2. 1
La lu z En el principio fue la luz. La Ciudad vino luego.
En el principio fue la luz, que le sacaba esquirlas como
diamantes líquidos al río que discurría plácidamente por
el curso bajo de su valle para buscar la eternidad del mar.
Un río que no tenía nombre, pero que estaba desti-nado
a convertirse en el Betis de los romanos, en el
Río Grande al que los árabes llamaron Guadalquivir.
Ahora es una dársena por la que no pasa la corriente
del agua. En Sevilla, Heráclito podría bañarse dos
veces en el mismo río, en ese espejo que le sirve a la
luz para contemplarse a sí misma en un ejercicio de
narcisismo que caracteriza a la Ciudad.
Esa luz, que define como ningún otro elemento la esencia in-material
de Sevilla, es una naranja madura cuando la
mañana disuelve la tinta apretada de la noche. Antes,
ese amanecer que enamoró a Juan Ramón Jiménez
cuando asistió al renacimiento de la luz durante la
Madrugada del Viernes Santo. Ese día en que em-pieza
el año sentimental para el sevillano cuando la
luz ilumina el rostro de la palabra que mejor define
las entrañas de la Ciudad: la Esperanza.
Sobre las calles que huelen a cera, sobre las azoteas
con macetas, se va viendo una luz de plata, y en el
fresco y puro azul matutino, aún negro, se oyen volar
palomas que no se ven.
Juan Ramón Jiménez
Madrugada de Viernes Santo
Hay ciudades nocturnas donde el noctámbulo
se refugia para huir de la luz. En Sevilla, la noche
dura lo preciso. La noche es un descanso para los
ojos que se han embriagado de luz durante las horas
que marcan el carácter solar de la Ciudad. El tránsito
de la sombra al alba es delicado, como si se rasga-ran
las alas de tul del sueño, que diría Bécquer. Luz
de plata como azahar que renace, y que muy pronto
se convertirá en esa naranja que incendia los cielos
reconquistados por la claridad. De ahí, al celeste
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25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
3. tibio, casi gris, que durante un instante nos dejará
la instantánea de una Sevilla en blanco y negro. Es
el regalo que la Ciudad guarda para los que la ma-drugan,
para los que empiezan el día con ella, a su
lado, con los ojos abiertos por la infinita capacidad
del asombro.
A partir de ese momento, el sol se hará fuerte
en las espadañas, esos lugares de privilegio que
reciben el primer beso de la luz, y que se despi-den
de ella con la última caricia de la tarde. Sevilla
es ciudad de torres y espadañas, de campanarios
y azoteas que buscan el alfa y el omega de la luz,
de linternas y vidrieras que filtran el poder del sol
para deshacerlo en los colores que pintarán de rosa
y malva la piedra inerte. Ese sol tempranero alum-brará
los retablos barrocos que son, en la poesía
visionaria de Cernuda, una confusión de oros per-didos
en la sombra.
Esta luz se recorta en los prismas huecos de los
patios, traza diagonales de sombra que convierten
una pared cualquiera en un reloj de sol donde se
marca el otro principio de la ciudad: Sevilla es una
Sevilla es un puro laberinto de luces entrecortadas, de tiem-pos
que se han ido sucediendo a través de los pue-blos
y las civilizaciones que todo lo ganaron y todo
lo perdieron, como nos recuerda a cada momento
Manuel Machado. Sus conquistadores caen rendi-dos
ante el encanto de esta luz que sigue brillando
en el oro fenicio que servía para enjoyar a una diosa,
en las columnas romanas que buscan la luz total en
el mármol que vence al tiempo, en la preclara biblio-teca
que concentraba la sabiduría visigótica de San
Isidoro, o en los azulejos que descomponen los colo-conjunción
de luz y tiempo. Barroca como la som-bra
que le sirve a la luz para hacerse presente con la
fuerza del contraste. Así es la Ciudad donde el tiem-po
va pasando como la mañana que se alza hasta
el rejón clarísimo del mediodía. Ese brillo vertical
que cae a plomo sobre las plazas es capaz de cegar
a quien se atreva a contemplarlo de un golpe de vis-ta.
Tocamos aquí uno de los secretos de Sevilla. Lo
escribió Pessoa en la primera página del Libro del
desasosiego: “Pero todo fragmentos, fragmentos,
fragmentos...” Así es Sevilla. Una sucesión de frag-mentos,
un mosaico infinito que hay que recompo-ner
continuamente para que se haga posible la vi-sión
total de esta ciudad llana como la palma de una
mano abierta.
Felipe González
Soy sevillano de nación. Allí están mis raíces. Las
que definen, pasada la infancia y la juventud, lo que
uno es para toda la vida.
Sevilla es una ciudad llena de encanto. Una ciudad
en la que se puede pasear saboreando rincones
maravillosos. Desde Santa Cruz hasta la Macare-na,
para asomarse por la calle Torneo a la orilla del
Guadalquivir y pasar a través del río a uno de sus
barrios más emblemáticos, Triana.
Como el niño de la novela histórica, Un puente so-bre
el Drina, acercándome a los 50 años, tuve la
ocasión de modernizar mi ciudad haciendo puen-tes
sobre el río, incorporando la Isla de la Cartuja,
revolucionando las infraestructuras para que fuera
fácil disfrutar de esta bella ciudad.
Pero en todo lo que hice para modernizarla, inten-taba
preservar su identidad, su sabor incompara-ble.
Creo que lo conseguimos y hoy millones de
personas cada año pueden disfrutar de su belleza
con más facilidad y comodidad que nunca.
En Sevilla todos los sentidos se despiertan. Todos
los momentos se disfrutan.»
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25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
4. res alicatados para que lo luminoso se vuelva táctil,
para que el ciego pueda tocar la luz con las yemas
de sus dedos. Esa luz convirtió a los cristianos que
la reconquistaron en sevillanos conquistados por la
Ciudad. Y los llevó, río abajo, hasta las Indias para
que el oro y la plata siguieran alumbrando sus calles:
soles y lunas acuñados en la Casa de la Moneda.
Sevilla es barroca como la sombra que acecha
a cada momento, y que le hizo escribir a Chaves
Nogales una de las grandes verdades sobre la
Ciudad: en Sevilla, la muerte siempre es un asesina-to.
