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EL
I
    VIAJE
Así lo habían planeado y así cumplieron su
sueño.

El sueño de volver a “Pablo Acosta” y a la
“Estancia     Vieja” después de varias
décadas.

   El 7 de marzo de 2013 a las 10 de la
    mañana, Héctor y Hugo Cerebello
partieron desde su lugar de vacaciones en
  Tandil dispuestos a revivir la historia.

Tomaron por la ruta 226 hacia Azul y tras
recorrer unos 60 kilómetros avistaron la
señal “Pablo Acosta 16 km”. Les llamó la
atención que el camino de acceso fuera de
tierra, por lo que decidieron continuar por
la 226 buscando el cruce con la ruta 80,
como lo indicaba el mapa.
Luego descubrieron que aquel camino de
ripio que habían pasado era el mismo que
tantas veces habían recorrido a pie, en
sentido contrario, en las caminatas desde
el Campamento hasta el Cerro Centinela.
A los pocos kilómetros apareció el cartel que señalaba “Ruta 80 – Base Naval –
Monasterio Trapense – Pablo Acosta”. Harían ese mismo recorrido que tantas
veces tomaban los micros viniendo desde Buenos Aires y pasando por Azul.

Serían unos 30 kilómetros sobre una ruta muy antigua, pavimentada, con varias
curvas y algo deteriorada. Luego de unos pocos kilómetros, y tras pasar por la
Fábrica Militar de Explosivos y por el Arsenal Naval, hacia ambos lados de la
ruta comenzaron a divisarse los cerros típicos de la zona.

Les llamó la atención la abundante vegetación del lugar, aún junto a las
banquinas, inexistente décadas atrás, y sobre la izquierda las modernas
instalaciones de la “Boca de las Sierras” una especie de mini-centro turístico
llamado “refugio” enclavado en la reserva natural del mismo nombre. Junto a la
entrada había unas raras y originales esculturas metálicas de caballos y jinetes
armadas con chatarras y a un costado de la reserva un pequeño cerro con sus
paredes rosadas.
Pronto apareció, sobre la izquierda
 del camino, el acceso al Monasterio
de los Monjes Trapenses, construido
   en el año 1958, que visitarían de
regreso y frente a él la estancia “Los
Angeles”, casa de Don Pablo Acosta
y Doña Carmen Leloir de Acosta en
       aquel entonces. A los pocos
      kilómetros, también sobre la
     izquierda, les pareció divisar,
 confundida entre otras elevaciones,
 la Cueva de los Leones, destino de
        alguna de sus excursiones
             exploradoriles.
 Ya estaban muy cerca de su sueño y
    los sentimientos comenzaban a
                 brotar.
EL
II   ARRIBO
De repente apareció el ansiado
      cartel indicando hacia la
     izquierda “Pablo Acosta”.


    Estacionaron junto al viejo
  Almacén del pueblo que lucía
      intacto en su aspecto: las
  mismas paredes, las mismas
          pequeñas ventanas, las
           mismas puertas. Ya no
   estaba el palenque sobre la
   calle lateral. Sí había sobre
  la pared un cartel tallado en
      madera con la leyenda “El
           Viejo Almacén”. Era el
      mismo almacén de ramos
     generales de los Santillán
        que tantas veces habían
     visitado para hacer alguna
   compra o jugar al billar-gol.
  El resto del pueblo lucía casi
          igual. Una comisaría, la
         escuela y algunas pocas
                           casas.



 Enfrente, en la esquina de un
    gran terreno alambrado se
  encontraba, trasplantado, el
    viejo cartel de la estación.
   Aparentemente era lo único
  que quedaba de aquel paraje
         ferroviario; la intensa
     vegetación apenas dejaba
     ver al otro lado de la calle
 principal alguna construcción
      abandonada detrás de un
              cerco de alambre.
Parados en la entrada
        al almacén
    pudieron divisar:
    hacia la izquierda
       el camino al
     Monte de los
    Chimangos y al
   cerro Centinela y
    hacia la derecha
     el camino a la
    Estancia Vieja.

Eran las 12.30 horas
  y, antes de seguir
        rumbo a la
  estancia, decidier
      on ingresar al
    almacén. Aquella
         sala tenía
     ahora, sobre la
       izquierda un
  pequeño museo de
          motivos
    gauchescos, una
    radio antigua, la
     cola de un pavo
     real, una mulita
   embalsamada, far
        oles, varias
  planchas braseras
  y fotografías muy
   viejas del pueblo.


