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LA INMORTALIDAD DEL ALMA
¿Qué dará un hombre a cambio de su alma?
(Mt 16, 26)
Todo cristiano medianamente informado conoce la diferencia entre
nuestra religión y el paganismo. A cualquiera que le pregunten sobre lo que
ganamos con el Evangelio responderá enseguida que hemos obtenido el
conocimiento de nuestra inmortalidad, es decir, que tenemos almas destinadas a
vivir para siempre; y que los paganos no conocían esta verdad que Cristo enseñó a
sus discípulos. Cualquier hombre dirá – y dirá verdad – que fue esta la grande y
solemne doctrina que dio al Evangelio especial título para ser oído cuando
comenzó a ser predicado, la doctrina que hizo detenerse a las inconscientes
multitudes, ocupadas sólo en perseguir los goces y proyectos de esta vida; las
sobrecogió con la visión de la vida futura y las serenó hasta volverlas a Dios con
un corazón sincero.
Se dirá con razón que esta doctrina de una vida futura fue la que destruyó
el poder y fascinación del paganismo. Los pobres paganos se hallaban inmersos
en las frivolidades y absurdos de un falso ritual que había oscurecido la luz de la
razón. Conocían a Dios, pero le habían abandonado por invenciones de hombres.
Se habían fabricado protectores y guardianes; y tenían “muchos dioses y muchos
señores” (1 Co 8, 5). Tenían su culto profano, sus burdas procesiones, creencias
indulgentes, observancias fáciles y extravagancias pueriles, propias de una
religión de seres que iban a vivir setenta u ochenta años, morir luego para
siempre y nunca volver a vivir. “Comamos y bebamos, porque mañana
moriremos” (1 Co 15, 32; Is 22, 13) era su doctrina y regla de vida. “Mañana
morimos”, admiten en verdad los Santos Apóstoles, que enseñan aquí lo mismo
que los paganos. “Mañana morimos”. Pero luego añaden: “y después de la muerte
es el juicio” (Hb 9, 27), el juicio del alma inmortal, que vive a pesar de la muerte
del cuerpo.
Esa fue la verdad que despertó a los hombres a la necesidad de una religión
más honda y mejor que la necesidad de una religión más honda y mejor que la
que había en la tierra cuando llegó Cristo. De tal modo actuó sobre ellos la nueva
religión que abandonaron sus antiguos y falsos cultos, que desaparecieron. Así
fue. A pesar de hallarse como entronizados en todo el poder del mundo y
desplegar una visión nunca vista antes por ojo humano, a pesar de estar
sostenidos por los poderosos y la multitud, por la influencia de los reyes y al
tozudez del pueblo, cayeron los cultos paganos.
Sus ruinas continúan aún diseminadas sobre la faz de la tierra. Son las
obras demolidas de su gran mantenedor y enemigo de Dios, el Imperio romano
pagano. Estas ruinas se encuentran también entre nosotros y muestran lo
maravilloso y grande de su poder, e indican también que lo que vino a destruir
este poder era mucho más poderoso: la doctrina de la inmortalidad del alma. Así
es de profunda la revolución que se produce entre los hombres siempre que esta
gran verdad es creída con hondura.
Cualquiera de nosotros puede hablar de esta doctrina y sabe que en ella
radica la diferencia fundamental entre nuestra situación religiosa y la de los
paganos. Sin embargo, a pesar de nuestra capacidad de hablar sobre ella y nuestra
“forma de conocimiento” (Rm 2, 20) – como dice San Pablo -, es indudable que
muchos cristianos no captan su auténtico sentido.
Desde luego, es difícil entender y sentir que tenemos almas, y es un gran
error suponer que vemos el significado de la doctrina sólo por usar las palabras
que la expresan. Es tan importante comprender que tenemos almas, que saberlo
de verdad, unido a sus consecuencias, equivale a ser y obrar seriamente, es decir,
a ser auténticamente religiosos. Ser conscientes de nuestra inmortalidad se
conecta necesariamente, en el caso del cristiano, con el temor de Dios y el
arrepentimiento. ¿Quién no cambiará de vida si viera el infierno y a las almas allí
encerradas sin esperanza? Todos sus pensamientos resultarían atraídos por esa
escena terrible, su mirada quedaría fija en ella olvidando todo lo demás; lleno de
semejante visión no vería no oiría otra cosa, y cuando la imagen desapareciera de
sus ojos, seguiría grabada en su memoria; y él permanecería ajeno a los placeres y
artificios de este mundo porque los vería siempre unidos a esa tremenda visión.
Este sería el efecto imponente de una manifestación semejante, llevara o no al
arrepentimiento.
