Este documento presenta un cuento infantil titulado "Chiquitín y sus cinco amigos". Narra la historia de un burrito llamado Chiquitín que es adoptado por tres niños el día de Reyes. Describe su primer encuentro, cómo recibe el nombre de Chiquitín y breves detalles sobre su infancia con su madre burra.
5. 5
Valconejo, septiembre 2020
Dibujo de la portada: María Romero Lobo
Fotografías del autor
Edición personal
E-Mail: lobomoriche@hotmail.com
Imprime: Gráficasdediego. Camino de Hormigueras,
180, nave 5, 28031 Madrid
6. 6
A Rosario y Adriano,
que no tuvieron su cuento
A María, Miguel Carsana y José,
que tan felices son en Valconejo
8. 8
Índice
Introducción… página 10
Los Reyes Magos… página14
El encuentro… página19
El bautizo… página 23
La infancia… página 27
La yegua y el potrillo… página 34
Y yo también… página 37
Los celos… página42
La covid 19… página 45
Gatos… página47
Valconejo… página52
La flor loca… página 74
El Pericón… página 76
9. 9
Abejarucos… página 79
¡Pero si está castrado!... página81
La baña… página 84
La sed… página88
La saca del corcho… página 90
Fuego… página95
Miedos… página97
Literatura… página 100
Víbora… página 106
El despertador… página111
El veranillo del membrillo… página 114
Tanas… página 119
Pájaros… página 124
Noches de lobos… página 127
Dibujos… página 135
10. 10
INTRODUCCIÓN
Escribir para niños y jóvenes no supone una
tarea sencilla. Es bastante complicado para un
adulto conseguir que sus hechos narrados o
descritos, de acuerdo con la edad de cada lector
y sus circunstancias personales, consigan el
interés de los menores. Un libro bien elegido y
comentado conjuntamente por docente y alum-
nos suele hacer futuros lectores. Y un niño o
joven que ame la lectura desarrollará, poco a
poco, sus capacidades de expresión y compren-
sión -tanto en el plano oral como en el escrito-,
aumentará su espíritu crítico, enriquecerá su
vocabulario, será capaz de resumir un texto, de
expresarse con lógica, analizará hechos... Pero,
11. 11
sobre todo, disfrutará y se sentirá libre de ata-
duras correteando por los entresijos de la obra,
para que, finalmente, sea él quien la haga suya
y la reescriba. Escribir de nuevo lo ya escrito
por otro se hará de forma oral, una vez interio-
rizado el contenido, la trama y el mensaje del
texto. Es el gran valor que nos aporta la Litera-
tura, una sorprendente capacidad de hacer y
deshacer continuamente en nuestra mente.
Pretendo que Chiquitín y sus cinco amigos
pueda ser leído y comentado por adultos a
niños que aún no han alcanzado la madurez
lectora, y por jóvenes que hayan desarrollado
esa capacidad. Niños que sientan interés por el
relato oral, o que estén a las puertas de la
pubertad e incluso adultos que nunca aspiren a
dejar de ser niños.
12. 12
Tanto el lector que inicia sus primeros pasos
en la lectura como el incipiente escritor tienen
ante sí su particular mundo circundante donde
ellos habitan: un espacio conocido para que el
lector infantil se sitúe fácilmente, y un espacio
de donde el escritor pueda partir sin artificio-
sidades. Es decir, favorecer un progresivo avan-
ce hacia la realidad lejana, pero partiendo de su
espacio más cercano. ¿Y qué más cercano que
nuestra propia habla?
A toda esa diversidad de niños les presento
varias escenas de la vida rural de Cortegana,
bajo la forma literaria de la prosa poética, donde
lo lírico siempre está presente en el camino em-
prendido hacia la búsqueda de nuevos conoci-
mientos y de potenciar las sensibilidades. In-
tención de motivar una constante valoración y
13. 13
respeto hacia la naturaleza, de dar respuesta a
las constantes preguntas que los menores nos
suelen hacer. Realidad aunada al atractivo mun-
do infantil de lo mágico maravilloso.
Que el niño lector goce con la presencia a su
lado de la vida animal, representada por Chiqui-
tín, quien le acompañará en la contemplación
del paisaje, en el conocimiento de los secretos
de la flora y de las aves, en las travesuras de los
niños, en los peligros, en la observación de la
vida humana que habita y da sentido al medio,
en este caso al paraje de Valconejo.
Espero que esos niños lectores amen el sor-
prendente campo que les rodea, que expresen
con vehemencia su natural espíritu de posesión:
"El campo es mío, es mío". (José Luis Lobo Moriche)
14. 14
LOS REYES MAGOS
Para María y su hermano José la noche de
Reyes se había iniciado con repetidos cosqui-
lleos en las nalgas y en los pies, síntomas no
sólo de que la sangre se les pausaba en las pier-
nas, motivado por el exceso de emociones vivi-
das y por venir, sino también por el esfuerzo
vano de intentar arrastrar antes de tiempo al lu-
cero del alba hasta el cielo del castillo de Corte-
gana, para que desde allí cediese el paso a la
tenue claridad que el Sol nos regala momentos
antes de amanecer. Pero, como la noche de
Reyes es larga, larga y maravillosa, llegaron los
repentinos repelucos que provocan que los ca-
bellos se ericen, los consabidos tiritones entre-
15. 15
cortados y los restallidos de dientes cuando
oyeron pasos sigilosos que parecían dados por
gentes con los pies descalzos, de puntilla y
mezclados, de vez en cuando, con caídas al
suelo de algunas cajas de cartón.
Ninguno de los dos hermanos se atrevió a
encender la luz del dormitorio. Al contrario,
apretaron sus ojos y los escondieron entre la ne-
grura de la madrugada, no por miedo a los des-
compasados sones sino para cumplir con las pa-
labras de su madre de que los Reyes Magos sólo
traen regalos a los niños que duermen profun-
damente cuando los visitan.
Con los primeros rayos de luz que se colaron
por las rendijas de la ventana, José empezó a
desperezarse. Sendas patadas bastaron para que
16. 16
se deshiciera del lío de sábana y manta que
aprisionaban su cuerpo y se saliera de la cama
con un decidido salto en busca de los regalos
que había pedido al rey Melchor. No escapó
mal: sus zapatos estaban repletos de monedas
de chocolate; y, a lo largo del pasillo, varias ca-
jas envueltas con papeles de múltiples colores
evidenciaban que los tres magos de Oriente les
habían visitado y correspondido admirable-
mente.
Tanta alegría y alboroto provocaron que
María se despertara, que de un brinco se uniera
a la tarea de abrir los paquetes, tras haber
dejado el enlosado del salón cubierto de monto-
nes de papeles, cuerdas, caramelos, lazos y
cartones.
17. 17
Quizás su destreza en la lectura fuera la causa
de que ella advirtiese a su hermano de la pre-
sencia de una cuartilla manuscrita con carac-
teres muy bellos y adornada con varios dibujos
relativos a la naturaleza. De todos los motivos
campestres resaltaba una fotografía, en color,
de un burrillo de apenas un año de edad que,
ataviado con un cabezal verde descolorido, per-
manecía amarrado con un delgado cordel a la
cancela de entrada al campo del abuelo Lobo.
- ¡Fíjate, José, nos han traído un burrino!
Pone que lo han dejado para nosotros dos
y para los primos, Miguel Carsana y Ro-
sario.
Una fotografía de un burrino, como había
dicho María, bastó para que ambos dejaran sus
18. 18
regalos abandonados bajo una montaña de car-
tón y papel, y que las palabras manuscritas de
los magos fuesen leídas una y otra vez por los
dos hermanos.
Poco tardó en sonar el timbre de la puerta.
Resultaba fácil averiguar quién retocaba con
insistencia, porque las voces del primo Miguel
Carsana mientras subía los veinte peldaños de
la escalera hubiesen despertado a cualquier ve-
cino tardo de oídos. Aún no le habían abierto la
puerta y ya se colaba en el interior del salón la
sucesión exclamativa de ¡Un burrino, un burri-
no, un burrino!
19. 19
EL ENCUENTRO
¡Allí estabas!, deseoso de compañía, tal como
aparecías en la fotografía que los magos habían
dejado sobre una de las paredes a modo de cua-
20. 20
dro. ¡Qué mirada más tierna y confiada! Les dis-
te la bienvenida a los tres niños irguiendo tus
peludas orejas, sin rebuzno alguno, ni haber
mantenido en tensión tus manos ni las patas, ni
siquiera mostrando tu cuerpo encogido por el
miedo de hallarte en un lugar no habitado por
otros burrillos; como si supieses que iniciabas
con ellos una atractiva forma de vida muy dife-
rente a la que habías llevado hasta entonces, y
que tú anhelabas descubrir qué aventuras te de-
pararían ahora, tal como busca un buen explo-
rador juvenil.
¡Qué extraño!, parecía que tratabas de escon-
der tu barriguilla salpicada de un blanco lanoso,
como si rechazaras que te fuesen a nombrar un
nuevo Platero venido desde las marismas hasta
21. 21
las sierras, el día de Reyes de 2017, una fecha
tan señalada para los niños.
Los pequeños cascos de tus manos y patas ya
presagiaban que no ibas a ser un zagalón espi-
gado ni tampoco rechoncho. Todo apuntaba a
que correrías ágilmente por los llanos de Valco-
nejo como si fueses un niño más y que, desde
lejos, al abuelo le iba a resultar difícil averiguar
si el que se había escondido en el sembrado del
olivar o entre el maizal de la vega era un nieto o
el burrillo.
A María se le escapó “Tiene acero también”.
Pero tú sabes de más que por estas sierras no se
alude al acero para señalar el coraje de alguien.
Por acá, Daniel, el más anciano de los campesi-
nos, te dirá que tienes casta y reaños, que harás
22. 22
tus faenas con tanto ahínco que hasta Rosario
tratará de imitarte, porque se te ve un ser recio,
resistente, dócil y complaciente.
23. 23
EL BAUTIZO
Ninguno de los tres niños recuerda quién pro-
nunció primero la palabra “Chiquitín”. ¡Sonaba
tan bien a coro!, con las tres íes distanciadas en-
tre sí. Una misma vocal por cada niño presente.
24. 24
Nombre muy sonoro y cerrado, al igual que las
vocecillas juguetonas de María, José y Miguel
Carsana cuando se pierden, bajo los ramajes de
los olivos y de los alcornoques de la solana, es-
condiéndose de ti.
Durante esa ceremonia tan sencilla de en-
cuentro y presentación, sin necesidad de ungir-
te el cuerpo con agua ni ser alumbrado arti-
ficialmente por una vela encendida, y sí con la
luz natural de la mañana, recibiste el nombre de
Chiquitín a seca, sin apellidos. Desde entonces,
nadie osa llamarte burrino.
A ti, Chiquitín, quizás te hubiese gustado que
tus tres amigos hubiesen celebrado una fiesta
en tu honor, y que te hubiesen dado a probar
nuevas viandas e, incluso, uno de esos bebis-
25. 25
trajos que ellos llaman cola. No te preocupes, tu
ceremonia fue muy íntima y sincera. Aún des-
conoces las frecuentes artificiosidades de las
que se valen los mayores para defenderse de sus
propios temores. Algún día, si tus amigos te
llevan al pueblo, conocerás a don Manuel, el
cura encargado de bautizar a los niños; aunque,
a veces, lo intente a escondidas de sus padres
cuando tienen la voluntad de no bautizar a sus
hijos. ¡No!, la tuya no fue una ceremonia a
hurtadilla.
