo bordado por unas manos que dejaron 
sus huellas de oro en el terciopelo. 
hay que tocarlo todo con los ojos, con las yemas 
florecidas de los dedos. Su piel está compuesta 
de ladrillo y cal, de cerámica y cristal, de hierro 
forjado y piedra tallada, de yeso modelado en 
la blandura del recargado equilibrio. Epidermis 
presta para la caricia. ¿No tocar? A Sevilla hay 
que tocarla para que ella nos pueda tocar con el 
ángel inefable e invisible de la gracia. 
34 35 
25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
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25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
El olor 
4 
El olor es el sentido que nos lleva directamente a la me-moria, 
al tiempo pasado, al niño que fuimos y que vuel-ve 
cuando siente el aroma de la infancia. El olor es la 
punzada que nos devuelve al territorio convulso de 
la adolescencia, a la espina aguda del deseo que se 
nos clavó para siempre en los años claroscuros de 
la juventud. El olor es la esencia de esta ciudad, la 
materia intangible que flota en su aire inacabado, en 
ese espacio que está esperando el perfume de cada 
época, de cada estación marcada por los raíles del 
almanaque. Porque en Sevilla el tiempo se mide en 
la sucesión de olores que van marcando el calenda-rio 
hispalense. 
El año no comienza el uno de enero, sino más adelante. Una 
mañana transparente como el cristal de marzo, o 
una tarde que se prolonga sobre los cielos tranquilos 
de Triana. Un paseo por las calles que empiezan a 
caldearse con el primer sol de la primavera. Unos 
ojos que se entregan al paraíso efímero de la luz que 
se resiste a ahogarse en el pantano sin límites de la 
noche. De pronto, el cuerpo se estremece sin que 
nadie lo note. Mariposas asimétricas recorren ese 
lugar sin anatomía que se encuentra entre el pecho y 
el estómago. Un calambrazo sutil y decadente des-pierta 
el alma de poeta que todos llevamos dentro. 
Y entonces... 
Entonces comprendemos que todo acaba de 
empezar. Que el milagro de la primavera está anun-ciando 
resurrecciones gloriosas que le toman el rele-vo 
a la tristeza gris del invierno. Los ojos ya no ven. 
Los oídos se sumergen en un silencio de naufragio. 
El tacto se queda suspendido en el aire, como si flo-tara 
algo que acapara toda la atención del cuerpo, 
todas las facultades del espíritu. Es el olor de esa flor 
que se abre como las tres vocales que la nombran: 
azahar. No es un tópico, sino una realidad que el se-villano 
espera cada año como si le fuera la vida en 
ello. Es la magia del embrujo que siente el visitante 
cuando se da cuenta de algo inexplicable: su cuerpo 
38 39 
25 razones para conocer Sevilla El Olor LOS SENTIDOS
Du quesa de Alba 
Nunca olvido mi agradecimiento a Sevilla, 
que es la ciudad más maravillosa del mun-do, 
de la que me enamoré desde el primer 
momento que la conocí y este sentimiento no ha 
hecho sino crecer a lo largo del tiempo. 
Al mismo tiempo, muchas veces siento nostalgia 
de calles, de jardines, de rincones que no han de 
volver, pero ese sentimiento desaparece cuando fi-naliza 
el invierno para dejar paso a la exuberancia 
de la primavera, y a las sensaciones de sevillanos y 
visitantes ante la Semana Santa. Puedo asegurar 
que es una experiencia inolvidable caminar cuando 
toda Sevilla aparece engalanada para gozar de su 
semana mágica.» 
y desarmados, sin más resistencia que esa razón que 
no llega a entender lo que está sucediendo en las en-trañas 
del misterio. Oler a azahar en Sevilla es algo 
que va mucho más allá de una experiencia sensorial. 
Oler a azahar en Sevilla es pisar el umbral de la pri-mavera, 
es rozar el dintel del paraíso que tiene fecha 
de caducidad, aunque eso no le importe a nadie. 
Oler a azahar en Sevilla es aspirar esa eternidad a la 
que aspira el ser humano. 
está envuelto por la gasa de ese aroma que lo rodea 
como una cadena, como el vínculo que acaba de 
establecer con una ciudad que no olvidará jamás. 
Sevilla, generosa y cruel como una amante posesi-va, 
le ha impreso su olor en lo más profundo de la 
memoria. 
Ese azahar recién renacido de las humedades 
del invierno, ese tiempo moribundo al que nadie re-cuerda 
ya, luce en los pétalos de su blancura toda la 
pureza de la vida. Es un canto callado a la esperanza, 
un salmo sin letra que se eleva hasta los cielos que 
acogen esa sutileza con los azules que llegan hasta 
el extremo del ultramar y del cobalto. De pronto, 
ese asalto se convierte en una declaración de amor 
y de deseo, en unas ganas irreprimibles de besar 
los labios inexistentes de esta ciudad con alma, con 
cuerpo, con aroma... Sevilla es una mujer irresistible 
cuando se coloca las gotas del azahar en su perfil de 
diosa, cuando nos embriaga con esta esencia que re-coge 
en el cristal finísimo del aire, en ese relicario de 
vidrio que es tan reducido como el universo. 
Hay sevillanos de vocación que se enamora-ron 
de la ciudad en un instante. Una línea marcó la 
frontera entre la admiración y el amor, entre el gozo 
estético y la entrega absoluta al ideal de Sevilla. Fue 
en ese momento sin relojes ni cronómetros, en ese 
punto concreto del tiempo en que la esencia del aza-har 
los cogió desprevenidos, en medio de una plaza 
40 41 
25 razones para conocer Sevilla El Olor LOS SENTIDOS
42 43 
25 razones para conocer Sevilla El Olor LOS SENTIDOS
El gusto 
5 
Lo escribió Luis Cernuda en Ocnos, el libro que mejor 
retrata la esencia de Sevilla sin necesidad de nombrar 
a la ciudad. Para este poeta difícil y esquivo, comerse 
una yema de San Leandro es morder los labios de 
un ángel. En esa definición está encerrado el sentido 
que mejor define al sevillano: el gusto. Para cono-cer 
y amar a esta ciudad hay que poseer una cua-lidad 
compleja que algunos llaman paladar, y que 
otros denominan buen gusto. Sevilla está perma-nentemente 
preocupada por su belleza, el rasgo que 
la identifica y que le permite vencer al tiempo... o 
crearse esa barroca ilusión. 
Si las yemas del convento de San Leandro son los labios de 
un ángel, ¿qué podemos decir de la memelada de 
naranja amarga que fabrican en el monasterio de 
Santa Paula? Tras una de las fachadas más her-mosas 
que ha levantado el Renacimiento español, 
las monjas convierten la amargura de las naranjas 
agrias en una ambrosía propia de reyes y de reinas, 
como la de Inglaterra sin ir más cerca. Mermelada 
que resume las dos caras de esta ciudad contradic-toria 
y dual, acíbar y miel al mismo tiempo. Mieles 
derramadas sobre los pestiños o las torrijas, esos 
dulces que lleven en sus formas el anticipo de la 
Navidad y de la Semana Santa. 
En Sevilla también existe un calendario de sa-bores 
que va unido al almanaque gustoso de la ciu-dad. 
El año termina y empieza con las almendras 
de los alfajores, con la canela de los polvorones y de 
los mantecados, con la forma barroquísima de esos 
pestiños que crujen como el tiempo que se nos va. 
Desde la cercana Estepa llegan estos manjares que 
endulzan el tránsito temporal. En sus conventos, 
tras los muros que protegen el silencio claustral y 
la penumbra donde Dios vela, las delicadas manos 
monjiles hacen filigranas con el huevo y la lecha, con 
la almendra y la harina, con la canela y el ajonjolí, 
con el indiano chocolate y con el azúcar que todo lo 
puede. A través de los tornos se comunican con el 
paladar más exigente. Todo es tan natural como esa 
luz de diciembre que parece lavada en el agua fría de 
la aurora. 
44 45 
25 razones para conocer Sevilla El Gusto LOS SENTIDOS
a la altura, o a la bajura, de la hierba. Esas es-pinacas, 
conveniente guisadas y tratadas con las 
especias que las elevan hasta la altura de manjar, 
forman parte de la memoria sentimental del se-villano. 
El aceite ha de ser virgen, algo natural en 
una ciudad tan mariana... Y el pan, de bollo si es 
posible, para mojarlo en la salsa de las espinacas 
con garbanzos, o en el caldo del potaje de garban-zos 
con espinacas. 