Los sevillanos contagian al visitante esta pasión
por la vida que se traduce en el lenguaje universal de
la luz. No hacen falta guías ni traductores. Tampoco
es preciso que se permanezca mucho tiempo en sus
calles. Basta con esa mirada becqueriana que es un
mundo, la misma que le sirvió a Valdés Leal para
pintar sus postrimerías en el Hospital de la Caridad.
“In ictu oculi”, o sea, en un abrir y cerrar de ojos, el
viajero habrá experimentado la primera razón para
venir a Sevilla: la luz.
Tras el deslumbramiento, esa tormenta que agi-ta
las pupilas y araña para siempre la retina donde
queda grabada la imagen luminosa de la ciudad, la
calma de la tarde. Un enemigo de los tópicos como
Eugenio Noel, cayó preso de ese encanto que raya en
el encantamientoy le dedicó su libro sobre la Semana
Santa a Sevilla, la de los incomparables atardeceres.
En Sevilla las tardes suceden muy despacio, como
si la hora fugitiva pudiera remansarse en las fuentes
y en los estanques que multiplican la lenta agonía
del sol. Es la hora de la plenitud, de la madurez, del
tiempo decantado y filtrado por los entreluces más
suaves del día. Quien pasee durante una tarde por
Sevilla, ya estará cautivo de su gracia. Porque la luz
es eso: la gracia incorpórea, intangible y femenina
que se curva en los teoremas de Einstein... y en los
cuerpos de las sevillanas que se visten de flamenca
con el noble fin de lucir un número indeterminado
de lunas o de lunares sobre el tejido que se adhiere a
su piel. La ecuación está abocada al resultado inevi-table.
Si sumamos la luz y la gracia, no tenemos más
remedio que llegar al destino que todo lo marca en
Sevilla: la belleza.
La función última de la luz no es otra que la visión de esa
belleza fragmentada, sorprendente, que sale al paso
del visitante cuando menos la espera. Comete un
error quien se acerque a Sevilla con una idea pre-concebida
de belleza, quien crea que su hermosura
es teatral y previsible. Una belleza efímera como el
rayo del sol que se refleja durante el tiempo exacto
de un instante en un cristal que al momento se que-dará
huérfano de su presencia. Sevilla es una ciudad
emocional que va mucho más allá de lo racional.
André Breton pensó en ella cuando nos dejó la fra-se
que define la conmoción que provoca: la belleza
es convulsa o no será. Hay que preparar el espíritu
para asimilarla, porque se cuela hasta la médula de
los huesos, porque trasciende lo bonito, porque no
tiene nada que ver con el concepto insustancial de
lo agradable. Digámoslo de una vez: la belleza en
Sevilla tiene peligro. Mucho peligro.
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25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
5. Si no, que se lo pregunten a los exiliados como Al
Mutamid, aquel rey árabe que sufrió el destierro
como un alejamiento de la belleza que había co-nocido
en el primitivo Alcázar, en la orilla del río
donde la tarde se demora, donde resuena el eco
de Quevedo: “Huye lento sin percibirse el día”.
Entonces sucede el prodigio de la simetría tem-poral,
mucho más enigmática que la espacial. La
naranja del amanecer reaparece en el poniente,
ese punto cardinal que en Sevilla tiene nombre
propio: Triana. La luz ha cruzado el río del tiem-po.
Ese naranjal de luz es la pantalla que nos con-vierte
en contraluces del anochecer, en siluetas
recortadas por la tijera de la penumbra. El día se
resiste a entregarse en los brazos insinuantes de
la noche. El último sol apenas puede despedirse
de las espadañas, de los azulejos que pintan de
blanco y azul las cúpulas de las iglesias.
Llega la noche como un descanso. Los ojos ne-cesitan
ese paréntesis de sombra que permita el ejer-cicio
de la memoria. Quien ha paseado por Sevilla
se ha convertido, inevitablemente, en un pintor de
cuadros que se han ido sucediendo con la lentitud
de la mirada. Esas imágenes irán adelgazándose has-ta
quedarse en un recuerdo. De ahí nacerá la imagen
de la ciudad que se llevará el viajero cuando vuelva a
su tierra de origen con la palabra Sevilla rondándole
por dentro. La Ciudad se habrá reducido a una vaga
paleta de colores puros. Es la abstracción llevada al
extremo de la evocación.
Envuelto en el celofán translúcido de las som-bras,
el laberinto se hará más fragmentario aún. Para
recorrerlo, el viajero deberá dejarse de planos y de
mapas. Su intuición le bastará para dar con la luz
de una taberna, con la lámpara encendida de un
café, con ese rincón acurrucado junto a una farola
que se quedará grabado en el fondo romántico de su
alma. Una plaza ligeramente encendida. Una calleja
donde la oscuridad huele a jazmín. Una luna que lo
persigue más allá de las palmeras que se afanan por
Ferrán Adriá
Sevilla no se puede explicar, hay que vivirla.
Tiene un alma única. Cuando aterrizas en
la ciudad y comienzas a pasear por sus ca-lles,
sientes pura magia...
Yo que soy de Barcelona, puedo decir que Sevilla es
una de las ciudades más increíbles que he visto en
todo el mundo.»
hundirse en el agujero negro de la madrugada. Es la
hora de las confidencias. El momento justo en que
los amantes de la Ciudad echan mano del silencio
para recorrerla mientras las calles son el eco de los
pasos perdidos y ganados para la vida.
La Ciudad duerme como una amante que sueña con su pro-pia
belleza. Sabe que dentro de unas horas volverá
a suceder el prodigio. Entonces volverá a sentir la
caricia primera de la luz, principio y fin de su ser.
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25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
6. 20 21
25 razones para conocer Sevilla La Luz LOS SENTIDOS
7. El silencio
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Sostiene Silvio, el rockero que les rezaba a las Vírgenes al
ritmo italianizante del Pregherò, que la música es el silen-cio
bien cortado. Y es cierto. Quien quiera comprobarlo,
sólo tiene que buscarse en las calles que repiten la
melodía rítmica de los pasos del paseante. De la len-titud
de la redonda o la negra, al repiqueteo de los
tacones en forma de corcheas o semicorcheas. En
Sevilla, el suelo de sus callejas es un instrumento de
percusión presto para el allegro del caminante, para
el andante que quien anda de aquí para allá buscan-do
la belleza de lo imposible, para el adagio de quien
se demora en la contemplación de sus formas. En
Sevilla, los adarves son esos callejones sin salida que
ofrecen un muro como el eco que repite los pasos
perdidos que le vamos ganando a la vida.