Así de absorbidos en el pensamiento de la vida futura están quienes reciben
realmente y de corazón las palabras de Cristo y sus Apóstoles. La mayoría de los
cristianos sin embargo, poco tienen que ver con esta situación espiritual y el
genuino saber que contiene. Un denso velo cubre sus ojos, y aunque pueden
hablar de esta doctrina se comportan como si no supieran nada de ella. Viven a
veces como los antiguos paganos, comen, beben, se distraen en cosas
insustanciales y viven en el mundo sin ninguna inquietud, exactamente como si
Dios no hubiera declarado que su conducta en esta vida decidirá su destino en la
venidera; exactamente como si no tuvieran almas o como si nada tuvieran que ver
con la tarea de salvarlas, que era la idea de los paganos.
Pero, ¿qué significa llevar a nuestra mente el pensamiento de que tenemos
almas, y dónde estriba la dificultad de hacerlo?
Desde nuestro nacimiento dependemos del mundo que nos rodea. No
podríamos vivir ni progresar sin la ayuda de los demás hombres. Para un niño,
este mundo lo es todo: se ve a sí mismo como una parte de este mundo, igual que
una rama es parte de un árbol. Apenas tiene idea de su propia existencia
independiente, o sea, no sabe que posee un alma. Y si avanza en su vida sin
modificar estas nociones no llega a saber, ni siquiera al final de su existencia, que
tiene un alma. Se contempla a sí mismo meramente en su relación con este
mundo, que es todo para él. Tiene al mundo como su exclusivo bien, como si
fuera un ídolo; y cuando intenta mirar más allá de esta vida, no es capaz de
imaginar nada, excepto esta vida. Si se ve obligado a imaginar algo, imagina, de
nuevo, esta vida; actúa como los paganos, que cuando reflexionaban en las
tradiciones sobre otra vida sólo conseguían imaginar la felicidad de los
bienaventurados como el disfrute del sol, del cielo y de la tierra conocidos, pero
más espléndidos que ahora.
Comprender que tenemos almas significa sentir nuestra separación de las
cosas visibles, nuestra independencia de ellas, nuestra existencia distinta en
nosotros mismos, nuestra individualidad, nuestro poder de actuar por nosotros
mismos de un modo u otro, nuestra responsabilidad por lo que hacemos. Estas
son las grandes verdades que se contienen incluso en la mente de un niño y que la
gracia de Dios puede desplegar a pesar de la influencia del mundo exterior.
Pero al principio prevalece este mundo exterior. Miramos desde nosotros a
las cosas que nos rodean y nos olvidamos en ellas de nosotros mismos. Tal es
nuestra situación – un estado en el que dependemos, para mantenernos, de
frágiles apoyos y en el que no percibimos nuestra fuerza real – cuando Dios
comienza a ganarnos para una visión más verdadera de nuestro lugar en su gran
designio de Providencia. Y cuando nos visita se produce en breve tiempo una
conmoción dentro de nosotros.
Reparamos poderosamente en la realidad y debilidad de las cosas de este
mundo; nos damos cuenta de que hacen promesas que luego no cumplen. Las
cosas nos defraudan. Y si cumplen lo prometido, no acaban de satisfacernos.
Buscamos algo que no sabemos bien lo que es, pero estamos seguros de que el
mundo no nos lo ha dado. Además, ¡los cambios en esta vida son tantos, tan
repentinos, tan mudos, tan constantes! El mundo nunca deja de cambiar y sigue
cambiando hasta entristecernos; hasta un punto en el que desaparece nuestra
confianza en él. Se hace patente que no podemos seguir dependiendo de él, a
menos que marchemos a su paso y cambiemos nosotros también, cosa que no
podemos hacer. Sentimos que mientras el mundo cambia, nosotros somos uno y
el mismo, y así, con la ayuda de Dios, llegamos a percibir algo de lo que significan
nuestra independencia respecto de las cosas temporales y nuestra inmortalidad.
Si la desgracia nos alcanza – como ocurre a veces -, entendemos aún mejor
la nada de este mundo, aprendemos a desconfiar de él y nos desengañamos de su
amor, hasta que finalmente flota ante nuestros ojos como un velo superfluo que,
a pesar de sus colores, no logra ocultar la visión de lo que se encuentra más allá.
Comenzamos entonces gradualmente a percibir que sólo hay dos seres en todo el
universo: nuestra propia alma y Dios que la hizo. ¡Sublime, insospechada y a la
vez certísima verdad! Para cada uno de nosotros sólo hay dos seres en el mundo:
él mismo y Dios. ¿Porque qué es para nosotros esta escena exterior con sus goces
y proyectos, honores e inquietudes, descubrimientos, personajes, reinos y toda
esa gente que se afana ansiosa? No es nada. Es sólo una apariencia. “El mundo y
sus concupiscencias pasan” (1 Jn 2, 17).