 Al fondo, el viejo
   mostrador, proba
      blemente el
   mismo mostrador.
Sobre el ángulo opuesto a la entrada, una puerta comunicaba con lo que era, propiamente dicho, el
  viejo almacén. Allí había ahora varias mesas y sillas rústicas a modo de comedor. En una de ellas
       se encontraban almorzando dos hombres y una señora, la que, como resultado del breve
   diálogo, les cuenta que ella conocía bien a los Salesianos ya que era exalumna del Colegio María
                                        Auxiliadora de La Plata.

Encima de uno de los mostradores había quesos y fiambres a la venta; sobre el fondo de la sala, una
     gran estantería con botellas, damajuanas y frascos en exhibición y sobre las viejas paredes
                       colgaban antiguos y variados implementos campestres.
Los recibió Fabián, el encargado del lugar que vivía allí con su esposa Viviana y
      sus hijos. También administraba el pequeño complejo de cabañas situado
      detrás del almacén, sobre la calle principal. Le contaron su historia y su
                                     propósito.

Se interesó muchísimo por el tema y les pidió que le enviaran fotografías de
    aquellos años. Tenía sobrados motivos para ello: Estaba escribiendo un libro
    sobre la historia del pueblo y necesitaba información, descontando desde
    ya que cualquier documento le sería más que valioso para su objetivo.


        Durante la amena charla le preguntaron si sabía de los hermanos
    Santillán, antiguos dueños del lugar: El mayor había fallecido y el más chico
           tenía hoy unos largos ochenta años y vivía en las proximidades.
Decidieron almorzar el plato del
       día: picada de fiambres y
  quesos y hasta una cazuela de
     vizcacha. Todo un lujo y un
   recuerdo de aquellos días en
    que “los mayores” salían del
Campamento para cazar liebres,
  perdices, patos y… vizcachas.


   Durante el café, Fabián les
     aclaró que era muy difícil
 ingresar a la “Estancia Vieja”.
Su actual dueño, don Jesús, que
 había comprado esos campos a
    los salesianos, era el único
      pasaporte, ya que si se
  encontraba sólo el encargado
     del lugar, no sería posible
              visitarla.
EL
III   MILAGRO
Con dudas sobre el
éxito de la aventura,
   pero con muchas
ilusiones y confianza,
   emprendieron el
    camino hacia la
estancia. Después de
 unos 400 metros de
pavimento, se divisó
  el camino de tierra
 que los llevaría a su
       meta final.


   Antes de tomarlo,
      observaron otra
   perla del viaje: El
“Cerro Centinela” se
    levantaba intacto
  sobre el horizonte,
 en medio del llano a
  unos 12 kilómetros
      de distancia. La
 emoción rebrotaba.
Muy lentamente se encaminaron hacia la estancia. Al llegar a la
 entrada, se acercaron a la tranquera que aún lucía el cartel de
    chapa con el “Estancia Vieja” impreso con perforaciones.
   Estaba cerrada con una cadena pero sin candados. Por un
  momento la ansiedad y la emoción los tentó y, durante esos
 minutos interminables se confundieron sentimientos diversos
           entre los que apareció el de la frustración.


Sólo un milagro les haría trasponer esa tranquera tantas veces
  transitada por ellos y por cientos de chicos durante casi 2
                             décadas.
Creyeron que Don Bosco estaba con ellos y el milagro se produjo.

  Desde el interior de los campos de enfrente –de nombre “Los
   Girasoles”- a unos 500 metros, divisaron una moderna
   camioneta blanca que, dejando nubes de polvo a su paso, se
   encaminaba hacia la entrada del terreno, ubicada exactamente
   frente a la tranquera cerrada. Si el vehículo se detenía tal vez
   podrían averiguar algo sobre la estancia.




  El milagro estaba más cerca: La pickup se detuvo. El conductor,
   un hombre mayor de gran físico y muy elegante, era –nada
   menos- que Jesús, propietario del lugar. Lo acompañaba su hija
   Alejandra.
Héctor se acerca al vehículo y les cuenta quiénes eran y de sus
intenciones de rememorar antiguas historias visitando el
predio. Se entera que ellos habían suspendido sus tareas de
cosecha en el campo al observar que el automóvil de los
hermanos había estacionado frente a la tranquera, decidiendo
ir al encuentro de los visitantes.

Como final de la charla, la frase de Alejandra materializa el
milagro: “Entonces, papi, tienen que entrar…”

Ambos vehículos recorrieron lentamente el camino de
entrada, ahora totalmente arbolado, plenos de emoción y sin
pronunciar palabra.