El silencio es una obra colectiva de esta ciudad cuando
se encierra en la plaza de los toros y se tiñe con el
color solar del albero. Tambor del miedo, el piso
de la plaza siente las embestidas sonoras de la fiera
mientras el torero mece el silencio en el capote, o lo
ralentiza en la muleta que se mueve al compás de
la lentitud. Cuando los aficionados de otros lares
acuden a una corrida de toros en Sevilla, les sor-prende
ese silencio compacto, mineral, que se crea
en la plaza cuando el torero y el toro se quedan a
solas en el ruedo. Es un silencio teatral, pura música
que aísla los sonidos más leves para elevarlos a la
categoría de arte: el piar de los vencejos que sobre-vuelan
el escenario de la tragedia, la voz del hombre
que llama al toro, el mugido lorquiano del animal,
el tranco sonoro de la embestida...
Si la faena es sublime, entonces sonará la música.
Pasodobles para redoblar la belleza mientras el artis-ta
doblega la fuerza ciega del tótem. Es la misma
música, con los matices del ritmo y la melodía,
que suena en la calle cuando la ciudad celebra la
gran tragedia de la historia, cuando el drama sa-grado
se desangra en las calles por donde la cera
ha ido dejando un rastro caliente. La misma banda
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25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
8. de música que acompañó a las imágenes sagradas, durante la
Semana Santa, es la que interpreta los alegres pasodobles en la
Maestranza.
Durante los días de la Pasión según la ciudad, podemos
escuchar esa música masculina, valiente en el metal
de la corneta y en el rugir del tambor, que acompaña
al Cristo doliente. O podemos extasiarnos con la mú-sica
dulce, femenina y melancólica, tras los pasos de
palio que le sirven de refugio al dolor de la Madre. A
Ese silencio es el órgano sin notas que no deja
de tocar su melodía hueca en las iglesias de Sevilla.
Templos que surgen de la raíz mudéjar de la ciudad,
y que son un refugio para los oídos torturados por
el ruido de nuestra época. Silencio de piedra, de la-drillo,
de cal, de retablos dorados por el esmero del
artista. Silencio de imágenes que nos hablan en voz
baja desde los retablos. Silencio de bancos de ma-dera
que nos invitan a la contemplación. Silencio
de clausura en los conventos donde no se oye ni
el paso del tiempo. Patios silenciosos cortados por
las diagonales de la luz, arqueados sobre columnas
que sirven para sostener el bisbiseo de la oración.
Silencio femenino, entrecortado por las cuentas de
un rosario, por el toque de maitines o de laudes, por
las completas que cerrarán el día con el telón silente
de la noche.
Ese silencio llega a los jardines nocturnos, allí donde la os-curidad
es la mejor aliada para esta forma de conce-bir
la música. Bajo las sombras sin luz de los árboles,
el paseante gozará de ese encuentro consigo mismo
que le ofrece esta ciudad. Porque Sevilla, como las
viejas ciudades atravesadas por la sabiduría de los
siglos, es un espejo que nos permite reconocernos
en esos silencios que nos llevan de la mano hasta
nuestro interior más profundo. Sevilla es una ciudad
que se presta para el paseo solitario, pensativo, pe-ripatético,
filosófico. Ese silencio desconocido para
los que no han entrado en el cofre de los secretos
sevillanos, es uno de los tesoros más hondos y pre-ciados
de la ciudad.
Quien venga a Sevilla en busca de la fiesta, la encontrará.
Pero ha de saber que también existe esa hondura del
silencio que sirve como cimiento inmaterial para el
ramaje colorista de la alegría. Se recoge el silencio en
los templos donde el incienso frío es la memoria de
la Pasión. Y entonces renace, como la primavera que
todo lo puede, ese gozo que se contagia a través del
aire. El viento es el pentagrama donde se escriben
las sevillanas que le cantan al amor, a la belleza, a
la vida. Esa música se alza en los brazos altivos de
las mujeres que bailan para curvar la luz de la tarde,
para demostrarle al mundo que hay más horizontes
que la pena y el dolor.
las cuerdas de la fiesta. Pero todo tiene su reverso en
esta Ciudad dual. Y la guitarra, como cantó el poe-ta
Gerardo Diego, es un pozo con viento en vez de
agua. O viceversa. En los jardines, ocultas por los
arrayanes y los parterres, hay guitarras de agua con
forma de fuentes. Allí, en esos reductos de la delica-deza
vegetal, el paseante puede escuchar la música
del agua que que baja desde las nieves antiguas. En
las tazas pétreas de las fuentes, asciende de forma
incesante el sonido que tanto se parece al que des-tila
la lluvia cuando cae mansamente sobre el már-mol
delicado de sus patios. Suenan con esa melodía
machadiana que nos recuerda el paso del tiempo, el
transitar de la vida.
El limonero lánguido suspende
una pálida rama polvorienta
sobre el encanto de la fuente limpia,
y allá en el fondo
sueñan los frutos de oro…
Es una tarde clara, casi de primavera,
tibia tarde de marzo,
que el hálito de abril cercano lleva;
y estoy solo, en el patio silencioso,
buscando una ilusión cándida y vieja:
alguna sombra sobre el blanco muro,
algún recuerdo, en el pretil de piedra
de la fuente dormido, o, en el aire,
algún vagar de túnica ligera.
Las fuentes están afinadas por el Músico que
todo lo rige en el universo. En Sevilla, las fuentes son
guitarras con agua en vez de viento. Suenan con ese
acorde limpio, inmaculado, transparente. Nos lle-van
hasta la eternidad que tantas veces ha soñado
el hombre a lo largo de su historia, y que en Sevilla
puede encontrar gracias a una cofradía que le rinde
culto al Silencio. El Silencio ignoto, inconmensura-ble,
enigmático de Dios. Aunque en la Biblia es la
Palabra, en esta ciudad Dios también es el Silencio.
Un Silencio de naves góticas, altísimas, catedralicias
en la honradez metafísica de la piedra insobornable.
Un Silencio de clarinete, oboe y fagot que suena
con la timidez de quien sabe dónde está la llave del
misterio.
veces, la música puede parecer alegre para quien no
está habituado a llorar la alegría, a gozar de la pena.
Sentimientos encontrados que encontrará en cual-quier
plaza, que no en una plaza cualquiera, quien
abra los ojos y los oídos a esta contradictoria ciudad.