Las personas más cercanas a nosotros, que no son parte del mundo vacuo,
es decir, nuestros amigos y familiares, a quienes hacemos bien en amar, tampoco
representan mucho, en último término, para nuestra vida terrena. Apenas pueden
ayudarnos o favorecernos. Nosotros los vemos y ellos influyen en nosotros, pero
sólo a distancia y a través de los sentidos; no pueden alcanzar nuestras almas ni
penetrar nuestros pensamientos ni ser realmente compañeros nuestros. En el
mundo futuro – con la gracia de Dios – será distinto; pero aquí no disfrutamos
tanto de su presencia como de la anticipación de lo que un día llegará. Por eso los
seres queridos se desvanecen ante la visión diáfana que tenemos, primero, de
nuestra propia existencia y, luego de la presencia de Dios en nosotros y sobre
nosotros como Gobernante y Juez que habita en nuestro interior mediante la
conciencia, su representante.
Pensad ahora qué cambios tan grandes tendrán lugar en quien no se halle
del todo pervertido, a medida que capta esta relación entre él mismo y el Dios
Altísimo. En esta vida nunca podremos entender del todo lo que significa nuestro
vivir para siempre, pero sí podemos comprender lo que significa que este mundo
no perdure eternamente y que muera para jamás surgir de nuevo. Al percibir esto,
vemos también que no le debemos lealtad ni servicio alguno, que no tiene
derechos sobre nosotros y que no puede causarnos mal ni darnos bienes terrenos.
Por otro lado, la luz de Dios escrita en nuestros corazones nos manda
servirle, nos dice en parte cómo hemos de hacerlo, y la Sagrada Escritura
completa los preceptos incoados por la naturaleza. Escritura y conciencia nos
dicen que somos responsables de lo que hacemos y que Dios es un justo Juez. De
manera especial, nuestro Salvador, Señor y Dios visible nuestro, ocupa el lugar del
mundo como Unigénito del Padre, después de habérsenos mostrado abiertamente
a Sí mismo, para que no digamos que Dios se esconde.
Un conjunto de poderosas influencias llevan así al hombre a separarse de
las cosas temporales y dirigirse a las eternas, a negarse a sí mismo y a tomar la
cruz para seguir a Cristo. Porque ahí están las solemnes advertencias de Cristo en
servicio del hombre, sus preceptos para atraerlo y elevarle, sus promesas de
hacerle feliz, sus obras y sufrimientos para humillarle hasta el polvo y para
sujetar su corazón en agradecimiento hacia Quien excede toda misericordia. Todo
esto actúa sobre él, y así como san Mateo se levantó de su telonio cuando Cristo le
llamó, indiferente a lo que otros pudieran decir, también los que obedecen la voz
interior de Dios con ayuda de la gracia, van a contracorriente del mundo, sin
importarles lo que los hombres puedan decir de ellos, porque han comprendido
que tienen alma y esto es lo único que les importa.
Soy consciente de que existen maestros imprudentes, que usando lenguaje
parecido al mío quieren decir algo muy diferente. Son lo que niegan la gracia del
bautismo y piensan que un hombre se convierte a Dios repentinamente y de modo
irreversible. No necesito mencionar la diferencia entre semejante enseñanza y la
de la Sagrada Escritura. Pero aparte de sus peculiares errores, hablan las palabras
de la Escritura cuando afirman que somos viejos y pecadores por naturaleza y que
hemos de aprender, con la ayuda de Dios y nuestro propio esfuerzo, que tenemos
almas y debemos elevarnos a una vida nueva, separándonos del mundo presente,
para ir mediante la fe hacia el mundo invisible y futuro. Pues la Sagrada Escritura
nos dice: “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te
iluminará Cristo. Mirad atentamente cómo vivís, no como imprudentes, sino como
prudentes; aprovechando el tiempo presente, porque los días son malos. Por tanto
no seáis insensatos, sino comprended cuál es la voluntad del Señor” (Ef 5, 14-17).
Preguntémonos seriamente – y pidamos a Dios la gracia para hacerlo con
sinceridad – si nos hemos desprendido del mundo, o si por vivir dependientes de
él y no del autor Eterno de nuestro ser, no estaremos uniendo nuestro destino al
de este mundo exterior y perecedero, ignorantes de que tenemos alma. Me consta
que estos pensamientos son incómodos para muchas personas. Hay quienes al oír
estas verdades piensan enseguida que la religión es cosa triste y repulsiva, que
prefieren maestros menos severos, y que dicen que en realidad el cristianismo no
pretendía ser una ley pesada y oscura sino una religión de gozo y alegría.