Que sepas que Rosario, por entonces, era una
niña de diez meses, y que sus ojillos apenas re-
sistían la luz fuerte de la mañana. No le eches
en cara que aquel día no te diera la bienvenida,
ella necesitaba estar enganchada a los pezones
26. 26
de su madre para saciar el hambre y buscar des-
pués plácidamente el sueño.
Ya ves, con tantas ansias de leche y sueño,
Rosario te lleva ya de cabestro adonde tú quie-
res. Pero, háblame de tu infancia.
27. 27
LA INFANCIA
Tu infancia, Chiquitín, duró un año de los
nuestros. ¡Una eternidad para ti! Desconocemos
en qué día y mes de 2016 naciste. Tú no te acor-
28. 28
darás, como tampoco tus amigos recuerdan sus
primeros pasos. A partir de ahora ese año de tu
vida será para ti un tiempo casi muerto, sin
apenas recuerdos infantiles de ninguna clase; o,
si llegan, aparecerán algos borrosos.
Pero tú, como Rosario, supongo que mama-
rías en las ubres de tu madre. Dicen que la
leche de burra es milagrosa para la piel, que
reinas muy afamadas se bañaban en ese líquido
blanco y viscoso y que con ella resaltaban su
salud y belleza. Viéndote a ti, lo creo. ¡Qué
igual y distinto a nosotros! La vida es así,
Chiquitín, somos de leche tal como los prime-
ros dientes que nos asoman. Tu madre debió de
ser muy esbelta, viendo nosotros el crio que ella
alimentó.
29. 29
¿Y por qué digo "debió"? Seguro que tú no
eres un niño de esos que llaman Expósito, que
no tiene madre porque fue abandonado por ella
en una casa cuna o a las puertas de una iglesia.
Si de verdad los reyes magos te sacaron de un
hospicio, no se lo eches en cara a quien te dio la
vida. Es duro regalar un hijo; pero la vida es
granítica para muchas personas que no encuen-
tran la solución a sus problemas o que son in-
capaces de salir del berenjenal en que están
metidas. Tal vez, esa fuera tu suerte. Tú, ¿qué
crees?
Por estas serranías nunca hubo casas cuna,
pero sí nodrizas que servían con la leche de sus
mamas a los hijos de los más pudientes. Tam-
bién algunos zagalones del pueblo se apellida-
ban Expósito, ya no es necesario que te
30. 30
explique el porqué. En verano casi todos los
niños Expósito de la provincia venían a
Cortegana para cambiar de aire. Eso decían los
médicos. Su nuevo hogar era Las Colonias, un
edificio de gran belleza. Luego, sin saber los
motivos, sería abandonado, y llegó el derrumbe
de techos y paredes. A partir de entonces, la
población gitana lo usó como cuadra de su
ganado mular y asnal. ¡Suerte la tuya!
¡Claro!, si hubiese sido así tu crianza, tu casa
cuna estaría en Oriente, porque ya sabes que los
reyes magos vienen de allí. Me cuesta imagi-
narte brincando por tierras desérticas y areno-
sas, masticando algún dátil caído de una pal-
mera y saciando el hambre y la sed enganchado
a las ubres de tu nodriza, ¿o acaso bebías la
leche en un cubo?
31. 31
Todas las cosas misteriosas nos resultan
maravillosas, y tu llegada a Valconejo ha sido
una de ellas. Al cabo, ¿qué más da si fuiste
comprado por los magos en un mercado pú-
blico? Ya te acostumbrarás a oír repetidamente
eso del mercado libre, que todo tiene un precio,
que tu valor depende de la oferta del vendedor y
de la demanda del comprador. ¿Por cuánto te
venderían?
Cabe otra posibilidad, Chiquitín, que los
magos posean un vergel en medio del desierto,
con un oasis incluido, un paraíso terrenal en
donde ellos críen cualquier especie animal. Ya
sabes que casi todos los niños quieren tener una
mascota. ¡No, tú no! Tú no estás hecho para
servir de juguete ni ser abandonado nunca. Tú
tienes alma de niño porque eres puro, vital y
32. 32
alegre. Nunca dejarás de ser niño por mucho
que tus sueños se desvanezcan. Incluso, cuando
llegue tu vejez, seguirás soñando que correteas
por cada rincón de Valconejo, y los niños que te
merodeen se sentirán felices tal como ahora se
manifiestan María, José, Miguel Carsana y la
pequeña Rosario. Tú nunca acabarás en una
residencia asnal, de esas que cuestan dinero y
donde te abandonan a la buena de Dios. Yo y
estos amigos tuyos te lo prometemos, tú ¡no!
¡Qué tristes son los niños que no tienen
amigos! ¿Y tú?, ¿con quién jugueteabas? Los
reyes magos se dejan crecer una barba larga y
canosa, será por eso de que el bigote y la barba
imprimen seriedad. Así son los mayores, les
cuesta jugar con los niños y aspiran enseguida a
33. 33
dejar de serlo. ¿Jugaste tú alguna vez con el rey
Baltasar?
¡Qué pena si no tuviste amigos ni madre! Si
fue así, ¿quién te enseñó los primeros rebuznos?
La vida transcurre, Chiquitín, con un continuo
aprendizaje que nunca acabará. Tus tres ami-
gos mayores ya aprendieron a expresarse, y
Rosario pronto iniciará el balbuceo. Algunos
niños nacen sordos, ni oyen ni pueden expresar-
se oralmente. Lo tienen que hacer con otros
signos, ayudándose de las manos. Catalina, la
hija de nuestro vecino, con qué destreza mueve
sus manos y gesticula para ensalzar tus hechu-
ras cuando te mueves por el llano de la cerca
baja y esquivas las ramas bajas de las higueras
melosas.
34. 34
LA YEGUA Y EL POTRILLO
Ayer, desde el atardecer, la luna mostraba su
faz completa, polvoreada de un luminoso
blanco cenizo. Porque a la luna le sale la cara
cuando refleja la luz del Sol, ¿lo sabes, Chi-
quitín? Sí, seguro que lo sabes. Estaba esplén-
dida colándose entre las nubes borregueras,
jugando al escondite. Vi que continuamente
parabas de masticar el heno de alfalfa que te
había echado e inclinabas el cuello hacia el
castillo para seguirla tan gibosa. La Luna tiene
una influencia vital sobre todos nosotros, sobre
ti también. Te embelesabas con ella. No es para
menos. En estas noches alunadas parece que el
campo se detiene a contemplar sus andares,
35. 35
muy despacio, hasta que alcanza el poniente
portugués al alba.
A la yegua de nuestro vecino, anoche, le
llegaron los dolores de parto. El pobre animal
no tuvo quien le asistiera. Tú fuiste el único
testigo, porque sabías que esa noche de luna
sería la del milagro de la vida. Lo sabías porque
habías notado que sus ubres habían aumentado
de tamaño y que, de sus pezones, caían las
primeras gotitas de un calostro aguado y claro.
Te fijaste en que su vulva estaba muy inflama-
da. Pero su amo, ¡no! La dejó suelta en la cerca
que hace linde con nosotros, ajeno al dolor
venidero que traería la nueva vida. Tú te
inquietaste, ¿a que sí? Cualquiera que tenga un
alma tan limpia como la tuya se hubiese con-
movido cuando rompió agua y asomaron los
36. 36
primeros centímetros de sus miembros ante-
riores. ¿Llegaste a contar los dolores? Entre
dolor y dolor salió la cabecita de un potro del
pelaje alazán claro de su madre. Dolor a dolor te
fue regalando el milagro. Luego, la yegua se
olvidó de las malas horas pasadas y limpió a su
potrillo con la ternura de mil besos. Ocurrió así,
¿verdad?
Tras varios titubeos, antes de dos horas ya
estaba levantado, y al rato enganchado a las
ubres de su madre. ¡Cómo restallarían en el
silencio de la madrugada sus sorbetones! Pare-
cido a este parto sería tu nacimiento y la venida
al mundo de tus cinco amigos. ¡Qué feliz nos
hace la llegada de un nuevo ser! ¡Y esta vez
teniendo a la Luna como acompañante!
37. 37
Y YO TAMBIÉN
Tú, Chiquitín, sientes una atracción especial
por Adriano. Debe de ser porque el hermano
pequeño de Miguel Carsana y de Rosario es el
benjamín de tus amigos. Aunque, quizás, tu
pasión por él resida en vuestras semejanzas. Se
38. 38
nota de lejos que él es tu niño bonito, por la
cara tan alegre que pones cuando te llama
Chitín. Tú le saludas con un corto rebuzno que
tiene poco de música asnal, como si tratases de
corresponderle con un sonido casi infantil.
Más de cien veces le habrás oído decir "Y yo
también". Tanto para él, como para ti, no existe
la adversidad, estáis hecho los dos de pura
cepa. ¡Cuántos amaneceres habrás sentido, en
tus manos y en tus patas, la dureza del brezo al
atravesar la marrada de la linde con los
Churubitos! Incluso distinguirás bien las cepas
del brezo rojo de las del blanco, que nos
atestigua que en ese lugar el agua permanece
superficial. ¡Fíjate si el brezo blanco es duro y
resistente al fuego!, que en el pueblo hubo una
serrería dedicada a cortar las cepas para que, en
Cataluña, fabricasen con ellas, cortadas en
tacos, las pipas y cachimbas de los fumadores.
¿Qué vamos a hacer? ¡Nuestras cepas de aquí...
y el dinero para allá!
39. 39
Pero mi intención no era hablarte de Botánica
ni de Economía sino del coraje que siempre nos
muestra Adriano y que le conduce al constante
y progresivo aprendizaje. A ti te da miedo verle,
con apenas dos años de edad, lanzarse de
pinconeo a la profunda alberca y meter su
cabecilla bajo el agua, verdosa por el paso del
invierno, y chapotear con sus manitas abiertas
de rana hasta alcanzar finalmente la escalerilla.
A mí también me inquieta el jodido zagal con
su "Y yo también", cuando María insinúa hacer
algo propio de sus diez años o a José y Miguel
Carsana, que pronto apagarán las ocho velas,
cuando deciden buscar insectos. Nunca quiere
quedarse atrás. Cualquier cosa que hagan sus
hermanos y primos, supondrá un reto para él, y
terminará superándolo. ¡Amor propio, Chi-
quitín!
De tus cinco amigos, es el único que se atreve
a montarte a pelo. Decidido, alza a mis manos
su pie izquierdo para que yo le voltee su pierna
derecha, y enseguida se agarra a tus cortas
40. 40
crines y me da un manotazo para indicarme que
me retire, que se vale solo. Y tú, que conoces
demás el peligro que su atrevimiento conlleva si
no guardara bien el equilibrio, aprietas el vien-
tre y mantienes la respiración. Son momentos
de cierto nerviosismo; pero, como tú quieres
que la monta acabe bien y que al jinete se le
corresponda con un aplauso, ni te inquietas
siquiera con las vocecillas cortadas que Rosario
da a tu vera.
¿Qué querrás decirle con tu rítmico abani-
queo de orejas y sacudidas de cuello cuando se
apea? Son secretos tuyos, que te salen de
dentro, al igual que nuestros suspiros.
Hoy has vuelto a repetir tu abaniqueo y
sacudidas cuando Adriano, tras apuntar con un
palo a la cabeza del jabalí que cuelga de la
pared de la chimenea, simuló varios disparos de
rifle al grito de ¡Toma, jabato!
41. 41
No te gustan las armas. Él, en cambio, está
obsesionado con el rifle inservible que adorna la
chimenea del cortijillo; o quizás manifieste esa
atracción como si de un juego se tratara para
provocar la respuesta prohibitiva de su madre
cuando le grita ¡Adriano, no!
