Este documento discute la necesidad de una administración pública eficiente en España. Argumenta que el estado moderno interviene ampliamente en la economía y la sociedad, pero los ciudadanos perciben que el estado les aporta menos de lo que tributan. Propone que la eficacia y eficiencia de la administración pública son principios jurídicos fundamentales y que un informe reciente estima que se podrían ahorrar 32.000 millones de euros al año mediante la racionalización y mejora de la gestión de recursos públicos. Concluye que para
EL DERECHO A UNA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA EFICIENTE
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EL DERECHO A UNA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA EFICIENTE.
Manfred Nolte
El Estado moderno, al menos en los países centrales, ha alargado sus tentáculos
hasta límites insospechados tan solo hace unas décadas. Más allá de una
actuación subsidiaria de la iniciativa primaria, el gasto público -el consumo y la
inversión públicas- representa entre el 40 y el 50 de la actividad total productiva
medida por el PIB. Los presupuestos generales superan en algunas regiones
nórdicas incluso el 50 por ciento. En porcentaje, algo más de una de cada dos
unidades monetarias es generada en ellos por sus administraciones nacionales,
regionales y locales.
Creciente es asimismo la intervención de los Estados en los asuntos económicos,
regulando los mercados con su facultad de dictar normas, modificando la libre
iniciativa contractual, desde el ámbito laboral al industrial, desde el educacional
al sanitario o al medioambiental. Los Estados modernos con su conglomerado de
empresas públicas, pero sobre todo a través de la invasión fiscal en la iniciativa
privada definen, asignan, distribuyen y limitan el derecho esencial a la propiedad
privada que los clásicos reclamaban para una economía en progreso. De hecho, el
sector privado depende prácticamente en todo de los regímenes regulatorios y de
los recursos de asignación de infraestructuras de los Estados modernos.
Este gigantesco corsé administrativo y fiscal ha ido imponiéndose a los
ciudadanos por sus innegables contrapartidas, las consignaciones
presupuestarias en sustento de los pilares del estado del bienestar, que se
sustentan con esa dolorosa contribución denominada impuestos. De ser odiados
y evadidos, han pasado a ser tolerados de forma progresiva, porque la gran
mayoría entiende que la educación, la sanidad y las prestaciones de jubilación
generados con fondos públicos son vehículos necesarios de redistribución de las
rentas.
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Hasta la empresa privada, corazón de la economía de mercado, sobre la que recae
la gran responsabilidad de proveer de inversión al sistema y crear puestos de
trabajo entre sus habitantes ha ido mutando algunos de sus principios
inspiradores. Desde la descarnada proclama de Milton Friedman y la escuela de
Chicago en la que se fijaba la maximización del beneficio como sola y única misión
de las corporaciones, hasta la ampliación de dicha misión al servicio de la
totalidad de los stakeholders o grupos de interés -empleados, accionistas,
clientes, proveedores, gobiernos y comunidades- como se asume en la actualidad,
ha hecho falta una conversión mental radical de los grandes emprendedores.
Llegado a este punto cabe interrogarse si el estilo y la forma en que el Estado
interviene y maneja la cosa privada, la realidad cotidiana del proceso productivo,
es eficaz y eficiente, o si por el contrario es torpe, remolona, flemática y en su
conjunto ineficaz e ineficiente. Incluso cabe asociar estos conceptos a los de
legitimidad democrática.
Un paso previo a la contestación a dicha pregunta la constituye el balance de
pagos y cobros que el administrado percibe en su relación con el Estado. El CIS
en una reciente encuesta de agosto de 2022 nos provee de una respuesta
aproximada. El 62% de españoles considera que el Estado les aporta menos de lo
que ellos tributan. Dicho está.
Pero ¿las contrapartidas que el ciudadano recibe de las administraciones públicas
son eficaces y en su caso eficientes? La eficacia se demuestra en la mera aptitud
para realizar una tarea mientras que la eficiencia se atribuye a aquella tarea que
utilice menos recursos o alcance mayores resultados en su realización. Ejemplos
de conductas ineficaces son la compra de trenes que no caben por los túneles o la
ausencia de centros regionales COVID para el tratamiento multifactorial de los
síntomas y secuelas de la enfermedad. A su vez una muestra de estructura
ineficiente es la ausencia de evaluación del desempeño, la política de calidad, y
otras singularidades aplicables al colectivo de funcionarios públicos, en contraste
con las normas que se aplican en el sector privado orientadas a la mejora de la
productividad.
Tales son las pretensiones de los ciudadanos que la eficacia de la administración
se constituye en un principio jurídico expresamente mencionado en los artículos
31.2 y 103.1 de la Constitución española como una de las piezas fundamentales en
la arquitectura de la Administración pública.
En un reciente informe del Círculo de Empresarios se relacionan puntualmente
las acciones posibles para una mejora de la eficiencia de las administraciones
públicas en España, con independencia del uso ineficaz en las inversiones o
gastos incurridos por el estado. En él se realiza una primera estimación de ahorro
sobre el gasto público en 2021 cifrada en 32.000 millones de euros aplicando
medidas de racionalización de las Administraciones Publicas, mejora de la
calidad y eficiencia en la gestión de los recursos públicos y reducción, y
eliminación en su caso, del gasto burocrático-administrativo o el asociado a
duplicidades.
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Si se considera un periodo de tres años, el ahorro acumulado se elevaría hasta
48.600 millones de euros. Ese ahorro se distribuiría de la siguiente manera: 46%
en las administraciones autonómicas, 32% en las locales y 22% en la central.
El resumen de cuanto precede es que no le basta al Estado la legitimación que le
presta el origen democrático de su poder. Es preciso que el poder se justifique
permanentemente en la adecuada utilización de los medios puestos a su
disposición y en la obtención de resultados reales. La eficacia se ha convertido en
un criterio básico que pondera la legitimidad de la acción pública. Una
administración ineficaz e ineficiente posee una legitimidad ficticia.