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ALDO EMILIANO LEZCANO
ALDO EMILIANO LEZCANO
OPINIONES DE LA PRENSA
RESEÑA DEL NORTH BRITISH
«Merece un gran elogio por la habilidad, la claridad y la fuerza con las
que está escrito, y que le da carácter, actualmente tan escaso, a un libro
realmente valioso».
RESEÑA DEL BRITISH QUARTERLY
«Un trabajo extraordinario… El Sr. Spencer expone, y expone con una
fuerza y claridad extraordinarias, muchas ecualizaciones sociales de una
especie correcta que aún tienen que hacerse efectiva».
ATENAEUM
«Una investigación llevada a cabo con claridad, buen humor y estricta
lógica… Debemos equivocarnos si este libro no ayuda a organizar esa
enorme masa de pensamientos que, para quien quiera un nombre
específico, ahora es llamada Opinión Liberal».
LITERARY GAZETTE
«Es el trabajo más elocuente, más interesante, más claramente expresado
y lógicamente razonado, al parecer el más original, que ha parecido en la
ciencia de la política social. Evolucionando sintéticamente de propuestas
muy simples, de las que los lectores más prudentes no pueden estar en
desacuerdo, el autor saca deducciones de ellas, en un proceso estrictamente
lógico de razonamiento, las conclusiones más sorprendentes e inesperadas».
ALDO EMILIANO LEZCANO
ECONOMIST
El autor de esta obra no es un pensador común, ni un escritor común; y
nos da, con un lenguaje que brilla por sí solo, con un lenguaje a la vez novel
y elaborado, preciso y lógico, una exposición muy comprensible y completa
de los derechos de los hombres en la sociedad… El libro está planeado para
dar un impulso a los pensamientos, y para interesar a la mente del público
en temas de gran importancia, y de naturaleza más abstracta. Se distingue
por los buenos sentimientos y el razonamiento cercano, y marcará una
época en la literatura de la moralidad científica».
LEADER
«No recordamos un trabajo de ética desde el de Spinoza con el que
pueda compararse por la simplicidad de sus argumentos, y la precisión
lógica con la que un sistema completo de éticas científicas evolucionan de
estos. Esta es una gran alabanza; pero la damos deliberadamente… Un
trabajo a la vez tan científico en espíritu y método, y tan popular en su
ejecución, debemos buscarlo en vano en bibliotecas de filosofía política».
NONCONFORMIST
«La cuidadosa lectura que le hemos dado nos ofreció un intenso placer, y
nos mostró el deber de expresar, con un énfasis poco común, nuestra
opinión de su gran habilidad y excelencia. El Sr. Spencer manifiesta una
combinación nada ordinaria de poder y cultura. Ha escrito un verdadero
trabajo filosófico — lógico casi hasta la perfección— y aunque nunca
pierde el carácter estrictamente científico que los pensadores
experimentados piden, es variado con ejemplos brillantes y atrae la simpatía
general, lo que hace que gane interés y fuerza de parte de la opinión
popular».
ALDO EMILIANO LEZCANO
INQUIRER
«Esta es la creación de un pensador agudo e independiente».
NEW YORK DAILY TRIBUNE
«Recomendamos “Estática Social” a la atención de nuestros editores
emprendedores. El libro solo debe ser conocido para predisponer una venta
entre todas las clases».
ALDO EMILIANO LEZCANO
CONTENIDO
PRÓLOGO ..........................................................................................................................................1
INTRODUCIÓN..............................................................................................................................15
LA DOCTRINA DE LA IDONEIDAD ....................................................................................15
LA DOCTRINA DEL SENTIDO MORAL ..............................................................................28
LEMA I ...............................................................................................................................................41
LEMA II..............................................................................................................................................47
CAPÍTULO I: DEFINICIÓN DE MORALIDAD ..................................................................63
CAPÍTULO II: LA EVANESCENCIA DEL MAL..................................................................67
CAPÍTULO III: LA IDEA DIVINA
Y LAS CONDICIONES DE SU REALIZACIÓN ..................................................................73
CAPÍTULO IV: DERIVACIÓN DE UN PRIMER PRINCIPIO.........................................83
CAPÍTULO V: DERIVACIÓN SECUNDARIA DE UN PRIMER PRINCIPIO............96
CAPÍTULO VI: PRIMER PRINCIPIO.................................................................................... 108
CAPÍTULO VII: APLICACIÓN DE ESTE PRIMER PRINCIPIO................................. 114
CAPÍTULO VIII: LOS DERECHOS DE VIDA Y LIBERTAD PERSONAL.............. 116
CAPÍTULO IX: EL DERECHO AL USO DE LA TIERRA.............................................. 118
CAPÍTULO X: EL DERECHO DE PROPIEDAD ............................................................. 128
CAPÍTULO XI: EL DERECHO DE PROPIEDAD EN IDEAS. .................................... 136
CAPÍTULO XII: EL DERECHO DE PROPIEDAD DE CARÁCTER ......................... 142
CAPÍTULO XIII: EL DERECHO DE INTERCAMBIO ................................................... 145
CAPÍTULO XIV: EL DERECHO DE LIBERTAD DE EXPRESIÓN.......................... 147
CAPÍTULO XV: MÁS DERECHOS ........................................................................................ 152
CAPÍTULO XVI: LOS DERECHOS DE LAS MUJERES ................................................. 153
CAPÍTULO XVII: LOS DERECHOS DE LOS NIÑOS .................................................... 168
CAPÍTULO XVIII: DERECHOS POLÍTICOS..................................................................... 189
CAPÍTULO XIX: EL DERECHO A IGNORAR AL ESTADO....................................... 199
CAPÍTULO XX: LA CONSTITUCIÓN DEL ESTADO.................................................... 208
CAPÍTULO XXI: EL DEBER DEL ESTADO .................................................................... 236
CAPÍTULO XXII: EL LÍMITE DEL DEBER DEL ESTADO......................................... 256
ALDO EMILIANO LEZCANO
CAPÍTULO XXIII: LA REGULACIÓN DEL COMERCIO............................................. 275
CAPÍTULO XXIV: LOS SISTEMAS RELIGIOSOS ........................................................... 283
CAPÍTULO XXV: LAS LEYES DE POBRES....................................................................... 288
CAPÍTULO XXVI: EDUCACIÓN NACIONAL ................................................................. 304
CAPÍTULO XXVII: COLONIAS DEL GOBIERNO ......................................................... 327
CAPÍTULO XXVIII: SUPERVISIÓN SANITARIA............................................................ 340
CAPÍTULO XXIX: MONEDA, ACUERDOS POSTALES, ETC. ................................... 361
CAPÍTULO XXX: CONSIDERACIONES GENERALES. ............................................... 375
CAPÍTULO XXXI: RESUMEN................................................................................................. 415
CAPÍTULO XXXII: CONCLUSIÓN....................................................................................... 421
ALDO EMILIANO LEZCANO
1
PRÓLOGO
Pocos ensayos han desatado polémicas más ásperas durante tan largo
tiempo como lo ha hecho Estática Social de Herbert Spencer. Curiosamente,
el vasto espectro de ataques que este texto recibió (y aún recibe) es
inversamente proporcional al número de lectores que efectivamente han
acudido a examinar en detalle la obra en cuestión. Incluso no es de extrañar
que resultase prácticamente imposible hacerse de una edición de esta obra,
puesto que la misma era parte del agujero negro de los libros no reeditados
y crónicamente descatalogados. Herbert Spencer parecería pertenecer —al
menos hasta ahora— a un implícito Index Librorum Prohibitorum al que fue
condenado por un concilio espectral de creyentes estatistas, socialistas,
progresistas y comunistas. Afortunadamente existen hoy editores capaces de
desafiar estos tácitos acuerdos sellados desde la intencionalidad totalitaria
del pensamiento único y poner a disposición de los amantes de la libertad
libros bravíos como el que aquí nos convoca.
La mayor parte de las referencias a Spencer —normalmente de tono
descalificante— se han efectuado desde esas sombras que emanan de su
textualidad interdicta por las religiones seculares adoratrices del Estado. Al
habérselo oscurecido con el manto de un olvido que fue hilvanado
desprolijamente con los infames hilos de la distorsión, tiende a ser pre-
juzgado como un autor maldito cuyos contenidos son demasiado nocivos
para los forjadores de ensueños colectivistas. Ciertamente, Herbert Spencer
fue un individualista consecuente y lo suficientemente comprometido con
los cimientos de la causa libertaria como para ser repudiado por los
exorcizadores del liberalismo y/o del libertarismo primigenio. Esta peligrosa
definición del autor resultó desde siempre demasiado incomoda para
cualquiera de los lacayos del colectivismo que se reproducen tan
vertiginosamente en las cuevas de ratas académicas del siglo XIX… o del
XXI. Que haya sido estigmatizado como un pensador hereje debido a sus
filosos análisis sobre el rol del Estado y de los gobiernos condujo a que se
lo minimizara hasta el límite del injusto olvido. Lógicamente, siendo los
«intelectuales de Estado» una cofradía lo suficientemente extendida y
legitimada como para llegar a tomar el control de los claustros
universitarios, todas las condiciones estuvieron dadas para transformar la
ALDO EMILIANO LEZCANO
2
brillantez de esta magnífico pensador inglés en una opacidad indeseable en
la currícula universitaria. No pudiendo evitar referirse obligadamente a un
teórico de la talla de Spencer en cualquier programa de estudios, esa
mención quedó reducida a sintéticas alusiones a sus ideas, siempre extraídas
de comentaristas tomadas de comentaristas de otros comentaristas.
Las pesadillas totalitarias que se sucedieron en la historia del último siglo
y medio ratificaron que muchas de las anticipaciones que Spencer enunciara
en su texto fueron certeros presagios acerca de las distintas asfixias bajo las
que quedaría sofocada la libertad individual. La gradual fagocitación del
individuo en las fauces insaciables de la efigie del Estado —verificable en
los últimos experimentos socialistas y en todas las variantes mafiosas que
adoptan los populismos demagógicos— no sólo dan una retrospectiva
validación a sus metódicos análisis, sino que vuelven a poner a las ideas
spencerianas en una zona teórica obligatoria ineludible para el lector
libertario.
¿Por qué Estática Social aún sigue molestando a los que prefieren lamer la
suela del error antes que sortear las tempestades que se presentan en toda
búsqueda de la verdad? Por un lado es necesario insistir en el hecho de que
la deshonestidad intelectual ha sido el cedazo constante por el que se ha
cribado la producción de ideas spencerianas, impidiéndose así evaluar con
justeza sus planteos. Resulta incontable el número de ataques que los
colectivistas furibundos lanzaron contra las «políticamente incorrectas»
ideas que recorren este ensayo, siendo perfectamente constatable la mala fe
distorsionante que tiñó a esas críticas desde el mismísimo momento de la
publicación del texto a mediados del siglo XIX. De allí el valor que se
desprende de tomar contacto con Spencer desde Spencer mismo. Desde las
páginas de Estática Social el lector podrá juzgar el acierto de sus
observaciones, comprender en detalle lo apropiado de muchas de sus
propuestas, y formular eventuales objeciones correctamente fundamentadas
respecto del alcance de las analogías que establece entre la esfera social y la
evolución natural. Pero sobre todo, es una invaluable herramienta para
comprender la desproporción de las denostaciones que han ido destilando
durante años los historiadores, filósofos, políticos y economistas seguidores
del culto estatista.
Precisar los ejes que permanentemente transversalizan este ensayo
permite advertir cuan incomodantes han sido y siguen siendo las
afirmaciones enunciadas en Estática Social. Sus principales líneas de fuerza
giran en torno al fortísimo cuestionamiento hacia la autoridad
pretendidamente intocable del Estado, a la distrofia que representa el
ALDO EMILIANO LEZCANO
3
gobierno como interventor/regulador de las acciones humanas espontáneas,
a las limitaciones que se imponen a las singularidades de la libertad en
nombre de causas comunes, a la coacción que avasalla el inestimable valor
de lo cooperante y lo voluntario, a las políticas impositivas
hipersuccionadoras de los sectores productivos de la economía, al perverso
rol que deriva de toda forma de monopolio, a todo lo que represente una
amenaza restrictiva a las virtudes del libre comercio, a los preocupantes
riesgos y vulnerabilidades que implica para los miembros de una sociedad el
irrespeto de la propiedad privada, a la servidumbre, al esclavismo, al
colonialismo, a cualquier máscara adoptada por el mimetismo tiránico.
Indudablemente fue precisamente este núcleo de ideas —perfectamente
calificables de protolibertarias— el que causó que se ubicara tempranamente
a Herbert Spencer como un antagonista del intervencionismo estatal, como
un combatiente de los dogmatismos colectivistas, como un denunciante de
los daños que ocasionan las variantes de la ingeniería social, como un
pensador que no titubeó jamás en señalar a través de nítidas evidencias la
insanía de los mercaderes de infernales paraísos terrenales nacidos del ideal
del «bien común».
Intentaremos entonces presentar al lector desde este prólogo la mutua
influencia de tres planos que nos parecen centrales para inteligir
apropiadamente este texto. Nos estamos refiriendo a las condiciones
contextuales en que el presente ensayo fue concebido, al posicionamiento
de Spencer dentro del polemos victoriano, y algunos detalles de su biografía
que permitiran evaluar con mayor rigor la riqueza de este trabajo.
Los genealogistas de esta obra señalan que los primeros bocetos de
Estática Social fueron escritos alrededor de 1847, siendo la mayor parte
producida entre 1848 y 1850. En noviembre de 1848 Spencer había
comenzado a desempeñarse dentro del semanario financiero «The Economist»
como sub-editor, ámbito en el cual tomó contacto con el filósofo anarquista
Thomas Hodgskin y cuyas ideas impactaron fuertemente en su formación
ya perfilada como polímata. Ambos intercambiaron puntos de vista acerca
de muchos asuntos que se tornarían nodales en los futuros escritos
spencerianos: la validez del postulado que aspira a la búsqueda de la
felicidad para el mayor número de individuos, el alcance de las propuestas
utilitaristas, el concepto de propiedad privada, el rol de Estado como
coaccionador de la soberanía del individuo, etc. Más o menos para la misma
época ingresará también en su vida John Chapman, un muy particular editor
de libros cuyos temas y contenidos eran decididamente cuestionadores de
ALDO EMILIANO LEZCANO
4
las ideas imperantes en aquel momento. Su abanico de publicaciones
radicalizadas iban desde la política al sensible tema de la religión. Chapman
poseía un espíritu libérrimo y audaz que deslumbró de inmediato al joven
Spencer quien sintió que había dado con el empresario más apropiado de
todo el Reino Unido para publicar las controversiales cuestiones que ya iban
tomando forma en los borradores de lo que finalmente sería Estática Social.