42. 42
LOS CELOS
Esta mañana tan clara y serena te he visto
correr de una manera extraña detrás de Covi, el
perro negro que alguien descorazonado aban-
donó en el camino que lleva al pueblo. Y
anteayer corrías tras el borreguillo que está
apartado con su madre en los llanos de abajo.
Me pareció ver que lo perseguías con unas
intenciones no deseables para nadie. Torcías
exageradamente el cuello cuando ambos anima-
litos trataban de esquivar, con un quiebro, tu
embestida, tal como resuelven los ágiles bande-
rilleros ante el ataque de un toro; y entreabrías
la boca para enseguida enseñarles tus dientes
intimidatorios y amarillentos. Incluso llegaste a
levantar tus manos y bajarlas con genio, provo-
cando una nube de tierra y hojarasca que ocultó
por un instante a Covi. ¿A qué viene este com-
portamiento tan hostil con los animales peque-
ños? No alcanzo a comprenderlo.
43. 43
Hace días que María me lo había advertido:
"Abuelo, Chiquitín corre para pegarle a Covi".
No quería creer en esa acción tuya tan poco
amistosa. Ahora sí sé de tus correrías.
Todo comportamiento tiene su motivación,
no sé cuáles serán los motivos que han hecho
aflorar tu agresividad. Pensándolo bien, algunas
veces Adriano reacciona ante Rosario de no
muy buenas maneras, y lo hace levantando sus
manos o con empujones; o he visto a José y a
Miguel Carsana tantearse como si fuesen dos
gallitos de pelea; o a María y José acalorados en
disputa vana. Al final, siempre llegan los llantos,
la rabia y la búsqueda del amparo en los brazos
de la madre. Los mayores llamamos celos a
estos comportamientos defectuosos de afecto.
¿Serán motivos de celo tus carreras tras Covi?
Sentimos que tú no puedas buscar el abrazo de
tu madre cuando te sientes inseguro; pero
cuentas con el cariño y las atenciones de tus
cinco amigos. ¿Te habrán venido los celos
44. 44
repentinamente porque Adriano se lleva casi
todos los mimos por ser el benjamín? ¿Ves
favoritismo?
Si fuera así, Chiquitín, no te preocupes. Los
celos pasan. Tú siempre te has sentido indepen-
diente, libre y seguro. Eres un ser afortunado,
pleno de amor y de amistad. Deja que los
animales más débiles busquen compañía y se
acerquen a tus amigos, a ti, en busca de la
afectividad necesaria para que crezcan felices,
igual que tus cinco amigos, igual que tú.
45. 45
LA COVID 19
Al perro negro que se amparó en la portera de
entrada al campo, tus amigos empezaron
enseguida a llamarle Covi. Tu nombre, Chi-
quitín, alude a la pequeña envergadura de tu
cuerpo; pero no te he hablado aún de qué
motivó el nombre del perro abandonado. No lo
he hecho porque me cuesta comprender el
origen de esta cruel pandemia que se está
extendiendo por todo nuestro planeta. Pero tú,
en el desbarajuste desencadenado por este mal,
eres un privilegiado, porque la especie animal
está al margen de los azotes de esta enfermedad
que los científicos denominan, no sé por qué,
La Covid 19.
Alguien, con mando sobre los mayores, sobre
tus amigos y sobre ti, no tuvo más remedio que
ordenar algo que no se corresponde con la
libertad que debemos gozar: permanecer tres
meses encerrados en casa. ¡Suerte la tuya!, sin
46. 46
atadura alguna. Tus amigos pasaron esa larga y
cansina cuarentena en el campo, en vuestro
campo. Porque este bello paraje de Valconejo es
tuyo también.
Los padres de tus amigos buscaron amparo
en él, huyeron de la ciudad y aislaron a sus hijos
de un posible contagio. Temieron que María,
José, Miguel Carsana, Rosario y Adriano
sufrieran este mal. A ti, esta decisión te vino
como anillo al dedo. Te acrecentaron los mi-
mos, desaparecieron tus celos, engordabas un
poco cada día y tus rebuznos se hicieron más
fuertes, prolongados y agudos.
En cambio, para mí, fueron días terribles.
Sentía una angustia interior al ver, de lejos, a
tus cinco amigos juguetear contigo por los
alrededores del cortijo sin poder abrazaros. Os
alzaba mis manos en señal de amor, y ellos me
correspondían con palabras inalcanzables a mis
oídos y que yo tenía que imaginarme. Sólo tus
rebuznos llegaban a mí.
47. 47
GATOS
La gata gris parió una camada de dos hem-
bras y un macho, que crecieron entre las tetas
de su madre y las manos de María, Miguel
Carsana, José, Rosario y Adriano. ¡Qué pronto
tuvieron nombres, mimos y amo! El gato,
48. 48
Griezman. Y sus hermanas, Estrella y Melilla.
Más rápido de lo deseado para la ama del
cortijo, se fueron apoderando de los sillones, del
sofá y del pienso. ¡Melilla para arriba, Estrella
para abajo! ¡Y Griezman, un rato acostado con
José y otro con Miguel!
A Rosario le fascina el mundo mágico y
maravilloso, como si hubiese nacido hecha ya
una buena cómica de la legua. De esas niñas
teatreras que antaño, por eso de las epidemias,
sus padres tenían que acampar a las afueras de
49. 49
los pueblos, a la espera de que le autorizaran
mostrar en público a una cabra subiendo por
unas escaleras, mientras ellas tocaban una
pandereta o pasaban un plato con la esperanza
de que cayeran algunas monedillas.
Rosario princesa, tacones de purpurinas, pe-
luca y corona para hacerse reina de la imagina-
da nieve, la Flozen de Valconejo. Y con el gesto
extraviado y exagerado, sintiéndose la ama de
los demás, nos engatusa.
50. 50
Por la noche, sentada en un taburete de
corcho, de espaldas a la chimenea, acuna a su
gata Estrella mientras caldea el salón con sus
sueños, impregnados de las imágenes sobre las
desdichas de los tres cerditos.
Como los niños defienden el derecho de
propiedad con furia y llanto, los tres nuevos
inquilinos del salón y de la terraza acarrearon
más de un rifirrafe entre tus cinco amigos.
Mientras duraba la trifulca, los tres gatitos,
echados en cómoda cama, permanecían ajenos
a la batalla infantil..., tan anchos y panchos,
sintiéndose los dueños de cinco corazones.
Si Griezman no baja del olivo al que ha
trepado, un llanto doble de Miguel y José. Si, al
anochecer, Estrella se sube a la trepa de un
alcornoque para pasar las horas de sueño fuera
del alcance de la rayada jineta, un perrengue de
Rosario y Adriano ¡Y ellos, tan anchos y
panchos!
51. 51
Sólo tres gatos mimosos pero cinco amos. ¡No
tiene solución el entuerto! Menos mal que la
gata amarilla les trajo a Teresteguen, pero
¿quién será el amo? Solución salomónica: ¡de
los cinco!
Cuando termine el verano, Estrella se verá
seducida por el gato negro y rabudo que,
sigilosamente, todas las noches se acerca a los
alrededores del cortijo en busca de las sobras.
El gato negro y forastero es el Micifuc literario,
pobre pero coqueto. Estrella, la gata seducida.
Mientras que Rabituerto encarnará al gato
despreciado. Entonces vendrá lo de siempre: los
celos y la guerra.
De nada le servirá a Rabituerto acudir al
mago gatuno de El Pontón o a la bruja de Ja-
baca para que le resuelvan el conflicto amoroso.
Tendrá que conformarse con los sueños de la
ilusión; pero, irremediablemente, las pesadillas
le traerán sucesivas noches de terror y muerte.
52. 52
VALCONEJO
Te he llevado a la era alta, donde María suele
juguetear con las cabras, para que me acompa-
ñes y gocemos los dos de estas rachas de lluvia
dispersa que, cuando se le antoja descansar un
rato, va seguida de repentinas salidas de ráfagas
de sol que pintan el cielo arqueado de siete
colores.
Es abril, este mes maravilloso que nos ha
regalado una lluvia débil pero cansina, y que ha
53. 53
plagado el campo de decenas de cantos, múlti-
ples destellos de luces y repelones de flores
amarillas, blancas, lilas, rosas o manchadas con
varias tonalidades.
Tu Valconejo es fruto del descuelgue de una
montaña que se detiene en el llano de los huer-
tos. ¿Lo ves? Parece como si el alto cabezo de
Navarrayo hubiese empujado cuesta abajo la
tierra que le sobraba. ¡Qué maravilla el que-
hacer de la Naturaleza! A veces, nos inquieta
con un inesperado ímpetu devastador; pero al
final acaba ofreciéndonos una respuesta gran-
diosa como ésta.
54. 54
Estos llanos de Valconejo son tu despensa y
también tu respingaero. Tú lo sabes bien,
Chiquitín. Tierras de barro con mucho fondo
donde yo cultivo los riquísimos tomates rosados
y los melones verrugosos, que aguantarán sanos
hasta la próxima primavera. ¡Cuánto te gustan y
cómo te deleitas con sus azúcares! Los siembro
por ti y por tus amigos. De todos ellos, Adriano
es quien más se decide por las tareas de
hortelano. Con su "Yo también" me insinúa su
ayuda cuando coge un sacho pequeño e intenta
clavarlo en la tierra. ¡Este tomate es mío!, será el
futuro desafío a sus hermanos y primos.
55. 55
Esas plantitas que apenas se aguantan de pie
ante el soplo de la tormenta son tomateras.
Están sembradas de bucheta, esos surcos largos
y profundos que van de punta a punta de la
huerta.
Ni tú, ni yo, ni tampoco Miguel Carsana, ni su
primo José nos extrañamos de los diminutos
seres que habitan entre los terrones de la tierra.
Es más, los dos primos sienten una atracción
especial por los insectos y arácnidos. Sonrío
cada vez que Miguel llama a su primo para que
hurgue con una pajita en la cueva de un grillo, a
la espera de que el cosquilleo provoque la salida
de un mixto real o un carbonero. Quizás, el más
monstruoso, por su forma y no por su tamaño,
sea el rayo. En sí es una especie de grillo del
color de la tierra, provisto de unas repelentes
mandíbulas. Es de los animales que más trabajo
da al hortelano en el momento de la siembra de
las plantas, pues suele cortarlas por encima de
la raíz.
56. 56
Tú no temas al rayo, es esquivo como el
plateado aliso o como el agresivo alacrán, pero
también suele pasar las horas de sol debajo de
los terrones. Pero olvidémonos de mandíbulas y
uñas venenosas. ¡Levantemos, mejor, la vista
hacia las alturas!
En el cielo de estos huertos que conforman el
valle acostumbra a sobrevolar una pareja de
águila blanca, que muchas veces se mezcla con
la colonia de buitres comunes y negros cuando
pasan desde Sierra Pelada hasta las Contiendas
en busca del cadáver de algún ciervo, vaca u
oveja.
No te inquietes, Chiquitín. Sé de tu cautela
ante lo desconocido. Tú, cuando mueras ten-
drás un sitio digno fuera del alcance de cual-
quier animal, sea zorro o buitre. Ya te mostraré
más tarde por qué no debes temer nada.
Me cuesta salir de estos llanos tan repletos de
vida y luz. A ti también, pero antes de abando-
narlos te daré agua del pozo.
57. 57
¡Bébela de mis manos! Es como tú: limpia,
pura y profunda. ¡Bébela sin temor, que yo
gozaré con tu pulcritud! En el fondo del pozo
no hay sanguijuelas, ni sapos, ni madres de
agua ni siquiera verdín. Abajo sólo hay agua y
sombra. Agua que se aclara en la superficie,
donde sólo habita ese murciélago que ahora
dormita al revés de como tus amigos acostum-
bran hacer. ¿Lo ves allí encogido y plegado, con
sus enormes orejas y la cabeza hacia abajo?