Al final del mismo: el casco de la estancia… el campamento.
VOLVER
IV   A VIVIR
En apariencia todo se veía casi igual. Sólo faltaban algunos
“símbolos”: ya no estaba la Administración o “la guardia”
en el centro del patio de tierra, ya no estaban los restos
de aquella gran carreta de la época de Rosas y la bomba
de agua había sido reemplazada por una canilla.

Para el resto de los rincones y edificios, parecía no haber
 transcurrido década alguna.
Su aspecto exterior, sus colores y su aire rural se
 mostraban absolutamente indemnes al paso del tiempo.

Según dijo una respetuosa y silenciosa testigo –Liliana, la
 esposa de Héctor- en ese preciso momento una lágrima
 rodó por alguna mejilla.
Los anfitriones se encontraban realmente atareados, por
 lo que Alejandra se disculpó y acordó con su padre
 quedarse con los visitantes mientras él retornaba al
 campo. Así fue y, luego de unas breves palabras de
 agradecimiento por parte de los hermanos, don Jesús se
 despidió de los mismos y emprendió su regreso al campo.
Afortunadamente Alejandra traía con ella las llaves de las
 edificaciones, entonces comenzó la recorrida del lugar y
 durante el trayecto, entre charlas y recuerdos, se
 sorprende de los nombres que los hermanos daban a cada
 lugar y del hecho de que habían conocido en persona a
 don Pablo y a doña Carmen.

Para ellos, más que un paseo por el lugar, iba a ser un
 paseo a través el tiempo.
La recorrida se había iniciado en la Capilla. Se encontraba en muy buenas
    condiciones, sobre todo el altar con sus pulcros manteles blancos, las
   imágenes de María Auxiliadora y de nuestro San Juan Bosco y una más
           pequeña de Domingo Savio. También estaban intactos los
      bancos, reclinatorios y hasta el mismísimo órgano al costado de la
         entrada, aquél que tantas veces acompañó los cánticos en las
      ceremonias. El lugar había sido testigo de innumerables y fuertes
                            momentos espirituales.
A un lado del altar, sobre una mesa, un libro de visitas que Alejandra les
      ofrece para volcar alguna frase recordativa. Así lo hicieron, no sin
     dificultad dado el estado emocional que los embargaba. Observaron
        que contenía varios testimonios de exploradores de Batallones
     hermanos y algunos del “2”. Los últimos databan de hacía unos diez
     años. Afuera, sobre una de sus paredes, lucían las placas de bronce
       colocadas como señal de gratitud hacia los Acosta, y en los altos
     aquella campana que, traída por don Pablo desde Francia, bendijera
     Monseñor Marengo, Obispo de Azul, en enero de 1958 durante un
                         tradicional acto del Batallón.
Pasando por el Jardín de Don Bosco se dirigieron
 al Dormitorio Mayor, aquel que albergara a unos
  60 exploradores en catres de lona y camas de
 hierro. Ahora era un salón casi vacío y silencioso,
     pero los hermanos escuchaban voces del
                    recuerdo.

 Junto a él, y separado por un pequeño predio –
   ahora baldío- que se utilizaba entonces para
  tender la ropa, el edificio de los baños con su
  misma puerta verde, que alguna vez les había
   tocado en suerte limpiar durante los días de
                      guardia.
A continuación, un símbolo del campamento, “La
 Escuelita”. Dormitorio del Jefe del Batallón y de
 algunos otros jefes. Por fuera se la observaba con
 algún deterioro pero en su interior, ahora utilizado
 como depósito de algunas bolsas y accesorios de
 campo, se respiraba el mismo aire que en aquellos
 años. Se precipitaron en ese momento decenas de
 anécdotas recordadas por los visitantes.