Por otra parte, fue también John Chapman quien le abrió las puertas al
distinguido círculo de pensadores cuyas tertulias se desarrollaban los viernes
por la noche (los dining clubs constituyeron una modalidad de encuentro
entre escritores y científicos muy común durante el victorianismo tardío
inglés) bajo la tutela organizativa del editor libertario.
Pero este no sería el único círculo de luminarias que Spencer
frecuentaría: tiempo después formará parte del mítico X Club. Allí tomó
contacto frecuente con los más brillantes naturalistas de su tiempo: los
matemáticos William Spottiswoode y Thomas Hirst, el químico Edward
Frankland, el físico John Tyndall, el botánico/explorador Joseph Dalton
Hooker, el banquero polímata John Lubbock, el cirujano real George Busk.
De sus tiempos como miembro del X Club data la densa amistad co-
pensante que Spencer estableció con el biólogo especialista en anatomía
comparada Thomas Henry Huxley. El X Club constituía mucho más que
una red social para sus selectos nueve miembros. Entre sus razones
fundacionales, la más «insurrecta» respecto del orden dado era aquella que
manifestaba la firme voluntad de sus participantes de reformar las
conservadoras bases de la Royal Society… nada menos! Menudo objetivo
dentro del circunspecto universo de la Inglaterra del siglo XIX. El X Club,
en efecto, llegó a transformarse en una poderosísima autoridad en lo
concerniente a las discusiones científicas que suscitaban los principales
desarrollos del naturalismo del siglo XIX. Los miembros del club, entre los
cuales encontró un espacio notable de legítimo reconocimiento Herbert
Spencer, fueron cada uno de ellos, en sus respectivas áreas, un apoyo crucial
y contundente al impulso que iba teniendo la historia natural. De alguna
manera, esas nueve mentes deslumbrantes constituyeron la task force que
apuntaló la difusión y legitimación de la teoría de la evolución de las
especies enunciada por Charles Darwin. Los análisis teóricos y
publicaciones derivadas de estos encuentros entre pensadores defensores de
la teoría de la evolución ocasionaron algunos de los primeros episodios de
mayor enfrentamiento entre religión y ciencia en el mundo anglosajón. Con
argumentos que científicamente desenmascaraban las supersticiones
infundadas en las que estaban basados los supuestos orígenes de la especie
ALDO EMILIANO LEZCANO
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humana en la biblia, llegaron a solicitar explícitamente que ésta última fuera
considerada como mera literatura y no como una fuente veraz de saber a la
que acudir en busca de explicaciones razonables. Este tipo de planteos,
presentados siempre en forma rigurosamente científica y a la vez
marcadamente combativos, impugnaban desde la razón los fabulados
relatos bíblicos re-ubicándolos en el género literario que les correspondía: el
de las fantasías mitológicas. Huelga decir que no tardó en desencadenarse
un huracán de denuncias por herejía hacia algunos de los participantes o
invitados del X Club.
Es en este fascinante clima epocal, en este escenario intelectual
reminiscentemente copernicano, en este punto bisagra en la historia de la
ciencia natural, en esta atmósfera de duras impugnaciones científicas a las
bases irracionalistas de las creencias religiosas, es allí precisamente en donde
debe contextualizarse el total de la producción de ideas de Spencer. Sin este
marco de referencia resultará incompleta cualquier interpretación de su
obra, incluyendo fundamentalmente Estática Social. Herbert Spencer,
probablemente guiado en principio por el lamarckismo, luego por las ideas
de desarrollo elaboradas por Robert Chambers y más tarde ya familiarizado
con los fundamentos darwinianos que se discutían en el X Club, fue quien
efectivamente pondrá la palabra «evolucionismo» en circulación para la
opinión pública. Su intención —no del todo errada, no del todo correcta—
de presentar una historia natural de las sociedades aplicando para ello el
rigor del marco teórico evolucionista y una suerte de «anatomía social
comparada» deben comprenderse dentro de este campo de batalla que
comenzaba a trazarse firmemente en torno a la revolución de ideas que
generó Darwin. Su concepción amplia de la evolución y las discusiones que
de su particular aproximación a esta teoría se desprendían, lo posicionan
como uno de los primeros en enfrentarse al Creacionismo. Tal como lo
destaca Daniel Dennett en «La peligrosa idea de Darwin», para Spencer la
evolución debia ser comprendida como un proceso universal en el que los
componentes biológicos u orgánicos forman parte de un cierto orden
espontáneo o auto-organización.
Tomemos un ejemplo del tipo de razonamiento que nuestro autor
despliega para inteligir las sociedades humanas desde la lente naturalista.
Spencer poseía una genuina preocupación por el exceso de leyes que
pretendían garantizar desde el Estado la supuesta felicidad de la población.
Esta inquietud ético-política lo llevó, precisamente a titular y subtitular
respectivamente a su ensayo bajo el nombre de Estática Social - O las
condiciones esenciales para la felicidad humana especificadas, y la primera de ellas
ALDO EMILIANO LEZCANO
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desarrollada». La observación del mundo natural le ofrecía una vasta cantidad
de evidencia en torno a la diversidad, la no-fijeza, lo infintamente variable.
Lo dinámico y lo cambiante invalidaban —desde su punto de vista—
cualquier suposición que sostuviera que las unidades individuales son
establemente rígidas o fácilmente standarizables. No hay un hombre igual a
otro, y esa singularidad individualista radical hace empíricamente imposible
e inviable que un gobierno/estado/partido/ideología pretenda poseer la
fórmula mágica de la plena satisfacción colectiva. De esta forma, cualquier
intento por parte de una entidad política de proveer garantida «felicidad» a
sus miembros o gobernados no podrá establecerse sin una voluntad de
uniformización falsa que terminará violentando esta configuración natural
diversa propia de cada unidad individual de una sociedad. Su lucidez le
permitía así interpretar cualquier afán intervencionista de gobiernos y
Estados como mecanismos que finalmente obstruirán inexorablemente el
natural curso de las acciones a través de las cuales cada quien debe hallar su
particular modo de dar con el pleno despliegue de sus humanas potencias.
Spencer se rehusaba a confiar la búsqueda de las satisfacciones y plenitudes
de los individuos a las mafias en control del Estado, pues éstas terminan
siempre encubriendo su afán de perpetuación en el poder tras la mendaz
justificación de ser los más adecuados intermediarios para hacer llegar a los
ciudadanos a tales nobles ideales colectivos. De lo que se deriva que
manifieste asimismo abiertamente su sospecha sobre esta tal «benevolencia»
de los políticos. Esto último lo hará ubicando perfectamente en el ojo de su
cuestionamiento al mismísimo Estado. El orden natural no compatibiliza
con la intervención estatal, y ni siquiera un hipotético gobierno mínimo es
ecuacionable con la aceptación del Estado. El gobierno no es mucho más
que una expresión organizativa temporal que por la vía de una frondosa
urdimbre de supersticiones políticas tiende a percibirse falsamente como
perenne. En este delicado punto deberíamos entrever cómo el Spencer
minarquista abre tácitamente la posibilidad futura de repensar formas de
gobernabilidad sin Estado, e incluso, formas de organización social sin
gobierno. Muchas de estas cuestiones (tan caras al libertarismo) lo
emparentan desde este temprano escrito con la corriente de pensadores en
la que habrán de abrevar economistas y filósofos como Friedrich von
Hayek, Robert Nozick, o Murray Rothbard.
Imaginemos, aunque sea por un instante, la inconveniencia que para
muchos habra sido leer las spencerianas reflexiones en las que
explícitamente se propone el derecho a abandonar el vínculo con el Estado,
el derecho a renunciar a la protección que éste dice brindar, el derecho de
ALDO EMILIANO LEZCANO
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negarse a seguir financiando su maquinaria incompetente, ineficaz e
inmoral. Indudablemente, esta voluntad de desacralización del Estado y de
revisión de la problemática de la gobernabilidad le costó a Spencer una
legión de adversarios que no cesarían de multiplicarse en la misma medida
en que el estatismo lograba nuevos adeptos.
La génesis de Estática Social nos muestra así a un joven Spencer decidido
a ir a contracorriente de su propio tiempo: un don que sólo pueden cultivar
con tezón y perseverancia los espíritus libres. Algunas notas biográficas
apuntan a ratificar ciertas conexiones innegables entre su vida, su
personalidad, su rigurosidad y el resultado ensayístico a través del cual nos
ha comunicado sus pensares. Veremos entonces como se hubo de producir
esta imbricación bio-intelectual a través de la elaboración misma de Estática
Social. Mientras trataba de terminar su obra en los escasos ratos que le
dejaban sus obligaciones laborales en The Economist, fue notando que los
progresos en su ensayo se volvían cada vez más lentos: las interrupciones
ajenas a su voluntad se multiplicaban, y a esto había que agregarle que su
salud siempre estuvo algo resentida (mencionemos que, de los hijos nacidos
del matrimonio entre William George y Harriet Holms, el primogénito
Herbert fue el único frágil sobreviviente —the fittest…— que logró
sobrepasar los dos años de vida puesto que ninguno de sus seis hermanos
tuvo esta suerte). Refiriéndose a las causas de estas demoras, surge que las
mismas obedecían en gran medida a la minuciosidad perfeccionista a la que
Spencer someterá a esta obra y las subsiguientes. El esfuerzo esmerado de
un escritor casi escultórico de su estilo ha quedado registrado en sus
autocríticas en torno a la construcción de Estática Social, autocríticas que
pueden rastrearse en la correspondencia que en aquel período mantuvo con
su padre. Herbert reconoce en esos intercambios epistolares que,
efectivamente, la lentitud en la escritura obedecía a la alta exigencia que él
mismo hubo de autoimponerse en torno a la composición y a la producción
de un estilo que lo dejara realmente conforme. La búsqueda escrupulosa de
errores en la sintaxis de sus oraciones, el armado de una lógica interna que
redujera casi por completo la triple distancia que por momentos se le
presentaba entre la idea a exponer, la claridad expositiva que ansiaba
alcanzar, y la potencia del planteo que deseaba transmitir extendieron el
tiempo de armado de este ensayo. Este afán por construir un edificio
conceptual a la vez tan complejo y profundo como simple de entender,
llevó a postergaciones que recién permitieron que en la primavera de 1850
el primer manuscrito definitivo de Estática Social llegara a manos de su
corajudo editor, obviamente, John Chapman.
ALDO EMILIANO LEZCANO
8
La obra generó inmediatas resonancias, y mediatos efectos. Fue
comentada no sólo en el Reino Unido entre personalidades destacadas de
diversas áreas de la ciencia, las humanidades, la economía, y la política, sino
también entre pensadores americanos. Herbert Spencer había cruzado así el
océano, territorio donde llegaría años más tarde a influenciar a sociólogos
de la talla de William Graham Sumner (un firme defensor del libre
comercio, opositor a la redistribución coercitiva, denunciante de los
plutócratas aliados del Estado, e inventor conceptual de la expresión
«etnocentrismo» con la que expresaba su rechazo al imperialismo). Incluso,
si aún nos apegamos temporalmente al impacto generado por el libro
durante la segunda mitad del siglo XIX en los EEUU, notaremos que las
ideas que Spencer despliega en su Estática Social resultaron de inmenso valor
argumentativo para los americanos que apoyaban el abolicionismo puesto
que establece una conexión entre colonialismo y esclavitud sobre la que
insistirá en distintos momentos del ensayo. La esclavitud trajo en su tren las
maldiciones multiplicadas de un estado social enfermo, dirá en alusión a los estados
sureños de América cuyos «ruinosos resultados» mostraban el contraste de su
improsperidad si se los comparaba con la situación de sus conciudadanos
norteños. Spencer enfatizará su clara oposición a la esclavitud y no se
cansará de mencionar los estragos de la obediencia servil bajo la que se
anulan los derechos individuales. Para él, el sometimiento de un individuo a
otro —en cualquier escala o forma que ese sometimiento adopte— es
repudiable pues transgrede el núcleo en que se funda la práctica de la
libertad. Los diversos formatos que adquiere la esclavitud y los grados
diferentes en que ésta se manifiesta ponen en visibilidad que lo que se le
sustrae al individuo reducido a una condición servil es su derecho a
satisfacer sus propias necesidades en pos de satisfacer las de otro. El
esclavo, el obediente, el subordinado a una voluntad no-propia que impone
alguien sobre los propios intereses es objeto de un acto violatorio de la
libertad que no puede ser aprobado por ningún hombre civilizado. Spencer
relativiza correctamente el hecho de que los esclavos sean pocos o muchos,
o que la coacción sea ejercida por mayorías o por una minoría. En esta
misma línea tuvo el coraje de denunciar otra «gran superstición»: la de creer
que la verdad puede establecerse como efecto de los votos mayoritarios.
Poco más tarde Sumner no hará sino profundizar este señalamiento
spenceriano al declarar que la democracia es un sistema que está bien lejos
de combatir los peligros de la plutocracia, siendo más bien su perverso
salvoconducto gracias al cual se perpetuará la alianza entre políticos
ALDO EMILIANO LEZCANO
9
inescrupulosos e intervencionismo estatal en detrimento de la economía de
libre mercado y el desarrollo integral de cada individuo.
Pero el desembarco de esta obra de Spencer en los EEUU también
representó el inicio de la mayor estigmatización negativa del autor inglés.
Nos referimos aquí a la controversia de la que emergieron las más duras
descalificaciones contra Herbert Spencer y su etiquetamiento de frío y
salvaje «darwinista social». Acusado de que sus ideas proponían dejar morir
de hambre a los pobres para eliminar a los peor adaptados, en 1892 (con un
Spencer ya más envejecido y abrumado por las distorsiones a las que se
sometía a muchas de sus ideas y las acusaciones a su persona de «monstruo
frío carente de corazón») llegó a aprobar que en la reedición corregida de
Estática Social se eliminara el magnífico capítulo «El derecho a ignorar al
Estado».