Y de las espinacas, al bacalao. Este pescado salado y desa-lado 
forma una trinidad gastronómica, artística y 
urbanística. Además de ser un pez, el bacalao es 
la insignia donde va bordado el escudo de cada 
cofradía. Al ir recogido ese estandarte en señal de 
luto, su forma se asemeja, para el pueblo, a la del 
bacalao cuando se expone en los escaparates de 
las tiendas donde lo venden... o en la esquina de la 
cuesta a la que le da su nombre. Porque en Sevilla 
las calles pueden tener dos nombres perfectamen-te. 
¿No estamos hablando continuamente de una 
ciudad dual? Pues eso. La calle Argote de Molina 
se llama, sobre en todo durante la Semana Santa, 
la Cuesta del Bacalao. Un comercio que lo merca-cluye 
Luego llegarán las vísperas de la Semana Santa. 
Entonces será tiempo de vigilia. El sevillano es ca-paz 
de convertir una penitencia en un placer. Eso 
no lo entienden en muchos lugares del mundo, pero 
ya es tarde para corregirlo. Son siglos de torrijas ba-ñadas 
en leche o en vino, y perfumadas con la miel 
que les dan una pátina de imagen barroca. Herencia 
islámica santificada por el rito cristiano. El concep-to 
híbrido de lo mudéjar también llega a las papi-las 
gustativas. Tardes que se alargan en esa luz que 
dora las torrijas y que el sevillano espera como una 
Resurrección anticipada. Ahí está la calve del gozo, 
esa praxis que va más allá del hedonismo porque in- 
sentimientos tan contrarios como la alegría y el 
dolor, la nostalgia y la esperanza. 
Durante la Cuaresma, los guisos tradicionales vuel-ven 
a los hogares y a los bares y restaurantes don-de 
se disfruta de esta tradición. Es imprescindible 
señalar que existen dos platos que son lo mismo, 
pero no son lo mismo. Las cosas de Sevilla... No 
es lo mismo comerse unas espinacas con garban-zos, 
que unos garbanzos con espinacas. El orden 
de los factores altera el producto, y de qué manera. 
Aunque en los dos casos podamos levitar gracias 
a la fina conjunción de una humilde verdura que 
para algunos no pasa del rango inferior que la si-túa 
46 47 
25 razones para conocer Sevilla El Gusto LOS SENTIDOS
ba había allí, y el bacalao de mentirijillas que daba 
aviso del género se repuso no hace mucho para re-cordar 
semejante enclave. Pescado, insignia y calle. 
No hay nada más sevillano, pues, que un plato de 
bacalao con ese tomate que llegó desde América a 
través del río. Bacalao con tomate, pavía de bacalao, 
tortillitas de bacalao, garbanzos con bacalao... Todas 
las variantes posibles se dan con este pescado que 
antaño era patrimonio de las clases más humildes, y 
que hoy se venera en los templos gastronómicos de 
la Sevilla que se inclina por la tradición en el buen 
comer. 
En Cuaresma, y en cualquier momento del año, 
se puede y se debe comer uno de los platos que los 
más integristas prefieren en papel de estraza con 
forma de cartucho: el pescado frito. En Sevilla se 
llamó siempre ‘pescao’, aunque ahora se denomine, 
por influencias internas y externas, con el diminu-tivo 
‘pescaíto’. El pescao frito es santo y seña de las 
reuniones que celebran los cofrades, cariñosamente 
llamados capillitas, tras sus cabildos y reuniones de 
la Cuaresma. Después de echar horas de trabajo en 
el montaje de los pasos que han de procesionar en 
Semana Santa por amor al arte, nunca mejor dicho, 
nada supera un buen papelón de pescao frito para 
calmar el hambre y darle juego a la conversación. 
besado las aguas y las arenas del Guadalquivir en su 
desembocadura sanluqueña, incluso las miniaturas 
de las puntillitas tienen cabida en un papelón de 
pescao frito. Para regarlo, nada mejor que una ru-bia 
muy fría, como aquí se denomina a la cerveza. 
Y para acompañarlo, las regañás: una delicadeza de 
pan finísimo y crujientísimo imposible de descri-bir... 
y de olvidar. 
El pescao frito no falta en la Feria de Abril, donde los platos 
estelares son el marisco y el jamón para los pudien-tes, 
y la tortilla de patatas o el sabrosísimo y humil-de 
pimiento frito para los que anden más estrechos 
que las calles de la Judería. En la Feria, las gambas y 
los langostinos lucen en las mesas junto al jamón: si 
En un buen papelón de pescao frito no pueden fal-tar 
las rodajas finas y crujientes de merluza, que aquí 
se llama pescada. Cuando se trata de los pedazos 
menos nobles, aunque más sabrosos que los demás, 
entonces se denominan pedacitos. Tampoco pue-de 
faltar ese adobo que se preparaba con un aliño 
mágico destinado a conservar el pescado cuando no 
había cámaras frigoríficas, y que hoy se ha queda-do 
en una cuestión de buen gusto. Calamares fritos 
como mandan los cánones, chocos recién llegados 
de Huelva, pijotas y boquerones, acedías que han 
P lácido Domingo 
Una vez más se me pide que comente mi vincula-ción 
con Sevilla. Mi mundo, mi pasión es la música 
en general y la Ópera en particular. En Sevilla, pa-seando 
por sus calles, siguiendo el rumbo que la 
grácil y hermosa mujer que se esconde en el alma 
de su veleta me marque, puedo soñar, mejor diría 
vivir, casi sin transición los mil personajes que la 
ciudad ha inspirado. Así, puedo reír con Fígaro en 
Santa Cruz y encontrarme con Don Juan toman-do 
una manzanilla en la Hostería del Laurel mien-tras 
planea seducir a Doña Elvira bajo un cielo que 
Velázquez soñara pintar. Puedo apasionarme ante 
la antigua Fábrica de Tabacos imaginando el cante 
de Carmen y emocionarme al despedirme del re-cuerdo 
de la mirada profunda y altiva de la famosa 
cigarrera ante la Real Maestranza. Sevilla es para 
mí especial por mil razones. ¿Cómo no enamorarse 
de una ciudad que ha fascinado a los grandes de la 
música, desde Mozart a Beethoven, de Donizetti a 
Rossini, de Verdi a Bizet?. 
Como ya dije en otra ocasión pero es algo que ex-presa 
realmente lo que siento por ella: Sevilla es 
especial porque emociona y se emociona, porque 
da cuerpo a la belleza y a la gracia de los sueños. 
Porque es Musa y Artista a un tiempo, porque vive 
el presente proyectando su Historia en el futuro.» 
48 49 
25 razones para conocer Sevilla LOS SENTIDOS El Gusto
Rafa Nadal 
Sevilla siempre será especial para mí. De 
aquí tengo mi primer gran recuerdo como 
profesional. Pero lo que la hace realmente especial 
es el calor de su gente y la belleza de sus calles y 
monumentos. Sevilla siempre en mi corazón... Gra-cias. 
50 51 
25 razones para conocer Sevilla LOS SENTIDOS 
De tapita puedo ponerle un aliño de huevas, un 
poquito de carne con tomate, un chipirón a la plan-cha, 
el caballito de jamón, el solmillito al güisqui, la 
carrillada en salsa, la sangre encebollada, un cóctel 
de marisco, los huevos a la flamenca o el arroz en 
paella, que acaba de salir... 
El arroz siempre acaba de salir, por eso nunca está pa-sado. 
Como siempre acaba por salir, en cualquier 
visita a la ciudad, el gazpacho. Estamos ante uno 
de los platos más logrados, más redondos, más 
saludables, y más recomendados en las épocas 
de calor. Gazpacho bebido o tomado con cucha-ra 
y guarnición. Gazpacho que nutre y refresca. 
Gazpacho que une el aceite de la Bética con el 
tomate y el pimiento de las Indias. Gazpacho que 
todo lo mezcla en esta ciudad donde la pureza 
está precisamente ahí: en el paladar que se deja 
llevar por los placeres que se sobreponen en ese 
retablo barroco del gusto. 
es de bellota, entonces su reino no es de este mun-do, 
sino de la sierra de Huelva, vulgo Jabugo. Esas 
delicadezas forman un conjunto insuperable si se 
acompañan con la manzanilla de Sanlúcar o el fino 
de Jerez, conocido en el mundo entero como Sherry. 
En la Feria no se come. En la Feria se tapea, que es 
distinto. Durante el resto del año se puede hacer eso 
mismo en la ciudad. Tapear no es comer de tapas. 