A un lado de “La Escuelita”, el edificio de los otros
 baños –en su momento bautizados graciosamente
 como los “calabozos” – algo apartado del resto de las
 casas y que también mantenía su fachada original.
Cerrando la zona de dormitorios y baños
 aparece “La Armonía”, también utilizada en
esos tiempos como dormitorio de Jefes, sala
  de reuniones y depósito de materiales de
trabajo. Más recuerdos y anécdotas vuelven
        a surgir entre los hermanos.
El trayecto los lleva a la “Cocina” y al “Hotel”,
     que aquellos años alojaba al cocinero y a
     cooperadores y amigos del Batallón y que
     ahora era la casa del encargado. Sólo un
    sector tenía las paredes demolidas, quizás
          producto del paso del tiempo.
Enfrente: “El Comedor”. Aún con su techo
nuevo, les parecía escuchar el bullicio de los
 almuerzos y las cenas, plagadas de relatos
  sobre la actividad diaria, los torneos de
juegos de salón, la “mesa de superiores”, los
fogones con cantos, cuentos y actuaciones y
     el recuerdo de las “buenas noches”
 donboscanas. Otro lugar emblemático para
  los nostálgicos visitantes que, como dos
    chicos, repasaban sus anecdotarios.
   Había transcurrido más de una hora y, conocedores de las
    tareas que Alejandra debía reanudar, los hermanos le ofrecen
    finalizar la visita, pero la anfitriona insiste con terminar de
    recorrer todo el lugar. Así los acompaña hacia “El Palacio”, un
    edificio situado a unos cien metros del centro del casco que en
    aquel entonces no era muy frecuentado por los exploradores.
    Estaba conformado por varias habitaciones –en una de ellas aún
    se encontraba una de las viejas camas de hierro que formaban
    parte del Dormitorio Mayor-, un baño con sus artefactos y
    grifería originales y la cocina-comedor con una vieja cocina a
    leña. Ese lugar servía como residencia de los acompañantes
    mayores y sacerdotes que concurrían invitados por el Batallón.
    Afuera, el “Aljibe” de estilo colonial que otrora se usara para
    refrescar las bebidas.
Al salir, sobre los fondos del terreno, alcanzan a divisar
    la antigua casa del capataz, ocupada en su momento
    por don Alejandro y don Genuso consecutivamente.
La cancha de fútbol ya no estaba en su lugar original, es
    decir a la derecha del camino de entrada: la habían
     reubicado detrás de “La Armonía”, integrando un
      conjunto con el tanque australiano, el mástil y un
   mangrullo de construcción no muy antigua. El espacio
     que ocupara –testigo de tantas emociones- estaba
       prolijamente parquizado bajo la sombra de los
                  mismos añosos eucaliptos.
En una avalancha de recuerdos, en cada lugar, en cada
     rincón recorrido, les parecía escuchar voces de
   chicos, de compañeros, de sus jefes y de ilustres y
   queridos personajes ultra-exploradoriles:, el Padre
 Abraham, don García Adams el Padre Dell’Oro, el Padre
 Rocco, el Maestro Vázquez, el Padre Ricardes, el Padre
Zabala, los Padres Carrasco y Mudarra, el Padre Cesáreo
  Campos, don Luzardo, don Salvatore, don Amoedo, el
  Doctor Baccaglioni, Julio Losada, Julio Marchesa, el
        Ingeniero Ricagni, los Vitale, Juan Carlos
    Machiaroli, Jorge Moldes, Héctor Ciatti, Alberto
Cortelezzi, Alberto Colado, Pablo Blattmann, entre otras
         queridas personas, entre tantas otras…
Al final, sólo les hubiera restado volver a andar el camino
    al “Arroyo”, alameda varias veces transitada, con “La
   Laguna” sobre la izquierda y al final, la zona de “pileta”
    con la piedra grande a modo de trampolín. Arroyo de
    los Huesos que fuera testigo natural de aventureras
      caminatas hacia “Trinidad” o hacia “El Centinela”.
EL
V   ADIOS
Invadidos por los recuerdos estaban muy satisfechos, sumamente
conmovidos y no querían abusar del tiempo, dedicación y
comprensión que les estaba ofreciendo Alejandra generosamente.
Hubieran querido estar más tiempo en ese paraíso, hacer más
preguntas, tomar más fotografías… pero había sido demasiado.




Dejando ya la “Estancia Vieja”, al llevar a la gentil y simpática
anfitriona hacia su lugar de trabajo, se intercambian datos para
                    mantener la comunicación.




    La despedida fue más que emotiva y con sentidas palabras de
 agradecimiento. Al emprender el camino de regreso, nuevamente
                 aparece el reconfortante silencio de la emoción.
Como se lo habían propuesto, luego de recorrer algunos
 kilómetros, dejan la ruta para ingresar al Monasterio
 Trapense. Un extenso y ascendente camino de ripio los
 conduce hasta los edificios principales. Sólo hay carteles
 para los visitantes y se escucha lejanamente un rezo de los
 monjes.




Había zonas inaccesibles por ser parte de la clausura y
 recordatorios de la prohibición de obtener fotografías en
 el interior. Pueden ingresar a la
 capilla, inmensa, fría, impecable y silenciosa. Instantes de
 meditación y gratitud.
Casi sin quererlo en una pequeña sala contigua
   descubren, con asombro, las sepulturas de don Pablo
                Acosta y de doña Carmen.