Si Spencer aún hoy es citado vagamente en textos, conferencias, papers o
debates políticos dentro de ese peculiar aparato de propaganda que son las
mal llamadas «instituciones de educación superior», su mención sigue siendo
con fines defenestratorios. En el derroche de verborreas masturbatorias con
las que tanto goza el mainstream académico, no hay lugar para el radicalismo
directo del individualismo y antiestatismo spencerianos. Y hasta cuando se
le hace lugar dentro de los infértiles relatos rebuscados de los intelectuales
de la progresía es para tomarlo como blanco fácil a través del que
indoctrinar el sentimentalismo colectivista. Encuéstese a cualquier
estudiante de grado o posgrado acerca de los contenidos de la obra
spenceriana, y surgirá de inmendiato un acotado número de palabras que
resumen la distorsionada mirada con que tienden a prejuzgarse sus planteos.
Expresiones como la antemencionada «darwinismo social», opiniones
emocionales que no dejan de mencionar esta supuesta insensibilidad ante
los pobres y los débiles, y otras similares acuden de inmediato a la mente
mediocre de esos pseudocríticos que jamás han tocado un libro de este
pensador inglés. Spencer sigue siendo entomologizado como si se tratara de
un insecto portador del peligroso virus liberal y de las bacterias
protolibertarias. Se lo presenta como el transmisor de una imperdonable
incitacion a la desobediencia a través de su filosofía individualista como
principal impugnadora de la legitimidad de la sagrada maquinaria estatal. Su
aspiración a ubicar a la libertad en el centro de la discusión política y al
individuo en el foco de la reflexión ética quedó invisibilizada por esa
práctica tan extendida que es destruir la reputación de un hombre
amparándose en la insinceridad deformatoria de sus acciones o
pensamiento.
ALDO EMILIANO LEZCANO
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En 1944 Richard Hofstadter colocó a la obra de Spencer en la mira de
los rumiantes universitarios de izquierda apegados al fanatismo emanado del
culto socialista y el credo comunista. Bajo el particular clima del New Deal,
Hofstadter (un devoto afiliado al Partido Comunista americano) fue quien
se encargó de acusar agresivamente a Spencer de propiciar la desigualdad
económica, la insensibilidad social, y el desprecio brutal a los pobres y
débiles. También se lo tildó de apólogo del conservadurismo extremo. Es
remarcable el hecho de que haya sido el propio Hofstadter —y no
Spencer— quien inventara y utilizara la expresión «darwinismo social».
Tergiversaciones mediante, acusó así a Spencer de aplicar
inescrupulosamente los principios de la selección natural y de la
supervivencia del más apto para justificar de tal modo la existencia de las
desigualdades económico-social. Spencer fue catalogado como un
divulgador de posturas eugenésicas racistas y un legitimador de la ferocidad
competitiva. Una vez más en la historia de las ideas, los ideólogos del
totalitarismo y del pensamiento único mostraban triunfantes la cabeza de un
defensor de la libertad en la punta venenosa de su lanza. Y una vez más lo
hacían desde la infamia, la mentira y el fraude interpretacionista.
¡Qué lejos se encuentra de esta serie de implacables juicios errados quien
ha dicho, textualmente, que toda violencia supone criminalidad! Contrario a lo
que sus detractores han proyectado sobre él, Spencer alude a la noción de
fittest (que puede traducirse como «más fuerte», «más apto», o «mejor
adaptado») queriendo significar con la utilización de esta expresión una
preocupación que puede rastrearse en muchos apartados de sus trabajos:
nos referimos a su inquietud en torno a la invalidez de cualquier ley humana
que sea contraria a la ley de la naturaleza. Su optimismo le hace creer que el
progreso de las sociedades humanas obedece y obedecerá al desuso de la
fuerza y a la eliminación de la aplicación de la violencia, camino que
conduciría hacia intercambios basados en la cooperación voluntaria. La
fuerza ciega de la evolución de las especies —sin finalidad, sin sentido del
bien ni del mal— seguirá siempre estando allí, operando a través de los
mecanismos de selección natural. La competencia existirá igualmente, y las
«unidades individuales» podrán adaptarse a su medio más o menos
exitosamente. Todo eso, que no es sino lo más descarnado de nuestra
inexorable condición animal, seguirá operando. Pero siendo el hombre un
ser intervinculado con otros (a través de la empatía, la actitud cooperante, el
impulso caritativo, la voluntad benéfica, los sentimientos de auténtica
nobleza, etc.) y dado que las sociedades han llegado a un punto de
desarrollo en que la tecnología apuntala muchas de estas interacciones
ALDO EMILIANO LEZCANO
11
positivas entre los miembros de una sociedad, siempre habrá oportunidad
para mitigar con la espontaneidad de la acción humana los posibles efectos
naturales de la selección. Spencer sabe perfectamente que ni las epidemias,
ni las enfermedades, ni las malformaciones, ni la muerte son eliminables de
la vida humana. Pero claramente hablará de los efectos «mitigantes» de las
acciones humanas voluntarias y genuinamente nacidas del anhelo de ayudar
en forma benéfica a otros. Todo ello lo volvía también un ferviente
opositor a los programas sociales financiados con impuestos en los que no
dejaba de ver un mecanismo de perversa subsidiaridad a la pobreza, que
lejos de mejorar la situación de los más desfavorecios, perpetuaba la cadena
causal real de tal condición. Por otra parte, el principio de «igual libertad» en
base al cual se organizará todo el andamiaje de su ética, se halla en la base de
su individualismo libertario. Éste —concebido dentro la historia natural de
las especies— lo impulsa asimismo a interrogarse sobre el mejor modo en
que pueden sobrevivir, desarrollarse y realizarse las unidades individuales
humanas. Es así clave que todos los hombres disfruten del máximo de
libertad, y es por esta misma razón que su individualismo radical observa
que han sido los gobiernos quienes más han hecho por entorpecer, truncar
y anular en muchos casos este principio ético. Rebarbarizados por efecto de
las sociedades de control y el hipergobierno, la voluntad del individuo para
establecer contratos libres mutuamente beneficiosos ha sido sustituida por
la coaccción del Estado y su agresiva capacidad para imponer lo que llamará
«cooperación forzosa» a través del monopolio de la fuerza.
Quien se adentre en las páginas de Estática Social comprobará que pocos
pensadores han fundamentado desde tanta cantidad de perspectivas su
desaprobación a la ferocidad entre individuos, su rechazo a la agresividad de
la coacción, su desprecio condenatorio a cualquier mecanismo de violencia
como Herbert Spencer. Incluso es muy elocuente su llamamiento a no
juzgar a los miembros de sectores sociales por la mera pertenencia a estos
(en el apartado 6 del capítulo XX «La constitución del estado» ofrece una
mirada rotundamente compasiva hacia los sectores más desfavorecidos de la
sociedad poniendo en evidencia lo fácil que resulta abrir juicios de valor
descalificantes contra los trabajadores y los que se hallan en situación de
pobreza desde el cómodo sillón en que se apoltronan los enjuiciadores
pertenecientes a los sectores más acomodados). No habrá de asombrarnos
que, en la misma dirección, declare su apoyo a las asociaciones de
trabajadores, siempre y cuando éstas se basen en pactos voluntarias,
resultándole inaceptable la agremiación compulsiva. Spencer explicita que
parte del objetivo de las asociaciones sindicales ha de ser disminuir todo
ALDO EMILIANO LEZCANO
12
cuanto se pueda la dureza de los empleadores. Resulta poco menos que
llamativo que siendo estas algunas de las afirmaciones que el lector hallará
en Estática Social se siga proyectando hacia Spencer tanta ignominia.
Su defensa del principio de no agresión (consideraba al deseo de mandar
como un deseo bárbaro, repudiable por implicar una objetable apelación a la
fuerza) y su rechazo a la brutalidad colonial-militarista a través de la que se
expolian los recursos de territorios extranjeros tampoco se condice con los
supuestos que hizo recaer la izquierda contra el pensamiento spenceriano.
En Estática Social Spencer impugnará de plano toda forma de coacción, y
por ende, no hay lugar en su obra para ninguna maniobra colectivista de
naciones con afanes imperiales. Mal que les pese admitir a los socialistas y
residuales comunistas (tan afectos ellos a la banalidad paradojal de vestir
remeras con la cara de Ernesto «Che» Guevara atribuyéndole a este asesino
serial las virtudes redentoras de salvar del poder del «imperio yanqui» a
pueblos oprimidos… mediante las atroces carnicerías que provocó con las
balas de su fusil), Spencer sí ha sido un hombre rotundamente pacífico a la
hora de defender su posición antiimperialista, y lo ha sido en el sentido
profundo de lo que implica esta expresión.
¿Qué legado nos ha dejado Spencer a través de los postulados libertarios
de su Estática Social? Pues se ocupa de dar firmes argumentaciones en torno
al derecho del ciudadano a abandonar su vínculo con el Estado; indaga en la
urgencia con que es preciso que el ciudadano comprenda que su condición
de esclavo moderno ha de revertirse sólo cuando retire su apoyo a la
maquinaria estatal y ejerza su derecho a negarse a colaborar en el robo
compulsivo que representa la exacción tributaria; advierte acerca del peligro
a que conllevan las creencias políticas que entronizan a las mayorías como
entidades omnipotentes indiscutibles; se pregunta desde múltiples
perspectivas acerca de la ficción de necesidad con que presentamos honores
a esa deidad indoctrinada/indoctrinadora que es el Estado; nos abre los ojos
a las complejas facetas de análisis que exige el pensar sobre la
fenomenología del gobierno en tanto órgano avasallador de las voluntades
individuales; desmenuza en detalle los efectos de la intromisión estatista en
la educación, en la salud, en la vida cívica; se interroga abiertamente sobre
todos los planos moral y económicamente cuestionables que quedan
implicados en la barbarie de la cuestión colonialista; deja manifiestamente
en claro que hombres y mujeres deben ubicarse en una posición de plena
igualdad ante la ley; no ceja en su esfuerzo de denunciar que el sensible
tema de la pobreza no ha de ser resuelto bajo el ensueño narcotizante de un
Estado redistribucionista que juega su partida como entidad mágica
ALDO EMILIANO LEZCANO
13
benevolente quitando a unos para subsidiar a otros; impugna los privilegios
concedidos por el Estado y las protecciones obscenas con las que éste crea
una casta de prestadores de servicios ineficientes e incompetenetes; no
pierde oportunidad de remarcar los abusos que vergozosamente derivan del
establecimiento de cualquier forma de monopolio; expresa su indignación
ante la justicia como descomunal manufacturadora de leyes que serán
usadas con propósitos extorsivos contra los ciudadanos, dejándolos a la
intemperie en una paradojal maraña de derechos que no los protegen ni los
benefician.
Estática Social es algo más que un ensayo: es el ciudadoso tejido de
conexiones producido por un librepensador. Es el derrotero de planteos
tramados a través de finas conexiones lógicas que permiten recorrer desde
la claridad expositiva inobjetable el ideario de un hombre honestamente
reflexivo que dejó planteadas las principales rutas por las que luego
transitaría el devenir libertario. El núcleo de intencionalidades que Spencer
trata de exponer a mediados del siglo XIX recorre asuntos fundamentales
de aquella época que resultan a la vez perfectamente acoplables a la agenda
libertaria de nuestro siglo XXI. Es imposible no percibir que estamos ante
un pensador clave en la historia de la defensa de la libertad.
Estática Social representa una de los más completos retratos del
pensamiento de Herbert Spencer. Aquí podrá vérselo empuñar las armas de
la crítica política, pulimentar las herramientas inquisitivas del sociólogo,
detenerse en las cavilaciones conceptuales del filósofo, trabajar desde la
analítica del economista, practicar la microscópica pasión del observador
natural. Es este un texto cuyos contenidos componen un exquisito
caleidoscopio imprescindible e ineludible para aquellos deseosos de adquirir
una mirada propia sobre este excepcional victoriano. Para el lector
entrenado en las bellas artes del pensar por sí mismo, para aquellos que no
renuncian a la maravillosa tosudez de ser sesudamente leales a lo que le
transmiten sus propios razonamientos, para los que ya han advertido
sobradamente que el único modo de construir un juicio de valor sobre un
autor y su obra es volver a la «instancia de la letra», hacia todos ellos se
encuentra dirigida esta edición en español de Editorial Innisfree de Estática
Social. Quedan ustedes a las puertas de la audacia parresiasta de este
magnífico pensador inglés... sapere aude!
Gabi Romano
Sudáfrica, diciembre de 2013
ALDO EMILIANO LEZCANO
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ALDO EMILIANO LEZCANO
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INTRODUCIÓN
LA DOCTRINA DE LA IDONEIDAD
§ 1
«Danos un guía» lloran los hombres al filósofo. «Escaparíamos de estas
desgracias en las que estamos envueltos. Hay un estado mejor presente en
nuestra imaginación, y lo deseamos; pero todos nuestros esfuerzos para
realizarlo son en vano. Estamos cansados de eternos fracasos; dinos a través
de qué ley podemos alcanzar nuestro deseo».
«Cualquiera que sea apropiada es correcta» es una de las últimas de las
muchas respuestas a esta solicitud.
«Verdad» responde alguno de los candidatos. «Con la Deidad correcto y
apropiado son términos sin duda intercambiables. Para nosotros, sin
embargos, ahí queda la pregunta — ¿Cuál es el antecedente y cuál es el
consecuente? Reconociendo tu supuesto de que correcto es la cantidad
desconocida y apropiado la conocida, la fórmula puede ser útil. Pero
rechazamos tus hipótesis. Una experiencia dolorosa ha probado que las dos
son igualmente indeterminadas. No, empezamos a sospechar que el correcto
es el más fácil de determinar de los dos; y que tu máxima podría ser mejor si
se transpusiera a — lo que fuera correcto es apropiado.
«Que vuestra ley sea, la felicidad más grande para el mayor número de
personas» interpone otra autoridad.
«Esa, como la otra, no es ninguna ley», contestan, «sino más bien un
enunciado del problema a ser resuelto. Es tu “felicidad más grande” lo que
hemos estado buscando durante tanto tiempo y sin resultados; aunque
nunca le hayamos dado un nombre. No nos dices nada nuevo; solo le pones
nombre a lo que nosotros queremos. Lo que tú llamas una respuesta, es
simplemente nuestra propia pregunta dada la vuelta. Si esta es tu filosofía
ciertamente no tiene valor, pues simplemente repite la pregunta».