Tapear es entregarse a un rito donde se conjugan el 
beber con el hablar, la comida con la conversación. 
El ritmo es más pausado. No hay orden ni concier-to, 
aunque todo esté perfectamente afinado por la 
costumbre del sevillano. Hay que dejarse guiar por 
el tapeo, como hay que dejarse llevar por la ciudad. 
Las horas irán pasando y el cuerpo irá sintiendo esa 
mezcla de placeres carnales e intelectuales, espiri-tuales 
y espirituosos... 
Tapear es ir de la ligereza que debe adornar a la 
tapa sevillana por antonomasia, que es la ensaladilla, 
hasta las tripas de su cocina: el menudo con garban-zos 
o sin garbanzos, pero siempre acompañado del 
pan que se moja en la salsa gelatinosa. El menudo 
es algo distinto a los callos, aunque forman parte 
del mismo árbol gastronómico. En el tapeo caben 
los guisos, los asados a la plancha, las ensaladas que 
aquí se llaman aliños, los emparedados o montadi-tos, 
los fiambes y las conservas, lo más elaborado y lo 
más sencillo. En el tapeo cabe absolutamente todo. 
Y para beber, desde la cerveza hasta el fino, desde la 
manzanilla hasta el tinto, pasando por es mezcla tan 
propia en esta ciudad que consiste en rebujar el tinto 
con la gaseosa: tinto de verano, que se toma durante 
todo el año como su propio nombre indica. 
Uno de los placeres auditivos más impresionantes 
es escuchar a un camarero de la vieja escuela el arte 
del recitado. Va pronunciando con unción sagrada, y 
con gracia sevillana, las tapas que puede degustar el 
cliente, añadiendo sus particulares inflexiones sin-tácticas 
que le quiten aridez a la enumeración: 
El Gusto 
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Sevilla. Sentidos

  • 2. 1 La lu z En el principio fue la luz. La Ciudad vino luego. En el principio fue la luz, que le sacaba esquirlas como diamantes líquidos al río que discurría plácidamente por el curso bajo de su valle para buscar la eternidad del mar. Un río que no tenía nombre, pero que estaba desti-nado a convertirse en el Betis de los romanos, en el Río Grande al que los árabes llamaron Guadalquivir. Ahora es una dársena por la que no pasa la corriente del agua. En Sevilla, Heráclito podría bañarse dos veces en el mismo río, en ese espejo que le sirve a la luz para contemplarse a sí misma en un ejercicio de narcisismo que caracteriza a la Ciudad. Esa luz, que define como ningún otro elemento la esencia in-material de Sevilla, es una naranja madura cuando la mañana disuelve la tinta apretada de la noche. Antes, ese amanecer que enamoró a Juan Ramón Jiménez cuando asistió al renacimiento de la luz durante la Madrugada del Viernes Santo. Ese día en que em-pieza el año sentimental para el sevillano cuando la luz ilumina el rostro de la palabra que mejor define las entrañas de la Ciudad: la Esperanza. Sobre las calles que huelen a cera, sobre las azoteas con macetas, se va viendo una luz de plata, y en el fresco y puro azul matutino, aún negro, se oyen volar palomas que no se ven. Juan Ramón Jiménez Madrugada de Viernes Santo Hay ciudades nocturnas donde el noctámbulo se refugia para huir de la luz. En Sevilla, la noche dura lo preciso. La noche es un descanso para los ojos que se han embriagado de luz durante las horas que marcan el carácter solar de la Ciudad. El tránsito de la sombra al alba es delicado, como si se rasga-ran las alas de tul del sueño, que diría Bécquer. Luz de plata como azahar que renace, y que muy pronto se convertirá en esa naranja que incendia los cielos reconquistados por la claridad. De ahí, al celeste 12 13 25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
  • 3. tibio, casi gris, que durante un instante nos dejará la instantánea de una Sevilla en blanco y negro. Es el regalo que la Ciudad guarda para los que la ma-drugan, para los que empiezan el día con ella, a su lado, con los ojos abiertos por la infinita capacidad del asombro. A partir de ese momento, el sol se hará fuerte en las espadañas, esos lugares de privilegio que reciben el primer beso de la luz, y que se despi-den de ella con la última caricia de la tarde. Sevilla es ciudad de torres y espadañas, de campanarios y azoteas que buscan el alfa y el omega de la luz, de linternas y vidrieras que filtran el poder del sol para deshacerlo en los colores que pintarán de rosa y malva la piedra inerte. Ese sol tempranero alum-brará los retablos barrocos que son, en la poesía visionaria de Cernuda, una confusión de oros per-didos en la sombra. Esta luz se recorta en los prismas huecos de los patios, traza diagonales de sombra que convierten una pared cualquiera en un reloj de sol donde se marca el otro principio de la ciudad: Sevilla es una Sevilla es un puro laberinto de luces entrecortadas, de tiem-pos que se han ido sucediendo a través de los pue-blos y las civilizaciones que todo lo ganaron y todo lo perdieron, como nos recuerda a cada momento Manuel Machado. Sus conquistadores caen rendi-dos ante el encanto de esta luz que sigue brillando en el oro fenicio que servía para enjoyar a una diosa, en las columnas romanas que buscan la luz total en el mármol que vence al tiempo, en la preclara biblio-teca que concentraba la sabiduría visigótica de San Isidoro, o en los azulejos que descomponen los colo-conjunción de luz y tiempo. Barroca como la som-bra que le sirve a la luz para hacerse presente con la fuerza del contraste. Así es la Ciudad donde el tiem-po va pasando como la mañana que se alza hasta el rejón clarísimo del mediodía. Ese brillo vertical que cae a plomo sobre las plazas es capaz de cegar a quien se atreva a contemplarlo de un golpe de vis-ta. Tocamos aquí uno de los secretos de Sevilla. Lo escribió Pessoa en la primera página del Libro del desasosiego: “Pero todo fragmentos, fragmentos, fragmentos...” Así es Sevilla. Una sucesión de frag-mentos, un mosaico infinito que hay que recompo-ner continuamente para que se haga posible la vi-sión total de esta ciudad llana como la palma de una mano abierta. Felipe González Soy sevillano de nación. Allí están mis raíces. Las que definen, pasada la infancia y la juventud, lo que uno es para toda la vida. Sevilla es una ciudad llena de encanto. Una ciudad en la que se puede pasear saboreando rincones maravillosos. Desde Santa Cruz hasta la Macare-na, para asomarse por la calle Torneo a la orilla del Guadalquivir y pasar a través del río a uno de sus barrios más emblemáticos, Triana. Como el niño de la novela histórica, Un puente so-bre el Drina, acercándome a los 50 años, tuve la ocasión de modernizar mi ciudad haciendo puen-tes sobre el río, incorporando la Isla de la Cartuja, revolucionando las infraestructuras para que fuera fácil disfrutar de esta bella ciudad. Pero en todo lo que hice para modernizarla, inten-taba preservar su identidad, su sabor incompara-ble. Creo que lo conseguimos y hoy millones de personas cada año pueden disfrutar de su belleza con más facilidad y comodidad que nunca. En Sevilla todos los sentidos se despiertan. Todos los momentos se disfrutan.» 14 15 25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
  • 4. res alicatados para que lo luminoso se vuelva táctil, para que el ciego pueda tocar la luz con las yemas de sus dedos. Esa luz convirtió a los cristianos que la reconquistaron en sevillanos conquistados por la Ciudad. Y los llevó, río abajo, hasta las Indias para que el oro y la plata siguieran alumbrando sus calles: soles y lunas acuñados en la Casa de la Moneda. Sevilla es barroca como la sombra que acecha a cada momento, y que le hizo escribir a Chaves Nogales una de las grandes verdades sobre la Ciudad: en Sevilla, la muerte siempre es un asesina-to. Los sevillanos contagian al visitante esta pasión por la vida que se traduce en el lenguaje universal de la luz. No hacen falta guías ni traductores. Tampoco es preciso que se permanezca mucho tiempo en sus calles. Basta con esa mirada becqueriana que es un mundo, la misma que le sirvió a Valdés Leal para pintar sus postrimerías en el Hospital de la Caridad. “In ictu oculi”, o sea, en un abrir y cerrar de ojos, el viajero habrá experimentado la primera razón para venir a Sevilla: la luz. Tras el deslumbramiento, esa tormenta que agi-ta las pupilas y araña para siempre la retina donde queda grabada la imagen luminosa de la ciudad, la calma de la tarde. Un enemigo de los tópicos como Eugenio Noel, cayó preso de ese encanto que raya en el encantamientoy le dedicó su libro sobre la Semana Santa a Sevilla, la de los