Dicen que incluso se atreve a inhalar el humo
de un cigarrillo. No sé, Chiquitín, qué habrá de
cierto de ese vicio suyo.
El murciélago es el mejor insecticida. Actúa
únicamente de noche. Por la mañana, les cede
el turno a las bandadas de vencejos y aviones
que, sorprendentemente, vuelan por encima de
la arboleda, cruzándose y sin llegar a chocarse.
Son otras clases de compañeros tuyos, parte de
tus días y de tus noches.
58. 58
Abandonamos los huertos con la mirada hacia
un cuclillo que, con un vuelo raro y un soni-
quete alado, esconde rápidamente su cuerpo
cenizo en la pingorota de un alcornoque.
Enseguida nos regala su burlón canto de ¡cu-cu,
cu-cu!, que es correspondido por su poco
maternal hembra desde la cumbre.
Te has parado en la era de abajo. ¿Qué te
atrae? ¿Los olivos tan bien alineados de la
solana de enfrente? ¿O es la hierbecilla tierna y
floreada de las cercas? ¡Eres un morrongo!, ¿a
qué vienen tantos revuelcos? ¡Levántate!, ¡anda,
levántate ya! Te enseñaré un lugar muy especial
para mí, también para tus cinco amigos.
¿Ves aquellas enormes piedras que parecen
surgidas de las entrañas de la tierra? María y
José las nombran como los riscos de la familia.
La verdad es que invitan a que los niños jue-
guen encima de ellas.
A mí me sirven de asiento mientras ellos
hacen diabluras. ¿No te dan ganas de respingar
59. 59
sobre ellas? Aunque tú, que eres tan avispado y
sabes de los peligros del desequilibrio, evitas
acercarte. Los niños no son tan cautos como tú,
les cuesta ver dónde está el peligro. A veces me
dicen que eres terco para andar. ¡Qué va!, sé
que esas indecisiones tuyas tienen que ver con
tu memoria, que te advierte de peligros ya
vividos.
Las aguas de este barranquillo, que nace en la
cumbre, son las causantes de que afloren tantos
lapos mientras ellas hincan su ímpetu en la
tierra para profundizar unas veces y otras
allanar el terreno con playas de arenas. ¡Es el
curso de la vida, un continuo romper y hacer!
Pero no caigamos en la melancolía, amigo.
Desde aquí se inicia el bosque de alcornoques
que, poco a poco, se están tragando a los
centenarios olivos. Nada tienen que hacer en su
lucha por la supervivencia ante el majestuoso
gigante. Al contrario, el mismo olivo ahuecado
es el origen del nacimiento de un nuevo alcor-
60. 60
noque. Las ratas portarán las bellotas hasta el
viejo olivo que le sirve de almacén. Luego,
vendrá el olvido del amargo fruto, que germi-
nará en la primavera.
Antaño esta solana estaba sembrada de olivos,
el árbol de la sabiduría, que la irradia en forma
61. 61
de aceite, luz en el candil, calor en el hogar,
alimento en la mesa y cosmética en la mujer.
Algarabía de gañanes y apañadoras, vareadores,
arrieros...; y sobre tanta bulla, siempre la voz
dominadora del amo a la hora de contar las
sacas repletas de aceitunas. Desde esta empina-
da solana, a lomos de bestias, por la cumbre de
Navarrayo, hasta el molino de la rivera..., y a
esperar el líquido oro del aceite.
Hoy, ya ves, Chiquitín, de aquel trasiego de
hombres y mujeres al amparo del olivo no
queda casi nada. ¡Es la victoria final del alcor-
nocal! Mirándolo bien, no es un suceso extraño.
Dicen que, posiblemente, Cortegana tenga su
origen en el corcho, que es lo mismo que decir
en el alcornoque. Si fuese cierta esa referencia al
nombre del pueblo, estos parajes estarían reco-
brando su primitivo aspecto boscoso.
Estos gigantes, que incluso se visten de color
naranja tras el ataque de los descorchadores,
también tienen sus amigos que les ayudan a
62. 62
crecer y a vivir sanos durante cientos de años.
Me refiero, Chiquitín, a los pájaros que les
desparasitan: sobre todo la diminuta engati-
nadora barrera y el azulado gallito. Más de una
vez te habrás sorprendido de cómo trepa la
pequeñina ave tronco arriba en busca del insec-
to que provoca la culebrilla en el alcornoque y
que merma la calidad del futuro corcho. Su
nombre procede de la palabra gato, de la habi-
lidad con que asciende hasta alcanzar las ramas
más altas y finas. En cambio, el gallito tiene
bien localizados los alcornoques enfermos don-
de han penetrado unos gusanos gruesos y de un
tamaño descomunal. Esos agujeros que ves en
ese árbol de poca salud son fruto del constante
y hábil picoteo de estos pájaros carpinteros.
Ya te he hablado bastante de pájaros, prosi-
gamos nuestro paseo ascendente. Ahora esta-
mos a mitad de la montaña, frente al cortijillo
donde habita la familia en época estival, por eso
hoy no se oyen las vocecillas de tus cinco
amigos.
63. 63
Esas dos grandes losas de piedra cubren los
hoyos profundos que yo cavé cuando murieron
mis dos entrañables compañeros caninos:
Triana y Domécq. Junto a ellos están enterrados
también parte de mis suspiros y de mis lá-
grimas.
¡Cuánto te hubiese gustado caminar al lado de
aquella perra bretona tan obediente y con tan
desarrollado olfato! Aunque tu caminar tendría
entonces que haber sido mucho más vivo que tu
venir cansino cuando te llamo.
A Triana y a mi hija María les costó aceptar
que la muerte viene irremediablemente con la
vejez. Triana murió con la tristeza adherida a
sus ojos.
Domécq era de una raza de origen canadien-
se, cuerpo robusto y docilidad por doquier. Su
hábitat preferido era el agua. María lo recuerda
corriendo desaforadamente la cuesta abajo y
cómo, con un zambullón inesperado, sorpren-
64. 64
día a la concurrencia que se estaba bañando en
la alberca.
Domécq era un perro monárquico. Bueno,
Chiquitín, me he colado un poco con mi
afirmación. Te quería decir que procedía del
palacio de la Zarzuela, nieto de una perra
propiedad del entonces rey de España. Nunca
se mostró como un perro garañón. Doy fe de
que no fue padre de ni siquiera una pequeña
camada de cachorros. De las correrías de nues-
tro rey emérito, mejor que no te hable.
No creas que este lugar es un cementerio de
perros. Lo elegí porque el cabecillo me recuerda
a los sitios en donde los hombres primitivos
levantaban las tumbas de sus muertos con
grandes lajas. Y no voy mal encaminado, por-
que en los alrededores he encontrado algunas
hachas de piedra bien pulimentadas. Incluso
hay gran cantidad de escoria de hierro, que
indica que el paraje de Valconejo estuvo pobla-
do también en la era de los metales. Casi todo
65. 65
aquel cabezo alto de la cumbre es pétreo,
ferroso.
Tú, Chiquitín, no necesitas para orientarte
una brújula ni ningún artilugio, te bastas con tu
memoria para saber en cualquier instante del
día o de la noche dónde se encuentra el Sol.
María, en cambio, titubea. Ya conoce que las
grandes piedras ferrosas del cabezo de la cum-
bre tienen una alineación fija de naciente a po-
niente, debido a la presión sufrida hace millo-
66. 66
nes de años, rocas muy cargadas de mineral de
hierro.
Tú te salvas de estos saberes que de nada te
servirían para el día a día. ¡Anda, vamos, que
tenemos que alcanzar la cumbre!
En esta zona alta perviven los quejigos. Es
uno de mis árboles favoritos, por su robustez,
verdor intenso, aparte de que es el primer
quercus que nos da las bellotas que tú buscas
67. 67
desde finales de agosto. Mimo mucho a los
quejigos, y ya hay casi un centenar.
Mira, Chiquitín, a esas protuberancias redon-
das que salen de las ramas del quejigo las lla-
mamos toritos, porque tienen unos pequeños
salientes parecidos a los cuernos de los toros.
68. 68
Un día se me ocurrió estrujar un torito con
una piedra. ¡Qué sorpresa! Dentro, como
capsulado, se ocultaba un insignificante gusa-
nillo. Guiado por mi curiosidad, de vez en
cuando, partía un torito y escudriñaba en su
interior. Entonces supe que el gusanillo poco a
poco se hace mariposa y que termina aguje-
reando su casa para salir al exterior.
¡Sorprendente!, ¿verdad? No quiero cansarte
con tantas lecciones, pero tus cinco amigos
tienen en los quejigos un gran libro de
Naturaleza para que les dé respuesta a muchos
de los secretos que el bosque encierra.
Esta sorprendente cumbre está salpicada de
madroñeras, coscojas, charnecas, acebuches y
demás vegetación que conforma la confluencia
de la flora atlántica y la mediterránea, el viento
húmedo portugués y el seco solano.
Antes de iniciar el descenso, déjame que goce
de la profundidad y amplitud del paisaje. ¡Qué
minúsculos somos ante tal grandeza!
69. 69
Al norte, la línea montañosa que se inclina
hacia los llanos de Aroche, caminos de café y
sufrimientos. Aldeas perdidas entre los encina-
res, caseríos dispersos que motean de blanco
los horizontes. ¡Mira al fondo, Chiquitín! Es la
aldea de Montepuerto. ¿Aldea, digo? ¡Pero si
sólo cuenta con un par de vecinos! Pero no la
despojemos de su grandeza. Desde ella, con-
templamos cómo el Chanza se nos hace casi río
70. 70
y también rica vega. ¡Qué privilegiados son sus
contados vecinos!
En nuestra hermana Portugal, al oeste, se nos
apaga el día con los últimos resplandores rojos
de un mortecino sol que se asienta sobre el
cabezo de Fiscalho. Montes de contrabando y
de más sufrimientos. Aroche se nos esconde, ¡es
tan de lo suyo! En cambio, Piedras Altas
reclama, en la lejanía fronteriza, su derecho a
contemplar desde allí Cortegana y su castillo.
71. 71
¡Qué de Historia e historias se hallan enterradas
en las entrañas de esos montes!
Desde la cumbre, el sur no existe. Echemos la
culpa al mar, que nos regala las nieblas y la
lluvia borrascosa para que una masa de apre-
tados alcornoques se agigante cada vez más y
nos ahogue el horizonte sureño.
72. 72
¡Vamos, Chiquitín, que nos hemos quedado
embrujado por tanto lirismo a nuestro alre-
dedor! ¡Qué trabajo cuesta dejar solitaria la
cumbre! Bajamos ahora enfrentados al este, de
donde nos azotan los vientos solanos que nos
traen la sed y las morriñas. Menos mal que, en
frente, lo urbano nos sorprende: Cortegana y su
castillo. ¿No oyes cómo repican las campanas
de la iglesia? ¿A qué vendrá tanto repiqueteo?
Es imposible no detenerse a contemplar tan
bella composición de calles, corrales, callejones,
castaños…, y perderse -en el naciente del río
Chanza- entre el murmullo del agua gorda que
cae de sus tres chorreros. Agua, huertos y
sudores, Chiquitín, llenan de embrujo al barrio
morisco. ¡Cuántos golpes de herramientas
dados por hortelanos, taponeros y aperaores!
¡Cuántas historias de mujeres, cuántos amoríos
anónimos y cuántos secretos revelados en los
lavaderos de la fuente! ¡Fuente de Chanza, que
lleva hasta Portugal los suspiros que se escapan
desde los corrales de Cortegana!