Así piensan los jóvenes, aunque no lo expresen de ese modo. Una vida con
ciertas exigencias les parece algo ofensivo y odioso, y se apartan de ella. Al
hacerme mayores y conocer más el mundo, aprenden a atrincherarse en sus
opiniones y las expresan más o menos en la forma que he indicado. Odian la
verdad y se oponen a ella por principio, y cuando más se les dice que tienen alma,
más se deciden a vivir como si no la tuvieran.
Desde el primer momento hay que aceptar que la religión resulta siempre
difícil a quienes la descuidan. Todo lo que hemos de aprender contiene alguna
dificultad inicial, y nuestros deberes hacia Dios y hacia el hombre por Dios,
suponen una cierta dificultad porque nos llaman a adoptar una nueva vida y a
abandonar el amor de este mundo por el verdadero. Es inevitable. Tenemos que
experimentar algún temor y esfuerzo, antes de poder alegrarnos.
El Evangelio nos parecerá a veces una carga. Nadie puede apartar el corazón
de los objetos naturales de su amor sin que haya dolor durante el proceso y
algunos latidos intensos después. Es algo que deriva de la naturaleza de las cosas,
y aunque sea cierto que este o aquel maestro parece severo, la verdad es que él no
puede cambiar materialmente la situación. La religión es inicialmente en sí misma
un tanto melancólica para las personas pegadas a la tierra, y exige un esfuerzo de
abnegación en todo el que se decida sinceramente a ser religioso.
Hay otra clase de personas que alientan mayores esperanzas que las
anteriores; y que cuando se sienten urgidas al arrepentimiento y a vivir una vida
nueva se asustan y desaniman ante el esfuerzo. Entiéndase bien que no se exige a
todos de inmediato que perciban a fondo nuestra responsabilidad individual e
inmortalidad. Nunca he afirmado que alguien deje de suscitar esperanzas por no
discernir plenamente la vanidad del mundo y el valor de su alma. Pero un hombre
se encuentra desde luego en situación desesperada si no intenta al menos
comprenderlo y sentirlo.
Es necesario que un hombre confiese su inmortalidad con sus palabras y
viva además como quien procura entender lo que confiesa. Entonces se halla en
camino de salvación y se dirige hacia el cielo aunque no haya conseguido todavía
librarse completamente de las ataduras de este mundo. En realidad ninguno de
nosotros se encuentra enteramente libre de este mundo. Al hablar de nuestros
deberes, todos empleamos palabras más altas y plenas de lo que realmente
comprendemos. Nadie entiende del todo lo que significa tener alma. Hasta la
persona mejor del mundo se halla en estado de progreso hacia la sencilla verdad;
las más débiles e ignorantes no están sino en el camino hacia ella. Pero nadie debe
alarmarse al oír lo mucho que debe esforzarse para llegar a una visión correcta de
su propia situación ante Dios, es decir, a la fe. Todos debemos hacer mucho, y la
pregunta decisiva es si realmente deseamos hacerlo.
¡Ojalá tuviéramos coraje para dejar a un lado este mundo visible, para
querer verlo como mera pantalla entre nosotros y Dios, pensando que el Señor se
ha situado más allá del velo; que nos contempla, nos prueba, nos bendice y anima
hacia el bien día tras día! Toleramos a pesar de todo, que las cambiantes
circunstancias nos agiten y experimentamos lo difícil que es permanecer firmes y
de una misma mente ante los poderosos atractivos del mundo.
Sentimos de modo diverso según el lugar, el tiempo y las personas que nos
acompañan. Nos portamos bien el domingo, y el lunes pecamos con toda
deliberación.
Nos levantamos por la mañana con dolor por nuestras faltas y propósito de
mejorar, y antes de llegar la noche ya hemos ofendido de nuevo a Dios. El simple
cambio de compañías nos sitúa en una nueva actitud mental, y no entendemos
suficientemente nuestra gran debilidad ni buscamos fuerzas en el Dios inmutable,
que es donde se encuentran. ¡Qué pensamientos tendremos el día en que, abolido
del todo este mundo exterior, nos veamos donde siempre estuvimos, es decir, en
la presencia de Dios, con Cristo a Su derecha!
¡Qué bendito hallazgo descubrir que este mundo no es sino vanidad y está
desprovisto de sustancia, y que estamos siempre en presencia de nuestro
Salvador! Pero quizá no sea muy oportuno hablar de esto ante quienes no tengan
entregado su corazón a Dios; no hay por qué airear sin más a los cuatro vientos
los privilegios del verdadero cristiano, ni ese tesoro de sagradas verdades ha de
comunicarse con ligereza a quienes viven mundanamente.
El cristiano conoce los beneficios que ha recibido y no necesita que nadie se
los diga. Sabe en Quién ha creído y sabe también lo que significa en la hora de
peligro y dificultad aquella paz que Cristo no explicó cuando la dio a sus
discípulos; se limitó a describirla como diferente a la que puede dar el mundo.