Sólo están en el lugar las dos criptas de mármol con sus
  nombres esculpidos y, en el medio de ambas, una placa
  de bronce –sólo una- que reza “El Batallón 2 Coronel
 Dorrego de Exploradores Argentinos de Don Bosco en
    gratitud a sus ilustres benefactores Don Pablo
 Acosta y Doña Carmen Leloir de Acosta” y una fecha
 que los ojos vidriosos de los hermanos les impidió ver o
                         recordar.

Estaban frente a una inesperada y valiosa perla para la
                       despedida.
Tandil los esperaba para continuar sus
               vacaciones.
Ese día las hizo únicas e imborrables…




                           El señor de los recuer…“2”

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Presentacion de pablo acosta en el 2013

  • 1.
  • 2. EL I VIAJE
  • 3. Así lo habían planeado y así cumplieron su sueño. El sueño de volver a “Pablo Acosta” y a la “Estancia Vieja” después de varias décadas. El 7 de marzo de 2013 a las 10 de la mañana, Héctor y Hugo Cerebello partieron desde su lugar de vacaciones en Tandil dispuestos a revivir la historia. Tomaron por la ruta 226 hacia Azul y tras recorrer unos 60 kilómetros avistaron la señal “Pablo Acosta 16 km”. Les llamó la atención que el camino de acceso fuera de tierra, por lo que decidieron continuar por la 226 buscando el cruce con la ruta 80, como lo indicaba el mapa. Luego descubrieron que aquel camino de ripio que habían pasado era el mismo que tantas veces habían recorrido a pie, en sentido contrario, en las caminatas desde el Campamento hasta el Cerro Centinela.
  • 4. A los pocos kilómetros apareció el cartel que señalaba “Ruta 80 – Base Naval – Monasterio Trapense – Pablo Acosta”. Harían ese mismo recorrido que tantas veces tomaban los micros viniendo desde Buenos Aires y pasando por Azul. Serían unos 30 kilómetros sobre una ruta muy antigua, pavimentada, con varias curvas y algo deteriorada. Luego de unos pocos kilómetros, y tras pasar por la Fábrica Militar de Explosivos y por el Arsenal Naval, hacia ambos lados de la ruta comenzaron a divisarse los cerros típicos de la zona. Les llamó la atención la abundante vegetación del lugar, aún junto a las banquinas, inexistente décadas atrás, y sobre la izquierda las modernas instalaciones de la “Boca de las Sierras” una especie de mini-centro turístico llamado “refugio” enclavado en la reserva natural del mismo nombre. Junto a la entrada había unas raras y originales esculturas metálicas de caballos y jinetes armadas con chatarras y a un costado de la reserva un pequeño cerro con sus paredes rosadas.
  • 5. Pronto apareció, sobre la izquierda del camino, el acceso al Monasterio de los Monjes Trapenses, construido en el año 1958, que visitarían de regreso y frente a él la estancia “Los Angeles”, casa de Don Pablo Acosta y Doña Carmen Leloir de Acosta en aquel entonces. A los pocos kilómetros, también sobre la izquierda, les pareció divisar, confundida entre otras elevaciones, la Cueva de los Leones, destino de alguna de sus excursiones exploradoriles. Ya estaban muy cerca de su sueño y los sentimientos comenzaban a brotar.
  • 6. EL II ARRIBO
  • 7.
  • 8. De repente apareció el ansiado cartel indicando hacia la izquierda “Pablo Acosta”. Estacionaron junto al viejo Almacén del pueblo que lucía intacto en su aspecto: las mismas paredes, las mismas pequeñas ventanas, las mismas puertas. Ya no estaba el palenque sobre la calle lateral. Sí había sobre la pared un cartel tallado en madera con la leyenda “El Viejo Almacén”. Era el mismo almacén de ramos generales de los Santillán que tantas veces habían visitado para hacer alguna compra o jugar al billar-gol. El resto del pueblo lucía casi igual. Una comisaría, la escuela y algunas pocas casas. Enfrente, en la esquina de un gran terreno alambrado se encontraba, trasplantado, el viejo cartel de la estación. Aparentemente era lo único que quedaba de aquel paraje ferroviario; la intensa vegetación apenas dejaba ver al otro lado de la calle principal alguna construcción abandonada detrás de un cerco de alambre.
  • 9. Parados en la entrada al almacén pudieron divisar: hacia la izquierda el camino al Monte de los Chimangos y al cerro Centinela y hacia la derecha el camino a la Estancia Vieja. Eran las 12.30 horas y, antes de seguir rumbo a la estancia, decidier on ingresar al almacén. Aquella sala tenía ahora, sobre la izquierda un pequeño museo de motivos gauchescos, una radio antigua, la cola de un pavo real, una mulita embalsamada, far oles, varias planchas braseras y fotografías muy viejas del pueblo. Al fondo, el viejo mostrador, proba blemente el mismo mostrador.