«Tened un poco de paciencia» vuelve el moralista, «y os daré mi opinión
de cómo asegurar esta felicidad más grande para el mayor número de
personas».
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16
«Otra vez» — exclaman los opositores «confundes nuestra petición.
Queremos algo más que opiniones. Ya hemos tenido suficientes. Cada
esquema inútil para el bien general ha estado basado en una opinión; y no
tenemos garantía de que tu plan no añada uno más a la lista de fallos. ¿Has
encontrado la manera de crear un juicio infalible? Si no, tú estás, por lo que
podemos percibir, tan a oscuras como nosotros. Es verdad, has conseguido
una idea más clara del fin donde hay que llegar; pero en cuanto al camino
que lleva hacia él, tu ofrecimiento de una opinión prueba que no sabes nada
con más certeza que nosotros. Objetamos antes tu máxima porque no es lo
que queríamos — un guía; porque no dicta un modo seguro de asegurar el
desiderátum; porque no pone voto sobre una política equivocada; porque
permite cualquier acción — mala, tan fácilmente como la buena — siempre
y cuando los actores las crean propicias para el final prescrito. Tus doctrinas
de “apropiado” o “utilidad” o “bien general” o «”la felicidad más grande
para el mayor número de personas” no permiten una sola orden de carácter
práctico. Deja que solo lo gobernantes piensen, o que los profesores
piensen, que sus medidas beneficiarán a la comunidad, y tu filosofía quedará
muda en presencia de la locura más atroz, o en la peor praxis. Esto no hará
nada por nosotros. Buscamos un sistema que pueda devolvernos una
respuesta definitiva cuando preguntemos — “¿Es esta una buena acción?”
y no como la tuya, responda — “Sí, te beneficiará”. Si nos puedes mostrar
una así — si nos puedes dar un axioma de que podamos desarrollar
sucesivas proposiciones hasta que hayamos resuelto todas nuestras
dificultades con certeza matemática — te lo agradeceremos. Si no, debemos
buscar en otro sitio».
En su defensa, nuestro filósofo dice que dichas expectaciones son
irracionales. Duda de la posibilidad de una moralidad estrictamente
científica. Además mantiene que su sistema es suficiente para todos los
objetivos prácticos. Ha señalado claramente la meta a alcanzar. Ha
estudiado el camino que hay entre nosotros y esta. Cree que ha descubierto
la mejor ruta. Y al final se ha ofrecido voluntario como pionero. Habiendo
hecho todo esto, proclama que ha hecho todo lo que se esperaba de él, y
desprecia la oposición de estas críticas como facciosa, y sus objetivos como
frívolos. Vamos a examinar esta posición más de cerca.
ALDO EMILIANO LEZCANO
17
§ 2
Asumiendo que en otros aspectos sea satisfactoria, una ley, principio, o
axioma, tiene valor solo si las palabras con las que se expresa tienen un
significado definitivo. Los términos utilizados deben aceptarse
universalmente en el mismo sentido, de otra manera la proposición será
responsable de varias interpretaciones, como de perder lo que asegura el
título — una ley. Entonces tenemos que dar por hecho que cuando
proclama «la felicidad más grande para el mayor número de personas» como
la ley para la moralidad social, su creador supone que el ser humano es
unánime en su definición de «la felicidad más grande».
Esta fue la hipótesis más desafortunada, porque no hay hecho más
palpable que el estándar de felicidad es infinitamente variable. En todas las
edades, en cada persona, en cada clase, encontramos diferentes ideas
consideradas de esta. Para un gitano nómada un hogar es agobiante;
mientras que un suizo es desgraciado sin uno. El progreso es necesario para
el bienestar de los anglosajones; por otro lado los esquimales están
satisfechos con su miserable pobreza, no tienen deseos latentes, y aún son
lo que eran en los días de Tácito. Un irlandés se deleita en una ronda; un
chino en pompa y ceremonias; y los normalmente apáticos hebreos se
vuelven ruidosamente entusiastas ante una pelea de gallos. El paraíso del
hebreo es «una ciudad de oro y piedras preciosas, son una abundancia
sobrenatural de trigo y vino;» el del turco — un harén poblado de hurís; el
del indio americano — un «feliz terreno de caza»; en el del paraíso nórdico
había batallas diarias con curación mágica de heridas; mientras que el
australiano espera que después de la muerte él pueda «renacer como un
blanco, tener un montón de monedas de seis peniques.» Continuando con
casos individuales, encontramos a Luis XVI interpretando que «la felicidad
más grande» significa hacer cerraduras; en vez de lo que su sucesor
interpreta — crear imperios. Parece que la opinión de Licurgo era que el
perfecto desarrollo físico era la esencia imprescindible para la felicidad
humana; Plotino, por el contrario, no era tan puramente ideal en sus
aspiraciones como para estar avergonzado de su cuerpo. Ciertamente la
multitud de respuestas contradictorias dadas por los pensadores griegos a la
pregunta ¿Qué constituye la felicidad? Han dado ocasión a comparaciones
que ahora se han convertido en triviales. Ni se ha mostrado una mayor
unanimidad entre nosotros. Para un miserable Elwes amasar dinero era el
único disfrute en la vida; pero Day, el autor altruista de «Sandford y
ALDO EMILIANO LEZCANO
18
Merton» no encontraba placentero el reparar en gastos en su distribución.
La calma rural, los libros, y un amigo, es lo que quiere el poeta; un trepador
más bien anhela un gran círculo de conocidos con títulos, un palco en la
ópera y la libertad de Almack. Las ambiciones de un comerciante y de un
artista no se parecen en nada; y si comparamos los castillos en el aire de un
labrador y de un filósofo, encontraríamos amplias diferencias en los órdenes
de arquitectura.
Generalizando tales hechos, vemos que el estándar de «felicidad más
grande» posee tan poca fijeza como los otros exponentes de la naturaleza
humana. Entre naciones, las diferencias de opinión son bastante evidentes.
Contrastando a los patriarcas hebreos con sus actuales descendientes,
observamos que incluso en la misma raza el ideal de belleza de la existencia
cambia. Los miembros de cada comunidad no coinciden sobre la pregunta.
Tampoco, si comparamos los deseos de un escolar codicioso con aquellos
que tendrá el transcendentalista que desprecia la tierra en el que
seguramente se convertirá, no encontramos ninguna constancia en el
individuo. Así que debemos decir, no solo que cada época y cada pueblo
tiene sus concepciones particulares de la felicidad, si no que dos hombres
no tienen las mismas concepciones; y además en cada hombre la
concepción no es la misma en ninguno de los períodos de la vida.
La lógica de esto es bastante simple. La felicidad significa un estado
satisfecho de todas las facultades. La gratificación de una facultad es
producida por su ejercicio. Para ser agradable ese ejercicio debe ser
proporcional al poder de la facultad; si no es suficiente aumenta el
descontento, y su exceso produce fatiga. Por lo tanto, tener felicidad
completa es tener todas las facultades ejercidas en la proporción de todos
sus desarrollos; y un arreglo ideal de las circunstancias calculadas para
asegurar esto constituye el estándar de «felicidad más grande;» pero las
mentes de dos individuos no contienen la misma combinación de
elementos. No se va a encontrar dos hombres iguales. En cada uno hay un
balance diferente de deseos. Por tanto las condiciones adaptadas para la
mayor satisfacción de uno de ellos, podría perfectamente no abarcar el
mismo final para ningún otro. Y consecuentemente la noción de felicidad
debe variar con la disposición y el carácter; es decir, debe variar
indefinidamente.
Por lo tanto también se nos lleva a la inevitable conclusión de que una
verdadera concepción de lo que la vida humana debe ser es solo posible
para el hombre ideal. Podemos hacer estimaciones aproximadas, pero sólo
en quién los sentimientos componentes existen en sus proporciones
ALDO EMILIANO LEZCANO
19
normales es capaz de una aspiración perfecta. Pero como el mundo todavía
no tiene nada de esto, se deduce que una idea específica de «felicidad más
grande» es inalcanzable en el presente. No es de sorprender que Paley y
Bentham hagan vanos intentos de una definición. La pregunta supone uno
de esos misterios que el hombre siempre está intentando comprender y que
siempre falla. Es el enigma irresoluble que Care, como una esfinge, propone
a cada recién llegado, y en falta de respuesta lo devora. Y aún no hay un
Edipo, ni rastro de ninguno.
Posiblemente alguien hará el alegato de que estas son objeciones
hipotéticas, y que en la práctica todos estamos bastante de acuerdo con lo
que «felicidad más grande» significa. Sería fácil desmentir esto, pero es
innecesario, ya que hay un montón de preguntas suficientemente prácticas
pasa satisfacer a dicho crítico, y sobre las que los hombres no exponen nada
de esta unanimidad fingida. Por ejemplo:
— ¿Cuál es la proporción entre los disfrutes mentales y corporales que
constituyen esta «felicidad más grande»? Hay un punto en el que el
incremento de la actividad mental produce un aumento de la felicidad, pero
que sobrepasando éste, al final produce más dolor que placer. ¿Dónde está
ese punto? Algunos parecen pensar que la cultura intelectual y las
gratificaciones que se derivan de ella difícilmente pueden ser llevadas a ese
extremo. Otros mantienen también que entre las clases educadas la
excitación mental se recibe en exceso; y que cuanto más tiempo se le dé a
una buena satisfacción de las funciones animales, se conseguirá una
cantidad mayor de placer. Si «felicidad más grande» tiene que ser la ley, se
necesita decidir cuál de estas opiniones es la correcta; y además determinar
el límite exacto entre el uso y el abuso de cada facultad.
— ¿Cuál es realmente un elemento en la felicidad deseada, la satisfacción
o la ambición? En términos generales se asume, habitualmente, que es la
satisfacción. Creen que es lo principal para el bienestar. Hay otros, sin
embargo, que están de acuerdo con eso pero que por descontento aún
deberíamos ser salvajes. La mayor motivación para el progreso está en sus
ojos. Es más, ellos mantienen que si la satisfacción fuera el orden del día, la
sociedad hubiera empezado a decaer. Se requiere conciliar estas teorías
contradictorias.
— Y este sinónimo para «felicidad más grande» — esta «utilidad» — ¿De
qué debe constar? Millones lo limitarían a las cosas que directa o
indirectamente atienden a las necesidades corporales, y en palabras del
proverbio «ayudan a poner algo en el plato». Hay otros que piensan que
mejorar la mente es útil, independiente de los llamados resultados prácticos,
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y enseñan astrología, anatomía comparativa, etnología, y cosas así, junto con
lógica y metafísica. A diferencia de algunos escritores romanos que estaban
de acuerdo en que las bellas artes eran totalmente salvajes, ahora hay
muchos que ven utilizad en comprender la poesía, la pintura, la escultura,
las artes decorativas, y cualquier cosa que ayude al refinamiento del gusto.
Además un grupo extremo que mantiene que la música, el baile, el teatro, y
todo lo que comúnmente se llama entretenimiento, también valen la pena
ser incluidos. Hay que llegar a un acuerdo en lugar de todo este desacuerdo.
— ¿Sí adoptásemos la teoría de alguien de que la felicidad significa el
mayor disfrute posible de los placeres de la vida, o de otros, de que eso
consiste en anticipar los placeres de vida que van a llegar? Y si aceptamos el
problema y decimos que se deberían combinar ambos, ¿cuánto de cada uno
iría en esta composición?
— ¿Y qué deberíamos pensar de nuestra época de búsqueda de riquezas?
¿Deberíamos considerar la absorción total de tiempo y energía en los
negocios — la esclavitud de la mente a las necesidades del cuerpo — el
gasto de vida en la acumulación de recursos para vivir, como constituye «la
felicidad más grande», y actuar en concordancia? ¿O deberíamos legislar
sobre la hipótesis de que esto tiene que contemplarse como la voracidad de
una larva asimilando material para el desarrollo de la futura psiquis?
Preguntas similares sin descubrir pueden crearse indefinidamente. No es
solo teóricamente imposible un acuerdo sobre el significado de «felicidad
más grande», sino que también es obvio, que el hombre tiene problemas
con todos los temas, para los que su determinación requiere nociones
definidas de ello.
Así que para dirigirnos a esta «felicidad más grande para el mayor
número de personas», como el objetivo al que deberíamos dirigirnos,
nuestro piloto «guarda la promesa para nuestros oídos y la rompe para
nuestra esperanza». Lo que nos muestra a través de su telescopio es una
Fata Morgana, y no la tierra prometida. El verdadero paraíso de nuestras
esperanzas está inmerso más allá del horizonte y aún no lo hemos visto.
Está más allá del conocimiento del sabio que nunca será tan visionario. La
fe y no la vista debe ser nuestra guía. No lo podemos hacer sin una brújula.
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§ 3
Incluso si las proposiciones fundamentales del sistema de la idoneidad
no fueran debilitadas de este modo por lo indefinido de sus términos, aun
así serían vulnerables. Admitiendo en nombre del argumento, que el
desiderátum, «la felicidad más grande», se comprende débilmente, su
identidad y naturaleza están de acuerdo con todo, y en la dirección en la que
yace satisfactoriamente acomodada, aún queda la hipótesis injustificada de
que es posible para el juicio humano auto dirigido determinar, con algo de
precisión, por qué métodos puede conseguirse. La experiencia prueba
diariamente que justamente la misma incertidumbre que existe respecto a
los resultados que hay que obtener, existe igualmente respecto a la forma
correcta de alcanzarlos cuando se supone que se conocen. En sus intentos
de alcanzar una tras otra las varias piezas que van a formar el gran total, «la
felicidad más grande», el hombre ha sido de todo menos exitoso; sus
medidas más prometedoras normalmente han acabado en fracasos. Veamos
unos cuantos casos.
Cuando se aprobó la ley en Baviera de que no se debía permitir
matrimonios entre dos partes sin dinero, excepto que alguna autoridad
pudiera «ver una posibilidad razonable de que las partes fueran capaces de
proveer a sus hijos», sin duda esto tenía la intención de promover el
bienestar público comprobando uniones imprevistas, y población de más;
una causa que muchos políticos considerarían digna de alabanza, y una
previsión que muchos pensarían que están bien adaptada para asegurarla.
Sin embargo esta media aparentemente sagaz no ha solucionado de ningún
modo su fin: el hecho es que en Múnich, la capital del reino, ¡la mitad de los
nacimientos son ilegítimos!