Sevilla, tan musical y tan flamenca, está presa del
tópico que la reviste de juerga y de jarana, de cas-tañuelas
que aquí se llaman palillos, de zapateados
por sevillanas, de guitarras que no cesan de rasguear
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25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
9. Quien no ha visto a una mujer vestida de flamen-ca
bailando por sevillanas, no sabe lo que se está
perdiendo. En esas muñecas está marcado el com-pás
del baile, que baja por el talle después de haber-se
insinuado en el pecho florecido como primavera
femenina y deseosa. El reloj de arena se estrecha en
la cintura y luego se explaya en las caderas que le
sirven para que la música se haga la dueña del ins-tante.
La flamenca es una guitarra con la cintura de
agua, como entrevió Lorca en aquellas bailaoras que
giraban ajenas a la muerte que nos espera.
En la Feria de Abril, los sonidos de la ciudad se
concentran y se multiplican en los cascabeles que
alegran el trote de los caballos y las mulas, en los
cascos que marcan el compás sobre la dureza ado-quinada
del pavimento, en las palmas que jalean el
jolgorio en una caseta, en la calle del infierno que
se llama así porque todos los ruidos del mundo se
concitan en sus calles, efímeras como la infancia que
ve la gloria precisamente en el averno. La misma ciu-dad
que le rindió culto al silencio unos días antes, se
transforma en este caos sonoro que llega al extremo
de lo ruidoso, como si le hiciera falta probarlo todo
para quedarse en el equilibrio que le marca su torre
fortísima.
Si alguien quiere escuchar el sonido que marca
el alma de Sevilla, que se detenga ante el bronce de
sus campanas. Campanas de la Giralda, que bajan
desde el mismo cielo para traernos el divino repique
del gozo eterno. Campanas de las iglesias que re-cuerdan
los lugares donde hubo mezquitas musul-manas,
donde basílicas paleocristianas se hunden
en los estratos de la memoria. Campanas humildes
que dan lo único que tienen: la hora. Campanas que
brillan como el sonido del mediodía, que se apagan
en el último eco del crepúsculo, que despiertan a
las palomas rosadas del amanecer. Campanas que
hacían llorar a Juan Ramón Jiménez cuando las es-cuchaba
en el Patio de los Naranjos, bajando desde
la altura mudéjar y cristiana de la Giralda hasta sus
privilegiados oídos de poeta.
Antonio Gala
A los catorce años de mi vida (a esa edad en la que
se adquiere la certeza de que el mundo de alrede-dor
no va a servirnos, y habremos de inventar, de
arriba abajo, otro, que luego tampoco inventamos),
a esa edad me sobrevinieron juntos dos terremo-tos:
la adolescencia y Sevilla. Quizá fue demasiado.
Por eso, como Gil Vicente, pude cantar: Ay, mis pri-meros
amores / en Sevilla quedan presos. / Malha-ya
quien los envuelva. Por eso, igual que el barco
ebrio de Rimbaud, vi a veces en Sevilla lo que otros
creyeron ver. Y en Sevilla me sucedió lo que a casi
todos: que, por decir las cosas indecibles, me dejé
sin decir las otras.»
Sevilla es una ciudad de matices. Quien no lo entienda así,
se perderá lo mejor de ella. Sus encantos se sugieren
en medio de esos silencios que son el umbral de la
música, el patio interior donde los sonidos brotan en
la armonía de sus fuentes. Y rasgándolo todo, el eco
lastimero de una soleá, de una seguiriya, de una sae-ta
que se clava en la imagen misma del dolor. Óperas
escritas por los mejores músicos de la historia suce-den
en esta ciudad donde el silencio, como se dijo
antes, es la música bien cortada. O viceversa.
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25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
10. 28 29
25 razones para conocer Sevilla El Silencio LOS SENTIDOS
11. El tacto
3
En Sevilla se puede tocar la luz con los ojos. La ciudad es
una sinestesia total, una mezcla de sentidos que convier-te
la música en algo dulce, que le arranca notas musicales
al arpa quieta de los estanques, como si las cuerdas
fueran rayas afinadas en el agua. En Sevilla se pue-de
tocar la luz en la sinfonía de los azulejos que van
desde el verde a la sombra, desde el destello al azul
cobalto, desde el negro riguroso al blanco que aprie-ta
el arco iris en su esmalte. No hace falta acercar los
dedos para comprobar la perfección esférica de la
cerámica que se curva en los jarrones que decoran
sus rincones más íntimos.
Sevilla es un roce del aire sobre la piedra, una fusión de lo
etéreo con lo más sólido, de lo efímero con lo peren-ne.
Su Catedral siente esa caricia del aire tibio que
envuelve la rugosidad de los contrafuertes y arbo-tantes.
Ese mismo aire es capaz de abrazar el talle
de su torre mayor, de esa Giralda que siente el tacto
del frío en el ladrillo que nació del horno donde el
calor alcanza las cifras de lo absoluto. Por eso su piel
femenina se eriza en la forma caprichosa, y sin em-bargo
matemática, de las sebkas. Aquí damos con
uno de los secretos mejor guardados de la ciudad.
Quien la ve desde fuera piensa que todo es posible,
que todo vale. Negativo. En Sevilla el tacto es más
que un sentido: es una forma de relacionarse con la
ciudad y con aquéllos que la habitan.
El tacto no sólo reside en las yemas de los de-dos
que sienten la frescura de la cerveza, la hume-dad
que empaña una copa de Jerez, o una caña de
manzanilla sanluqueña. El tacto también está en esa
forma de actuar que caracteriza al sevillano. Hay que
tener cuidado con eso, o sea, tacto. Mucho tacto re-quiere
esta ciudad para no pasarse de listo. Siempre
existe la tentación, para el visitante, de creer que ha
comprendido a Sevilla en un minuto. Es tanto lo que
entra por los sentidos, que el paseante se siente de
repente el dueño de la ciudad, como si hubiera reco-
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25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
12. librio está la virtud, o viceversa. La media distancia
es lo ideal en estos casos. En los bares se puede
conversar con cualquier sevillano que comparta la
barra, que aquí se dice el mostrador. Pero de ahí a
creer que ya se ha entrado en la intimidad del na-tivo,
hay un abismo. El sevillano es muy reservado
para sus cosas, aunque aparente lo contrario. Por
eso no hay que llevar al extremo esa hospitalidad
que lo caracteriza. Quien pretenda forzar la amis-tad,
sin dejar que el curso natural la lleve a buen
puerto, está condenado a quedarse en el umbral,
en el zaguán donde la cancela impide el paso al pa-tio
interior.
rrido sus calles y sus plazas desde los orígenes de su
propia infancia. En ese momento, la tentación cobra
forma, y el engaño se hace presente: quien está em-pezando
a descubrir la ciudad puede creer que ya lo
sabe todo de ella. Y evidentemente, no es así.
