3. Así lo habían planeado y así cumplieron su
sueño.
El sueño de volver a “Pablo Acosta” y a la
“Estancia Vieja” después de varias
décadas.
El 7 de marzo de 2013 a las 10 de la
mañana, Héctor y Hugo Cerebello
partieron desde su lugar de vacaciones en
Tandil dispuestos a revivir la historia.
Tomaron por la ruta 226 hacia Azul y tras
recorrer unos 60 kilómetros avistaron la
señal “Pablo Acosta 16 km”. Les llamó la
atención que el camino de acceso fuera de
tierra, por lo que decidieron continuar por
la 226 buscando el cruce con la ruta 80,
como lo indicaba el mapa.
Luego descubrieron que aquel camino de
ripio que habían pasado era el mismo que
tantas veces habían recorrido a pie, en
sentido contrario, en las caminatas desde
el Campamento hasta el Cerro Centinela.
4. A los pocos kilómetros apareció el cartel que señalaba “Ruta 80 – Base Naval –
Monasterio Trapense – Pablo Acosta”. Harían ese mismo recorrido que tantas
veces tomaban los micros viniendo desde Buenos Aires y pasando por Azul.
Serían unos 30 kilómetros sobre una ruta muy antigua, pavimentada, con varias
curvas y algo deteriorada. Luego de unos pocos kilómetros, y tras pasar por la
Fábrica Militar de Explosivos y por el Arsenal Naval, hacia ambos lados de la
ruta comenzaron a divisarse los cerros típicos de la zona.
Les llamó la atención la abundante vegetación del lugar, aún junto a las
banquinas, inexistente décadas atrás, y sobre la izquierda las modernas
instalaciones de la “Boca de las Sierras” una especie de mini-centro turístico
llamado “refugio” enclavado en la reserva natural del mismo nombre. Junto a la
entrada había unas raras y originales esculturas metálicas de caballos y jinetes
armadas con chatarras y a un costado de la reserva un pequeño cerro con sus
paredes rosadas.
5. Pronto apareció, sobre la izquierda
del camino, el acceso al Monasterio
de los Monjes Trapenses, construido
en el año 1958, que visitarían de
regreso y frente a él la estancia “Los
Angeles”, casa de Don Pablo Acosta
y Doña Carmen Leloir de Acosta en
aquel entonces. A los pocos
kilómetros, también sobre la
izquierda, les pareció divisar,
confundida entre otras elevaciones,
la Cueva de los Leones, destino de
alguna de sus excursiones
exploradoriles.
Ya estaban muy cerca de su sueño y
los sentimientos comenzaban a
brotar.
8. De repente apareció el ansiado
cartel indicando hacia la
izquierda “Pablo Acosta”.
Estacionaron junto al viejo
Almacén del pueblo que lucía
intacto en su aspecto: las
mismas paredes, las mismas
pequeñas ventanas, las
mismas puertas. Ya no
estaba el palenque sobre la
calle lateral. Sí había sobre
la pared un cartel tallado en
madera con la leyenda “El
Viejo Almacén”. Era el
mismo almacén de ramos
generales de los Santillán
que tantas veces habían
visitado para hacer alguna
compra o jugar al billar-gol.
El resto del pueblo lucía casi
igual. Una comisaría, la
escuela y algunas pocas
casas.
Enfrente, en la esquina de un
gran terreno alambrado se
encontraba, trasplantado, el
viejo cartel de la estación.
Aparentemente era lo único
que quedaba de aquel paraje
ferroviario; la intensa
vegetación apenas dejaba
ver al otro lado de la calle
principal alguna construcción
abandonada detrás de un
cerco de alambre.
9. Parados en la entrada
al almacén
pudieron divisar:
hacia la izquierda
el camino al
Monte de los
Chimangos y al
cerro Centinela y
hacia la derecha
el camino a la
Estancia Vieja.
Eran las 12.30 horas
y, antes de seguir
rumbo a la
estancia, decidier
on ingresar al
almacén. Aquella
sala tenía
ahora, sobre la
izquierda un
pequeño museo de
motivos
gauchescos, una
radio antigua, la
cola de un pavo
real, una mulita
embalsamada, far
oles, varias
planchas braseras
y fotografías muy
viejas del pueblo.
Al fondo, el viejo
mostrador, proba
blemente el
mismo mostrador.