También fueron motivos admirables, y razones muy convincentes, las
que llevaron a nuestro gobierno a establecer una fuerza armada en la costa
de África para la supresión del comercio de esclavos. ¿Qué sería más
esencial para la «felicidad más grande» que la aniquilación del tráfico
abominable? ¿Y cómo podrían cuarenta naves de guerra, financiadas con un
gasto de 700.000 libras al año, fracasar total o parcialmente en conseguirlo?
Los resultados han sido, sin embargo, de todo menos satisfactorios. Cuando
los abolicionistas de Inglaterra lo propusieron, pensaron muy poco en que
tal medida en vez de prevenir solo «agravaría los horrores, sin atenuar
sensatamente la extensión del tráfico;» que generaría barcos esclavistas con
navegación rápida con cubiertas de solo 45 centímetros, asfixia por
ALDO EMILIANO LEZCANO
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abarrotamiento, horribles enfermedades , y una mortalidad del treinta y
cinco por ciento. Ellos nunca soñaron que cuando fuera fuertemente
presionado un esclavista podría tirar un cargamento entero de 500 negros al
mar; ni que en una costa asediada, los jefes decepcionados podrían, como
en Gallinas, matar a 200 hombres y mujeres, y clavar sus cabezas en estacas,
a lo largo de la costa, a la vista del escuadróna
. En resumen, nunca previeron
el tener que suplicar como están haciendo ahora para que abandonen el
chantaje.
De nuevo, ¡qué de grandes y qué evidentes para la mente del artesano
fueron las ventajas prometidas en ese proyecto de sindicato, en el que los
jefes de las manufacturas iban a desaparecer! Si un grupo de trabajadores se
transforma en una asociación anónima de manufactura, con directores
electos, secretario, tesorero, superintendente, capataces, etc., para
administrar los asuntos importantes, y una organización adaptada para
asegurar una división equitativa de los beneficios entre los miembros, estaba
claro que las enormes sumas previamente embolsadas por los empleados
serían distribuidas entre los asalariados para gran incremento de su
prosperidad. Aún así todos los intentos pasados de representar esta teoría
tan plausible ha, de una forma u otra, acabado en fracasos lamentables.
Otro ejemplo es ofrecido por el destino acontecido a ese plan similar
recomendado por el Sr. Babbage en su «Economía de manufacturas»,
siendo probablemente para el beneficio de los trabajadores y el interés del
jefe; específicamente, en que las manos de una fábrica debía «unirse, y tener
un representante que comprar al por mayor aquellos artículos de gran
demanda; como el té, azúcar, panceta, etc., y venderlos al por menor a
precios que reembolsarían todo el gasto, junto con los gastos del
representante que llevaba sus ventas». Después de una prueba de catorce
años un comercio, establecido persiguiendo esta idea, fue «abandonado con
el consentimiento conjunto de todas las partes;» el Sr. Babbage confesa que
la opinión que él había expresado «en el beneficio de dicha sociedad había
sido muy modificada,» e ilustra con una serie de curvas «el rápido ascenso y
el descenso gradual» de la asociación experimental.
Los tejedores de Spitalfields nos ofrecen otro caso de hecho. No hay
duda de que la tentación que los llevó a obtener el Acta de 1773, fijando un
salario mínimo, fue grande; y la anticipación de un mayor confort asegurado
por su aplicación debió parecer bastante razonable para todos.
a Ver El Informe de la Sociedad anti esclavista de 1847; y Evidencia antes del Comité
Parlamentario de 1848.
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Desgraciadamente, sin embargo, los tejedores no consideraron las
consecuencias de que se les prohibiera trabajar a precios reducidos; y poco
se esperaba que antes de 1793, unos 4000 telares dejaron de trabajar a
consecuencia del comercio marchándose a otro lugar.
Para suavizar el sufrimiento que parece necesario para la producción de
la «felicidad más grande», los ingleses han aprobado más de cien actas en el
Parlamento teniendo este fin en mente, cada uno de ellos surgiendo del
fracaso o estado incompleto de la legislación previa. Los hombres sin
embargo aún están insatisfechos con las Leyes de Pobres, y supuestamente
estamos tan alejados como siempre de su solución satisfactoria.
¿Pero por qué citar casos individuales? ¿No atestigua la experiencia de
todas las naciones la inutilidad de estos intentos empíricos a la adquisición
de la felicidad? ¿Qué es el código de leyes sino un registro de tales
desgraciadas suposiciones? ¿O la historia más que una narración de sus
fallos? ¿Y qué tal adelantados estamos ahora? ¿No está aún nuestro
gobierno tan ocupado para que el trabajo de crear leyes empezara ayer? ¿Ha
hecho algún progreso aparente hacia un acuerdo final de arreglos sociales?
¿Y en vez de eso cada año no se envuelve aún más en la red de la
legislación, confundiendo la ya masa heterogénea de decretos en una mayor
confusión? Casi cada procedimiento parlamentario es una confesión tácita
de incompetencia. Apenas hay un proyecto de ley presentado pero se llama
«Una acta para modificar un Acta». El «en tanto que» de casi cada prólogo
anuncia un recuento del error de la legislación previa. Reforma, aclaración, y
revocación, forman el empleo básico de cada sesión. Todas nuestras
grandes inquietudes se deben a la abolición de organismos susceptibles de
ser para el bien público. Testigos de la eliminación de las Test Act y
Corporation Act , para la Emancipación Católica, para el revocamiento de
las Leyes de Cereales ; a los que deben añadirse aquellas para la separación
de la Iglesia y el Estado. La historia de un proyecto es la historia de todos.
Primero viene la presentación, luego el período de prueba, luego el fracaso;
luego una enmienda, y otro fracaso; y, después de muchos parches
alternativos e intentos frustrados, la abolición llega con todo lujo de detalles,
seguida de la sustitución en forma de un nuevo plan, condenado a recorrer
el mismo camino, y compartir el mismo destino.
La filosofía de la idoneidad, sin embargo, ignora este mundo lleno de
hechos. Aunque al hombre se le ha estado negando constantemente sus
intentos de asegurar, a través de la legislación, cualquier componente
deseado de ese conjunto complejo, «la felicidad más grande», sigue
confiando en el juicio natural de los hombres del estado. No pide un guía;
ALDO EMILIANO LEZCANO
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no posee un método ecléctico; no busca pistas a través de las que la
enredada tela de la existencia social puede ser desenmarañada y sus leyes
descubiertas. Pero esperando para ver el gran desiderátum, se supone que
después de una revisión del fenómeno colectivo de la vida nacional, los
gobiernos están cualificados para elaborar tales medidas que deben ser
«apropiadas». Considera la filosofía de la humanidad tan fácil, la
constitución del organismo social tan simple, las causas de la conducta de la
gente tan obvia, que un análisis general puede llevar a la «sabiduría
colectiva,» el requisito reconocido para la creación de leyes. Cree que la
inteligencia del hombre es competente, primero, para observar con
exactitud los datos expuestos por la naturaleza humana asociada; para crear
sólo opiniones de carácter general e individual, de los efectos de las
religiones, costumbres, supersticiones, prejuicios, las inclinaciones mentales
de la edad, las probabilidades de sucesos futuros, etc., etc.; y entonces, coge
a la vez los fenómenos multiplicados de este mar de vida siempre en
movimiento, siempre cambiante, para deducir de ellos ese conocimiento de
sus principios de gobierno que les permitirán decir si está o esa medida
conducirá a «la felicidad más grande para el mayor número de personas».
Si ninguna investigación previa de las propiedades de la materia terrestre,
Newton hubiera continuado estudiando de inmediato la dinámica del
universo, y después de pasar años con el telescopio determinando las
distancias, tamaños, el tiempo de giro, la inclinación de los ejes, las formas
de las órbitas, perturbaciones, etc., de los cuerpos celestes, se hubiera
asignado a sí mismo para etiquetar este montón de observaciones, y deducir
de todas ellas las leyes del equilibro de los planetas y estrellas, hubiera
estado meditando durante toda la eternidad sin llegar a un resultado.
Pero tan absurdo como ese método de investigación hubiera sido,
hubiera sido mucho menos absurdo, de lo que es el intento de encontrar los
principios de la política pública a través de un análisis directo de esa
combinación maravillosamente compleja — la sociedad. Se necesita
emoción y no sorpresa cuando la legislación, basada en las teorías así
elaboradas, fracasan. Más bien su éxito podría dar material para asombro
extremo. Considerando que el hombre aún entiende tan defectuosamente al
hombre — el instrumento por el que, y el material en el que, las leyes tienen
que actuar — y que un conocimiento completo de la unidad — hombre, no
es más que un primer paso para entender a la masa — la sociedad, parece
bastante obvio que para deducir de las complicaciones que se extienden
infinitamente de la humanidad universal, una filosofía verdadera de la vida
nacional, y a partir de ahí encontrar un código de leyes para obtener la
ALDO EMILIANO LEZCANO
25
«felicidad más grande» es una tarea que sobrepasa la habilidad de cualquier
mente limitada.
§ 4
Otra oposición destructiva a la filosofía de la idoneidad se encuentra en
el hecho de que insinúa la eternidad del gobierno. Es un fallo asumir que el
gobierno debe existir necesariamente para siempre. La institución marca
una época exacta de la civilización — forma parte de una etapa particular
del desarrollo humano. Como entre los bosquimanos encontramos un
estado precedente al gobierno; así debe haber uno en el que se haya
extinguido. Ya ha perdido algo de su importancia. El momento fue cuando
la historia de un pueblo no era más que la historia de su gobierno. Ahora es
de otra manera. El despotismo universal no fue más que una manifestación
de la extrema necesidad de limitar. Feudalismo, servidumbre, esclavismo, —
todas las instituciones tiránicas, son simplemente los tipos de leyes más
fuertes, brotando de, y necesarias para, un mal estado del hombre. El
progreso a partir de estas es en todos los casos el mismo — menos
gobierno. Los estados constitucionales significan esto. La libertad política
significa esto. La democracia significa esto. En las sociedades, asociaciones,
sociedades anónimas, tenemos nuevas agencias ocupando puestos llenados
por el Estado en épocas y países menos avanzados. Con nosotros la
asamblea legislativa se empequeñece por poderes mayores y novedosos —
ya no es el amo sino el esclavo. «Presión desde fuera» se ha llegado a
conocer como la ley definitiva. El triunfo de la Liga Contra las Leyes de
Cereales simplemente es el caso más señalado del momento, de un nuevo
estilo de gobierno — el de la opinión, derrotando al antiguo estilo — el de
la fuerza. Parece probable que se convierta en una observación trillada que
el que hace la ley es solo sirviente del pensador. Día a día la habilidad
política tiene menos fama. Incluso The Times puede ver que «los cambios
sociales creciendo a nuestro alrededor establecen una verdad
suficientemente humillante para los cuerpos legislativos» y que «las mayores
etapas de nuestro progreso están determinados más bien por los trabajos
espontáneos de la sociedad, conectadas como están, con el progreso del arte
y las ciencias, las funciones de la naturaleza, y otras tantas causas apolíticas,
que por la proposición de un proyecto de ley, la aprobación de un acta, o de
ALDO EMILIANO LEZCANO
26
ningún otro actividad política o estatal».b
Así, como una civilización avanza,
un gobierno decae. Para lo malo es esencial; para lo bueno, no. Es la
inspección que la maldad nacional se hace a sí misma y existe solo al mismo
nivel. Su duración es prueba del barbarismo que aún existe. Lo que para una
bestia salvaje es una jaula, las leyes lo son para el hombre egoísta. Las
restricciones son para el salvaje, el avaro, el violento; no para el justo, el
amable, el caritativo. Toda la necesidad de fuerzas externas implica un
estado patológico. Calabozos para el criminal; una camisa de fuerza para el
loco; muletas para el cojo; sujeciones para los débiles de espalda; para el
débil de carácter un amo, para el idiota un guía; pero para la mente sana, en
un cuerpo sano, nada de esto. Si no hubiera ladrones ni asesinos, las
cárceles no serían necesarias. Es solo porque la tiranía aún llena el mundo
que tenemos ejércitos. Abogados, jueces, jurados — todos instrumentos de
la ley — existen simplemente porque los granujas existen. La fuerza
magistral es lo que sigue al vicio social; y el policía solo es un complemento
del criminal. Por lo tanto el gobierno es lo que llamamos «un mal
necesario».
¿Qué debemos pensar entonces de una moral que elige esta institución
experimental como su base, construye una gran tela de conclusiones sobre
su falsa permanencia, selecciona actas del parlamento como sus materiales, y
emplea al hombre de estado como su arquitecto? La filosofía de la
idoneidad hace esto. Coge al gobierno como colaborador, le asigna el
control entero de sus asuntos — impone todo para deferir a su juicio — en
resumen le hace su principio fundamental, el alma del sistema. Cuando
Paley enseña que «la idoneidad de toda la sociedad está vinculada a cada
parte de esta», se refiere a la existencia de algún poder supremo por el que
ese «la idoneidad de toda la sociedad» se establece. Y en algún otro lugar él
nos dice expresamente que para el logro de una ventaja nacional la decisión
secreta del sujeto es ceder; y que «la prueba de esta ventaja se sitúa en su
legislatura». Aún más concluyente es Bentham, cuando dice que «la felicidad
de los individuos de los que se compone una comunidad, que son sus
placeres y sus seguridad, es el único fin que el legislador tiene que tener en
mente; la única norma conforme a la que cada individuo debería, tanto
como dependa de la asamblea legislativa, hacerse para crear este
comportamiento». Estas posturas, recordemos, no son asumidas
voluntariamente; son requeridas por las hipótesis. Sí, como nos dice su
propulsor, «la idoneidad» significa el beneficio de las masas, no del
individuo — tanto del futuro como del presente, presupone a alguien a
b Ver el Times el 12 de Octubre de 1846.
ALDO EMILIANO LEZCANO
27
juzgar qué llevará mejor a ese beneficio. Sobre la «utilidad» de ésta o aquella
medida, los puntos de vista son tan variados como para que sea necesario
proveerse de un juez. Si la protección de los impuestos, o religiones
establecidas, o penas capitales, o leyes para los pobres, atienden o no al
«bien general», son preguntas respecto a las que hay tal diferencia de
opinión, de las que no hay nada que hacer hasta que todos se pongan de
acuerdo en ellas, y podríamos paralizarnos hasta el fin de los tiempos. Si
cada hombre llevase a cabo, independiente de un poder estatal, su propia
noción de lo que mejor aseguraría «la felicidad más grande para el mayor
número de personas», la sociedad caería rápidamente en el caos.