73. 73
¡Mira, Chiquitín!, hemos llegado al cortijillo.
Aquí nos despedimos, amigo. Tú, disfruta
ahora de la belleza del atardecer, fíjate de dónde
se pone el viento a la puesta del sol, para que
encuentres un lugar abrigado; y luego, hurga en
los secretos que esconde la madrugada. Y
mañana me los revelas.
74. 74
LA FLOR LOCA
La umbría ha tomado un color rosa chicle, el
suelo se ha cubierto de cientos de flores que
ascienden buscando la luz, mientras aprietan
los pétalos simétricos y de una textura seme-
jante al terciopelo. ¡Qué cambio tan inesperado
y mágico! Tras tanta hermosura, Chiquitín, se
esconde un perfume fuerte que nos embriaga,
75. 75
que nos atonta -suelen decir los más ancianos
del lugar-. Por aquí la llaman la flor loca, una
variedad de peonía. Mis vecinos siempre en
alerta: "La flor loca, la que enloquece... No la
vayas a tocar".
El bosque colmado de flores locas me ha
hechizado. ¿Por qué con tal fragancia salvaje y
sutil la consideran una rosa maldita?
Te he visto olerla con tus hociquillos pegados
a la flor. No sé qué habrás sentido, ¿síntomas
de enajenación? He oído hablar de muchos
tipos de locura. Pero, ¿cuál sería la tuya? Si tú y
yo asociamos esta flor con el amor, la felicidad y
la belleza, es que ambos somos dichosos en la
abundancia y la buena suerte.
Quizás, los lugareños teman que les ocurra
igual que al dios Paeón, que fue transformado
en esta planta. Posiblemente, la flor loca repela
los malos espíritus, y mojada con vino evite las
pesadillas. Ni tú ni yo nos arriesgaremos a to-
carla.
76. 76
EL PERICÓN
He observado que tienes una herida en el
corvejón, ¿con qué te la has hecho? Da la
impresión de que algún alambre espinoso ha
sido el causante de tu cojera. No comprendo
cómo somos tan descuidados al arrojar al suelo
esos objetos cortantes. ¡Este campo tuyo y
77. 77
nuestro está tan limpio!, ¿cómo es posible que
aún haya restos de inmundicia?
No te preocupes, amigo, iré al cortijillo y te
curaré la herida con el aceite mágico que sole-
mos llamar de pericón. ¡Qué nombre tan vulgar
le han puesto!
Te descubriré que esta planta silvestre que
tanto crece en el camino que va al pueblo es
eso, mágica, muy mágica. Yo diría que es la
más mágica de todas las plantas que florecen
por aquí. A finales de este mes de mayo, el
camino se teñirá de un color amarillo oro que
esconderá las hojas ovaladas del noble hype-
ricum perforatum.
No te dije que esta planta de vulgar tiene
poco. ¡Qué más quisieran otras haber sido valo-
radas por los científicos desde antes de Cristo!
Es la yerba de San Juan, nuestro pericón.
Si alguna vez te siento triste o desanimado,
haré una taza de infusión con sus flores; y verás
78. 78
qué pronto desaparecerá el desánimo. Dicen
que con su aroma se alejan los malos espíritus,
que los demonios se transforman en trigo.
Si a la maldita pandemia se le ocurre golpear
a las puertas de Cortegana, tú y yo iremos al
pueblo y repartiremos ramillas de pericón para
que nuestros convecinos enciendan sahumerios
con ellas y acaben derrotando a la Covid 19.
Mañana recogeremos hacecillos de flores de
pericón y las sumergiremos en aceite de oliva.
Las mantendremos en maceración, al aire libre,
en sitio soleado, durante cuarenta días y cua-
renta noches, hasta que el aceite tome un color
rojizo muy oscuro.
Ya sabes, Chiquitín, no las mordisquees
cuando las encuentres al borde del camino que
va al pueblo. Respétalas y seguiremos gozando
de sus cualidades curativas, de su belleza y de
su magia.
79. 79
ABEJARUCOS
¡Han llegado los abejarucos desde África!
¡Qué instinto de orientación!, ¡cómo no se han
equivocado de camino! Un año más, han vuelto
a descansar sobre la alambrada cercana al
terraplén del barranco, donde volverán a retocar
los túneles que excavaron el año pasado en el
talud, hasta inspeccionar en qué estado se
encuentran las cámaras donde anidarán.
80. 80
El abejaruco es el pájaro más multicolor de
Valconejo. ¡Cuánto colorido disperso entre su
plumaje!, canela, azul, verde, amarillo y negro.
No te acerques a las orillas de barranco en
busca de los espigados espárragos ni de las
amapolas, podrían perder la querencia y dejar-
nos el cielo de Valconejo sin color. Pronto se
aparejarán y la hembra pondrá e incubará sus
huevos lejos del alcance de los lagartos y de las
culebras. Otra vez, la lucha por la super-
vivencia. ¡Abeja y abejaruco en acrobáticos vue-
los de vida y hambre!
Mientras dure su corta estancia entre noso-
tros, gozaremos del vuelo bello e inconfundible
de este pájaro que detesta la soledad, que se
hace amigo tuyo y mío desde los llanos de los
huertos donde anidan hasta la alta cumbre, en
donde acecharán a las abejas de las colmenas
de corcho que el vecino Sebastián tiene dis-
puestas a lo largo de la pared.
81. 81
¡PERO SI ESTÁS CASTRADO!
Esta mañana, tus cinco amigos te ayudaron a
atravesar la carreterilla, por temor a que algún
loco motorista o que alguien poco ducho en el
82. 82
manejo del volante nos hiciera una vernagallá.
Tenemos que ser precavidos, amigo Chiquitín.
Luego, Rosario y Adriano se quedaron sin
saber bien el motivo de la ida al ver cómo
María, Miguel Carsana y José te llevaban de
cabestro al cercado de nuestro vecino David,
ese muchachote tan servicial y que tanto
entiende sobre el manejo de las bestias. Quería
que tú fueses el padre de un futuro burrillo, que
cogieras a su Palmirilla, la burranca que tú
barruntas en la hondonada de los chopos. Yo
tenía mis dudas de que dos novatos acertarais
en el amor a la primera. Pero al buenazo de
David no puedo negarle un favor, por eso te
mandé, a regañadientes, con los tres niños a
que pasases una luna de miel fuera de mí.
¡Cuánto me costó decirle que sí y dejarte solo en
los enredos del juego amoroso!
Desconfié, sin saber de qué, cuando vi, en la
lontananza, tres bultos pequeños delante de ti.
¡Malo!, ¿qué habrá pasado?
83. 83
“Que dice David que Chiquitín está capado,
que cómo va a coger a su burra”. Tú, con tus
vergüenzas interiores, ya traías la cara del color
de las tripas. A mí se me petrificó el cuerpo, y
algo más. Pero... ¡si he visto más de una vez
cómo golpeabas tu largo pene contra tu barri-
guilla, o cómo lo descolgabas hasta casi topar el
suelo!
Si David no hubiese afirmado que llegaste
aquí ya castrado, me negaría a aceptar tu
mutilación. ¡Lo que hace la ignorancia, Chiqui-
tín! Muchas veces no damos el brazo a torcer,
sin ser consciente de que ya está torcido de
antemano. ¡De todo hay que aprender, amigo!
Aunque, en el fondo de la frustración, me ale-
gro. Así tus cinco amigos y yo te trataremos
más cercano, más persona, como si la capadu-
ra hubiese cerrado el ciclo de tu animalidad.
Espero que algún día nos cuentes la trapisonda
de la capadura. Te prometo que será un secreto
que nunca revelaré.
84. 84
LA BAÑA
Los calores del final de agosto han desen-
cadenado la primera tormenta, que ha traído,
además del rayo y del trueno, una barrumbada
de agua sucia que ha colmado la baña. Tú,
Chiquitín, fuiste el primero en acercarte a
curiosear, bebiste o simulaste varios sorbos, no
sé, porque tus resoplidos me hicieron pensar
85. 85
que tu ritual se trataba más bien de un juego
engañoso tuyo.
Enseguida, la piara de marranos llenó la baña
de piruetas. Luego, se revolcaron en el fango
con la satisfacción de que su piel se había
impregnado de una gruesa corteza de barro que
paralizaría la furia de los chinches y garrapatas.
Finalizaron el aseo rascando sus culaperas so-
bre el tronco de dos alcornoques.
A María no se le pasó por alto que el barro
elimina las toxinas de la piel y mejora la circu-
lación de la sangre, que es beneficioso para el
cutis y que alivia los dolores.
87. 87
Rollo de María, Chiquitín, palabras de excusa
ante los mayores. Demás sabemos tú y yo que
vio el cielo abierto para judiquear con su primo
Miguel Carsana y con su hermano José.
¡Fíjate cómo los puso! Una imagen vale más
que cien palabras. Te mostraré la foto que los
mayores les hicieron. Ya ves a qué se parecen.
¡Qué tres amigos te has echado!
88. 88
LA SED
Mientras tú bebías o simulabas hacerlo
moviendo tus labios en las aguas del pilón,
María gritó ¡Abuelo, corre, corre!, que aceleró
con palpitaciones mi corazón. ¡Qué revuelo de
pájaros, de perros, de gatos y de niños! Tú, en
cambio, te quedaste quieto como una estatua
de sal, ajeno a la lucha entablada cerca de ti
entre la vida y la muerte. ¿Por qué te has
portado tan insensible?, si sólo contemplar la
imagen del agonizante revoloteo de una tórtola
turca en la boca de Rabituerto angustia a
cualquiera.
La sed, Chiquitín, provoca que aceptemos
unos riesgos innecesarios y de imprevisibles
consecuencias. La vida conlleva decisiones que
asumimos para no quedar estancados en situa-
ciones comprometidas. Los animales también
se arriesgan. En las relaciones entre ellos existe
89. 89
como una especie de cadena en la que cada
eslabón supone una clase de animal. Cada uno
de ellos engancha al inferior, pero tú serás
también enganchado. Los gatos del cortijo lo
saben, por eso se resguardan en las copas de los
alcornoques de posibles ataques de búhos, de
jinetas, de meloncillos..., y guiados por la
misma ley depredadora acechan a los pájaros
que se acercan al pilón cuando se les mueve el
papo agallados de sed. No tienen otra salida
para saciarla más que asumir el riesgo de ser
enganchado por las uñas retráctiles de los
felinos. Entonces, en escenas trágicas y conmo-
vedoras, aparecen los elementos que integran la
lucha por la supervivencia: la observación, la
astucia, las cualidades corpóreas, la paciencia,
el disimulo...
La pobre tórtola fue demasiado confiada y ya
no nos despertará con su cansino arrullo, que
tan bien remeda Rosario con su turereo.
90. 90
LA SACA DEL CORCHO
El tiempo pasa de prisa, de prisa, querido
Chiquitín. Parece ayer, pero ¡no! Han trans-
currido nueve años, un noveno de veranos como
decimos por estas altas tierras. Y otra vez, el
campo de Valconejo se despierta anaranjado.
91. 91
Ya verás con qué esmero la cuadrilla de
descorchadores lo embellecerá en tan solo tres
días. Tú, María, y José seréis testigos por
primera vez de un cambio espectacular, fruto de
una actividad humana y animal, dura, arries-
gada e incesante.
Son las seis de la mañana y el sol apenas ha
rozado las almenas del castillo. El verano hace
poco que inició la cuenta hacia delante de sus
días, aún sin el canto de la chicharra. Mientras
92. 92
una collera de mulos, bien pertrechados de
atalajes y cangalla, esperan atados a las bajeras
de un alcornoque, una cuadrilla de hombres
acaba de entrar en el cortijillo, y ahora toman
café con tortas caseras. Enseguida, el jefe del
grupo reclama una copa de aguardiente para
matar el gusanillo, dice él. Tú, Chiquitín, no
entenderás eso de matar un gusanillo. Es un
ritual serrano, una apetencia de acabar con los
demonios estomacales.