10. Sobre el ángulo opuesto a la entrada, una puerta comunicaba con lo que era, propiamente dicho, el
viejo almacén. Allí había ahora varias mesas y sillas rústicas a modo de comedor. En una de ellas
se encontraban almorzando dos hombres y una señora, la que, como resultado del breve
diálogo, les cuenta que ella conocía bien a los Salesianos ya que era exalumna del Colegio María
Auxiliadora de La Plata.
Encima de uno de los mostradores había quesos y fiambres a la venta; sobre el fondo de la sala, una
gran estantería con botellas, damajuanas y frascos en exhibición y sobre las viejas paredes
colgaban antiguos y variados implementos campestres.
11. Los recibió Fabián, el encargado del lugar que vivía allí con su esposa Viviana y
sus hijos. También administraba el pequeño complejo de cabañas situado
detrás del almacén, sobre la calle principal. Le contaron su historia y su
propósito.
Se interesó muchísimo por el tema y les pidió que le enviaran fotografías de
aquellos años. Tenía sobrados motivos para ello: Estaba escribiendo un libro
sobre la historia del pueblo y necesitaba información, descontando desde
ya que cualquier documento le sería más que valioso para su objetivo.
Durante la amena charla le preguntaron si sabía de los hermanos
Santillán, antiguos dueños del lugar: El mayor había fallecido y el más chico
tenía hoy unos largos ochenta años y vivía en las proximidades.
12. Decidieron almorzar el plato del
día: picada de fiambres y
quesos y hasta una cazuela de
vizcacha. Todo un lujo y un
recuerdo de aquellos días en
que “los mayores” salían del
Campamento para cazar liebres,
perdices, patos y… vizcachas.
Durante el café, Fabián les
aclaró que era muy difícil
ingresar a la “Estancia Vieja”.
Su actual dueño, don Jesús, que
había comprado esos campos a
los salesianos, era el único
pasaporte, ya que si se
encontraba sólo el encargado
del lugar, no sería posible
visitarla.
14. Con dudas sobre el
éxito de la aventura,
pero con muchas
ilusiones y confianza,
emprendieron el
camino hacia la
estancia. Después de
unos 400 metros de
pavimento, se divisó
el camino de tierra
que los llevaría a su
meta final.
Antes de tomarlo,
observaron otra
perla del viaje: El
“Cerro Centinela” se
levantaba intacto
sobre el horizonte,
en medio del llano a
unos 12 kilómetros
de distancia. La
emoción rebrotaba.
15. Muy lentamente se encaminaron hacia la estancia. Al llegar a la
entrada, se acercaron a la tranquera que aún lucía el cartel de
chapa con el “Estancia Vieja” impreso con perforaciones.
Estaba cerrada con una cadena pero sin candados. Por un
momento la ansiedad y la emoción los tentó y, durante esos
minutos interminables se confundieron sentimientos diversos
entre los que apareció el de la frustración.
Sólo un milagro les haría trasponer esa tranquera tantas veces
transitada por ellos y por cientos de chicos durante casi 2
décadas.
16. Creyeron que Don Bosco estaba con ellos y el milagro se produjo.
Desde el interior de los campos de enfrente –de nombre “Los
Girasoles”- a unos 500 metros, divisaron una moderna
camioneta blanca que, dejando nubes de polvo a su paso, se
encaminaba hacia la entrada del terreno, ubicada exactamente
frente a la tranquera cerrada. Si el vehículo se detenía tal vez
podrían averiguar algo sobre la estancia.
El milagro estaba más cerca: La pickup se detuvo. El conductor,
un hombre mayor de gran físico y muy elegante, era –nada
menos- que Jesús, propietario del lugar. Lo acompañaba su hija
Alejandra.
17. Héctor se acerca al vehículo y les cuenta quiénes eran y de sus
intenciones de rememorar antiguas historias visitando el
predio. Se entera que ellos habían suspendido sus tareas de
cosecha en el campo al observar que el automóvil de los
hermanos había estacionado frente a la tranquera, decidiendo
ir al encuentro de los visitantes.
Como final de la charla, la frase de Alejandra materializa el
milagro: “Entonces, papi, tienen que entrar…”
Ambos vehículos recorrieron lentamente el camino de
entrada, ahora totalmente arbolado, plenos de emoción y sin
pronunciar palabra.
Al final del mismo: el casco de la estancia… el campamento.
19. En apariencia todo se veía casi igual. Sólo faltaban algunos
“símbolos”: ya no estaba la Administración o “la guardia”
en el centro del patio de tierra, ya no estaban los restos
de aquella gran carreta de la época de Rosas y la bomba
de agua había sido reemplazada por una canilla.
Para el resto de los rincones y edificios, parecía no haber
transcurrido década alguna.