  • 10. Sobre el ángulo opuesto a la entrada, una puerta comunicaba con lo que era, propiamente dicho, el viejo almacén. Allí había ahora varias mesas y sillas rústicas a modo de comedor. En una de ellas se encontraban almorzando dos hombres y una señora, la que, como resultado del breve diálogo, les cuenta que ella conocía bien a los Salesianos ya que era exalumna del Colegio María Auxiliadora de La Plata. Encima de uno de los mostradores había quesos y fiambres a la venta; sobre el fondo de la sala, una gran estantería con botellas, damajuanas y frascos en exhibición y sobre las viejas paredes colgaban antiguos y variados implementos campestres.
  • 11. Los recibió Fabián, el encargado del lugar que vivía allí con su esposa Viviana y sus hijos. También administraba el pequeño complejo de cabañas situado detrás del almacén, sobre la calle principal. Le contaron su historia y su propósito. Se interesó muchísimo por el tema y les pidió que le enviaran fotografías de aquellos años. Tenía sobrados motivos para ello: Estaba escribiendo un libro sobre la historia del pueblo y necesitaba información, descontando desde ya que cualquier documento le sería más que valioso para su objetivo. Durante la amena charla le preguntaron si sabía de los hermanos Santillán, antiguos dueños del lugar: El mayor había fallecido y el más chico tenía hoy unos largos ochenta años y vivía en las proximidades.
  • 12. Decidieron almorzar el plato del día: picada de fiambres y quesos y hasta una cazuela de vizcacha. Todo un lujo y un recuerdo de aquellos días en que “los mayores” salían del Campamento para cazar liebres, perdices, patos y… vizcachas. Durante el café, Fabián les aclaró que era muy difícil ingresar a la “Estancia Vieja”. Su actual dueño, don Jesús, que había comprado esos campos a los salesianos, era el único pasaporte, ya que si se encontraba sólo el encargado del lugar, no sería posible visitarla.
  • 13. EL III MILAGRO
  • 14. Con dudas sobre el éxito de la aventura, pero con muchas ilusiones y confianza, emprendieron el camino hacia la estancia. Después de unos 400 metros de pavimento, se divisó el camino de tierra que los llevaría a su meta final. Antes de tomarlo, observaron otra perla del viaje: El “Cerro Centinela” se levantaba intacto sobre el horizonte, en medio del llano a unos 12 kilómetros de distancia. La emoción rebrotaba.
  • 15. Muy lentamente se encaminaron hacia la estancia. Al llegar a la entrada, se acercaron a la tranquera que aún lucía el cartel de chapa con el “Estancia Vieja” impreso con perforaciones. Estaba cerrada con una cadena pero sin candados. Por un momento la ansiedad y la emoción los tentó y, durante esos minutos interminables se confundieron sentimientos diversos entre los que apareció el de la frustración. Sólo un milagro les haría trasponer esa tranquera tantas veces transitada por ellos y por cientos de chicos durante casi 2 décadas.
  • 16. Creyeron que Don Bosco estaba con ellos y el milagro se produjo. Desde el interior de los campos de enfrente –de nombre “Los Girasoles”- a unos 500 metros, divisaron una moderna camioneta blanca que, dejando nubes de polvo a su paso, se encaminaba hacia la entrada del terreno, ubicada exactamente frente a la tranquera cerrada. Si el vehículo se detenía tal vez podrían averiguar algo sobre la estancia. El milagro estaba más cerca: La pickup se detuvo. El conductor, un hombre mayor de gran físico y muy elegante, era –nada menos- que Jesús, propietario del lugar. Lo acompañaba su hija Alejandra.
  • 17. Héctor se acerca al vehículo y les cuenta quiénes eran y de sus intenciones de rememorar antiguas historias visitando el predio. Se entera que ellos habían suspendido sus tareas de cosecha en el campo al observar que el automóvil de los hermanos había estacionado frente a la tranquera, decidiendo ir al encuentro de los visitantes. Como final de la charla, la frase de Alejandra materializa el milagro: “Entonces, papi, tienen que entrar…” Ambos vehículos recorrieron lentamente el camino de entrada, ahora totalmente arbolado, plenos de emoción y sin pronunciar palabra. Al final del mismo: el casco de la estancia… el campamento.