incomparables atardeceres. En Sevilla las tardes suceden muy despacio, como si la hora fugitiva pudiera remansarse en las fuentes y en los estanques que multiplican la lenta agonía del sol. Es la hora de la plenitud, de la madurez, del tiempo decantado y filtrado por los entreluces más suaves del día. Quien pasee durante una tarde por Sevilla, ya estará cautivo de su gracia. Porque la luz es eso: la gracia incorpórea, intangible y femenina que se curva en los teoremas de Einstein... y en los cuerpos de las sevillanas que se visten de flamenca con el noble fin de lucir un número indeterminado de lunas o de lunares sobre el tejido que se adhiere a su piel. La ecuación está abocada al resultado inevi-table. Si sumamos la luz y la gracia, no tenemos más remedio que llegar al destino que todo lo marca en Sevilla: la belleza. La función última de la luz no es otra que la visión de esa belleza fragmentada, sorprendente, que sale al paso del visitante cuando menos la espera. Comete un error quien se acerque a Sevilla con una idea pre-concebida de belleza, quien crea que su hermosura es teatral y previsible. Una belleza efímera como el rayo del sol que se refleja durante el tiempo exacto de un instante en un cristal que al momento se que-dará huérfano de su presencia. Sevilla es una ciudad emocional que va mucho más allá de lo racional. André Breton pensó en ella cuando nos dejó la fra-se que define la conmoción que provoca: la belleza es convulsa o no será. Hay que preparar el espíritu para asimilarla, porque se cuela hasta la médula de los huesos, porque trasciende lo bonito, porque no tiene nada que ver con el concepto insustancial de lo agradable. Digámoslo de una vez: la belleza en Sevilla tiene peligro. Mucho peligro. 16 17 25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
  • 5. Si no, que se lo pregunten a los exiliados como Al Mutamid, aquel rey árabe que sufrió el destierro como un alejamiento de la belleza que había co-nocido en el primitivo Alcázar, en la orilla del río donde la tarde se demora, donde resuena el eco de Quevedo: “Huye lento sin percibirse el día”. Entonces sucede el prodigio de la simetría tem-poral, mucho más enigmática que la espacial. La naranja del amanecer reaparece en el poniente, ese punto cardinal que en Sevilla tiene nombre propio: Triana. La luz ha cruzado el río del tiem-po. Ese naranjal de luz es la pantalla que nos con-vierte en contraluces del anochecer, en siluetas recortadas por la tijera de la penumbra. El día se resiste a entregarse en los brazos insinuantes de la noche. El último sol apenas puede despedirse de las espadañas, de los azulejos que pintan de blanco y azul las cúpulas de las iglesias. Llega la noche como un descanso. Los ojos ne-cesitan ese paréntesis de sombra que permita el ejer-cicio de la memoria. Quien ha paseado por Sevilla se ha convertido, inevitablemente, en un pintor de cuadros que se han ido sucediendo con la lentitud de la mirada. Esas imágenes irán adelgazándose has-ta quedarse en un recuerdo. De ahí nacerá la imagen de la ciudad que se llevará el viajero cuando vuelva a su tierra de origen con la palabra Sevilla rondándole por dentro. La Ciudad se habrá reducido a una vaga paleta de colores puros. Es la abstracción llevada al extremo de la evocación. Envuelto en el celofán translúcido de las som-bras, el laberinto se hará más fragmentario aún. Para recorrerlo, el viajero deberá dejarse de planos y de mapas. Su intuición le bastará para dar con la luz de una taberna, con la lámpara encendida de un café, con ese rincón acurrucado junto a una farola que se quedará grabado en el fondo romántico de su alma. Una plaza ligeramente encendida. Una calleja donde la oscuridad huele a jazmín. Una luna que lo persigue más allá de las palmeras que se afanan por Ferrán Adriá Sevilla no se puede explicar, hay que vivirla. Tiene un alma única. Cuando aterrizas en la ciudad y comienzas a pasear por sus ca-lles, sientes pura magia... Yo que soy de Barcelona, puedo decir que Sevilla es una de las ciudades más increíbles que he visto en todo el mundo.» hundirse en el agujero negro de la madrugada. Es la hora de las confidencias. El momento justo en que los amantes de la Ciudad echan mano del silencio para recorrerla mientras las calles son el eco de los pasos perdidos y ganados para la vida. La Ciudad duerme como una amante que sueña con su pro-pia belleza. Sabe que dentro de unas horas volverá a suceder el prodigio. Entonces volverá a sentir la caricia primera de la luz, principio y fin de su ser. 18 19 25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
  • 6. 20 21 25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
  • 7. El silencio 2 Sostiene Silvio, el rockero que les rezaba a las Vírgenes al ritmo italianizante del Pregherò, que la música es el silen-cio bien cortado. Y es cierto. Quien quiera comprobarlo, sólo tiene que buscarse en las calles que repiten la melodía rítmica de los pasos del paseante. De la len-titud de la redonda o la negra, al repiqueteo de los tacones en forma de corcheas o semicorcheas. En Sevilla, el suelo de sus callejas es un instrumento de percusión presto para el allegro del caminante, para el andante que quien anda de aquí para allá buscan-do la belleza de lo imposible, para el adagio de quien se demora en la contemplación de sus formas. En Sevilla, los adarves son esos callejones sin salida que ofrecen un muro como el eco que repite los pasos perdidos que le vamos ganando a la vida. El silencio es una obra colectiva de esta ciudad cuando se encierra en la plaza de los toros y se tiñe con el color solar del albero. Tambor del miedo, el piso de la plaza siente las embestidas sonoras de la fiera mientras el torero mece el silencio en el capote, o lo ralentiza en la muleta que se mueve al compás de la lentitud. Cuando los aficionados de otros lares acuden a una corrida de toros en Sevilla, les sor-prende ese silencio compacto, mineral, que se crea en la plaza cuando el torero y el toro se quedan a solas en el ruedo. Es un silencio teatral, pura música que aísla los sonidos más leves para elevarlos a la categoría de arte: el piar de los vencejos que sobre-vuelan el escenario de la tragedia, la voz del hombre que llama al toro, el mugido lorquiano del animal, el tranco sonoro de la embestida... Si la faena es sublime, entonces sonará la música. Pasodobles para redoblar la belleza mientras el artis-ta doblega la fuerza ciega del tótem. Es la misma música, con los matices del ritmo y la melodía, que suena en la calle cuando la ciudad celebra la gran tragedia de la historia, cuando el drama sa-grado se desangra en las calles por donde la cera ha ido dejando un rastro caliente. La misma banda 22 23 25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
  • 8. de música que acompañó a las imágenes sagradas, durante la Semana Santa, es la que interpreta los alegres pasodobles en la Maestranza. Durante los días de la Pasión según la ciudad, podemos escuchar esa música masculina, valiente en el metal de la corneta y en el rugir del tambor, que acompaña al Cristo doliente. O podemos extasiarnos con la mú-sica dulce, femenina y melancólica, tras los pasos de palio que le sirven de refugio al dolor de la Madre. A Ese silencio es el órgano sin notas que no deja de tocar su melodía hueca en las iglesias de Sevilla. Templos que surgen de la raíz mudéjar de la ciudad, y que son un refugio para los oídos torturados por el ruido de nuestra época. Silencio de piedra, de la-drillo, de cal, de retablos dorados por el esmero del artista. Silencio de imágenes que nos hablan en voz baja desde los retablos. Silencio de bancos de ma-dera que nos invitan a la contemplación. Silencio de clausura en los conventos donde no se oye ni el paso del tiempo. Patios silenciosos cortados por las diagonales de la luz, arqueados sobre columnas que sirven para sostener el bisbiseo de la oración. Silencio femenino, entrecortado por las cuentas de un rosario, por el toque de maitines o de laudes, por las completas que cerrarán el día con el telón silente de la noche. Ese silencio llega a los jardines nocturnos, allí donde la os-curidad es la mejor aliada para esta forma de conce-bir la música. Bajo las sombras sin luz de los árboles, el paseante gozará de ese encuentro consigo mismo que le ofrece esta ciudad. Porque Sevilla, como las viejas ciudades atravesadas por la sabiduría de los siglos, es un espejo que nos permite reconocernos