Para andar por las entrañas de Sevilla hay que tener tacto.
Mucho tacto. Esta ciudad tan antigua encierra el
peligro de la belleza que deslumbra, y que ciega el
intelecto. Para relacionarse con Sevilla y con los se-villanos,
es fundamental guardar ciertas distancias.
Ni muy lejos, ni demasiado cerca. Como si el es-pectador
fuera un torero. En el sitio justo del equi-que
descargan esa lluvia que convierte la ciudad en
un espejo de sí misma. Los pies rompen el cristal de
los charcos al caminar, como si quisieran constatar
que no se trata de una alucinación. Y Sevilla se toca
y se retoca en el tocador de los cristales donde revive
el mito de Narciso.
Esta ciudad es capaz de provocar esa sines-tesia
que confunde los sentidos hasta convertirlos
en variaciones de una misma percepción. No hace
falta pasar las yemas de los dedos por las texturas
que adivina el ojo a medida que vamos recorriendo
la ciudad. La piedra romana es el símbolo de la ro-bustez
que acompañó al Impero cuando Híspalis e
Itálica eran dos ciudades separadas por el río Betis.
Las aguas encauzadas por la dársena tienen el brillo
terso de un cristal que a veces siente el rizo del vien-to
que entra con la marea. Esa suavidad líquida con-trasta
con la piedra que se alza en las ojivas góticas,
en los pináculos que a veces son llameantes, como
un fuego mineral coagulado en la verdad del Arte.
Hay que entrar en los patios de Sevilla para apreciar, en toda
su riqueza, esta variedad de texturas que se acumu-lan
hasta conformar la superficie barroca de la ciu-dad.
El suelo de mármol o de ladrillo, dualidad entre
el poderío del primero y la humildad del segundo.
Zócalos de azulejos donde aún se pueden percibir
los puzles cortantes del alicatado. Yeserías que nos
hablan en el Braille de la lengua árabe, que empujan
Esto último sólo sucede cuando el visitante
se pasa de listo. Si se comporta con esa franqueza
que caracteriza a quien se acerca a una ciudad para
vivirla y conocerla en su plenitud, entonces gozará
del encanto que pervive en ella y en sus moradores.
Entablar una conversación con un sevillano es tarea
sencilla. Si se le habla bien de su barrio o de su co-fradía,
o de su caseta de feria, entonces se tiene un
amigo en potencia para toda la vida. Hay que dejar
que sea el sevillano quien exponga los defectos de
la ciudad. Defectos que nacen del amor desmedido
por ella, ya que sólo sufre esos males sobrevenidos
por el inevitable paso del tiempo quien ama de ver-dad
a una ciudad. Lo dicho: tacto y media distancia.
Ni lejanías que impiden la comunicación, ni el exce-so
de cercanía que la ahoga.
Una vez establecida esta relación con la ciudad, el
reto que se presenta está definido por una palabra:
gozo. Maneras de gozarla hay tantas como personas
la han recorrido, la han disfrutado, la han contem-plado,
la han escuchado en esos silencios tan hon-dos
que se pierden en el pozo sin fondo del misterio.
Una forma del tacto reside en la sensación térmica.
El cuerpo está envuelto en el aire tibio de marzo, en el
calor suavísimo que despunta en abril y que repunta
en mayo, en las tardes interminables de junio, en las
calores de julio y agosto que nos llevan al placer de
la sombra y el frescor. El alma se deja llevar por el
dorado de un atardecer de otoño, cuando los termó-metros
marcan la temperatura exacta que nos recon-cilia
con el mundo. Y se repliega en esos días breves
que anuncian el invierno, cuando el río se sale del
cauce y deja en el aire esa humedad que nos recuer-da
a la bruma de Bécquer. Nieblas como gasas que
van besando los labios mudos de quien contempla
el verdor del parque de María Luisa. Nubes bajas
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25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
13. Lorenzo Milá
Mi Sevilla es Mateos Gago y el barrio de Santa Cruz,
el sonido de pasos y risas que me despertaban por
la noche y los cascos de los caballos por la maña-na,
tras una larga madrugá. También las tortas de
aceite, los cortadillos y las tortas de polvorón. Los
preciosos bares donde siempre te reciben como si
estuvieran contentos de verte. Mi Sevilla también
es el color de la piedra de la Catedral iluminada por
la noche, el olor del azahar y los caballos. El chi-rriar
de los neumáticos sobre la cera de los pasos
en Semana Santa. Inevitablemente, mi Sevilla está
ligada a mi familia sevillana, tanto Milá como Men-cos,
a la que quiero mucho. ¡Gracias Sevilla!»
las grafías hacia nuestros ojos como si así pudiéra-mos
descifrarlas. Alfarjes tallados para recubrir los
techos con la calidez de la madera. Y cristales que
dejan pasar la luz, que la filtran con los lápices de
colores de las vidrieras. Hierro forjado en fraguas
que tal vez recuerden el sonido primitivo del marti-nete
flamenco. Hierros que suenan al compás libre
Sevilla es una ciudad para tocar y para ser tocada. Para to-carse.
Sevilla también es una alcoba donde las ca-ricias
se hunden en el fuego del deseo, donde los
labios sienten la espina amorosa del beso, donde
los poetas siempre estarán presentes en el roce sutil
del aire, en la brisa que desordena el cabello de una
mujer hermosa. Sevilla no es un museo. En Sevilla
del cante grande, hondo y jondo a un tiempo. Y cu-briéndolo
todo, ese mar detenido en el barro ondu-lante
de las tejas que se unen en el oleaje del tejado.
El tacto también reside en la sensación corpo-ral
que nos indica si estamos cansados o dispuestos
para acometer un esfuerzo físico de importancia. Ese
cansancio es el que experimenta el sevillano cuando
se somete a los grandes ritos de la ciudad. Es el es-tar
cansado que sucede a la gran noche de Sevilla, a
esa Madrugada que invierte el orden de los relojes.
Las cofradías salen durante la noche, y vuelven a sus
templos cuando el día está rayando en la luz azul
del alba, o cuando el mediodía se ha adueñado del
espacio vertical con un sol que todo lo puede. Ese
cansancio del cuerpo corre parejo con el bienestar
del alma, con la purificación interior que trasciende
lo visto y oído, lo que ha entrado por los sentidos
hasta llegar al sinsentido del alma.