  • 18. VOLVER IV A VIVIR
  • 19. En apariencia todo se veía casi igual. Sólo faltaban algunos “símbolos”: ya no estaba la Administración o “la guardia” en el centro del patio de tierra, ya no estaban los restos de aquella gran carreta de la época de Rosas y la bomba de agua había sido reemplazada por una canilla. Para el resto de los rincones y edificios, parecía no haber transcurrido década alguna. Su aspecto exterior, sus colores y su aire rural se mostraban absolutamente indemnes al paso del tiempo. Según dijo una respetuosa y silenciosa testigo –Liliana, la esposa de Héctor- en ese preciso momento una lágrima rodó por alguna mejilla.
  • 20. Los anfitriones se encontraban realmente atareados, por lo que Alejandra se disculpó y acordó con su padre quedarse con los visitantes mientras él retornaba al campo. Así fue y, luego de unas breves palabras de agradecimiento por parte de los hermanos, don Jesús se despidió de los mismos y emprendió su regreso al campo. Afortunadamente Alejandra traía con ella las llaves de las edificaciones, entonces comenzó la recorrida del lugar y durante el trayecto, entre charlas y recuerdos, se sorprende de los nombres que los hermanos daban a cada lugar y del hecho de que habían conocido en persona a don Pablo y a doña Carmen. Para ellos, más que un paseo por el lugar, iba a ser un paseo a través el tiempo.
  • 21. La recorrida se había iniciado en la Capilla. Se encontraba en muy buenas condiciones, sobre todo el altar con sus pulcros manteles blancos, las imágenes de María Auxiliadora y de nuestro San Juan Bosco y una más pequeña de Domingo Savio. También estaban intactos los bancos, reclinatorios y hasta el mismísimo órgano al costado de la entrada, aquél que tantas veces acompañó los cánticos en las ceremonias. El lugar había sido testigo de innumerables y fuertes momentos espirituales. A un lado del altar, sobre una mesa, un libro de visitas que Alejandra les ofrece para volcar alguna frase recordativa. Así lo hicieron, no sin dificultad dado el estado emocional que los embargaba. Observaron que contenía varios testimonios de exploradores de Batallones hermanos y algunos del “2”. Los últimos databan de hacía unos diez años. Afuera, sobre una de sus paredes, lucían las placas de bronce colocadas como señal de gratitud hacia los Acosta, y en los altos aquella campana que, traída por don Pablo desde Francia, bendijera Monseñor Marengo, Obispo de Azul, en enero de 1958 durante un tradicional acto del Batallón.
  • 22. Pasando por el Jardín de Don Bosco se dirigieron al Dormitorio Mayor, aquel que albergara a unos 60 exploradores en catres de lona y camas de hierro. Ahora era un salón casi vacío y silencioso, pero los hermanos escuchaban voces del recuerdo. Junto a él, y separado por un pequeño predio – ahora baldío- que se utilizaba entonces para tender la ropa, el edificio de los baños con su misma puerta verde, que alguna vez les había tocado en suerte limpiar durante los días de guardia.
  • 23. A continuación, un símbolo del campamento, “La Escuelita”. Dormitorio del Jefe del Batallón y de algunos otros jefes. Por fuera se la observaba con algún deterioro pero en su interior, ahora utilizado como depósito de algunas bolsas y accesorios de campo, se respiraba el mismo aire que en aquellos años. Se precipitaron en ese momento decenas de anécdotas recordadas por los visitantes. A un lado de “La Escuelita”, el edificio de los otros baños –en su momento bautizados graciosamente como los “calabozos” – algo apartado del resto de las casas y que también mantenía su fachada original.
  • 24. Cerrando la zona de dormitorios y baños aparece “La Armonía”, también utilizada en esos tiempos como dormitorio de Jefes, sala de reuniones y depósito de materiales de trabajo. Más recuerdos y anécdotas vuelven a surgir entre los hermanos.
  • 25. El trayecto los lleva a la “Cocina” y al “Hotel”, que aquellos años alojaba al cocinero y a cooperadores y amigos del Batallón y que ahora era la casa del encargado. Sólo un sector tenía las paredes demolidas, quizás producto del paso del tiempo.
  • 26. Enfrente: “El Comedor”. Aún con su techo nuevo, les parecía escuchar el bullicio de los almuerzos y las cenas, plagadas de relatos sobre la actividad diaria, los torneos de juegos de salón, la “mesa de superiores”, los fogones con cantos, cuentos y actuaciones y el recuerdo de las “buenas noches” donboscanas. Otro lugar emblemático para los nostálgicos visitantes que, como dos chicos, repasaban sus anecdotarios.