en esos silencios que nos llevan de la mano hasta nuestro interior más profundo. Sevilla es una ciudad que se presta para el paseo solitario, pensativo, pe-ripatético, filosófico. Ese silencio desconocido para los que no han entrado en el cofre de los secretos sevillanos, es uno de los tesoros más hondos y pre-ciados de la ciudad. Quien venga a Sevilla en busca de la fiesta, la encontrará. Pero ha de saber que también existe esa hondura del silencio que sirve como cimiento inmaterial para el ramaje colorista de la alegría. Se recoge el silencio en los templos donde el incienso frío es la memoria de la Pasión. Y entonces renace, como la primavera que todo lo puede, ese gozo que se contagia a través del aire. El viento es el pentagrama donde se escriben las sevillanas que le cantan al amor, a la belleza, a la vida. Esa música se alza en los brazos altivos de las mujeres que bailan para curvar la luz de la tarde, para demostrarle al mundo que hay más horizontes que la pena y el dolor. las cuerdas de la fiesta. Pero todo tiene su reverso en esta Ciudad dual. Y la guitarra, como cantó el poe-ta Gerardo Diego, es un pozo con viento en vez de agua. O viceversa. En los jardines, ocultas por los arrayanes y los parterres, hay guitarras de agua con forma de fuentes. Allí, en esos reductos de la delica-deza vegetal, el paseante puede escuchar la música del agua que que baja desde las nieves antiguas. En las tazas pétreas de las fuentes, asciende de forma incesante el sonido que tanto se parece al que des-tila la lluvia cuando cae mansamente sobre el már-mol delicado de sus patios. Suenan con esa melodía machadiana que nos recuerda el paso del tiempo, el transitar de la vida. El limonero lánguido suspende una pálida rama polvorienta sobre el encanto de la fuente limpia, y allá en el fondo sueñan los frutos de oro… Es una tarde clara, casi de primavera, tibia tarde de marzo, que el hálito de abril cercano lleva; y estoy solo, en el patio silencioso, buscando una ilusión cándida y vieja: alguna sombra sobre el blanco muro, algún recuerdo, en el pretil de piedra de la fuente dormido, o, en el aire, algún vagar de túnica ligera. Las fuentes están afinadas por el Músico que todo lo rige en el universo. En Sevilla, las fuentes son guitarras con agua en vez de viento. Suenan con ese acorde limpio, inmaculado, transparente. Nos lle-van hasta la eternidad que tantas veces ha soñado el hombre a lo largo de su historia, y que en Sevilla puede encontrar gracias a una cofradía que le rinde culto al Silencio. El Silencio ignoto, inconmensura-ble, enigmático de Dios. Aunque en la Biblia es la Palabra, en esta ciudad Dios también es el Silencio. Un Silencio de naves góticas, altísimas, catedralicias en la honradez metafísica de la piedra insobornable. Un Silencio de clarinete, oboe y fagot que suena con la timidez de quien sabe dónde está la llave del misterio. veces, la música puede parecer alegre para quien no está habituado a llorar la alegría, a gozar de la pena. Sentimientos encontrados que encontrará en cual-quier plaza, que no en una plaza cualquiera, quien abra los ojos y los oídos a esta contradictoria ciudad. Sevilla, tan musical y tan flamenca, está presa del tópico que la reviste de juerga y de jarana, de cas-tañuelas que aquí se llaman palillos, de zapateados por sevillanas, de guitarras que no cesan de rasguear 24 25 25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
  • 9. Quien no ha visto a una mujer vestida de flamen-ca bailando por sevillanas, no sabe lo que se está perdiendo. En esas muñecas está marcado el com-pás del baile, que baja por el talle después de haber-se insinuado en el pecho florecido como primavera femenina y deseosa. El reloj de arena se estrecha en la cintura y luego se explaya en las caderas que le sirven para que la música se haga la dueña del ins-tante. La flamenca es una guitarra con la cintura de agua, como entrevió Lorca en aquellas bailaoras que giraban ajenas a la muerte que nos espera. En la Feria de Abril, los sonidos de la ciudad se concentran y se multiplican en los cascabeles que alegran el trote de los caballos y las mulas, en los cascos que marcan el compás sobre la dureza ado-quinada del pavimento, en las palmas que jalean el jolgorio en una caseta, en la calle del infierno que se llama así porque todos los ruidos del mundo se concitan en sus calles, efímeras como la infancia que ve la gloria precisamente en el averno. La misma ciu-dad que le rindió culto al silencio unos días antes, se transforma en este caos sonoro que llega al extremo de lo ruidoso, como si le hiciera falta probarlo todo para quedarse en el equilibrio que le marca su torre fortísima. Si alguien quiere escuchar el sonido que marca el alma de Sevilla, que se detenga ante el bronce de sus campanas. Campanas de la Giralda, que bajan desde el mismo cielo para traernos el divino repique del gozo eterno. Campanas de las iglesias que re-cuerdan los lugares donde hubo mezquitas musul-manas, donde basílicas paleocristianas se hunden en los estratos de la memoria. Campanas humildes que dan lo único que tienen: la hora. Campanas que brillan como el sonido del mediodía, que se apagan en el último eco del crepúsculo, que despiertan a las palomas rosadas del amanecer. Campanas que hacían llorar a Juan Ramón Jiménez cuando las es-cuchaba en el Patio de los Naranjos, bajando desde la altura mudéjar y cristiana de la Giralda hasta sus privilegiados oídos de poeta. Antonio Gala A los catorce años de mi vida (a esa edad en la que se adquiere la certeza de que el mundo de alrede-dor no va a servirnos, y habremos de inventar, de arriba abajo, otro, que luego tampoco inventamos), a esa edad me sobrevinieron juntos dos terremo-tos: la adolescencia y Sevilla. Quizá fue demasiado. Por eso, como Gil Vicente, pude cantar: Ay, mis pri-meros amores / en Sevilla quedan presos. / Malha-ya quien los envuelva. Por eso, igual que el barco ebrio de Rimbaud, vi a veces en Sevilla lo que otros creyeron ver. Y en Sevilla me sucedió lo que a casi todos: que, por decir las cosas indecibles, me dejé sin decir las otras.» Sevilla es una ciudad de matices. Quien no lo entienda así, se perderá lo mejor de ella. Sus encantos se sugieren en medio de esos silencios que son el umbral de la música, el patio interior donde los sonidos brotan en la armonía de sus fuentes. Y rasgándolo todo, el eco lastimero de una soleá, de una seguiriya, de una sae-ta que se clava en la imagen misma del dolor. Óperas escritas por los mejores músicos de la historia suce-den en esta ciudad donde el silencio, como se dijo antes, es la música bien cortada. O viceversa. 26 27 25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
  • 10. 28 29 25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
  • 11. El tacto 3 En Sevilla se puede tocar la luz con los ojos. La ciudad es una sinestesia total, una mezcla de sentidos que convier-te la música en algo dulce, que le arranca notas musicales al arpa quieta de los estanques, como si las cuerdas fueran rayas afinadas en el agua. En Sevilla se pue-de tocar la luz en la sinfonía de los azulejos que van desde el verde a la sombra, desde el destello al azul cobalto, desde el negro riguroso al blanco que aprie-ta el arco iris en su esmalte. No hace falta acercar los dedos para comprobar la perfección esférica de la cerámica que se curva en los jarrones que decoran sus rincones más íntimos. Sevilla es un roce del aire sobre la piedra, una fusión de lo etéreo con lo más sólido, de lo efímero con lo peren-ne. Su Catedral siente esa caricia del aire tibio que envuelve la rugosidad de los contrafuertes y arbo-tantes. Ese mismo aire es capaz de abrazar el talle de su torre mayor, de esa Giralda que siente el tacto del frío en el ladrillo que nació del horno donde el calor alcanza las cifras de lo absoluto. Por eso su piel femenina se eriza en la forma caprichosa, y sin em-bargo matemática, de las sebkas. Aquí damos con uno de los secretos mejor guardados de la ciudad. Quien la ve desde fuera piensa que todo es posible, que todo vale. Negativo. En Sevilla el tacto es más que un sentido: es una forma de relacionarse con la ciudad y con aquéllos que la habitan. El tacto no sólo reside en las yemas de los de-dos que sienten la frescura de la cerveza, la hume-dad que empaña una copa de Jerez, o una caña de manzanilla sanluqueña. El tacto también está en esa forma de actuar que caracteriza al sevillano. Hay que tener cuidado con eso, o sea, tacto. Mucho tacto re-quiere esta ciudad para no pasarse de listo. Siempre existe la tentación, para el visitante, de creer que ha comprendido a Sevilla en un minuto. Es tanto lo que entra por los sentidos, que el paseante se siente de repente el dueño de la ciudad, como si hubiera reco- 30 31 25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