Claramente, por tanto, una moralidad establecida sobre una máxima en la
que la interpretación práctica es cuestionable, supone la existencia de alguna
autoridad cuya decisión respecto a ello debe ser final — eso es una
legislación. Y sin esa autoridad, tal moralidad nunca funcionaría.
Veamos aquí el dilema entonces. Un sistema de filosofía moral mantiene
que es un código de reglas apropiadas para el control de los seres humanos
— hecho a medida para la regulación de los mejores, a la vez que para la de
los peores miembros de la raza — aplicable, si cierta, para guiar a la
humanidad a su mayor perfección concebible. El gobierno, sin embargo, es
una institución que se origina en la imperfección del hombre; una
institución que se confiesa engendrada por la necesidad motivada por el
mal; una que debería dejar de lado al mundo poblado de generosos,
concienzudos, altruistas; una, en resumen, contradictoria con esta «mayor
perfección concebible». ¿Cómo, entonces, puede ese ser un sistema de
moralidad verdadera que adopta al gobierno como una de sus premisas?
§ 5
Se debe decir de la filosofía de la idoneidad, en primer lugar, que no
puede hacer una declaración de carácter científico, viendo que su
proposición fundamental no es un axioma sino simplemente una
enunciación del problema a ser resuelto.
También, incluso suponiendo que su proposición fundamental fuera un
axioma, aun así sería inadmisible porque se expresa en términos que no
tienen un significado fijo.
ALDO EMILIANO LEZCANO
28
Además, si la teoría de la idoneidad sí fuera satisfactoria, aun así sería
inútil; ya que requiere nada menos que la omnisciencia para ponerla en
práctica.
Y, prescindiendo de todas las objeciones, aún se nos fuerza a rechazar un
sistema, que, a la vez que expone tácitamente una reivindicación a la
perfección, toma la imperfección como su base.
LA DOCTRINA DEL SENTIDO MORAL
§ 1
No hay forma de llegar a una verdadera teoría de la sociedad más que
investigando la naturaleza de sus componentes individuales. Para entender a
la humanidad en sus combinaciones, es necesario analizar a esa humanidad
es un forma primordial — para la explicación del compuesto, remitirse de
vuelta a lo sencillo. Encontramos rápidamente que cada fenómeno expuesto
por un conjunto de hombres, se origina en alguna cualidad del propio
hombre. Un poco de reflexión nos muestra, por ejemplo, que la propia
existencia de la sociedad implica una afinidad natural de sus miembros por
tal unión. También está muy claro que sin cierta idoneidad en el ser humano
para gobernar, o ser gobernado, el gobierno hubiera sido imposible. Las
estructuras infinitamente complejas de comercio han crecido bajo el
estímulo de ciertos deseos existentes en cada uno de nosotros. Y es debido
a nuestra posesión de una opinión con las que están de acuerdo que las
instituciones religiosas se han creado.
De hecho, si miramos más de cerca en el asunto, encontramos que
ninguna otra disposición es concebible. Las características expuestas de
seres en un estado asociado no pueden surgir por accidente de la
combinación, sino que deben ser las consecuencias de ciertas propiedades
intrínsecas de los propios seres. Es verdad, la agrupación debe llamar a estas
características; debe manifestar lo que antes estaba inactivo; debe dar la
oportunidad a las rarezas sin desarrollar para que aparezcan; pero
evidentemente no las crea. Ningún fenómeno puede ser representado por
un cuerpo empresarial, pero hay una capacidad que ya existe de antes en sus
miembros individuales para producirlo.
ALDO EMILIANO LEZCANO
29
Este hecho, que las propiedades de un grupo son dependientes de los
atributos de las partes que lo componen, lo vemos en la naturaleza. En la
combinación química de un elemento con otro, Dalton nos ha mostrado
que la afinidad está entre átomo y átomo. Que lo que llamamos el peso de
un cuerpo es la suma de las tendencias gravitatorias de sus partículas
separadas. La fortaleza de una barra de metal es el efecto total de un
número indefinido de adhesiones moleculares. Y el poder de un imán es el
resultado acumulativo de la polaridad de sus partículas independientes. De
la misma manera, cada fenómeno social debe tener su origen en alguna
propiedad del individuo. Y justo como las atracciones y afinidades que están
latentes en átomos separados se vuelven visibles cuando esos átomos se
aproximan, las fuerzas que están inactivas en un hombre aislado se vuelven
a activar al juntarse con sus compañeros.
Esta consideración, aunque quizás innecesariamente elaborada, tienen
una relevancia importante en nuestra materia. Señala el camino que
debemos seguir en nuestra búsqueda tras una auténtica filosofía social.
Sugiere la idea de que la ley moral de la sociedad, como sus otras leyes, se
origina en algún atributo del ser humano. Nos advierte en contra de adoptar
ninguna doctrina fundamental que, como la de «la felicidad más grande para
el mayor número de personas» no puede ser expresada sin presuponer un
estado de agrupación. Por otro lado da a entender que el primer principio
de un código para el correcto gobierno de la humanidad es su estado de
multitud se debe encontrar en la humanidad en su estado de unidad, que las
fuerzas morales de las que depende el equilibrio social residen en el átomo
social, el hombre; y que las leyes de ese equilibrio las debemos buscar en la
constitución humana.
§ 2
Si no tuviéramos otro aliciente para comer que el causado por la
posibilidad de conseguir ciertas ventajas es poco probable que nuestros
cuerpos estuvieran tan bien cuidados como lo están ahora. Uno puede
imaginarse perfectamente que si fuéramos despojados de ese monitor
puntual, el apetito, y dejados a la guía de algún código de leyes razonadas,
dichas leyes nunca serían tan filosóficas, y los beneficios de obedecerlas tan
obvios, y no formarían más que un sustituto ineficaz. O, en vez de ese
afecto tan poderoso por la que los hombres son guiados a alimentar y
ALDO EMILIANO LEZCANO
30
proteger a sus hijos, existiera simplemente una opinión abstracta de que es
apropiado y necesario mantener la población del planeta, es cuestionable si
la molestia, ansiedad, y el gasto, de proveer para la posteridad, no
sobrepasaría el bien esperado, como para suponer la rápida extinción de las
especies. Y si, además de estas necesidades del cuerpo, y de la raza, todas las
otras de nuestra naturaleza fueran asignadas de igual manera solo al cuidado
del intelecto, — siendo el conocimiento, la propiedad, la libertad, la
reputación, amigos, buscados solo en su dictado — entonces nuestra
investigación sería tan eterna, nuestras valoraciones tan complejas, nuestras
decisiones tan difíciles, que la vida se ocuparía totalmente recopilando lo
evidente, y equilibrando las probabilidades. Bajo tal acuerdo la filosofía
funcional sí que tendría sólidas razones en la naturaleza; ya que podrían
aplicarse simplemente a la sociedad, ese sistema de gobierno al que le gustan
los resultados finales calculados, y que ya rige al individuo.
Bastante diferente, sin embargo, es el método de la naturaleza.
Respondiendo a cada una de las acciones que es nuestro requisito cumplir,
encontramos en nosotros algún apuntador llamado deseo; y cuanto más
esencial es la acción más poderoso es el impulso de su actuación, y más
intensa la gratificación que deriva de él. Por consiguiente, los anhelos de
comida, de dormir, de calor, son irresistibles; y bastante independientes de
ventajas previstas. La continuación de la raza se asegura a través de otros de
igual fuerza, cuyos dictados se siguen, no por obedecer a la razón, sino
normalmente al desafiarla. Que el hombre no está impelido a acumular los
medios de subsistencia solamente echando un vistazo a las consecuencias se
prueba con la existencia de los avaros, en quién el gusto por las posesiones
se satisface por el abandono de los fines que se suponen deben fomentarse.
Encontramos un sistema parecido para regular nuestra conducta con
nuestros semejantes. Tenemos tal gusto por los elogios que tenemos que
actuar ante el público de la forma más agradable. Se desea que haya una
separación de aquellos más apropiados para el grupo de cada uno — de ahí
el sentimiento de amistad. Y en la veneración que siente el hombre por la
superioridad vemos una disposición prevista para asegurar la supremacía del
mejor.
¿No debemos entonces esperar encontrar algo parecido empleado
razonablemente como instrumento para impulsarnos a esa línea de
conducta, en el justo cumplimiento de lo que consiste lo que llamamos
moralidad? Todos deben admitir que se nos guía a nuestro bienestar físico
por los instintos; que de esos instintos también aparecen esas relaciones
domésticas por las que se guían otras cosas importantes, y qué medios
ALDO EMILIANO LEZCANO
31
parecidos se utilizan en muchos casos para asegurar nuestro beneficio
indirecto regulando el comportamiento social. Viendo, por tanto, que
siempre que podamos trazar fácilmente nuestras acciones a su origen, que
podamos encontrarlas reproducidas de esta forma, es, hay que decir al
menos, que es altamente probable que el mismo mecanismo mental se
emplee en todos los casos — que como todos los requisitos importantes de
nuestro ser se satisfacen en las solicitudes del deseo, así también lo son las
menos esenciales, — esa conducta honesta necesaria en cada ser para la
felicidad de todos, existe en nosotros un impulso hacia tal comportamiento;
o, en otras palabras, poseemos un «Sentido Moral», el deber por el que se
pide honestidad en nuestras negociaciones con otros; que recibe satisfacción
de la transacción justa y honesta; y que da a luz al sentimiento de justicia.
En la prohibición de esta conclusión ciertamente se exige, que existiendo
un medio para controlar el comportamiento de hombre a hombre,
deberíamos ver una evidencia universal de su influencia. Los hombres
mostrarían una obediencia más obvia a sus supuestos dictados de lo que lo
hacen. Habría una mayor uniformidad de opinión hacia la rectitud o maldad
de las acciones. Y no deberíamos encontrar, como ahora, un hombre, o
nación, considerado como una virtud y que en otro se ve como un vicio —
los malayos alabando la piratería detestada por las razas civilizadas — un
Thug, viéndolo como un acto religioso, ante un asesinato un europeo
temblaría — un ruso orgulloso de su exitoso engaño; un indio rojo en su
inmortal venganza — cosas de las que nosotros difícilmente podríamos
alardear.
Tan apabullante como parece esta objeción, su falacia se vuelve
suficientemente evidente si observamos el dilema en él nos traiciona la
aplicación general de tal prueba. Y así: nadie niega la existencia universal de
un instinto al que ya nos hemos referido, que nos exige tomar el alimento
necesario para mantener la vida; y nadie niega que tal instinto es altamente
beneficiario, y con toda probabilidad esencial para existir. Sin embargo no
faltan infinitos males ni incongruencias cuando se recuerdan todas las
innumerables diferencias de opinión llamadas «gustos» que se originan en
cada uno. La mera mención de «gula», «embriaguez», nos recuerda que la
provocación del apetito no es siempre buena. Narices monstruosas, rostros
cadavéricos, alientos fétidos, y cuerpos pletóricos, nos encuentran en cada
esquina; y nuestras condolencias siempre están preguntando por dolores de
cabeza, flatulencias, pesadillas, dolor de estómago, y otra infinidad de
síntomas dispépticos. De nuevo: un número igual de irregularidades pueden
encontrarse en el funcionamiento de ese sentimiento generalmente
ALDO EMILIANO LEZCANO
32
reconocido: el afecto paternal. Entre nosotros su influencia beneficiosa
parece medianamente uniforme. En el este, sin embargo, el infanticidio se
practica ahora como siempre se ha hecho. Durante la llamada época clásica,
era común exponer a los bebés a la frágil piedad de las fieras salvajes. Y era
práctica de los espartanos arrojar a todos los recién nacidos que no eran
aprobados por un comité de ancianos a un foso público provisto para ese
propósito. Si, luego, se debe discutir que el deseo de uniformidad en los
códigos morales del hombre, junto con la debilidad y parcialidad de su
influencia, prueba la no existencia de un sentimiento diseñado para la
correcta regulación de nuestras relaciones con otros, debe deducirse de las
irregularidades análogas en la conducta del hombre como las del alimento y
descendencia, que no hay tales sentimientos como el apetito y el afecto
paternal. Al igual, sin embargo, que no sacamos esta conclusión en el primer
caso, no podemos hacerlo en el otro. Por lo tanto, a pesar de todas las
incongruencias, debemos admitir que la existencia de un Sentido Moral
puede ser tanto posible como probable.
§ 3
Pero que poseemos tal sentido puede probarse mejor a través la
evidencia extraída de los labios de aquellos que dice que no la poseemos. Es
bastante extraño que Bentham derive sin querer su proposición inicial de un
oráculo cuya existencia niega, y de la que se burla cuando la utilizan otros.
«Un hombre» comenta, hablando de Shaftesbury, «dice que se le ha hecho
algo a propósito para decirle que está bien y qué está mal; y eso se llama
sentido moral: y luego va a trabajar cómodamente, y dice que esta o aquella
cosa está bien, y esta o aquella cosa esta mal. ¿Por qué? “Porque mi sentido
moral me dice que lo está”». Si Bentham no tiene ninguna otra autoridad
para su propia máxima que este mismo sentido moral, es de alguna manera
tener mala suerte. Sin embargo, poniendo esta máxima en manos críticas,
debemos descubrir pronto que tal es el hecho. Hagamos esto.
«Así que piensas» dijo el aristócrata, «que el objetivo de nuestra ley debe
ser “la felicidad más grande para el mayor número de gente”».
«Esa es justamente mi opinión,» responde el plebeyo que realiza la
petición.
«Bueno, veamos que supone tu principio. Supón que los hombres están,
como muy comúnmente están, en desacuerdo con sus deseos en algún
ALDO EMILIANO LEZCANO
33
momento dado; y supón que los que forman un mayor grupo recibirán una
cierta cantidad de felicidad cada uno, por adoptar un rumbo, mientras que
aquellos que forman el menor grupo recibirán la misma cantidad de
felicidad cada uno, por adoptar el rumbo contrario: entonces si «la felicidad
más grande» tiene que ser nuestra guía, se debe entender, o no, que se hará
como la mayoría quiera?