“Tú mantendrás en perfecta paz a aquel cuyo ánimo permanece en Ti, porque en
Ti confió. Confiad en Yahveh por siempre, porque en el Señor Yahveh tenéis una
roca eterna” (Is 26, 3-4)
21 de Julio de 1833
Parochial and Plain Sermons I, n°2.

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  • 1. LA INMORTALIDAD DEL ALMA ¿Qué dará un hombre a cambio de su alma? (Mt 16, 26) Todo cristiano medianamente informado conoce la diferencia entre nuestra religión y el paganismo. A cualquiera que le pregunten sobre lo que ganamos con el Evangelio responderá enseguida que hemos obtenido el conocimiento de nuestra inmortalidad, es decir, que tenemos almas destinadas a vivir para siempre; y que los paganos no conocían esta verdad que Cristo enseñó a sus discípulos. Cualquier hombre dirá – y dirá verdad – que fue esta la grande y solemne doctrina que dio al Evangelio especial título para ser oído cuando comenzó a ser predicado, la doctrina que hizo detenerse a las inconscientes multitudes, ocupadas sólo en perseguir los goces y proyectos de esta vida; las sobrecogió con la visión de la vida futura y las serenó hasta volverlas a Dios con un corazón sincero. Se dirá con razón que esta doctrina de una vida futura fue la que destruyó el poder y fascinación del paganismo. Los pobres paganos se hallaban inmersos en las frivolidades y absurdos de un falso ritual que había oscurecido la luz de la razón. Conocían a Dios, pero le habían abandonado por invenciones de hombres. Se habían fabricado protectores y guardianes; y tenían “muchos dioses y muchos señores” (1 Co 8, 5). Tenían su culto profano, sus burdas procesiones, creencias indulgentes, observancias fáciles y extravagancias pueriles, propias de una religión de seres que iban a vivir setenta u ochenta años, morir luego para siempre y nunca volver a vivir. “Comamos y bebamos, porque mañana moriremos” (1 Co 15, 32; Is 22, 13) era su doctrina y regla de vida. “Mañana morimos”, admiten en verdad los Santos Apóstoles, que enseñan aquí lo mismo que los paganos. “Mañana morimos”. Pero luego añaden: “y después de la muerte es el juicio” (Hb 9, 27), el juicio del alma inmortal, que vive a pesar de la muerte del cuerpo. Esa fue la verdad que despertó a los hombres a la necesidad de una religión más honda y mejor que la necesidad de una religión más honda y mejor que la que había en la tierra cuando llegó Cristo. De tal modo actuó sobre ellos la nueva religión que abandonaron sus antiguos y falsos cultos, que desaparecieron. Así fue. A pesar de hallarse como entronizados en todo el poder del mundo y desplegar una visión nunca vista antes por ojo humano, a pesar de estar sostenidos por los poderosos y la multitud, por la influencia de los reyes y al tozudez del pueblo, cayeron los cultos paganos.
  • 2. Sus ruinas continúan aún diseminadas sobre la faz de la tierra. Son las obras demolidas de su gran mantenedor y enemigo de Dios, el Imperio romano pagano. Estas ruinas se encuentran también entre nosotros y muestran lo maravilloso y grande de su poder, e indican también que lo que vino a destruir este poder era mucho más poderoso: la doctrina de la inmortalidad del alma. Así es de profunda la revolución que se produce entre los hombres siempre que esta gran verdad es creída con hondura. Cualquiera de nosotros puede hablar de esta doctrina y sabe que en ella radica la diferencia fundamental entre nuestra situación religiosa y la de los paganos. Sin embargo, a pesar de nuestra capacidad de hablar sobre ella y nuestra “forma de conocimiento” (Rm 2, 20) – como dice San Pablo -, es indudable que muchos cristianos no captan su auténtico sentido. Desde luego, es difícil entender y sentir que tenemos almas, y es un gran error suponer que vemos el significado de la doctrina sólo por usar las palabras que la expresan. Es tan importante comprender que tenemos almas, que saberlo de verdad, unido a sus consecuencias, equivale a ser y obrar seriamente, es decir, a ser auténticamente religiosos. Ser conscientes de nuestra inmortalidad se conecta necesariamente, en el caso del cristiano, con el temor de Dios y el arrepentimiento. ¿Quién no cambiará de vida si viera el infierno y a las almas allí encerradas sin esperanza? Todos sus pensamientos resultarían atraídos por esa escena terrible, su mirada quedaría fija en ella olvidando todo lo demás; lleno de semejante visión no vería no oiría otra