  • 12. librio está la virtud, o viceversa. La media distancia es lo ideal en estos casos. En los bares se puede conversar con cualquier sevillano que comparta la barra, que aquí se dice el mostrador. Pero de ahí a creer que ya se ha entrado en la intimidad del na-tivo, hay un abismo. El sevillano es muy reservado para sus cosas, aunque aparente lo contrario. Por eso no hay que llevar al extremo esa hospitalidad que lo caracteriza. Quien pretenda forzar la amis-tad, sin dejar que el curso natural la lleve a buen puerto, está condenado a quedarse en el umbral, en el zaguán donde la cancela impide el paso al pa-tio interior. rrido sus calles y sus plazas desde los orígenes de su propia infancia. En ese momento, la tentación cobra forma, y el engaño se hace presente: quien está em-pezando a descubrir la ciudad puede creer que ya lo sabe todo de ella. Y evidentemente, no es así. Para andar por las entrañas de Sevilla hay que tener tacto. Mucho tacto. Esta ciudad tan antigua encierra el peligro de la belleza que deslumbra, y que ciega el intelecto. Para relacionarse con Sevilla y con los se-villanos, es fundamental guardar ciertas distancias. Ni muy lejos, ni demasiado cerca. Como si el es-pectador fuera un torero. En el sitio justo del equi-que descargan esa lluvia que convierte la ciudad en un espejo de sí misma. Los pies rompen el cristal de los charcos al caminar, como si quisieran constatar que no se trata de una alucinación. Y Sevilla se toca y se retoca en el tocador de los cristales donde revive el mito de Narciso. Esta ciudad es capaz de provocar esa sines-tesia que confunde los sentidos hasta convertirlos en variaciones de una misma percepción. No hace falta pasar las yemas de los dedos por las texturas que adivina el ojo a medida que vamos recorriendo la ciudad. La piedra romana es el símbolo de la ro-bustez que acompañó al Impero cuando Híspalis e Itálica eran dos ciudades separadas por el río Betis. Las aguas encauzadas por la dársena tienen el brillo terso de un cristal que a veces siente el rizo del vien-to que entra con la marea. Esa suavidad líquida con-trasta con la piedra que se alza en las ojivas góticas, en los pináculos que a veces son llameantes, como un fuego mineral coagulado en la verdad del Arte. Hay que entrar en los patios de Sevilla para apreciar, en toda su riqueza, esta variedad de texturas que se acumu-lan hasta conformar la superficie barroca de la ciu-dad. El suelo de mármol o de ladrillo, dualidad entre el poderío del primero y la humildad del segundo. Zócalos de azulejos donde aún se pueden percibir los puzles cortantes del alicatado. Yeserías que nos hablan en el Braille de la lengua árabe, que empujan Esto último sólo sucede cuando el visitante se pasa de listo. Si se comporta con esa franqueza que caracteriza a quien se acerca a una ciudad para vivirla y conocerla en su plenitud, entonces gozará del encanto que pervive en ella y en sus moradores. Entablar una conversación con un sevillano es tarea sencilla. Si se le habla bien de su barrio o de su co-fradía, o de su caseta de feria, entonces se tiene un amigo en potencia para toda la vida. Hay que dejar que sea el sevillano quien exponga los defectos de la ciudad. Defectos que nacen del amor desmedido por ella, ya que sólo sufre esos males sobrevenidos por el inevitable paso del tiempo quien ama de ver-dad a una ciudad. Lo dicho: tacto y media distancia. Ni lejanías que impiden la comunicación, ni el exce-so de cercanía que la ahoga. Una vez establecida esta relación con la ciudad, el reto que se presenta está definido por una palabra: gozo. Maneras de gozarla hay tantas como personas la han recorrido, la han disfrutado, la han contem-plado, la han escuchado en esos silencios tan hon-dos que se pierden en el pozo sin fondo del misterio. Una forma del tacto reside en la sensación térmica. El cuerpo está envuelto en el aire tibio de marzo, en el calor suavísimo que despunta en abril y que repunta en mayo, en las tardes interminables de junio, en las calores de julio y agosto que nos llevan al placer de la sombra y el frescor. El alma se deja llevar por el dorado de un atardecer de otoño, cuando los termó-metros marcan la temperatura exacta que nos recon-cilia con el mundo. Y se repliega en esos días breves que anuncian el invierno, cuando el río se sale del cauce y deja en el aire esa humedad que nos recuer-da a la bruma de Bécquer. Nieblas como gasas que van besando los labios mudos de quien contempla el verdor del parque de María Luisa. Nubes bajas 32 33 25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
  • 13. Lorenzo Milá Mi Sevilla es Mateos Gago y el barrio de Santa Cruz, el sonido de pasos y risas que me despertaban por la noche y los cascos de los caballos por la maña-na, tras una larga madrugá. También las tortas de aceite, los cortadillos y las tortas de polvorón. Los preciosos bares donde siempre te reciben como si estuvieran contentos de verte. Mi Sevilla también es el color de la piedra de la Catedral iluminada por la noche, el olor del azahar y los caballos. El chi-rriar de los neumáticos sobre la cera de los pasos en Semana Santa. Inevitablemente, mi Sevilla está ligada a mi familia sevillana, tanto Milá como Men-cos, a la que quiero mucho. ¡Gracias Sevilla!» las grafías hacia nuestros ojos como si así pudiéra-mos descifrarlas. Alfarjes tallados para recubrir los techos con la calidez de la madera. Y cristales que dejan pasar la luz, que la filtran con los lápices de colores de las vidrieras. Hierro forjado en fraguas que tal vez recuerden el sonido primitivo del marti-nete flamenco. Hierros que suenan al compás libre Sevilla es una ciudad para tocar y para ser tocada. Para to-carse. Sevilla también es una alcoba donde las ca-ricias se hunden en el fuego del deseo, donde los labios sienten la espina amorosa del beso, donde los poetas siempre estarán presentes en el roce sutil del aire, en la brisa que desordena el cabello de una mujer hermosa. Sevilla no es un museo. En Sevilla del cante grande, hondo y jondo a un tiempo. Y cu-briéndolo todo, ese mar detenido en el barro ondu-lante de las tejas que se unen en el oleaje del tejado. El tacto también reside en la sensación corpo-ral que nos indica si estamos cansados o dispuestos para acometer un esfuerzo físico de importancia. Ese cansancio es el que experimenta el sevillano cuando se somete a los grandes ritos de la ciudad. Es el es-tar cansado que sucede a la gran noche de Sevilla, a esa Madrugada que invierte el orden de los relojes. Las cofradías salen durante la noche, y vuelven a sus templos cuando el día está rayando en la luz azul del alba, o cuando el mediodía se ha adueñado del espacio vertical con un sol que todo lo puede. Ese cansancio del cuerpo corre parejo con el bienestar del alma, con la purificación interior que trasciende lo visto y oído, lo que ha entrado por los sentidos hasta llegar al sinsentido del alma. El visitante debería seguir al sevillano en estos ritos. Dejarse llevar. Olvidar los relojes y las conven-ciones, los almanaques y los horarios que encarrilan nuestra existencia. Ese tiempo sin tiempo es similar al de la infancia, al de la juventud que pasó de largo, al de los dioses que no conocen más limitaciones que las impuestas por su propia voluntad. Durante esa Madrugada, el Cristo siente en sus manos la as-pereza de la soga que las amarra, o el rigor rugoso de la cruz que será el instrumento de su martirio. El costalero se agarra a la madera donde se asienta el paso. Los nazarenos acarician su túnica de ruán o su antifaz de terciopelo, y dejan que sus dedos se hundan levemente en la blandura luminosa del ci-rio. Otros tendrán el privilegio de leer el repujado de las varas, de las bocinas, de las insignias o de los ciriales que portan. Hasta llegar al músico, que toca lo que le sirve para tocar la marcha que suena tras un palio donde las texturas se adivinan en la plata repujada, en la cera llameante, en la flor trémula, en el terciopelo bordado por unas manos que dejaron sus huellas de oro en el terciopelo. hay que tocarlo todo con los ojos, con las yemas florecidas de los dedos. Su piel está compuesta de ladrillo y cal, de cerámica y cristal, de hierro forjado y piedra tallada, de yeso modelado en la blandura del recargado equilibrio. Epidermis presta para la caricia. ¿No tocar? A Sevilla hay que tocarla para que ella nos pueda tocar con el ángel inefable e invisible de la gracia. 34 35 25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