Su aspecto exterior, sus colores y su aire rural se
mostraban absolutamente indemnes al paso del tiempo.
Según dijo una respetuosa y silenciosa testigo –Liliana, la
esposa de Héctor- en ese preciso momento una lágrima
rodó por alguna mejilla.
20. Los anfitriones se encontraban realmente atareados, por
lo que Alejandra se disculpó y acordó con su padre
quedarse con los visitantes mientras él retornaba al
campo. Así fue y, luego de unas breves palabras de
agradecimiento por parte de los hermanos, don Jesús se
despidió de los mismos y emprendió su regreso al campo.
Afortunadamente Alejandra traía con ella las llaves de las
edificaciones, entonces comenzó la recorrida del lugar y
durante el trayecto, entre charlas y recuerdos, se
sorprende de los nombres que los hermanos daban a cada
lugar y del hecho de que habían conocido en persona a
don Pablo y a doña Carmen.
Para ellos, más que un paseo por el lugar, iba a ser un
paseo a través el tiempo.
21. La recorrida se había iniciado en la Capilla. Se encontraba en muy buenas
condiciones, sobre todo el altar con sus pulcros manteles blancos, las
imágenes de María Auxiliadora y de nuestro San Juan Bosco y una más
pequeña de Domingo Savio. También estaban intactos los
bancos, reclinatorios y hasta el mismísimo órgano al costado de la
entrada, aquél que tantas veces acompañó los cánticos en las
ceremonias. El lugar había sido testigo de innumerables y fuertes
momentos espirituales.
A un lado del altar, sobre una mesa, un libro de visitas que Alejandra les
ofrece para volcar alguna frase recordativa. Así lo hicieron, no sin
dificultad dado el estado emocional que los embargaba. Observaron
que contenía varios testimonios de exploradores de Batallones
hermanos y algunos del “2”. Los últimos databan de hacía unos diez
años. Afuera, sobre una de sus paredes, lucían las placas de bronce
colocadas como señal de gratitud hacia los Acosta, y en los altos
aquella campana que, traída por don Pablo desde Francia, bendijera
Monseñor Marengo, Obispo de Azul, en enero de 1958 durante un
tradicional acto del Batallón.
22. Pasando por el Jardín de Don Bosco se dirigieron
al Dormitorio Mayor, aquel que albergara a unos
60 exploradores en catres de lona y camas de
hierro. Ahora era un salón casi vacío y silencioso,
pero los hermanos escuchaban voces del
recuerdo.
Junto a él, y separado por un pequeño predio –
ahora baldío- que se utilizaba entonces para
tender la ropa, el edificio de los baños con su
misma puerta verde, que alguna vez les había
tocado en suerte limpiar durante los días de
guardia.
23. A continuación, un símbolo del campamento, “La
Escuelita”. Dormitorio del Jefe del Batallón y de
algunos otros jefes. Por fuera se la observaba con
algún deterioro pero en su interior, ahora utilizado
como depósito de algunas bolsas y accesorios de
campo, se respiraba el mismo aire que en aquellos
años. Se precipitaron en ese momento decenas de
anécdotas recordadas por los visitantes.
A un lado de “La Escuelita”, el edificio de los otros
baños –en su momento bautizados graciosamente
como los “calabozos” – algo apartado del resto de las
casas y que también mantenía su fachada original.
24. Cerrando la zona de dormitorios y baños
aparece “La Armonía”, también utilizada en
esos tiempos como dormitorio de Jefes, sala
de reuniones y depósito de materiales de
trabajo. Más recuerdos y anécdotas vuelven
a surgir entre los hermanos.
25. El trayecto los lleva a la “Cocina” y al “Hotel”,
que aquellos años alojaba al cocinero y a
cooperadores y amigos del Batallón y que
ahora era la casa del encargado. Sólo un
sector tenía las paredes demolidas, quizás
producto del paso del tiempo.
26. Enfrente: “El Comedor”. Aún con su techo
nuevo, les parecía escuchar el bullicio de los
almuerzos y las cenas, plagadas de relatos
sobre la actividad diaria, los torneos de
juegos de salón, la “mesa de superiores”, los
fogones con cantos, cuentos y actuaciones y
el recuerdo de las “buenas noches”
donboscanas. Otro lugar emblemático para
los nostálgicos visitantes que, como dos
chicos, repasaban sus anecdotarios.