cosa, y cuando la imagen desapareciera de sus ojos, seguiría grabada en su memoria; y él permanecería ajeno a los placeres y artificios de este mundo porque los vería siempre unidos a esa tremenda visión. Este sería el efecto imponente de una manifestación semejante, llevara o no al arrepentimiento. Así de absorbidos en el pensamiento de la vida futura están quienes reciben realmente y de corazón las palabras de Cristo y sus Apóstoles. La mayoría de los cristianos sin embargo, poco tienen que ver con esta situación espiritual y el genuino saber que contiene. Un denso velo cubre sus ojos, y aunque pueden hablar de esta doctrina se comportan como si no supieran nada de ella. Viven a veces como los antiguos paganos, comen, beben, se distraen en cosas insustanciales y viven en el mundo sin ninguna inquietud, exactamente como si Dios no hubiera declarado que su conducta en esta vida decidirá su destino en la venidera; exactamente como si no tuvieran almas o como si nada tuvieran que ver con la tarea de salvarlas, que era la idea de los paganos. Pero, ¿qué significa llevar a nuestra mente el pensamiento de que tenemos almas, y dónde estriba la dificultad de hacerlo? Desde nuestro nacimiento dependemos del mundo que nos rodea. No podríamos vivir ni progresar sin la ayuda de los demás hombres. Para un niño,
  • 3. este mundo lo es todo: se ve a sí mismo como una parte de este mundo, igual que una rama es parte de un árbol. Apenas tiene idea de su propia existencia independiente, o sea, no sabe que posee un alma. Y si avanza en su vida sin modificar estas nociones no llega a saber, ni siquiera al final de su existencia, que tiene un alma. Se contempla a sí mismo meramente en su relación con este mundo, que es todo para él. Tiene al mundo como su exclusivo bien, como si fuera un ídolo; y cuando intenta mirar más allá de esta vida, no es capaz de imaginar nada, excepto esta vida. Si se ve obligado a imaginar algo, imagina, de nuevo, esta vida; actúa como los paganos, que cuando reflexionaban en las tradiciones sobre otra vida sólo conseguían imaginar la felicidad de los bienaventurados como el disfrute del sol, del cielo y de la tierra conocidos, pero más espléndidos que ahora. Comprender que tenemos almas significa sentir nuestra separación de las cosas visibles, nuestra independencia de ellas, nuestra existencia distinta en nosotros mismos, nuestra individualidad, nuestro poder de actuar por nosotros mismos de un modo u otro, nuestra responsabilidad por lo que hacemos. Estas son las grandes verdades que se contienen incluso en la mente de un niño y que la gracia de Dios puede desplegar a pesar de la influencia del mundo exterior. Pero al principio prevalece este mundo exterior. Miramos desde nosotros a las cosas que nos rodean y nos olvidamos en ellas de nosotros mismos. Tal es nuestra situación – un estado en el que dependemos, para mantenernos, de frágiles apoyos y en el que no percibimos nuestra fuerza real – cuando Dios comienza a ganarnos para una visión más verdadera de nuestro lugar en su gran designio de Providencia. Y cuando nos visita se produce en breve tiempo una conmoción dentro de nosotros. Reparamos poderosamente en la realidad y debilidad de las cosas de este mundo; nos damos cuenta de que hacen promesas que luego no cumplen. Las cosas nos defraudan. Y si cumplen lo prometido, no acaban de satisfacernos. Buscamos algo que no sabemos bien lo que es, pero estamos seguros de que el mundo no nos lo ha dado. Además, ¡los cambios en esta vida son tantos, tan repentinos, tan mudos, tan constantes! El mundo nunca deja de cambiar y sigue cambiando hasta entristecernos; hasta un punto en el que desaparece nuestra confianza en él. Se hace patente que no podemos seguir dependiendo de él, a menos que marchemos a su paso y cambiemos nosotros también, cosa que no podemos hacer. Sentimos que mientras el mundo cambia, nosotros somos uno y el mismo, y así, con la ayuda de Dios, llegamos a percibir algo de lo que significan nuestra independencia respecto de las cosas temporales y nuestra inmortalidad. Si la desgracia nos alcanza – como ocurre a veces -, entendemos aún mejor la nada de este mundo, aprendemos a desconfiar de él y nos desengañamos de su amor, hasta que finalmente flota ante nuestros ojos como un velo superfluo que, a pesar de sus colores, no logra ocultar la visión de lo que se encuentra más allá.