El visitante debería seguir al sevillano en estos
ritos. Dejarse llevar. Olvidar los relojes y las conven-ciones,
los almanaques y los horarios que encarrilan
nuestra existencia. Ese tiempo sin tiempo es similar
al de la infancia, al de la juventud que pasó de largo,
al de los dioses que no conocen más limitaciones
que las impuestas por su propia voluntad. Durante
esa Madrugada, el Cristo siente en sus manos la as-pereza
de la soga que las amarra, o el rigor rugoso
de la cruz que será el instrumento de su martirio. El
costalero se agarra a la madera donde se asienta el
paso. Los nazarenos acarician su túnica de ruán o
su antifaz de terciopelo, y dejan que sus dedos se
hundan levemente en la blandura luminosa del ci-rio.
Otros tendrán el privilegio de leer el repujado
de las varas, de las bocinas, de las insignias o de los
ciriales que portan. Hasta llegar al músico, que toca
lo que le sirve para tocar la marcha que suena tras
un palio donde las texturas se adivinan en la plata
repujada, en la cera llameante, en la flor trémula, en
el terciopelo bordado por unas manos que dejaron
sus huellas de oro en el terciopelo.
hay que tocarlo todo con los ojos, con las yemas
florecidas de los dedos. Su piel está compuesta
de ladrillo y cal, de cerámica y cristal, de hierro
forjado y piedra tallada, de yeso modelado en
la blandura del recargado equilibrio. Epidermis
presta para la caricia. ¿No tocar? A Sevilla hay
que tocarla para que ella nos pueda tocar con el
ángel inefable e invisible de la gracia.
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25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
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25 razones para conocer Sevilla El Tacto LOS SENTIDOS
15. El olor
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El olor es el sentido que nos lleva directamente a la me-moria,
al tiempo pasado, al niño que fuimos y que vuel-ve
cuando siente el aroma de la infancia. El olor es la
punzada que nos devuelve al territorio convulso de
la adolescencia, a la espina aguda del deseo que se
nos clavó para siempre en los años claroscuros de
la juventud. El olor es la esencia de esta ciudad, la
materia intangible que flota en su aire inacabado, en
ese espacio que está esperando el perfume de cada
época, de cada estación marcada por los raíles del
almanaque. Porque en Sevilla el tiempo se mide en
la sucesión de olores que van marcando el calenda-rio
hispalense.
El año no comienza el uno de enero, sino más adelante. Una
mañana transparente como el cristal de marzo, o
una tarde que se prolonga sobre los cielos tranquilos
de Triana. Un paseo por las calles que empiezan a
caldearse con el primer sol de la primavera. Unos
ojos que se entregan al paraíso efímero de la luz que
se resiste a ahogarse en el pantano sin límites de la
noche. De pronto, el cuerpo se estremece sin que
nadie lo note. Mariposas asimétricas recorren ese
lugar sin anatomía que se encuentra entre el pecho y
el estómago. Un calambrazo sutil y decadente des-pierta
el alma de poeta que todos llevamos dentro.
Y entonces...
Entonces comprendemos que todo acaba de
empezar. Que el milagro de la primavera está anun-ciando
resurrecciones gloriosas que le toman el rele-vo
a la tristeza gris del invierno. Los ojos ya no ven.
Los oídos se sumergen en un silencio de naufragio.
El tacto se queda suspendido en el aire, como si flo-tara
algo que acapara toda la atención del cuerpo,
todas las facultades del espíritu. Es el olor de esa flor
que se abre como las tres vocales que la nombran:
azahar. No es un tópico, sino una realidad que el se-villano
espera cada año como si le fuera la vida en
ello. Es la magia del embrujo que siente el visitante
cuando se da cuenta de algo inexplicable: su cuerpo
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25 razones para conocer Sevilla El Olor LOS SENTIDOS
16. Du quesa de Alba
Nunca olvido mi agradecimiento a Sevilla,
que es la ciudad más maravillosa del mun-do,
de la que me enamoré desde el primer
momento que la conocí y este sentimiento no ha
hecho sino crecer a lo largo del tiempo.
Al mismo tiempo, muchas veces siento nostalgia
de calles, de jardines, de rincones que no han de
volver, pero ese sentimiento desaparece cuando fi-naliza
el invierno para dejar paso a la exuberancia
de la primavera, y a las sensaciones de sevillanos y
visitantes ante la Semana Santa. Puedo asegurar
que es una experiencia inolvidable caminar cuando
toda Sevilla aparece engalanada para gozar de su
semana mágica.»
y desarmados, sin más resistencia que esa razón que
no llega a entender lo que está sucediendo en las en-trañas
del misterio. Oler a azahar en Sevilla es algo
que va mucho más allá de una experiencia sensorial.
Oler a azahar en Sevilla es pisar el umbral de la pri-mavera,
es rozar el dintel del paraíso que tiene fecha
de caducidad, aunque eso no le importe a nadie.
Oler a azahar en Sevilla es aspirar esa eternidad a la
que aspira el ser humano.
está envuelto por la gasa de ese aroma que lo rodea
como una cadena, como el vínculo que acaba de
establecer con una ciudad que no olvidará jamás.
Sevilla, generosa y cruel como una amante posesi-va,
le ha impreso su olor en lo más profundo de la
memoria.
Ese azahar recién renacido de las humedades
del invierno, ese tiempo moribundo al que nadie re-cuerda
ya, luce en los pétalos de su blancura toda la
pureza de la vida. Es un canto callado a la esperanza,
un salmo sin letra que se eleva hasta los cielos que
acogen esa sutileza con los azules que llegan hasta
el extremo del ultramar y del cobalto. De pronto,
ese asalto se convierte en una declaración de amor
y de deseo, en unas ganas irreprimibles de besar
los labios inexistentes de esta ciudad con alma, con
cuerpo, con aroma... Sevilla es una mujer irresistible
cuando se coloca las gotas del azahar en su perfil de
diosa, cuando nos embriaga con esta esencia que re-coge
en el cristal finísimo del aire, en ese relicario de
vidrio que es tan reducido como el universo.