  • 14. 36 37 25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
  • 15. El olor 4 El olor es el sentido que nos lleva directamente a la me-moria, al tiempo pasado, al niño que fuimos y que vuel-ve cuando siente el aroma de la infancia. El olor es la punzada que nos devuelve al territorio convulso de la adolescencia, a la espina aguda del deseo que se nos clavó para siempre en los años claroscuros de la juventud. El olor es la esencia de esta ciudad, la materia intangible que flota en su aire inacabado, en ese espacio que está esperando el perfume de cada época, de cada estación marcada por los raíles del almanaque. Porque en Sevilla el tiempo se mide en la sucesión de olores que van marcando el calenda-rio hispalense. El año no comienza el uno de enero, sino más adelante. Una mañana transparente como el cristal de marzo, o una tarde que se prolonga sobre los cielos tranquilos de Triana. Un paseo por las calles que empiezan a caldearse con el primer sol de la primavera. Unos ojos que se entregan al paraíso efímero de la luz que se resiste a ahogarse en el pantano sin límites de la noche. De pronto, el cuerpo se estremece sin que nadie lo note. Mariposas asimétricas recorren ese lugar sin anatomía que se encuentra entre el pecho y el estómago. Un calambrazo sutil y decadente des-pierta el alma de poeta que todos llevamos dentro. Y entonces... Entonces comprendemos que todo acaba de empezar. Que el milagro de la primavera está anun-ciando resurrecciones gloriosas que le toman el rele-vo a la tristeza gris del invierno. Los ojos ya no ven. Los oídos se sumergen en un silencio de naufragio. El tacto se queda suspendido en el aire, como si flo-tara algo que acapara toda la atención del cuerpo, todas las facultades del espíritu. Es el olor de esa flor que se abre como las tres vocales que la nombran: azahar. No es un tópico, sino una realidad que el se-villano espera cada año como si le fuera la vida en ello. Es la magia del embrujo que siente el visitante cuando se da cuenta de algo inexplicable: su cuerpo 38 39 25 razones para conocer Sevilla El Olor LOS SENTIDOS
  • 16. Du quesa de Alba Nunca olvido mi agradecimiento a Sevilla, que es la ciudad más maravillosa del mun-do, de la que me enamoré desde el primer momento que la conocí y este sentimiento no ha hecho sino crecer a lo largo del tiempo. Al mismo tiempo, muchas veces siento nostalgia de calles, de jardines, de rincones que no han de volver, pero ese sentimiento desaparece cuando fi-naliza el invierno para dejar paso a la exuberancia de la primavera, y a las sensaciones de sevillanos y visitantes ante la Semana Santa. Puedo asegurar que es una experiencia inolvidable caminar cuando toda Sevilla aparece engalanada para gozar de su semana mágica.» y desarmados, sin más resistencia que esa razón que no llega a entender lo que está sucediendo en las en-trañas del misterio. Oler a azahar en Sevilla es algo que va mucho más allá de una experiencia sensorial. Oler a azahar en Sevilla es pisar el umbral de la pri-mavera, es rozar el dintel del paraíso que tiene fecha de caducidad, aunque eso no le importe a nadie. Oler a azahar en Sevilla es aspirar esa eternidad a la que aspira el ser humano. está envuelto por la gasa de ese aroma que lo rodea como una cadena, como el vínculo que acaba de establecer con una ciudad que no olvidará jamás. Sevilla, generosa y cruel como una amante posesi-va, le ha impreso su olor en lo más profundo de la memoria. Ese azahar recién renacido de las humedades del invierno, ese tiempo moribundo al que nadie re-cuerda ya, luce en los pétalos de su blancura toda la pureza de la vida. Es un canto callado a la esperanza, un salmo sin letra que se eleva hasta los cielos que acogen esa sutileza con los azules que llegan hasta el extremo del ultramar y del cobalto. De pronto, ese asalto se convierte en una declaración de amor y de deseo, en unas ganas irreprimibles de besar los labios inexistentes de esta ciudad con alma, con cuerpo, con aroma... Sevilla es una mujer irresistible cuando se coloca las gotas del azahar en su perfil de diosa, cuando nos embriaga con esta esencia que re-coge en el cristal finísimo del aire, en ese relicario de vidrio que es tan reducido como el universo. Hay sevillanos de vocación que se enamora-ron de la ciudad en un instante. Una línea marcó la frontera entre la admiración y el amor, entre el gozo estético y la entrega absoluta al ideal de Sevilla. Fue en ese momento sin relojes ni cronómetros, en ese punto concreto del tiempo en que la esencia del aza-har los cogió desprevenidos, en medio de una plaza 40 41 25 razones para conocer Sevilla El Olor LOS SENTIDOS
  • 17. 42 43 25 razones para conocer Sevilla El Olor LOS SENTIDOS
  • 18. El gusto 5 Lo escribió Luis Cernuda en Ocnos, el libro que mejor retrata la esencia de Sevilla sin necesidad de nombrar a la ciudad. Para este poeta difícil y esquivo, comerse una yema de San Leandro es morder los labios de un ángel. En esa definición está encerrado el sentido que mejor define al sevillano: el gusto. Para cono-cer y amar a esta ciudad hay que poseer una cua-lidad compleja que algunos llaman paladar, y que otros denominan buen gusto. Sevilla está perma-nentemente preocupada por su belleza, el rasgo que la identifica y que le permite vencer al tiempo... o crearse esa barroca ilusión. Si las yemas del convento de San Leandro son los labios de un ángel, ¿qué podemos decir de la memelada de naranja amarga que fabrican en el monasterio de Santa Paula? Tras una de las fachadas más her-mosas que ha levantado el Renacimiento español, las monjas convierten la amargura de las naranjas agrias en una ambrosía propia de reyes y de reinas, como la de Inglaterra sin ir más cerca. Mermelada que resume las dos caras de esta ciudad contradic-toria y dual, acíbar y miel al mismo tiempo. Mieles derramadas sobre los pestiños o las torrijas, esos dulces que lleven en sus formas el anticipo de la Navidad y de la Semana Santa. En Sevilla también existe un calendario de sa-bores que va unido al almanaque gustoso de la ciu-dad. El año termina y empieza con las almendras de los alfajores, con la canela de los polvorones y de los mantecados, con la forma barroquísima de esos pestiños que crujen como el tiempo que se nos va. Desde la cercana Estepa llegan estos manjares que endulzan el tránsito temporal. En sus conventos, tras los muros que protegen el silencio claustral y la penumbra donde Dios vela, las delicadas manos monjiles hacen filigranas con el huevo y la lecha, con la almendra y la harina, con la canela y el ajonjolí, con el indiano chocolate y con el azúcar que todo lo puede. A través de los tornos se comunican con el paladar más exigente. Todo es tan natural como esa luz de diciembre que parece lavada en el agua fría de la aurora. 44 45 25 razones para conocer Sevilla El Gusto LOS SENTIDOS