  • 4. Comenzamos entonces gradualmente a percibir que sólo hay dos seres en todo el universo: nuestra propia alma y Dios que la hizo. ¡Sublime, insospechada y a la vez certísima verdad! Para cada uno de nosotros sólo hay dos seres en el mundo: él mismo y Dios. ¿Porque qué es para nosotros esta escena exterior con sus goces y proyectos, honores e inquietudes, descubrimientos, personajes, reinos y toda esa gente que se afana ansiosa? No es nada. Es sólo una apariencia. “El mundo y sus concupiscencias pasan” (1 Jn 2, 17). Las personas más cercanas a nosotros, que no son parte del mundo vacuo, es decir, nuestros amigos y familiares, a quienes hacemos bien en amar, tampoco representan mucho, en último término, para nuestra vida terrena. Apenas pueden ayudarnos o favorecernos. Nosotros los vemos y ellos influyen en nosotros, pero sólo a distancia y a través de los sentidos; no pueden alcanzar nuestras almas ni penetrar nuestros pensamientos ni ser realmente compañeros nuestros. En el mundo futuro – con la gracia de Dios – será distinto; pero aquí no disfrutamos tanto de su presencia como de la anticipación de lo que un día llegará. Por eso los seres queridos se desvanecen ante la visión diáfana que tenemos, primero, de nuestra propia existencia y, luego de la presencia de Dios en nosotros y sobre nosotros como Gobernante y Juez que habita en nuestro interior mediante la conciencia, su representante. Pensad ahora qué cambios tan grandes tendrán lugar en quien no se halle del todo pervertido, a medida que capta esta relación entre él mismo y el Dios Altísimo. En esta vida nunca podremos entender del todo lo que significa nuestro vivir para siempre, pero sí podemos comprender lo que significa que este mundo no perdure eternamente y que muera para jamás surgir de nuevo. Al percibir esto, vemos también que no le debemos lealtad ni servicio alguno, que no tiene derechos sobre nosotros y que no puede causarnos mal ni darnos bienes terrenos. Por otro lado, la luz de Dios escrita en nuestros corazones nos manda servirle, nos dice en parte cómo hemos de hacerlo, y la Sagrada Escritura completa los preceptos incoados por la naturaleza. Escritura y conciencia nos dicen que somos responsables de lo que hacemos y que Dios es un justo Juez. De manera especial, nuestro Salvador, Señor y Dios visible nuestro, ocupa el lugar del mundo como Unigénito del Padre, después de habérsenos mostrado abiertamente a Sí mismo, para que no digamos que Dios se esconde. Un conjunto de poderosas influencias llevan así al hombre a separarse de las cosas temporales y dirigirse a las eternas, a negarse a sí mismo y a tomar la cruz para seguir a Cristo. Porque ahí están las solemnes advertencias de Cristo en servicio del hombre, sus preceptos para atraerlo y elevarle, sus promesas de hacerle feliz, sus obras y sufrimientos para humillarle hasta el polvo y para sujetar su corazón en agradecimiento hacia Quien excede toda misericordia. Todo esto actúa sobre él, y así como san Mateo se levantó de su telonio cuando Cristo le llamó, indiferente a lo que otros pudieran decir, también los que obedecen la voz
  • 5. interior de Dios con ayuda de la gracia, van a contracorriente del mundo, sin importarles lo que los hombres puedan decir de ellos, porque han comprendido que tienen alma y esto es lo único que les importa. Soy consciente de que existen maestros imprudentes, que usando lenguaje parecido al mío quieren decir algo muy diferente. Son lo que niegan la gracia del bautismo y piensan que un hombre se convierte a Dios repentinamente y de modo irreversible. No necesito mencionar la diferencia entre semejante enseñanza y la de la Sagrada Escritura. Pero aparte de sus peculiares errores, hablan las palabras de la Escritura cuando afirman que somos viejos y pecadores por naturaleza y que hemos de aprender, con la ayuda de Dios y nuestro propio esfuerzo, que tenemos almas y debemos elevarnos a una vida nueva, separándonos del mundo presente, para ir mediante la fe hacia el mundo invisible y futuro. Pues la Sagrada Escritura nos dice: “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo. Mirad atentamente cómo vivís, no como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando el tiempo presente, porque los días son malos. Por tanto no seáis insensatos, sino comprended cuál es la voluntad del Señor” (Ef 5, 14-17). Preguntémonos seriamente – y pidamos a Dios la gracia para hacerlo con sinceridad – si nos hemos desprendido del mundo, o si por vivir dependientes de él y no del autor Eterno de nuestro ser, no estaremos uniendo nuestro destino al de este mundo exterior y perecedero, ignorantes de que tenemos alma. Me consta que estos pensamientos son incómodos para muchas personas. Hay quienes al oír estas verdades piensan enseguida que la religión es cosa triste y repulsiva, que prefieren maestros menos severos, y que dicen que en realidad el cristianismo no pretendía ser una ley pesada y oscura sino una religión de gozo y alegría. Así piensan los jóvenes, aunque