Hay sevillanos de vocación que se enamora-ron
de la ciudad en un instante. Una línea marcó la
frontera entre la admiración y el amor, entre el gozo
estético y la entrega absoluta al ideal de Sevilla. Fue
en ese momento sin relojes ni cronómetros, en ese
punto concreto del tiempo en que la esencia del aza-har
los cogió desprevenidos, en medio de una plaza
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25 razones para conocer Sevilla El Olor LOS SENTIDOS
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25 razones para conocer Sevilla El Olor LOS SENTIDOS
18. El gusto
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Lo escribió Luis Cernuda en Ocnos, el libro que mejor
retrata la esencia de Sevilla sin necesidad de nombrar
a la ciudad. Para este poeta difícil y esquivo, comerse
una yema de San Leandro es morder los labios de
un ángel. En esa definición está encerrado el sentido
que mejor define al sevillano: el gusto. Para cono-cer
y amar a esta ciudad hay que poseer una cua-lidad
compleja que algunos llaman paladar, y que
otros denominan buen gusto. Sevilla está perma-nentemente
preocupada por su belleza, el rasgo que
la identifica y que le permite vencer al tiempo... o
crearse esa barroca ilusión.
Si las yemas del convento de San Leandro son los labios de
un ángel, ¿qué podemos decir de la memelada de
naranja amarga que fabrican en el monasterio de
Santa Paula? Tras una de las fachadas más her-mosas
que ha levantado el Renacimiento español,
las monjas convierten la amargura de las naranjas
agrias en una ambrosía propia de reyes y de reinas,
como la de Inglaterra sin ir más cerca. Mermelada
que resume las dos caras de esta ciudad contradic-toria
y dual, acíbar y miel al mismo tiempo. Mieles
derramadas sobre los pestiños o las torrijas, esos
dulces que lleven en sus formas el anticipo de la
Navidad y de la Semana Santa.
En Sevilla también existe un calendario de sa-bores
que va unido al almanaque gustoso de la ciu-dad.
El año termina y empieza con las almendras
de los alfajores, con la canela de los polvorones y de
los mantecados, con la forma barroquísima de esos
pestiños que crujen como el tiempo que se nos va.
Desde la cercana Estepa llegan estos manjares que
endulzan el tránsito temporal. En sus conventos,
tras los muros que protegen el silencio claustral y
la penumbra donde Dios vela, las delicadas manos
monjiles hacen filigranas con el huevo y la lecha, con
la almendra y la harina, con la canela y el ajonjolí,
con el indiano chocolate y con el azúcar que todo lo
puede. A través de los tornos se comunican con el
paladar más exigente. Todo es tan natural como esa
luz de diciembre que parece lavada en el agua fría de
la aurora.
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25 razones para conocer Sevilla El Gusto LOS SENTIDOS
19. a la altura, o a la bajura, de la hierba. Esas es-pinacas,
conveniente guisadas y tratadas con las
especias que las elevan hasta la altura de manjar,
forman parte de la memoria sentimental del se-villano.
El aceite ha de ser virgen, algo natural en
una ciudad tan mariana... Y el pan, de bollo si es
posible, para mojarlo en la salsa de las espinacas
con garbanzos, o en el caldo del potaje de garban-zos
con espinacas.
Y de las espinacas, al bacalao. Este pescado salado y desa-lado
forma una trinidad gastronómica, artística y
urbanística. Además de ser un pez, el bacalao es
la insignia donde va bordado el escudo de cada
cofradía. Al ir recogido ese estandarte en señal de
luto, su forma se asemeja, para el pueblo, a la del
bacalao cuando se expone en los escaparates de
las tiendas donde lo venden... o en la esquina de la
cuesta a la que le da su nombre. Porque en Sevilla
las calles pueden tener dos nombres perfectamen-te.
¿No estamos hablando continuamente de una
ciudad dual? Pues eso. La calle Argote de Molina
se llama, sobre en todo durante la Semana Santa,
la Cuesta del Bacalao. Un comercio que lo merca-cluye
Luego llegarán las vísperas de la Semana Santa.
Entonces será tiempo de vigilia. El sevillano es ca-paz
de convertir una penitencia en un placer. Eso
no lo entienden en muchos lugares del mundo, pero
ya es tarde para corregirlo. Son siglos de torrijas ba-ñadas
en leche o en vino, y perfumadas con la miel
que les dan una pátina de imagen barroca. Herencia
islámica santificada por el rito cristiano. El concep-to
híbrido de lo mudéjar también llega a las papi-las
gustativas. Tardes que se alargan en esa luz que
dora las torrijas y que el sevillano espera como una
Resurrección anticipada. Ahí está la calve del gozo,
esa praxis que va más allá del hedonismo porque in-
sentimientos tan contrarios como la alegría y el
dolor, la nostalgia y la esperanza.
Durante la Cuaresma, los guisos tradicionales vuel-ven
a los hogares y a los bares y restaurantes don-de
se disfruta de esta tradición. Es imprescindible
señalar que existen dos platos que son lo mismo,
pero no son lo mismo. Las cosas de Sevilla... No
es lo mismo comerse unas espinacas con garban-zos,
que unos garbanzos con espinacas. El orden
de los factores altera el producto, y de qué manera.
Aunque en los dos casos podamos levitar gracias
a la fina conjunción de una humilde verdura que
para algunos no pasa del rango inferior que la si-túa
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25 razones para conocer Sevilla El Gusto LOS SENTIDOS
20. ba había allí, y el bacalao de mentirijillas que daba
aviso del género se repuso no hace mucho para re-cordar
semejante enclave. Pescado, insignia y calle.
No hay nada más sevillano, pues, que un plato de
bacalao con ese tomate que llegó desde América a
través del río. Bacalao con tomate, pavía de bacalao,
tortillitas de bacalao, garbanzos con bacalao... Todas
las variantes posibles se dan con este pescado que
antaño era patrimonio de las clases más humildes, y
que hoy se venera en los templos gastronómicos de
la Sevilla que se inclina por la tradición en el buen
comer.
En Cuaresma, y en cualquier momento del año,
se puede y se debe comer uno de los platos que los
más integristas prefieren en papel de estraza con
forma de cartucho: el pescado frito. En Sevilla se
llamó siempre ‘pescao’, aunque ahora se denomine,
por influencias internas y externas, con el diminu-tivo
‘pescaíto’. El pescao frito es santo y seña de las
reuniones que celebran los cofrades, cariñosamente
llamados capillitas, tras sus cabildos y reuniones de
la Cuaresma. Después de echar horas de trabajo en
el montaje de los pasos que han de procesionar en
Semana Santa por amor al arte, nunca mejor dicho,
nada supera un buen papelón de pescao frito para
calmar el hambre y darle juego a la conversación.
besado las aguas y las arenas del Guadalquivir en su
desembocadura sanluqueña, incluso las miniaturas
de las puntillitas tienen cabida en un papelón de
pescao frito. Para regarlo, nada mejor que una ru-bia
muy fría, como aquí se denomina a la cerveza.