Es verdad que lo consigue, porque un par de
buches de aguardiente han sido suficientes para
contagiar a los ocho hombres de ganas de
iniciar el trabajo ya. Toman entre sus manos las
hachas, las piedras de afilar, las hurgas, las
escaleras, las navajas; y dejan fuera de sí la
desidia, la pereza, el desánimo, el egoísmo...
¡Qué sucesión de estampas de la vida rural
más bellas! Cada hachazo, fuerte, con decisión
y maestría, pero también con mimo, es un verso
colmado de lirismo. ¡Y cuántos versos en cada
93. 93
jornada para rimar entre sí! Hachazos encade-
nados, que suenan rítmicamente en cada rincón
de Valconejo, dando forma a la canción de la
saca. ¡Cantan las hachas desgarradoras y las
largas hurgas que entreabren el corcho! ¡Cantan
las corchas al caer desde las alturas o al sentir la
navaja del rajador cuando desprende la zapata
del canuto de corcho! No son momentos de que
cante el hombre o suene un rasgueo de guitarra,
hay que persistir ante el árbol que se resiste y
poner todos los sentidos para evitar que llegue
un trance fatal que acabe con la melodía que
cantan sin cesar las herramientas, los cantares
del campo serrano.
Poco a poco las corchas yacen salteadas por
doquier. Entran en acción los juntadores, que
brazado a brazado van componiendo montones
de corchas, bien apiladas hasta que el mulero
cargue varios quintales de ellas en las cangallas
de hierro. Hierro, acero y sudor como metáfora
de la saca.
94. 94
En el momento más inesperado, en el último
hachazo, una nube de tábanos furiosos asciende
hacia el cielo del alcornocal, pero uno de esos
avispones desiste y busca la cabeza de un
hombre subido a la trepa de un árbol. Se agarra
a una rama horquillada, arroja el hacha al suelo
y con su gorra trata de aspaventarlo. Esta vez, al
hombre le salvó su destreza. Dentro de nueve
años, un noveno, sabrá que ese alcornoque
destila melaza que atraerá a los tábanos.
95. 95
FUEGO
No te dije, Chiquitín, que no me gustaba que
varios coches de la Guardia Civil pasaran tan de
prisa por el camino viejo. Anselmo, el vecino de
abajo, dice que está ardiendo Tejadillas, que
hay un fuego cercano al río Chanza. ¡Tenemos
al lobo aullando a las puertas de casa! En
prevención, dejaré las porteras de las cercas
abiertas.
Por lo oído, dos cuadrillas del Infoca tratan de
controlarlo. El viento está solano, así que lo
empujará hacia el poniente. Para nosotros me-
jor que sople de allí. Un guarda me ha advertido
de que estemos alerta, por si de noche cambiara
la dirección del viento, que el fuego se ha
detenido en las revueltas del barranco pero que
resulta peligroso acercase demasiado, puesto
que las llamaradas son imponentes.
96. 96
¡Qué angustia ver la naturaleza en lucha
contra las llamas! Nosotros seguiremos mante-
niendo el campo limpio de matojos y las lindes
bien aceradas. En momentos así es cuando se
valora vuestra constancia en el control de los
pastos. Tú, Chiquitín, juegas un importante
papel preventivo en los cercados del llano,
mientras que Berebere y sus ocho compañeros
castrados se encargan de atenuar el crecimiento
de los jaguarzos, coscojas, aulagas, charnecas...
Casi ningún árbol ni arbusto está preparado
para resistir el envite de un fuego. Sólo el
alcornoque desarrolló, a lo largo de muchos
siglos, su propio traje protector resistente a las
llamas: el corcho. Y ya sabes qué hace el hom-
bre cada nueve años con su traje. Desborni-
zamos los jóvenes pimpollos y desnudamos al
árbol adulto, quedando abandonados a la suerte
de que no llegue el horror a sus pies.
97. 97
MIEDOS
Ya sé por qué miras con tanta insistencia
hacia arriba. ¡No te gustan que las nubes se
encaramen unas encimas de otras y se hagan
cada vez más negras al ascender! ¡A mí tampo-
co, querido Chiquitín! Presientes que algo malo
ocurrirá pronto. Has visto a las cabras corriendo
desquiciadas, con alocados saltos, cómo busca-
ban los andiles donde guarecerse. En cambio,
tú... ni corres ni te desquicias ni buscas cobijo
bajo las tejas. ¡Aguantarás el chaparrón tal
como venga!
Pero esta vez habrá mucho más que una
mojada. Esas nubes tormentosas no sólo encie-
rran agua, están cargadas de cristales de hielo y
granizo blando. De un momento a otro las
nubes altas y las inferiores se rozarán, al igual
que los dos polos de un cable pelado. Y en-
tonces...
98. 98
¿No te lo dije, Chiquitín? ¡Ya tenemos la
tormenta encima! ¡Corre..., búscate la vida, que
yo me refugiaré mientras tanto en el cortijo!
No he actuado bien, él también lo sabrá,
seguro. Lo he dejado fuera, solo, a las buenas
de Dios, a la intemperie, sabiendo que las
pingorotas de los árboles no repudiarán a los
centenares de culebrillas que caen eléctrica-
mente desde las cercanas negruras; al contrario,
que las atraerán. Rayos y truenos se aúnan cada
vez más en un mismo chasquido de luz y
estruendo. Siento miedo, ¿y él?, ¿dónde estará?
No me he resistido de saber qué es de ti.
Desde el ventanal del salón he visto cómo
chorreas agua por tus costados, eres agua entre
los cortinales del humo acuoso que emana
desde el suelo encharcado.
Tu instinto de conservación te ha guiado para
que te salgas del vuelo de los alcornoques. A
mí, el instinto, o quizás la razón, me llevó a que
no me acostara en la cama de los cabezales de
99. 99
hierro, que lo hiciera en el camastro de madera.
A otras personas, con los pies apoyados sobre
una tarima, seguro que los miedos les habrán
impulsado a repasar los rezos que memorizaron
cuando niños. Ni siquiera me acuerdo de la
Santa Bárbara bendita, únicamente tengo pre-
sente tu imagen estática debajo de la tormenta.
Tras los cristales, la tromba de agua y
electricidad tiene poco de monótona. ¡Qué
enormes son mis miedos al contemplar en
llamas dos alcornoques en el rincón de la cerca
de la linde sur, a cien metros de ti! Más miedos
cuando vuelan por encima de la era alta los
ramajes rojos de otro alcornoque que apenas se
mantiene en pie, hecho ya una bola de fuego. Y
más miedos cuando salta por los aires cerrados
del salón, hecho añicos, el cuadro eléctrico.
Pasa la tormenta, pero no los miedos. Salgo
en busca de mi amigo abandonado, y lo hallo
como tal cosa. Rebuzna tiernamente al verme, y
le correspondo con tres besos en la frente.
100. 100
LITERATURA
Ahora merodeas el cortijo mientras tecleo en
el ordenador, me lo acaba de decir María:
"Abuelo, ahí está Chiquitín..., ¿qué le doy?".
"Dale un par de higos y algo de compañía".
Sigo tecleando, con la intención de reflejar las
bondades de los otros burros. A algunos de
ellos, tú los llamarías antiplateros. Porque...
Platero es demasiado finículis, ¿no te parece?
Tampoco deseo que te nombren como un asno
semejante a los que aparecen en la Biblia,
burros decorativos, burros de estampas reli-
giosas.
Aunque creo que en aquella ocasión se trataba
de una mula, qué hubiese sido de ti portando
sobre tus lomos a la Virgen en su huida de
Egipto; o inmortalizado en un manto sagrado -
con hilo de oro- bordado por Agustina, o en
figura de portal de Belén moldeada por el
101. 101
alfarero Joaquinito o acabar en un dintel de
duro granito esculpido por Manso. Los burros
del Arte son asnos sin alma, aunque sean
pintados por afamados pintores, burros sin
nombre ni apellidos, sin vida, a pesar de que
tengan poco de miserables y huesudos.
Canetti, un literato muy premiado, sí se fijó en
el burro maltratado y ofendido por el amo.
Quizás, en tu antigua tierra oriental, toparas
con el burro del trabajo, tapados los ojos con un
trapo, enganchado al palo de una noria, vuelta
tras vuelta, arreado por voces malsonantes o por
el restallido de un látigo en los costillares.
Yo conocí cómo al niño revoltoso y reacio a la
escuela se le llamaba “burro”; incluso cuentan
que, antiguamente, algunos despiadados maes-
tros le colocaba grandes orejas de cartón ante
las risas y burlas de sus compañeros. También a
los sabiondos ignorantes les llamaban burros
cargados de libros. ¡Qué uso más perverso de
una palabra tan noble!
102. 102
Rucio tuvo que aguantar encima a Sancho,
hombre generoso pero ancho como un tonel. ¿Y
qué me dices del burro Perico?, el pobre
golpeaba en las puertas de las casas para
remediar su hambre. Burros de la literatura
popular, burros flautistas, revolucionarios, refle-
xivos, intelectuales... Burros en las miserias del
mundo real, famélicos y despreciados, a la
espera de que fueran despellejados.
Recuerdo, querido Chiquitín, que, cuando yo
era un niño, vino a Cortegana un circo de
aquellos que nos dejaban con la boca abierta
ante las piruetas arriesgadas del equilibrista; y
con el corazón encogido cuando el domador
metía su cabeza en la bocaza abierta de un león.
La mayoría de los burros que, por su avanzada
edad, no podían ya prestar un servicio al amo
fueron vilmente matados de un marrazo en la
frente. Burros abandonados en su vejez, sin las
caricias de nadie y sin siquiera haberles
valorado su trabajo, acabaron como alimento de
las fieras.
103. 103
Cuando tus cinco amigos vengan a verte de
nuevo, te prometo que nos sentaremos en la era
alta, al inicio del anochecer, y os leeré un
cuento burrero de Valencia Salgado, que habla
de la necesidad de los cambios sociales, tanto
en el campo como en la ciudad. Rebatiremos
esa persistente crueldad de “Orejas largas,
mentes cortas”. Verás, Chiquitín, cómo las
cinco almas de los niños se conmoverán. Y tú
nos regalarás un rebuzno pleno de ternura.
Mi infancia, Chiquitín, son recuerdos de
decenas de jamelgos pasando por la plaza del
pueblo, ¡una recua!, enjaezados con los atalajes
del trabajo y encabestrados uno tras otro detrás
del arriero Pichel. ¡Arrieros somos y en el
camino nos encontraremos! ¡Cuánto lenguaje
arabesco se encierra desde la cuadra hasta la
sierra! Y encaramado encima de la albarda del
asno que cerraba la carrafilera de bestias y
hombres, montaba inmutable un pequeño perro
negro, diestro en guardar el equilibrio.
104. 104
Iban a la sierra a recoger las corchas de los
alcornoques pelados, a por haces de jaras para
los panaderos Carvajal y Juanage, a por taramas
que irían a parar al horno de Olmedo, el dulcero
de la Plazoleta que, con sus caramelos y pio-
nonos, endulzaba las bocas de la chiquillería.
Nunca vi a un arriero con una vara entre sus
manos usando un tono amenazante. Sabían que
de las sierras se volvería con voces que no
provocasen la terquedad del animal y la consi-
guiente caída de la carga. Junto a la voz amiga,
siempre la cantimplora de barro, presta para un
trago de agua fresca. Y, por delante, suspiros de
ahogo y muchas revueltas del camino antes de
vislumbrar el castillo.