no lo expresen de ese modo. Una vida con ciertas exigencias les parece algo ofensivo y odioso, y se apartan de ella. Al hacerme mayores y conocer más el mundo, aprenden a atrincherarse en sus opiniones y las expresan más o menos en la forma que he indicado. Odian la verdad y se oponen a ella por principio, y cuando más se les dice que tienen alma, más se deciden a vivir como si no la tuvieran. Desde el primer momento hay que aceptar que la religión resulta siempre difícil a quienes la descuidan. Todo lo que hemos de aprender contiene alguna dificultad inicial, y nuestros deberes hacia Dios y hacia el hombre por Dios, suponen una cierta dificultad porque nos llaman a adoptar una nueva vida y a abandonar el amor de este mundo por el verdadero. Es inevitable. Tenemos que experimentar algún temor y esfuerzo, antes de poder alegrarnos. El Evangelio nos parecerá a veces una carga. Nadie puede apartar el corazón de los objetos naturales de su amor sin que haya dolor durante el proceso y algunos latidos intensos después. Es algo que deriva de la naturaleza de las cosas, y aunque sea cierto que este o aquel maestro parece severo, la verdad es que él no
  • 6. puede cambiar materialmente la situación. La religión es inicialmente en sí misma un tanto melancólica para las personas pegadas a la tierra, y exige un esfuerzo de abnegación en todo el que se decida sinceramente a ser religioso. Hay otra clase de personas que alientan mayores esperanzas que las anteriores; y que cuando se sienten urgidas al arrepentimiento y a vivir una vida nueva se asustan y desaniman ante el esfuerzo. Entiéndase bien que no se exige a todos de inmediato que perciban a fondo nuestra responsabilidad individual e inmortalidad. Nunca he afirmado que alguien deje de suscitar esperanzas por no discernir plenamente la vanidad del mundo y el valor de su alma. Pero un hombre se encuentra desde luego en situación desesperada si no intenta al menos comprenderlo y sentirlo. Es necesario que un hombre confiese su inmortalidad con sus palabras y viva además como quien procura entender lo que confiesa. Entonces se halla en camino de salvación y se dirige hacia el cielo aunque no haya conseguido todavía librarse completamente de las ataduras de este mundo. En realidad ninguno de nosotros se encuentra enteramente libre de este mundo. Al hablar de nuestros deberes, todos empleamos palabras más altas y plenas de lo que realmente comprendemos. Nadie entiende del todo lo que significa tener alma. Hasta la persona mejor del mundo se halla en estado de progreso hacia la sencilla verdad; las más débiles e ignorantes no están sino en el camino hacia ella. Pero nadie debe alarmarse al oír lo mucho que debe esforzarse para llegar a una visión correcta de su propia situación ante Dios, es decir, a la fe. Todos debemos hacer mucho, y la pregunta decisiva es si realmente deseamos hacerlo. ¡Ojalá tuviéramos coraje para dejar a un lado este mundo visible, para querer verlo como mera pantalla entre nosotros y Dios, pensando que el Señor se ha situado más allá del velo; que nos contempla, nos prueba, nos bendice y anima hacia el bien día tras día! Toleramos a pesar de todo, que las cambiantes circunstancias nos agiten y experimentamos lo difícil que es permanecer firmes y de una misma mente ante los poderosos atractivos del mundo. Sentimos de modo diverso según el lugar, el tiempo y las personas que nos acompañan. Nos portamos bien el domingo, y el lunes pecamos con toda deliberación. Nos levantamos por la mañana con dolor por nuestras faltas y propósito de mejorar, y antes de llegar la noche ya hemos ofendido de nuevo a Dios. El simple cambio de compañías nos sitúa en una nueva actitud mental, y no entendemos suficientemente nuestra gran debilidad ni buscamos fuerzas en el Dios inmutable, que es donde se encuentran. ¡Qué pensamientos tendremos el día en que, abolido del todo este mundo exterior, nos veamos donde siempre estuvimos, es decir, en la presencia de Dios, con Cristo a Su derecha!
  • 7. ¡Qué bendito hallazgo descubrir que este mundo no es sino vanidad y está desprovisto de sustancia, y que estamos siempre en presencia de nuestro Salvador! Pero quizá no sea muy oportuno hablar de esto ante quienes no tengan entregado su corazón a Dios; no hay por qué airear sin más a los cuatro vientos los privilegios del verdadero cristiano, ni ese tesoro de sagradas verdades ha de comunicarse con ligereza a quienes viven mundanamente. El cristiano conoce los beneficios que ha recibido y no necesita que nadie se los diga. Sabe en Quién ha creído y sabe también lo que significa en la hora de peligro y dificultad aquella paz que Cristo no explicó cuando la dio a sus discípulos; se limitó a describirla como diferente a la que puede dar el mundo. “Tú mantendrás en perfecta paz a aquel cuyo ánimo permanece en Ti, porque en Ti confió. Confiad en Yahveh por siempre, porque en el Señor Yahveh tenéis una roca eterna” (Is 26, 3-4) 21 de Julio de 1833 Parochial and Plain Sermons I, n°2.