Y para acompañarlo, las regañás: una delicadeza de
pan finísimo y crujientísimo imposible de descri-bir...
y de olvidar.
El pescao frito no falta en la Feria de Abril, donde los platos
estelares son el marisco y el jamón para los pudien-tes,
y la tortilla de patatas o el sabrosísimo y humil-de
pimiento frito para los que anden más estrechos
que las calles de la Judería. En la Feria, las gambas y
los langostinos lucen en las mesas junto al jamón: si
En un buen papelón de pescao frito no pueden fal-tar
las rodajas finas y crujientes de merluza, que aquí
se llama pescada. Cuando se trata de los pedazos
menos nobles, aunque más sabrosos que los demás,
entonces se denominan pedacitos. Tampoco pue-de
faltar ese adobo que se preparaba con un aliño
mágico destinado a conservar el pescado cuando no
había cámaras frigoríficas, y que hoy se ha queda-do
en una cuestión de buen gusto. Calamares fritos
como mandan los cánones, chocos recién llegados
de Huelva, pijotas y boquerones, acedías que han
P lácido Domingo
Una vez más se me pide que comente mi vincula-ción
con Sevilla. Mi mundo, mi pasión es la música
en general y la Ópera en particular. En Sevilla, pa-seando
por sus calles, siguiendo el rumbo que la
grácil y hermosa mujer que se esconde en el alma
de su veleta me marque, puedo soñar, mejor diría
vivir, casi sin transición los mil personajes que la
ciudad ha inspirado. Así, puedo reír con Fígaro en
Santa Cruz y encontrarme con Don Juan toman-do
una manzanilla en la Hostería del Laurel mien-tras
planea seducir a Doña Elvira bajo un cielo que
Velázquez soñara pintar. Puedo apasionarme ante
la antigua Fábrica de Tabacos imaginando el cante
de Carmen y emocionarme al despedirme del re-cuerdo
de la mirada profunda y altiva de la famosa
cigarrera ante la Real Maestranza. Sevilla es para
mí especial por mil razones. ¿Cómo no enamorarse
de una ciudad que ha fascinado a los grandes de la
música, desde Mozart a Beethoven, de Donizetti a
Rossini, de Verdi a Bizet?.
Como ya dije en otra ocasión pero es algo que ex-presa
realmente lo que siento por ella: Sevilla es
especial porque emociona y se emociona, porque
da cuerpo a la belleza y a la gracia de los sueños.
Porque es Musa y Artista a un tiempo, porque vive
el presente proyectando su Historia en el futuro.»
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25 razones para conocer Sevilla LOS SENTIDOS El Gusto
21. Rafa Nadal
Sevilla siempre será especial para mí. De
aquí tengo mi primer gran recuerdo como
profesional. Pero lo que la hace realmente especial
es el calor de su gente y la belleza de sus calles y
monumentos. Sevilla siempre en mi corazón... Gra-cias.
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25 razones para conocer Sevilla LOS SENTIDOS
De tapita puedo ponerle un aliño de huevas, un
poquito de carne con tomate, un chipirón a la plan-cha,
el caballito de jamón, el solmillito al güisqui, la
carrillada en salsa, la sangre encebollada, un cóctel
de marisco, los huevos a la flamenca o el arroz en
paella, que acaba de salir...
El arroz siempre acaba de salir, por eso nunca está pa-sado.
Como siempre acaba por salir, en cualquier
visita a la ciudad, el gazpacho. Estamos ante uno
de los platos más logrados, más redondos, más
saludables, y más recomendados en las épocas
de calor. Gazpacho bebido o tomado con cucha-ra
y guarnición. Gazpacho que nutre y refresca.
Gazpacho que une el aceite de la Bética con el
tomate y el pimiento de las Indias. Gazpacho que
todo lo mezcla en esta ciudad donde la pureza
está precisamente ahí: en el paladar que se deja
llevar por los placeres que se sobreponen en ese
retablo barroco del gusto.
es de bellota, entonces su reino no es de este mun-do,
sino de la sierra de Huelva, vulgo Jabugo. Esas
delicadezas forman un conjunto insuperable si se
acompañan con la manzanilla de Sanlúcar o el fino
de Jerez, conocido en el mundo entero como Sherry.
En la Feria no se come. En la Feria se tapea, que es
distinto. Durante el resto del año se puede hacer eso
mismo en la ciudad. Tapear no es comer de tapas.
Tapear es entregarse a un rito donde se conjugan el
beber con el hablar, la comida con la conversación.
El ritmo es más pausado. No hay orden ni concier-to,
aunque todo esté perfectamente afinado por la
costumbre del sevillano. Hay que dejarse guiar por
el tapeo, como hay que dejarse llevar por la ciudad.
Las horas irán pasando y el cuerpo irá sintiendo esa
mezcla de placeres carnales e intelectuales, espiri-tuales
y espirituosos...
Tapear es ir de la ligereza que debe adornar a la
tapa sevillana por antonomasia, que es la ensaladilla,
hasta las tripas de su cocina: el menudo con garban-zos
o sin garbanzos, pero siempre acompañado del
pan que se moja en la salsa gelatinosa. El menudo
es algo distinto a los callos, aunque forman parte
del mismo árbol gastronómico. En el tapeo caben
los guisos, los asados a la plancha, las ensaladas que
aquí se llaman aliños, los emparedados o montadi-tos,
los fiambes y las conservas, lo más elaborado y lo
más sencillo. En el tapeo cabe absolutamente todo.
Y para beber, desde la cerveza hasta el fino, desde la
manzanilla hasta el tinto, pasando por es mezcla tan
propia en esta ciudad que consiste en rebujar el tinto
con la gaseosa: tinto de verano, que se toma durante
todo el año como su propio nombre indica.
Uno de los placeres auditivos más impresionantes
es escuchar a un camarero de la vieja escuela el arte
del recitado. Va pronunciando con unción sagrada, y
con gracia sevillana, las tapas que puede degustar el
cliente, añadiendo sus particulares inflexiones sin-tácticas
que le quiten aridez a la enumeración:
El Gusto
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