27. Había transcurrido más de una hora y, conocedores de las
tareas que Alejandra debía reanudar, los hermanos le ofrecen
finalizar la visita, pero la anfitriona insiste con terminar de
recorrer todo el lugar. Así los acompaña hacia “El Palacio”, un
edificio situado a unos cien metros del centro del casco que en
aquel entonces no era muy frecuentado por los exploradores.
Estaba conformado por varias habitaciones –en una de ellas aún
se encontraba una de las viejas camas de hierro que formaban
parte del Dormitorio Mayor-, un baño con sus artefactos y
grifería originales y la cocina-comedor con una vieja cocina a
leña. Ese lugar servía como residencia de los acompañantes
mayores y sacerdotes que concurrían invitados por el Batallón.
Afuera, el “Aljibe” de estilo colonial que otrora se usara para
refrescar las bebidas.
28. Al salir, sobre los fondos del terreno, alcanzan a divisar
la antigua casa del capataz, ocupada en su momento
por don Alejandro y don Genuso consecutivamente.
La cancha de fútbol ya no estaba en su lugar original, es
decir a la derecha del camino de entrada: la habían
reubicado detrás de “La Armonía”, integrando un
conjunto con el tanque australiano, el mástil y un
mangrullo de construcción no muy antigua. El espacio
que ocupara –testigo de tantas emociones- estaba
prolijamente parquizado bajo la sombra de los
mismos añosos eucaliptos.
29. En una avalancha de recuerdos, en cada lugar, en cada
rincón recorrido, les parecía escuchar voces de
chicos, de compañeros, de sus jefes y de ilustres y
queridos personajes ultra-exploradoriles:, el Padre
Abraham, don García Adams el Padre Dell’Oro, el Padre
Rocco, el Maestro Vázquez, el Padre Ricardes, el Padre
Zabala, los Padres Carrasco y Mudarra, el Padre Cesáreo
Campos, don Luzardo, don Salvatore, don Amoedo, el
Doctor Baccaglioni, Julio Losada, Julio Marchesa, el
Ingeniero Ricagni, los Vitale, Juan Carlos
Machiaroli, Jorge Moldes, Héctor Ciatti, Alberto
Cortelezzi, Alberto Colado, Pablo Blattmann, entre otras
queridas personas, entre tantas otras…
30. Al final, sólo les hubiera restado volver a andar el camino
al “Arroyo”, alameda varias veces transitada, con “La
Laguna” sobre la izquierda y al final, la zona de “pileta”
con la piedra grande a modo de trampolín. Arroyo de
los Huesos que fuera testigo natural de aventureras
caminatas hacia “Trinidad” o hacia “El Centinela”.
32. Invadidos por los recuerdos estaban muy satisfechos, sumamente
conmovidos y no querían abusar del tiempo, dedicación y
comprensión que les estaba ofreciendo Alejandra generosamente.
Hubieran querido estar más tiempo en ese paraíso, hacer más
preguntas, tomar más fotografías… pero había sido demasiado.
Dejando ya la “Estancia Vieja”, al llevar a la gentil y simpática
anfitriona hacia su lugar de trabajo, se intercambian datos para
mantener la comunicación.
La despedida fue más que emotiva y con sentidas palabras de
agradecimiento. Al emprender el camino de regreso, nuevamente
aparece el reconfortante silencio de la emoción.
33. Como se lo habían propuesto, luego de recorrer algunos
kilómetros, dejan la ruta para ingresar al Monasterio
Trapense. Un extenso y ascendente camino de ripio los
conduce hasta los edificios principales. Sólo hay carteles
para los visitantes y se escucha lejanamente un rezo de los
monjes.
Había zonas inaccesibles por ser parte de la clausura y
recordatorios de la prohibición de obtener fotografías en
el interior. Pueden ingresar a la
capilla, inmensa, fría, impecable y silenciosa. Instantes de
meditación y gratitud.
34. Casi sin quererlo en una pequeña sala contigua
descubren, con asombro, las sepulturas de don Pablo
Acosta y de doña Carmen.
Sólo están en el lugar las dos criptas de mármol con sus
nombres esculpidos y, en el medio de ambas, una placa
de bronce –sólo una- que reza “El Batallón 2 Coronel
Dorrego de Exploradores Argentinos de Don Bosco en
gratitud a sus ilustres benefactores Don Pablo
Acosta y Doña Carmen Leloir de Acosta” y una fecha
que los ojos vidriosos de los hermanos les impidió ver o
recordar.
Estaban frente a una inesperada y valiosa perla para la
despedida.
35. Tandil los esperaba para continuar sus
vacaciones.
Ese día las hizo únicas e imborrables…
El señor de los recuer…“2”