«Desde luego».
«Eso es decir que, si vosotros — la gente, sois cien, mientras que
nosotros somos noventa y nueve, debe preferirse vuestra felicidad, nuestros
deseos deben colisionar, y que las cantidades individuales de satisfacción en
juego deben ser iguales en ambas partes».
«Exacto; eso supone nuestro axioma».
«Así parece entonces que, en ese caso, mientras que decides entre dos
grupos por mayoría numérica, asumes que la felicidad de un miembro de un
grupo es igualmente importante que la de un miembro del otro».
«Claro».
«Entonces, si lo reducimos a la forma más simple, tu doctrina resulta ser
una afirmación de que todos los hombres tienen el mismo derecho a la
felicidad; o, aplicándolo personalmente — que tú tienes tanto derecho a la
felicidad como lo tengo yo».
«Sin duda lo tengo».
«Y diga, señor, ¿quién le dijo que tiene tanto derecho a la felicidad como
yo?
«¿Qué quién me lo dijo? — Estoy seguro de ello; lo sé; lo siento, lo…»
«No, no, eso no funcionará. Dame a tu autoridad. Dime quién te lo dijo
— quién te llevó a ello — de dónde lo dedujiste».
Con lo cual, tras un poco de interrogatorio, nuestro demandante es
forzado a confesar que no tiene otra autoridad a parte de sus propios
sentimientos — que simplemente tiene una percepción innata del hecho; o,
en otras palabras, que «su sentido moral se lo dice».
Ahora no necesita que se considere si se lo que dice es correcto. Todo lo
que ahora pide atención es el hecho de que, cuando se le pregunta, incluso
el discípulo de Bentham no tiene más alternativa que caer en una intuición
de este sentido moral tan ridiculizado, para la creación de su propio sistema.
ALDO EMILIANO LEZCANO
34
§ 4
En verdad, ninguno de esos comprometidos a una teoría preconcebida,
puede fracasar en reconocer, en cada mano, el funcionamiento de tal
facultad. Desde tiempos remotos en adelante ha habido constantes signos
de su presencia — signos que se expanden felizmente hasta que nuestros
días se aproxima. Los artículos de la Carta Magna personifican sus protestas
ante la opresión, y sus peticiones para una mejor administración de la
justicia. La servidumbre se abolió parcialmente gracias a su sugerencia.
Animó a Wickliffe, Huss, Luther, y Knox en su protesta contra el papismo;
y a través de ella hugonotes, covenants, moravianos, se estimularon a
mantener la libertad de opinión frente a las enseñanzas eclesiásticas. Dictó
el «Essay on the Liberty of Unlicensed Printing» de Milton. Llevó a los padres
peregrinos al nuevo mundo. Apoyó a los seguidores de George Fox bajo
multas y encarcelamiento. Y susurró resistencia ante el clero presbiteriano
en 1662. Días después pronunció esa marea de sentimientos que debilitaron
y arrastraron las incapacidades Católicas. A través de las bocas de oradores
anti esclavistas, vertió su fuego, para abrasar al egoísta, para fusionar al
bueno, para nuestra purificación nacional. Fue su calor, también, el que
templó nuestra compasión por los polacos, e hizo hervir nuestra
indignación contra sus opresores. Sus acumulaciones reprimidas, liberadas
de una injusticia de larga duración, generó la efervescencia de una agitación
reformista. De su creciente llama vinieron esas chispas por las que las
teorías proteccionistas explotaron, y la luz que nos descubrió las verdades
del Libre comercio. A través del paso de su sutil corriente es como se lleva a
cabo esa electrólisis social, que une a hombres en grupos — que separa a la
nación en su positivo y su negativo — sus elementos radicales y
conservativos. En el presente se pone en la piel de las Asociaciones Anti
Estado-Iglesia, y muestras su presencia en diversas sociedades para la
expansión del poder popular. Construye monumentos a mártires políticos,
se agita por la admisión de judíos en el parlamento, publica libros por los
derechos de las mujeres, peticiones contra la legislación de clases; amenaza
con revelarse contra el servicio militar obligatorio, se niega a pagar los
impuestos de la iglesia, revoca actas de deudor opresivas, se lamenta de los
sufrimientos de Italia, y se emociona con compasión por los húngaros. De
esto, como de una raíz, aparecen nuestras aspiraciones hacia la rectitud
social: florece en expresiones como: «Haz a los otros lo que te gustaría que
ALDO EMILIANO LEZCANO
35
te hicieran a ti», «La honestidad es la mejor política», «Justicia antes que
generosidad» y sus frutos son justicia, libertad y seguridad.
§ 5
¿Pero cómo, se debe preguntar, puede un sentimiento tener una
percepción? ¿Cómo un deseo asciende a un sentido moral? ¿No hay aquí una
confusión del intelecto con lo emocional? Es la función de un sentido
percibir, no inducir a cierto tipo de acción; mientras que es la función de un
instinto el inducir a cierto tipo de acción, y no percibir. Pero en los
siguientes argumentos, las funciones motoras e intuitivas se atribuyen al
mismo agente.
La objeción parece seria; y entender el término sentido en su aceptación
más estricta sería fatal. Pero la palabra es en este caso, como en muchos
otros, utilizada para expresar los sentimientos con los que un instinto viene
a considerar las acciones y objetivos con los que se relaciona; o más bien ese
juicio que, por algún tipo de acción refleja, causa al intelecto que se forma
de ellos. Para dilucidar esto debemos tomar un ejemplo; y quizás el amor a
la acumulación nos ofrecerá uno tan bueno como cualquier otra.
Encontramos, entonces, que unido al impulso de adquirir propiedad, hay
lo que llamamos un sentido del valor de la propiedad; y encontramos que la
intensidad de este sentido varía con la fuerza del impulso. Contrasta al avaro
con el derrochador. Acompañando su constante deseo de acumular, el
avaro tiene una creencia bastante peculiar en el valor del dinero. Piensa que
el más severo ahorro es moral; y de cualquier cosa como la generosidad más
común un vicio; mientras que tiene absoluto horror al derroche. Cualquier
cosa que se añada a su depósito le parece bueno; lo que se saca de él, malo. Y
aunque una chispa de generosidad le lleve en alguna ocasión especial a abrir
su monedero, es muy seguro que después se reprochará a sí mismo que ha
hecho mal. Por otro lado, pese que al derrochador le falta el instinto de
adquisición, también fracasa al darse cuenta del valor intrínseco de la
propiedad; no vuelve a casa con él; le tiene poco sentido. Así que bajo la
influencia de otros sentimientos, ve el hábito de ahorrar como malo; y
mantiene que hay algo noble en derrochar. Está claro que estas percepciones
opuestas de la propiedad o impropiedad de ciertas líneas de conducta no se
originan con el intelecto, si no con las facultades emocionales. El intelecto,
sin ser influenciado por el deseo, les mostraría tanto al avaro como al
ALDO EMILIANO LEZCANO
36
derrochador que sus hábitos eran imprudentes; mientras que el intelecto,
influenciado por el deseo, les hace pensar que el otro es un estúpido pero
no le deja ver su propia estupidez.
Esta ley funciona universalmente. Cada sentimiento se acompaña de un
sentido de la idoneidad de esas acciones que le dan satisfacción — tiende a
generar convicciones de que las cosas son buenas o malas de acuerdo a si
traen placer o dolor; y generarían siempre dichas convicciones si no tuvieran
oposición. Como sin embargo hay un conflicto perpetuo entre los
sentimientos — algunos de ellos siendo un antagonista durante toda la vida
— resulta en una congruencia proporcional en las creencias — un conflicto
similar también entre estos — un antagonista paralelo. Así que es solo
donde un deseo es muy predominante, o donde no existe un deseo adverso,
que esta conexión entre los instintos y las opiniones que dictan, se vuelve
visiblemente marcada.
Aplicado a la explicación del caso en cuestión, estos hechos explican
como de un impulso que actúa en el camino que llamamos justo se alzará una
percepción de que ese comportamiento es correcto — una creencia de que es
bueno. Este instinto o sentimiento, satisfecho solo por una acción justa, y
lamentándose por una acción injusta, produce una aprobación en la primera
y una repulsión de la otra; y estas creencias generan de inmediato que una es
moral y la otra es mala. O, refiriéndose de nuevo a la ilustración, debemos
decir que así como el deseo de acumular propiedad es acompañada por un
sentido del valor de la propiedad, también es el deseo de actuar justamente,
acompañado por un sentido de lo que es correcto.
Quizás será necesario encontrarse aquí con la oposición, de que mientras
que según la declaración anterior cada sentimiento tiende a generar
nociones de apropiado o inapropiado de las acciones con las que se
relaciona; y mientras que la moralidad debe determinar qué es correcto en
todos las partes de la conducta, es inapropiado limitar el término «sentido
moral» a lo que solo puede permitir direcciones en un sola parte. Esto es
bastante cierto. Sin embargo, viendo que nuestro comportamiento hacia
otros es más importante que nuestro comportamiento, y en el que somos
más propensos a equivocarnos; viendo también que esta misma facultad es
tan pura e inmediatamente moral en su propósito; y viendo además, como
veremos enseguida, que sus máximas son las únicas capaces de reducirse a
una forma exacta, debemos continuar empleando ese término mostrando
algo de razón, con este significado restringido.
ALDO EMILIANO LEZCANO
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Derechos individuales y limites del Estado

  • 3. OPINIONES DE LA PRENSA RESEÑA DEL NORTH BRITISH «Merece un gran elogio por la habilidad, la claridad y la fuerza con las que está escrito, y que le da carácter, actualmente tan escaso, a un libro realmente valioso». RESEÑA DEL BRITISH QUARTERLY «Un trabajo extraordinario… El Sr. Spencer expone, y expone con una fuerza y claridad extraordinarias, muchas ecualizaciones sociales de una especie correcta que aún tienen que hacerse efectiva». ATENAEUM «Una investigación llevada a cabo con claridad, buen humor y estricta lógica… Debemos equivocarnos si este libro no ayuda a organizar esa enorme masa de pensamientos que, para quien quiera un nombre específico, ahora es llamada Opinión Liberal». LITERARY GAZETTE «Es el trabajo más elocuente, más interesante, más claramente expresado y lógicamente razonado, al parecer el más original, que ha parecido en la ciencia de la política social. Evolucionando sintéticamente de propuestas muy simples, de las que los lectores más prudentes no pueden estar en desacuerdo, el autor saca deducciones de ellas, en un proceso estrictamente lógico de razonamiento, las conclusiones más sorprendentes e inesperadas». ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 4. ECONOMIST El autor de esta obra no es un pensador común, ni un escritor común; y nos da, con un lenguaje que brilla por sí solo, con un lenguaje a la vez novel y elaborado, preciso y lógico, una exposición muy comprensible y completa de los derechos de los hombres en la sociedad… El libro está planeado para dar un impulso a los pensamientos, y para interesar a la mente del público en temas de gran importancia, y de naturaleza más abstracta. Se distingue por los buenos sentimientos y el razonamiento cercano, y marcará una época en la literatura de la moralidad científica». LEADER «No recordamos un trabajo de ética desde el de Spinoza con el que pueda compararse por la simplicidad de sus argumentos, y la precisión lógica con la que un sistema completo de éticas científicas evolucionan de estos. Esta es una gran alabanza; pero la damos deliberadamente… Un trabajo a la vez tan científico en espíritu y método, y tan popular en su ejecución, debemos buscarlo en vano en bibliotecas de filosofía política». NONCONFORMIST «La cuidadosa lectura que le hemos dado nos ofreció un intenso placer, y nos mostró el deber de expresar, con un énfasis poco común, nuestra opinión de su gran habilidad y excelencia. El Sr. Spencer manifiesta una combinación nada ordinaria de poder y cultura. Ha escrito un verdadero trabajo filosófico — lógico casi hasta la perfección— y aunque nunca pierde el carácter estrictamente científico que los pensadores experimentados piden, es variado con ejemplos brillantes y atrae la simpatía general, lo que hace que gane interés y fuerza de parte de la opinión popular». ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 5. INQUIRER «Esta es la creación de un pensador agudo e independiente». NEW YORK DAILY TRIBUNE «Recomendamos “Estática Social” a la atención de nuestros editores emprendedores. El libro solo debe ser conocido para predisponer una venta entre todas las clases». ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 6. CONTENIDO PRÓLOGO ..........................................................................................................................................1 INTRODUCIÓN..............................................................................................................................15 LA DOCTRINA DE LA IDONEIDAD ....................................................................................15 LA DOCTRINA DEL SENTIDO MORAL ..............................................................................28 LEMA I ...............................................................................................................................................41 LEMA II..............................................................................................................................................47 CAPÍTULO I: DEFINICIÓN DE MORALIDAD ..................................................................63 CAPÍTULO II: LA EVANESCENCIA DEL MAL..................................................................67 CAPÍTULO III: LA IDEA DIVINA Y LAS CONDICIONES DE SU REALIZACIÓN ..................................................................73 CAPÍTULO IV: DERIVACIÓN DE UN PRIMER PRINCIPIO.........................................83 CAPÍTULO V: DERIVACIÓN SECUNDARIA DE UN PRIMER PRINCIPIO............96 CAPÍTULO VI: PRIMER PRINCIPIO.................................................................................... 108 CAPÍTULO VII: APLICACIÓN DE ESTE PRIMER PRINCIPIO................................. 114 CAPÍTULO VIII: LOS DERECHOS DE VIDA Y LIBERTAD PERSONAL.............. 116 CAPÍTULO IX: EL DERECHO AL USO DE LA TIERRA.............................................. 118 CAPÍTULO X: EL DERECHO DE PROPIEDAD ............................................................. 128 CAPÍTULO XI: EL DERECHO DE PROPIEDAD EN IDEAS. .................................... 136 CAPÍTULO XII: EL DERECHO DE PROPIEDAD DE CARÁCTER ......................... 142 CAPÍTULO XIII: EL DERECHO DE INTERCAMBIO ................................................... 145 CAPÍTULO XIV: EL DERECHO DE LIBERTAD DE EXPRESIÓN.......................... 147 CAPÍTULO XV: MÁS DERECHOS ........................................................................................ 152 CAPÍTULO XVI: LOS DERECHOS DE LAS MUJERES ................................................. 153 CAPÍTULO XVII: LOS DERECHOS DE LOS NIÑOS .................................................... 168 CAPÍTULO XVIII: DERECHOS POLÍTICOS..................................................................... 189 CAPÍTULO XIX: EL DERECHO A IGNORAR AL ESTADO....................................... 199 CAPÍTULO XX: LA CONSTITUCIÓN DEL ESTADO.................................................... 208 CAPÍTULO XXI: EL DEBER DEL ESTADO .................................................................... 236 CAPÍTULO XXII: EL LÍMITE DEL DEBER DEL ESTADO......................................... 