  • 19. a la altura, o a la bajura, de la hierba. Esas es-pinacas, conveniente guisadas y tratadas con las especias que las elevan hasta la altura de manjar, forman parte de la memoria sentimental del se-villano. El aceite ha de ser virgen, algo natural en una ciudad tan mariana... Y el pan, de bollo si es posible, para mojarlo en la salsa de las espinacas con garbanzos, o en el caldo del potaje de garban-zos con espinacas. Y de las espinacas, al bacalao. Este pescado salado y desa-lado forma una trinidad gastronómica, artística y urbanística. Además de ser un pez, el bacalao es la insignia donde va bordado el escudo de cada cofradía. Al ir recogido ese estandarte en señal de luto, su forma se asemeja, para el pueblo, a la del bacalao cuando se expone en los escaparates de las tiendas donde lo venden... o en la esquina de la cuesta a la que le da su nombre. Porque en Sevilla las calles pueden tener dos nombres perfectamen-te. ¿No estamos hablando continuamente de una ciudad dual? Pues eso. La calle Argote de Molina se llama, sobre en todo durante la Semana Santa, la Cuesta del Bacalao. Un comercio que lo merca-cluye Luego llegarán las vísperas de la Semana Santa. Entonces será tiempo de vigilia. El sevillano es ca-paz de convertir una penitencia en un placer. Eso no lo entienden en muchos lugares del mundo, pero ya es tarde para corregirlo. Son siglos de torrijas ba-ñadas en leche o en vino, y perfumadas con la miel que les dan una pátina de imagen barroca. Herencia islámica santificada por el rito cristiano. El concep-to híbrido de lo mudéjar también llega a las papi-las gustativas. Tardes que se alargan en esa luz que dora las torrijas y que el sevillano espera como una Resurrección anticipada. Ahí está la calve del gozo, esa praxis que va más allá del hedonismo porque in- sentimientos tan contrarios como la alegría y el dolor, la nostalgia y la esperanza. Durante la Cuaresma, los guisos tradicionales vuel-ven a los hogares y a los bares y restaurantes don-de se disfruta de esta tradición. Es imprescindible señalar que existen dos platos que son lo mismo, pero no son lo mismo. Las cosas de Sevilla... No es lo mismo comerse unas espinacas con garban-zos, que unos garbanzos con espinacas. El orden de los factores altera el producto, y de qué manera. Aunque en los dos casos podamos levitar gracias a la fina conjunción de una humilde verdura que para algunos no pasa del rango inferior que la si-túa 46 47 25 razones para conocer Sevilla El Gusto LOS SENTIDOS
  • 20. ba había allí, y el bacalao de mentirijillas que daba aviso del género se repuso no hace mucho para re-cordar semejante enclave. Pescado, insignia y calle. No hay nada más sevillano, pues, que un plato de bacalao con ese tomate que llegó desde América a través del río. Bacalao con tomate, pavía de bacalao, tortillitas de bacalao, garbanzos con bacalao... Todas las variantes posibles se dan con este pescado que antaño era patrimonio de las clases más humildes, y que hoy se venera en los templos gastronómicos de la Sevilla que se inclina por la tradición en el buen comer. En Cuaresma, y en cualquier momento del año, se puede y se debe comer uno de los platos que los más integristas prefieren en papel de estraza con forma de cartucho: el pescado frito. En Sevilla se llamó siempre ‘pescao’, aunque ahora se denomine, por influencias internas y externas, con el diminu-tivo ‘pescaíto’. El pescao frito es santo y seña de las reuniones que celebran los cofrades, cariñosamente llamados capillitas, tras sus cabildos y reuniones de la Cuaresma. Después de echar horas de trabajo en el montaje de los pasos que han de procesionar en Semana Santa por amor al arte, nunca mejor dicho, nada supera un buen papelón de pescao frito para calmar el hambre y darle juego a la conversación. besado las aguas y las arenas del Guadalquivir en su desembocadura sanluqueña, incluso las miniaturas de las puntillitas tienen cabida en un papelón de pescao frito. Para regarlo, nada mejor que una ru-bia muy fría, como aquí se denomina a la cerveza. Y para acompañarlo, las regañás: una delicadeza de pan finísimo y crujientísimo imposible de descri-bir... y de olvidar. El pescao frito no falta en la Feria de Abril, donde los platos estelares son el marisco y el jamón para los pudien-tes, y la tortilla de patatas o el sabrosísimo y humil-de pimiento frito para los que anden más estrechos que las calles de la Judería. En la Feria, las gambas y los langostinos lucen en las mesas junto al jamón: si En un buen papelón de pescao frito no pueden fal-tar las rodajas finas y crujientes de merluza, que aquí se llama pescada. Cuando se trata de los pedazos menos nobles, aunque más sabrosos que los demás, entonces se denominan pedacitos. Tampoco pue-de faltar ese adobo que se preparaba con un aliño mágico destinado a conservar el pescado cuando no había cámaras frigoríficas, y que hoy se ha queda-do en una cuestión de buen gusto. Calamares fritos como mandan los cánones, chocos recién llegados de Huelva, pijotas y boquerones, acedías que han P lácido Domingo Una vez más se me pide que comente mi vincula-ción con Sevilla. Mi mundo, mi pasión es la música en general y la Ópera en particular. En Sevilla, pa-seando por sus calles, siguiendo el rumbo que la grácil y hermosa mujer que se esconde en el alma de su veleta me marque, puedo soñar, mejor diría vivir, casi sin transición los mil personajes que la ciudad ha inspirado. Así, puedo reír con Fígaro en Santa Cruz y encontrarme con Don Juan toman-do una manzanilla en la Hostería del Laurel mien-tras planea seducir a Doña Elvira bajo un cielo que Velázquez soñara pintar. Puedo apasionarme ante la antigua Fábrica de Tabacos imaginando el cante de Carmen y emocionarme al despedirme del re-cuerdo de la mirada profunda y altiva de la famosa cigarrera ante la Real Maestranza. Sevilla es para mí especial por mil razones. ¿Cómo no enamorarse de una ciudad que ha fascinado a los grandes de la música, desde Mozart a Beethoven, de Donizetti a Rossini, de Verdi a Bizet?. Como ya dije en otra ocasión pero es algo que ex-presa realmente lo que siento por ella: Sevilla es especial porque emociona y se emociona, porque da cuerpo a la belleza y a la gracia de los sueños. Porque es Musa y Artista a un tiempo, porque vive el presente proyectando su Historia en el futuro.» 48 49 25 razones para conocer Sevilla LOS SENTIDOS El Gusto
  • 21. Rafa Nadal Sevilla siempre será especial para mí. De aquí tengo mi primer gran recuerdo como profesional. Pero lo que la hace realmente especial es el calor de su gente y la belleza de sus calles y monumentos. Sevilla siempre en mi corazón... Gra-cias. 50 51 25 razones para conocer Sevilla LOS SENTIDOS De tapita puedo ponerle un aliño de huevas, un poquito de carne con tomate, un chipirón a la plan-cha, el caballito de jamón, el solmillito al güisqui, la carrillada en salsa, la sangre encebollada, un cóctel de marisco, los huevos a la flamenca o el arroz en paella, que acaba de salir... El arroz siempre acaba de salir, por eso nunca está pa-sado. Como siempre acaba por salir, en cualquier visita a la ciudad, el gazpacho. Estamos ante uno de los platos más logrados, más redondos, más saludables, y más recomendados en las épocas de calor. Gazpacho bebido o tomado con cucha-ra y guarnición. Gazpacho que nutre y refresca. Gazpacho que une el aceite de la Bética con el tomate y el pimiento de las Indias. Gazpacho que todo lo mezcla en esta ciudad donde la pureza está precisamente ahí: en el paladar que se deja llevar por los placeres que se sobreponen en ese retablo barroco del gusto. es de bellota, entonces su reino no es de este mun-do, sino de la sierra de Huelva, vulgo Jabugo. Esas delicadezas forman un conjunto insuperable si se acompañan con la manzanilla de Sanlúcar o el fino de Jerez, conocido en el mundo entero como Sherry. En la Feria no se come. En la Feria se tapea, que es distinto. Durante el resto del año se puede hacer eso mismo en la ciudad. Tapear no es comer de tapas. Tapear es entregarse a un rito donde se conjugan el beber con el hablar, la comida con la conversación. El ritmo es más pausado. No hay orden ni concier-to, aunque todo esté perfectamente afinado por la costumbre del sevillano. Hay que dejarse guiar por el tapeo, como hay que dejarse llevar por la ciudad. Las horas irán pasando y el cuerpo irá sintiendo esa mezcla de placeres carnales e intelectuales, espiri-tuales y espirituosos... Tapear es ir de la ligereza que debe adornar a la tapa sevillana por antonomasia, que es la ensaladilla, hasta las tripas de su cocina: el menudo con garban-zos o sin garbanzos, pero siempre acompañado del pan que se moja en la salsa gelatinosa. El menudo es algo distinto a los callos, aunque forman parte del mismo árbol gastronómico. En el tapeo caben los guisos, los asados a la plancha, las ensaladas que aquí se llaman aliños, los emparedados o montadi-tos, los fiambes y las conservas, lo más elaborado y lo más sencillo. En el tapeo cabe absolutamente todo. Y para beber, desde la cerveza hasta el fino, desde la manzanilla hasta el tinto, pasando por es mezcla tan propia en esta ciudad que consiste en rebujar el tinto con la gaseosa: tinto de verano, que se toma durante todo el año como su propio nombre indica. Uno de los placeres auditivos más impresionantes es escuchar a un camarero de la vieja escuela el arte del recitado. Va pronunciando con unción sagrada, y con gracia sevillana, las tapas que puede degustar el cliente, añadiendo sus particulares inflexiones sin-tácticas que le quiten aridez a la enumeración: El Gusto »