Ya que hablamos de burros y Literatura, te
contaré que el corteganés Diego López, que
vivía en nuestro pueblo hace ya quinientos
años, universalizó, con su traducción del latín,
las historias del joven mercader Lucio, quien
acabó -por arte de la magia- convertido en
105. 105
burro, una transformación llamada meta-
morfosis, ¡qué palabreja!
Bajo la apariencia de burro y de sus andares,
Lucio conservaba sus facultades humanas.
Imagínate, Chiquitín, que bajo tu forma de
cuadrúpedo estuviesen aprisionadas mis facul-
tades humanas y nos llevasen a ferias de gana-
do, o nos convirtiesen en una mascota de
alguna señorita mimosa y amante o cayésemos
en manos de un desalmado amo. ¡Cuánto
sufrimiento al oírle decir que su asno vale el oro
que pesa! ¡O al pregonar que es incomparable!
¡Qué desdicha convivir con duendes, hechi-
ceros, bandoleros y charlatanes! Aunque, junto
a la tristeza, seríamos testigos de alegrías, de
hechos reales y maravillosos, conoceríamos a
bastantes pícaros, a muchos vividores.
Pero, en el fondo, me gustaría que al final yo
recobrase mi voz al oler unas rosas y también
mi forma humana para dejar de sufrir tantas
penas, como le ocurrió a Lucio.
106. 106
VÍBORA
¡Qué contento estoy, Chiquitín!, porque la
operación de Colores resultó un éxito total. Ya
te dije que lo había llevado a una clínica de
Zafra y que le habían extirpado la bolsa salivar.
¡Qué buen enfermo fue! ¡Con qué resignación y
nobleza aceptó ponerse en manos del cirujano!
Tras tres horas de operación, salió con otro
aspecto cuando se vio liberado de más de tres
kilos de una saliva sucia que no tenía salida por
la boca y se le acumulaba desmesuradamente.
107. 107
Estuve muy preocupado durante más de un
año por nuestro bonachón mastín, que con
tanta destreza y decisión vigila los sueños del
ganado y tu deambular de noche por las cercas
del llano.
Su calvario empezó el día en que lo encontré
mordisqueando una víbora que yacía medio
muerta en una enlamadura del barranco. Al día
siguiente, María me advirtió de que había ama-
necido con uno de sus carrillos hinchado. ¡Mala
espina me dio!
No respondía a mi llamada. Aunque no es un
perro glotón, tú sabes que siempre viene al
primer silbido. ¿Te acuerdas de cómo traía la
108. 108
cara? Isabel, la veterinaria, lo ocultó enseguida
y su pronóstico fue contundente: que la pica-
dura de la víbora le había cogido la zona salivar.
Acertó en su diagnóstico, porque aquel enorme
globo que le caía hasta casi rozar el suelo se iba
llenando de saliva mezclada con sangraza.
¡Cuánto le molestaría al pobre Colores tanto
peso descolgado! ¡Perdió hasta su capacidad de
movilidad, y se mostraba muy tristón! Con
esmero y delicadeza, yo le sajaba la bolsa salivar
con un bisturí. Él resistía el corte de manera
impasible, sin quejas ni llantos. Hoy parece un
cachorro. Aunque mantiene su aspecto serio y
guarda la distancia con los niños y contigo, se
atreve a corretear por la era alta detrás de Covi y
de su compañero Santo.
Ha pasado un año desde aquel fatal en-
cuentro. María y José te han regalado un paseo
por la cumbre.
109. 109
Colores, Santo y algún que otro gato no se han
querido quedar atrás en el festejo. Los dos
perros posan ante la cámara con la lengua fuera,
y por la boca de Colores caen al suelo salpi-
cones de una saliva clara que nunca más se
acumulará en la bolsa salivar.
Ya sabes, Chiquitín, hay que ser precavido. El
campo, nuestro particular mundo, es encan-
tador; pero, a veces, topamos con algo que nos
incordia y quiebra nuestra paz interior.
Desconozco qué aportaran las víboras a la
naturaleza para que ésta se mantenga en
equilibrio. Nuestro Colores es naturaleza. Ani-
110. 110
mal pacífico donde los haya, y ya ves cuántos
trastornos le ocasionó la maldita víbora.
Cuando veas una culebrilla cualquiera, pro-
cura no curiosear qué clase de reptil es, y
apártate de su deslizar por entre los matojos.
Colores ya tuvo una experiencia fatal. Y Rosa-
rio, desde entonces, se muestra muy precavida.
111. 111
EL DESPERTADOR
¡Anda, deja ya de rebuznar... que vas a
despertar a Rosario y a Adriano! Te agradezco
que, a las siete de la mañana, des un primer
resoplido en la ventana, seguido de una especie
de zapateado pausado que bailas con las pun-
teras de tus cascos. Pero llevas en alerta varias
horas, a la espera de mi primer tarequeo y de
112. 112
que encienda la luz del aseo, las señales
inequívocas de que estoy levantado. Entonces,
sonarán tus campanadas con forma de prolon-
gados rebuznos. ¡Eres un despertador que no
falla! ¿Por qué, tan madrugador?
Metes tu hociquillo por entre los barrotes de
hierro, encoges las narices e incluso parece que
cierras los ojos para ventear si los panecillos
que tomaremos están ya dispuestos en el tosta-
dor. ¡Te encanta el pan tostado! Pero... tendrás
que esperar hasta un poco más tarde, a que
Rosario se levante y te ofrezca un pico de su
tostada.
Mientras tanto, te quedas muy fijo en cómo le
quito la cáscara a una manzana, a la espera de
que corresponda a tus gracias con trocitos de
fruta. Tienes que reaccionar rápido, antes de
que la cabra Berebere se adelante y te quedes
con la miel en los labios. A los cinco niños les
encanta hacerte rabiar con los higos negros y
azucarados, jugando al escondite. Un juego
113. 113
infantil que, a veces, acaba en un susto cuando
sus deditos se rozan con tus dientes o se les
quedan encerrados entre tus labios. “Me ha
mordido, abuelo”. Entonces vendrán las pala-
bras explicativas a Rosario, las palabras que
constituyen el alimento que los niños necesitan
para atrapar el mundo que les rodea.
¡Con qué dulzura se te acerca Rosario tan
precavidamente, buscando tu cara y evitando
tus traseros, para acariciarte y piropearte con un
“Mi Chiquítín... eres mío”! ¡Qué espíritu de
posesión tienen los niños! ¡Y tú te sientes rey de
Valconejo con tantos halagos! ¿A quién no le
gusta que le hagan suyo? Malo sería que los
niños, ¡los necesarios amigos! te dieran de lado
y ni siquiera te acompañara una mirada infantil
durante tus correrías por las cercas. ¡Qué triste
tener por delante el paisaje sin oír el suspiro
admirativo de un acompañante!
114. 114
EL VERANILLO DEL
MEMBRILLO
¡Ya se acabó lo bueno!, se dicen con tristeza
tus amigos. Mañana tomarán el rumbo de la
ciudad, del barrio, de la escuela..., otra vez las
prisas y el reloj, el atosigador y cerrado
ascensor, los escaparates luminosos que trata-
rán de atraparles la voluntad y el deseo, el rojo
del semáforo que detendrá sus cortos pasitos,
sirenas que pedirán el paso libre pero que los
niños llegarán a olvidar... Y a ti se te vaciarán
las miradas al buscarles por los rincones de las
cercas; y tus orejillas dejarán de erguirse sin
siquiera haber oído el timbre sonoro de sus
vocecillas. Tus rebuznos no tendrán respuestas,
sólo mis agudos silbidos calmarán un poco la
angustia de tu soledad.
Seguirás asomándote a la cancela a curiosear
el juego infantil de saltos y piruetas en la alber-
115. 115
ca. Pero encontrarás únicamente el croar de las
ranas que Miguel Carsana y José soltaron en el
pilón donde sueles calmar la sed.
¡Qué dichosos somos tú y yo! Detrás de
nosotros no va nadie. Los dos adoramos esta
vida tan calmada, dos huidas voluntarias de las
ansiedades que provoca la ciudad..., a la espera
de que cinco voces amigas suenen desde la
portera otra vez, y en la cumbre retumbe el eco
unísono de un ¡Chiquitín, Chiquitín! que nos
devuelva lo que ahora se va.
Mientras tanto, a nosotros nos hostigarán las
pegajosas moscas de este veranillo que se está
prolongando demasiado; pero, a cambio, nos
regalará más tomates rosados, atardeceres cada
vez más cortos y noches de raso.
Dicen que el lunes lloverá. ¡Bendita agua para
los membrillos! Sé que no es tu manjar prefe-
rido, y menos ahora que se muestran tan recios,
ásperos y verdosos. El agua del cielo los lavará y
les aportará los azúcares necesarios; y en días
116. 116
estarán brillantes, sin pelusas, tomando un co-
lor amarillo resplandeciente que iluminará de
poesía a los membrilleros del barranco.
Entonces, la cena de la noche se hará para mí
repetitiva y azucarada, con compotas y
membrillos horneados, acompañados de nueces
peladas y chorreones de miel de caña.
¡Membrillos que abren y cierran el otoño,
117. 117
membrillos muertos de bodegones y tabernas! Y
nosotros imploraremos que no cese la lluvia
borrascosa, para que nos libere de las pesadas
moscas y arraigue la vida otoñal.
Antes de que lleguen las primeras aguas,
hemos bajado al huerto de higueras. No te
asustes de que porte esta vara tan larga y
cimbreante, nos ayudará a que los higos
pasados que se agarran a las ramas más altas
caigan al suelo y los recojamos en una cesta de
mimbre. Durante el invierno constituirán una
parte apreciada e importante de mis postres, de
los tuyos también. ¡Higos y nueces casados!
Ahora, no abuses de ellos. Modérate, y
aguanta el ansia. Los higos pasados al sol están
deliciosos; pero si nos excedemos, los órganos
de nuestros estómagos dejarán de funcionar
correctamente, y ya intuirás qué males ocasio-
narán.
Mi edad y experiencia nos avisan, no mires
hacia otro lado. A más de un cerdo tuve que
118. 118
arrojar a una fogata por haberse empachado, y
dos vacas charolesas tuvieron que revolcarse de
dolor tras haberse encontrado el suelo de las
higueras emparvado de higos.
¡Toma este higo, aún no tiene bichos en su
interior!
120. 120
Octubre nos trajo los vientos húmedos del
Atlántico y las nubes a las que Portugal y
Ayamonte señalan la dirección que deben tomar
para toparse con los cabezos de San Cristóbal y
Santa Bárbara, que las obligarán a que se
detengan y arrojen sobre los campos de la Sierra
las cortinas de agua y más agua con que van
cargadas.
¡Valconejo ha amanecido un poco otoñado!,
huele a tierra mojada y a vegetación agradecida.
Varios días y varias noches chascando una
lluvia moderada, aún no violentada, pero que ha
originado que los regajos hayan quedado
limpios de hojarasca y que la baña de los cerdos
rebose agua al camino.
La lluvia otoñal cesa al tercer día, y se van
abriendo grandes claros por el poniente que nos
traen rachas de sol, de un sol aún picante. Y
noche a noche las semillas de gramíneas van
germinando; y enseguida, despuntan las hierbe-
cillas, y las acelgas otoñizas parecen revivir
121. 121
sobre la tierra aún emposía del huerto, que
espera ansiosamente a que la vertedera la abra
en canal y se airee.