  • 27. Había transcurrido más de una hora y, conocedores de las tareas que Alejandra debía reanudar, los hermanos le ofrecen finalizar la visita, pero la anfitriona insiste con terminar de recorrer todo el lugar. Así los acompaña hacia “El Palacio”, un edificio situado a unos cien metros del centro del casco que en aquel entonces no era muy frecuentado por los exploradores. Estaba conformado por varias habitaciones –en una de ellas aún se encontraba una de las viejas camas de hierro que formaban parte del Dormitorio Mayor-, un baño con sus artefactos y grifería originales y la cocina-comedor con una vieja cocina a leña. Ese lugar servía como residencia de los acompañantes mayores y sacerdotes que concurrían invitados por el Batallón. Afuera, el “Aljibe” de estilo colonial que otrora se usara para refrescar las bebidas.
  • 28. Al salir, sobre los fondos del terreno, alcanzan a divisar la antigua casa del capataz, ocupada en su momento por don Alejandro y don Genuso consecutivamente. La cancha de fútbol ya no estaba en su lugar original, es decir a la derecha del camino de entrada: la habían reubicado detrás de “La Armonía”, integrando un conjunto con el tanque australiano, el mástil y un mangrullo de construcción no muy antigua. El espacio que ocupara –testigo de tantas emociones- estaba prolijamente parquizado bajo la sombra de los mismos añosos eucaliptos.
  • 29. En una avalancha de recuerdos, en cada lugar, en cada rincón recorrido, les parecía escuchar voces de chicos, de compañeros, de sus jefes y de ilustres y queridos personajes ultra-exploradoriles:, el Padre Abraham, don García Adams el Padre Dell’Oro, el Padre Rocco, el Maestro Vázquez, el Padre Ricardes, el Padre Zabala, los Padres Carrasco y Mudarra, el Padre Cesáreo Campos, don Luzardo, don Salvatore, don Amoedo, el Doctor Baccaglioni, Julio Losada, Julio Marchesa, el Ingeniero Ricagni, los Vitale, Juan Carlos Machiaroli, Jorge Moldes, Héctor Ciatti, Alberto Cortelezzi, Alberto Colado, Pablo Blattmann, entre otras queridas personas, entre tantas otras…
  • 30. Al final, sólo les hubiera restado volver a andar el camino al “Arroyo”, alameda varias veces transitada, con “La Laguna” sobre la izquierda y al final, la zona de “pileta” con la piedra grande a modo de trampolín. Arroyo de los Huesos que fuera testigo natural de aventureras caminatas hacia “Trinidad” o hacia “El Centinela”.
  • 31. EL V ADIOS
  • 32. Invadidos por los recuerdos estaban muy satisfechos, sumamente conmovidos y no querían abusar del tiempo, dedicación y comprensión que les estaba ofreciendo Alejandra generosamente. Hubieran querido estar más tiempo en ese paraíso, hacer más preguntas, tomar más fotografías… pero había sido demasiado. Dejando ya la “Estancia Vieja”, al llevar a la gentil y simpática anfitriona hacia su lugar de trabajo, se intercambian datos para mantener la comunicación. La despedida fue más que emotiva y con sentidas palabras de agradecimiento. Al emprender el camino de regreso, nuevamente aparece el reconfortante silencio de la emoción.
  • 33. Como se lo habían propuesto, luego de recorrer algunos kilómetros, dejan la ruta para ingresar al Monasterio Trapense. Un extenso y ascendente camino de ripio los conduce hasta los edificios principales. Sólo hay carteles para los visitantes y se escucha lejanamente un rezo de los monjes. Había zonas inaccesibles por ser parte de la clausura y recordatorios de la prohibición de obtener fotografías en el interior. Pueden ingresar a la capilla, inmensa, fría, impecable y silenciosa. Instantes de meditación y gratitud.
  • 34. Casi sin quererlo en una pequeña sala contigua descubren, con asombro, las sepulturas de don Pablo Acosta y de doña Carmen. Sólo están en el lugar las dos criptas de mármol con sus nombres esculpidos y, en el medio de ambas, una placa de bronce –sólo una- que reza “El Batallón 2 Coronel Dorrego de Exploradores Argentinos de Don Bosco en gratitud a sus ilustres benefactores Don Pablo Acosta y Doña Carmen Leloir de Acosta” y una fecha que los ojos vidriosos de los hermanos les impidió ver o recordar. Estaban frente a una inesperada y valiosa perla para la despedida.
  • 35. Tandil los esperaba para continuar sus vacaciones. Ese día las hizo únicas e imborrables… El señor de los recuer…“2”