A partir de ahora, pacientemente, contaremos
veintiún días e imploraremos a dioses y santos
con el deseo de que no lleguen los vientos fríos
del norte, que los desvíen de nosotros para que
continúe la lluvia del sur mezclada con rachas
de sol. Para ti, querido Chiquitín, esta larga
espera no supone nada; en cambio, para la
cabra Berebere y sus ocho compañeros, sí.
Porque tú sabes que nuestra cabra mansa y
amiga, rodeada de ocho machos castrados,
buscará -en la tierra erizada del castañar y entre
la hojarasca de los alcornoques- las setas. ¿Para
qué voy a explicarte las razones de mi rechazo a
las cabras hembras? Cuestión de evitar un
trabajo excesivo de chivos y leche que no podría
atender.
Durante el esperado descanso escolar de
primero de noviembre, tus cinco amigos han
122. 122
venido a verte. Tus rebuznos y sus risas han
vuelto a colmar de alegría el campo de
Valconejo. ¿Qué mejor regalo que buscar setas?
Las tanas, anaranjadas y vistosas, son visibles
desde la distancia, y los niños lo celebran con
continuos ¡Allí, allí hay una! Luego, la sorpresa
de que encuentran una pareja o tres o cuatro, y
nos contagian la locura infantil.
123. 123
¡Si eran las setas preferidas de los césares! A la
noche, les echaremos unas gotas de aceite de
oliva, las colocaremos en una parrilla y los
mayores nos sentiremos algo más felices; pero
tus amigos se quedarán con las ganas de
probarlas, porque las setas contienen demasia-
dos minerales que las hacen indigestas.
Volvemos a abrir el libro de la naturaleza.
¡Ésta es comestible, ésa indigesta o venenosa, o
aquélla tiene poco valor culinario!
Y cuando llegue la primavera buscaremos la
seta más rara de todas: la jaula roja.
125. 125
¿Cómo se llama ese pájaro? Entonces, Miguel
Carsana me pone en un gran aprieto. Como la
variedad de los pájaros que habitan Valconejo
es amplia, la pregunta se sucede con José o
Rosario. Acierto con el periquito, el mirlo, la
escribaneja, la engatinadora, el alcaudón, la
churubita, el herrerito, el gallito..., y pocos más.
Tanto interés por los pájaros me ha llevado a
hacerles un comedero en uno de los huertos,
junto al barranco. Trigo, alpiste, pan y una clase
de gusanillos que se crían debajo de las sacas
de harinilla conforman el alimento. He colo-
cado unos palos, musgos y unas corchas con la
intención de que se posen y puedan ser obser-
vados por los niños desde un aguardo de lona y
con techo incluido, habitable para varias per-
sonas.
La desconfianza hacia lo nuevo provocó que
pasaran los días y al comedero no se acercaba
ni tan siquiera el confiado periquito. ¡Malo,
todo perdido... tanta ilusión para nada! Pero,
126. 126
como la constancia es una de las claves del
éxito venidero, una mañana apareció un peti-
rrojo, nuestro periquito. Con decisión y sin
titubeos cogió un gusanillo con su pico y se lo
comió. Debió gustarle tener la despensa tan
llena y al alcance, pues repitió la operación
varias veces.
Como si el periquito hubiese tocado la cam-
pana de un comedor escolar, fueron aparecien-
do más pájaros de diferentes tamaños y pluma-
jes. Algunos se mostraban desconfiados y des-
ganados. Otros glotones, sin valorar el esfuerzo
hecho a favor de la comunidad pajaril.
Hoy, simulan ser nuestros amigos, ni se
inmutan cuando abro la portera y entramos en
el huerto para reponer con comida el comedero.
Antes de hacerlo, nunca se espantaban de ti,
pero de mí...
Pronto vendrán los niños a pasar la Navidad;
y, en sus sueños, volarán alto, alto.
127. 127
NOCHES DE LOBOS
¿Dónde pasaste la noche? ¡Qué temporal de
borrascas llevamos! No hay rastro tuyo en la
cuadra, ni siquiera te acercaste al pesebre, que
sigue colmado de paja, avena y cebada. ¡No
seas testarudo! Cuando veas que el cabezo de
Santa Bárbara tiene encasquetado el gorro, ya
sabes que irremediablemente chascará agua del
sur. En la cuadra estarás más calentito que
debajo de un alcornoque, ¡digo yo!
Si María o Rosario se enteraran de tus
cabezonadas, ten la seguridad de que te hubie-
sen llevado a un lugar seco. No comprendo
cómo aguantas parado toda una noche cho-
rreando agua por tus costados. Ni quiero pensar
que pueda ocurrirte lo mismo que a Kiki, el
entrañable ciervo que convivió conmigo durante
varios años. En parte, la culpa de su fatal
desgracia fue mía, lo dejé suelto en la cerca
chica, sin la protección de árbol alguno donde
128. 128
guarecerse. Veinticuatro horas cayéndote enci-
ma el agua a manta no hay quien lo resista,
llegará la hipotermia, el espalmo, la falta de
circulación de la sangre y, sin remedio que lo
arregle, la muerte.
En estas noches borrascosas, el viento chirría,
aúlla o silba. Se hace metal, animal o humano.
Entonces, se cuela impetuosamente por entre
las tejas vanas del tejado en busca de nosotros,
hasta que se nos ponga la piel de gallina...; y
sólo la candela encendida nos prestará el soco-
rro necesario.
Yo las llamo noches de lobos, porque alrede-
dor del fuego se cuentan las más diversas histo-
rias, que suelen acabar teniendo al lobo como
protagonista.
Cuentos, leyendas o hechos casi reales que
tratan de aguajes, oscuridad, pastores, perros,
ovejas, silbidos, estampidas, colmillos y sangre.
Cuando pasemos juntos la Navidad, les contaré
129. 129
a tus cinco amigos esta historia burrera, que les
acrecentará el amor que sienten por ti:
“Trata del tío Culebrilla, amo de un burro al
que nombraba como Constante. Ambos vivían
en un paraje de sierras, amparado el amo en
una zahúrda y el asno siempre viendo encima
de él las estrellas, los nublados o lo que enviase
el Creador.
Para tío Culebrilla, un hombre estirado y que
se deslizaba por el monte con la soltura de un
reptil, su burro suponía los pies, las manos y
mucho más: le daba compañía, le ahorraba
caminatas a pie de varias leguas hasta alcanzar
la aldea donde vivía su parentela, sacaba el
agua de la noria, transportaba la leña hasta la
zahúrda, acarreaba los cántaros llenos del agua
necesaria, araba la tierra del huerto... Ante cual-
quier imprevisto que surgiera y que necesitara
de la fuerza bestial, allí estaba Constante en
faena permanente, sin rechistar.
130. 130
“¡Qué orgullo tenerte!”, le repetía su amo
cada vez que se veía correspondido en el trabajo
y le sacaba de un atolladero. “¡Cuánto vales!
¡Eres mi tesoro!”.
Como el tiempo tampoco pasa en balde para
los burros, a Constante le llegó el día en que
cumplió treinta años, y el maldito momento en
que apenas podía masticar la tierna hierbecilla
ni aguantar, sin tiritones, las rociadas de la
madrugada.
Mes tras mes, empezó a perder algunos kilos
en sus nalgas, su cuello se hizo fofo y los cascos
no aguantaban siquiera los clavos de las viejas
herraduras. Tío Culebrilla estaba ajeno al en-
vejecimiento de su tesoro, creía que los acha-
ques serían algo pasajero. Metido en cualquier
trance dificultoso, Constante hacía de tripa
corazón y se sobreponía. “¡Vaya, vaya, tesorito
mío!, ¡así, así, échale coraje!”.
Un atardecer, el amo sintió necesidad de ir a
la aldea. No sabemos si la urgencia fue debida a
131. 131
sus dolores estomacales o si la culpable fue la
muela del juicio, que estaba más que picada.
Aunque la atmósfera no pintaba bien, apareó
su burro y se montó en él. Tropezones van y
tropezones vienen, correspondidos con tacos de
¡so penco! y golpes de tacones en la barriga. ¡El
tesoro ya no era ni tesorillo!
Pero lo peor quedaba por llegar. A unas dos
leguas de iniciado el camino y en donde los
matorrales se hacían más apretados y oscuros,
detrás de ellos, empezaron a moverse unas
lucecillas que desconcertaron a tío Culebrilla.
Escamado de que fuesen reflejos de ojos
respondió con un ¡Arre, burro! y varios resta-
llidos con el cabestro. Otra vez, ante el hosti-
gamiento de su amo, Constante hizo de tripa
corazón.
En una de las revueltas del camino, las
lucecillas se hicieron acompañar de prolon-
gados aullidos. A tío Culebrilla se le izaron los
pocos pelos que le quedaban en la cabeza, y
132. 132
notó unos extraños escalofríos, que provocaron
que le saliera un débil ¡Arre, tesoro mío, que
vienen lobos! Tan débil fue la voz de ánimo,
que Constante creyó que su amo le había sopla-
do para espantarle alguna mosquilla adherida a
una de sus orejas.
Viendo que su tesoro no arreaba como él
quisiera, sacó de uno de los bolsillos de la
chambra el mechero de yesca y encendió -con
sus manos temblorosas y engarrotadas- un
cigarrillo, creyendo que dibujando figuras de
fuego en el aire de la noche los lobos descon-
fiarían y dejarían de seguirlos.
Pero, ¡qué va!, demás sabían los lobos que
tenían carne fresca cerca. Como si las luces de
fuego no fuesen con ellos, volvieron a brillar sus
ojos intimidatorios detrás del burrero. “¡Vamos,
vamos, tesoro mío! ¡Te prometo que mañana te
convidaré a un pienso y dormirás calentito!”.
133. 133
En balde, el amo intentaba aumentar el brío
del viejo Constante, al que ya no le quedaban
más tripas para hacer un nuevo corazón. Con la
maldición de que ¡Te coman los lobos!, se apeó
y amarró su tesoro a unas jaras del camino, y lo
abandonó a merced de las lucecillas y de los au-
llidos.
Cuentan varios finales diferentes de esta his-
toria burrera. Sabemos que, al amanecer, Cons-
tante alcanzó a trancas y barrancas las callejue-
las de la aldea. Días después, unos perros se
presentaron con las botas y la chambra de tío
Culebrilla embadurnadas en sangre”.
Ya no quedan lobos en estas sierras, Chi-
quitín. Los últimos fueron avistados en la
Contienda, y sufrieron las iras de algunos
ganaderos en forma de estricnina, un veneno
que provoca una cadena de muertes. No tengas
temores. Las noches de lobo sólo existen para ti
en las páginas de las historias que yo les cuento
a tus cinco amigos.
134. 134
Sé que una piara de jabalíes se ha apoderado
de los llanos y está levantando el prado de
trébol y grama. Me gustaría conocer cómo
transcurre tu estancia en medio de animales tan
huidizos. Creo que cambiarán de lugar de pas-
toreo y te dejarán tranquilo oyendo los berreos
de los corderos. Si los jabalíes se resisten a dejar
los llanos, tendrás que compartir tu caminar de
madrugada con el vasto ladrido de Colores.
Pronto, las noches dejarán de ser tan largas,
oscuras, lluviosas y frías. Otra primavera más.
Cantará de nuevo el cuco para anunciarnos que
los prados de Valconejo revientan de colores; y
tú, Chiquitín, esperarás ansioso a que cinco
vocecillas te llamen. Entonces, con un alegre
trotecillo, irás al encuentro, rebuznando de
alegría. Comprobarás que María, Miguel
Carsana, José, Rosario y Adriano te traen de
regalo tantos besos y abrazos como ahora echas
en falta. ¡Ah, y seguro que también te traerán
dibujadas las nostalgias de sus ausencias!