256 ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 7. CAPÍTULO XXIII: LA REGULACIÓN DEL COMERCIO............................................. 275 CAPÍTULO XXIV: LOS SISTEMAS RELIGIOSOS ........................................................... 283 CAPÍTULO XXV: LAS LEYES DE POBRES....................................................................... 288 CAPÍTULO XXVI: EDUCACIÓN NACIONAL ................................................................. 304 CAPÍTULO XXVII: COLONIAS DEL GOBIERNO ......................................................... 327 CAPÍTULO XXVIII: SUPERVISIÓN SANITARIA............................................................ 340 CAPÍTULO XXIX: MONEDA, ACUERDOS POSTALES, ETC. ................................... 361 CAPÍTULO XXX: CONSIDERACIONES GENERALES. ............................................... 375 CAPÍTULO XXXI: RESUMEN................................................................................................. 415 CAPÍTULO XXXII: CONCLUSIÓN....................................................................................... 421 ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 8. 1 PRÓLOGO Pocos ensayos han desatado polémicas más ásperas durante tan largo tiempo como lo ha hecho Estática Social de Herbert Spencer. Curiosamente, el vasto espectro de ataques que este texto recibió (y aún recibe) es inversamente proporcional al número de lectores que efectivamente han acudido a examinar en detalle la obra en cuestión. Incluso no es de extrañar que resultase prácticamente imposible hacerse de una edición de esta obra, puesto que la misma era parte del agujero negro de los libros no reeditados y crónicamente descatalogados. Herbert Spencer parecería pertenecer —al menos hasta ahora— a un implícito Index Librorum Prohibitorum al que fue condenado por un concilio espectral de creyentes estatistas, socialistas, progresistas y comunistas. Afortunadamente existen hoy editores capaces de desafiar estos tácitos acuerdos sellados desde la intencionalidad totalitaria del pensamiento único y poner a disposición de los amantes de la libertad libros bravíos como el que aquí nos convoca. La mayor parte de las referencias a Spencer —normalmente de tono descalificante— se han efectuado desde esas sombras que emanan de su textualidad interdicta por las religiones seculares adoratrices del Estado. Al habérselo oscurecido con el manto de un olvido que fue hilvanado desprolijamente con los infames hilos de la distorsión, tiende a ser pre- juzgado como un autor maldito cuyos contenidos son demasiado nocivos para los forjadores de ensueños colectivistas. Ciertamente, Herbert Spencer fue un individualista consecuente y lo suficientemente comprometido con los cimientos de la causa libertaria como para ser repudiado por los exorcizadores del liberalismo y/o del libertarismo primigenio. Esta peligrosa definición del autor resultó desde siempre demasiado incomoda para cualquiera de los lacayos del colectivismo que se reproducen tan vertiginosamente en las cuevas de ratas académicas del siglo XIX… o del XXI. Que haya sido estigmatizado como un pensador hereje debido a sus filosos análisis sobre el rol del Estado y de los gobiernos condujo a que se lo minimizara hasta el límite del injusto olvido. Lógicamente, siendo los «intelectuales de Estado» una cofradía lo suficientemente extendida y legitimada como para llegar a tomar el control de los claustros universitarios, todas las condiciones estuvieron dadas para transformar la ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 9. 2 brillantez de esta magnífico pensador inglés en una opacidad indeseable en la currícula universitaria. No pudiendo evitar referirse obligadamente a un teórico de la talla de Spencer en cualquier programa de estudios, esa mención quedó reducida a sintéticas alusiones a sus ideas, siempre extraídas de comentaristas tomadas de comentaristas de otros comentaristas. Las pesadillas totalitarias que se sucedieron en la historia del último siglo y medio ratificaron que muchas de las anticipaciones que Spencer enunciara en su texto fueron certeros presagios acerca de las distintas asfixias bajo las que quedaría sofocada la libertad individual. La gradual fagocitación del individuo en las fauces insaciables de la efigie del Estado —verificable en los últimos experimentos socialistas y en todas las variantes mafiosas que adoptan los populismos demagógicos— no sólo dan una retrospectiva validación a sus metódicos análisis, sino que vuelven a poner a las ideas spencerianas en una zona teórica obligatoria ineludible para el lector libertario. ¿Por qué Estática Social aún sigue molestando a los que prefieren lamer la suela del error antes que sortear las tempestades que se presentan en toda búsqueda de la verdad? Por un lado es necesario insistir en el hecho de que la deshonestidad intelectual ha sido el cedazo constante por el que se ha cribado la producción de ideas spencerianas, impidiéndose así evaluar con justeza sus planteos. Resulta incontable el número de ataques que los colectivistas furibundos lanzaron contra las «políticamente incorrectas» ideas que recorren este ensayo, siendo perfectamente constatable la mala fe distorsionante que tiñó a esas críticas desde el mismísimo momento de la publicación del texto a mediados del siglo XIX. De allí el valor que se desprende de tomar contacto con Spencer desde Spencer mismo. Desde las páginas de Estática Social el lector podrá juzgar el acierto de sus observaciones, comprender en detalle lo apropiado de muchas de sus propuestas, y formular eventuales objeciones correctamente fundamentadas respecto del alcance de las analogías que establece entre la esfera social y la evolución natural. Pero sobre todo, es una invaluable herramienta para comprender la desproporción de las denostaciones que han ido destilando durante años los historiadores, filósofos, políticos y economistas seguidores del culto estatista. Precisar los ejes que permanentemente transversalizan este ensayo permite advertir cuan incomodantes han sido y siguen siendo las afirmaciones enunciadas en Estática Social. Sus principales líneas de fuerza giran en torno al fortísimo cuestionamiento hacia la autoridad pretendidamente intocable del Estado, a la distrofia que representa el ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 10. 3 gobierno como interventor/regulador de las acciones humanas espontáneas, a las limitaciones que se imponen a las singularidades de la libertad en nombre de causas comunes, a la coacción que avasalla el inestimable valor de lo cooperante y lo voluntario, a las políticas impositivas hipersuccionadoras de los sectores productivos de la economía, al perverso rol que deriva de toda forma de monopolio, a todo lo que represente una amenaza restrictiva a las virtudes del libre comercio, a los preocupantes riesgos y vulnerabilidades que implica para los miembros de una sociedad el irrespeto de la propiedad privada, a la servidumbre, al esclavismo, al colonialismo, a cualquier máscara adoptada por el mimetismo tiránico. Indudablemente fue precisamente este núcleo de ideas —perfectamente calificables de protolibertarias— el que causó que se ubicara tempranamente a Herbert Spencer como un antagonista del intervencionismo estatal, como un combatiente de los dogmatismos colectivistas, como un denunciante de los daños que ocasionan las variantes de la ingeniería social, como un pensador que no titubeó jamás en señalar a través de nítidas evidencias la insanía de los mercaderes de infernales paraísos terrenales nacidos del ideal del «bien común». Intentaremos entonces presentar al lector desde este prólogo la mutua influencia de tres planos que nos parecen centrales para inteligir apropiadamente este texto. Nos estamos refiriendo a las condiciones contextuales en que el presente ensayo fue concebido, al posicionamiento de Spencer dentro del polemos victoriano, y algunos detalles de su biografía que permitiran evaluar con mayor rigor la riqueza de este trabajo. Los genealogistas de esta obra señalan que los primeros bocetos de Estática Social fueron escritos alrededor de 1847, siendo la mayor parte producida entre 1848 y 1850. En noviembre de 1848 Spencer había comenzado a desempeñarse dentro del semanario financiero «The Economist» como sub-editor, ámbito en el cual tomó contacto con el filósofo anarquista Thomas Hodgskin y cuyas ideas impactaron fuertemente en su formación ya perfilada como polímata. Ambos intercambiaron puntos de vista acerca de muchos asuntos que se tornarían nodales en los futuros escritos spencerianos: la validez del postulado que aspira a la búsqueda de la felicidad para el mayor número de individuos, el alcance de las propuestas utilitaristas, el concepto de propiedad privada, el rol de Estado como coaccionador de la soberanía del individuo, etc. Más o menos para la misma época ingresará también en su vida John Chapman, un muy particular editor de libros cuyos temas y contenidos eran decididamente cuestionadores de ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 11. 4 las ideas imperantes en aquel momento. Su abanico de publicaciones radicalizadas iban desde la política al sensible tema de la religión. Chapman poseía un espíritu libérrimo y audaz que deslumbró de inmediato al joven Spencer quien sintió que había dado con el empresario más apropiado de todo el Reino Unido para publicar las controversiales cuestiones que ya iban tomando forma en los borradores de lo que finalmente sería Estática Social. Por otra parte, fue también John Chapman quien le abrió las puertas al distinguido círculo de pensadores cuyas tertulias se desarrollaban los viernes por la noche (los dining clubs constituyeron una modalidad de encuentro entre escritores y científicos muy común durante el victorianismo tardío inglés) bajo la tutela organizativa del editor libertario. Pero este no sería el único círculo de luminarias que Spencer frecuentaría: tiempo después formará parte del mítico X Club. Allí tomó contacto frecuente con los más brillantes naturalistas de su tiempo: los matemáticos William Spottiswoode y Thomas Hirst, el químico Edward Frankland, el físico John Tyndall, el botánico/explorador Joseph Dalton Hooker, el banquero polímata John Lubbock, el cirujano real George Busk. De sus tiempos como miembro del X Club data la densa amistad co- pensante que Spencer estableció con el biólogo especialista en anatomía comparada Thomas Henry Huxley. El X Club constituía mucho más que una red social para sus selectos nueve miembros. Entre sus razones fundacionales, la más «insurrecta» respecto del orden dado era aquella que manifestaba la firme voluntad de sus participantes de reformar las conservadoras bases de la Royal Society… nada menos! Menudo objetivo dentro del circunspecto universo de la Inglaterra del siglo XIX. El X Club, en efecto, llegó a transformarse en una poderosísima autoridad en lo concerniente a las discusiones científicas que suscitaban los principales desarrollos del naturalismo del siglo XIX. Los miembros del club, entre los cuales encontró un espacio notable de legítimo reconocimiento Herbert Spencer, fueron cada uno de ellos, en sus respectivas áreas, un apoyo crucial y contundente al impulso que iba teniendo la historia natural. De alguna manera, esas nueve mentes deslumbrantes constituyeron la task force que apuntaló la difusión y legitimación de la teoría de la evolución de las especies enunciada por Charles Darwin. Los análisis teóricos y publicaciones derivadas de estos encuentros entre pensadores defensores de la teoría de la evolución ocasionaron algunos de los primeros episodios de mayor enfrentamiento entre religión y ciencia en el mundo anglosajón. Con argumentos que científicamente desenmascaraban las supersticiones infundadas en las que estaban basados los supuestos orígenes de la especie ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 12. 5 humana en la biblia, llegaron a solicitar explícitamente que ésta última fuera considerada como mera literatura y no como una fuente veraz de saber a la que acudir en busca de explicaciones razonables. Este tipo de planteos, presentados siempre en forma rigurosamente científica y a la vez marcadamente combativos, impugnaban desde la razón los fabulados relatos bíblicos re-ubicándolos en el género literario que les correspondía: el de las fantasías mitológicas. Huelga decir que no tardó en desencadenarse un huracán de denuncias por herejía hacia algunos de los participantes o invitados del X Club. Es en este fascinante clima epocal, en este escenario intelectual reminiscentemente copernicano, en este punto bisagra en la historia de la ciencia natural, en esta atmósfera de duras impugnaciones científicas a las bases irracionalistas de las creencias religiosas, es allí precisamente en donde debe contextualizarse el total de la producción de ideas de Spencer. Sin este marco de referencia resultará incompleta cualquier interpretación de su obra, incluyendo fundamentalmente Estática Social. Herbert Spencer, probablemente guiado en principio por el lamarckismo, luego por las ideas de desarrollo elaboradas por Robert Chambers y más tarde ya familiarizado con los fundamentos darwinianos que se discutían en el X Club, fue quien efectivamente pondrá la palabra «evolucionismo» en circulación para la opinión pública. Su intención —no del todo errada, no del todo correcta— de presentar una historia natural de las sociedades aplicando para ello el rigor del marco teórico evolucionista y una suerte de «anatomía social comparada» deben comprenderse dentro de este campo de batalla que comenzaba a trazarse firmemente en torno a la revolución de ideas que generó Darwin. Su concepción amplia de la evolución y las discusiones que de su particular aproximación a esta teoría se desprendían, lo posicionan como uno de los primeros en enfrentarse al Creacionismo. Tal como lo destaca Daniel Dennett en «La peligrosa idea de Darwin», para Spencer la evolución debia ser comprendida como un proceso universal en el que los componentes biológicos u orgánicos forman parte de un cierto orden espontáneo o auto-organización. Tomemos un ejemplo del tipo de razonamiento que nuestro autor despliega para inteligir las sociedades humanas desde la lente naturalista. Spencer poseía una genuina preocupación por el exceso de leyes que pretendían garantizar desde el Estado la supuesta felicidad de la población. Esta inquietud ético-política lo llevó, precisamente a titular y subtitular respectivamente a su ensayo bajo el nombre de Estática Social - O las condiciones esenciales para la felicidad humana especificadas, y la primera de ellas ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 13. 6 desarrollada». La observación del mundo natural le ofrecía una vasta cantidad de evidencia en torno a la diversidad, la no-fijeza, lo infintamente variable. Lo dinámico y lo cambiante invalidaban —desde su punto de vista— cualquier suposición que sostuviera que las unidades individuales son establemente rígidas o fácilmente standarizables. No hay un hombre igual a otro, y esa singularidad individualista radical hace empíricamente imposible e inviable que un gobierno/estado/partido/ideología pretenda poseer la fórmula mágica de la plena satisfacción colectiva. De esta forma, cualquier intento por parte de una entidad política de proveer garantida «felicidad» a sus miembros o gobernados no podrá establecerse sin una voluntad de uniformización falsa que terminará violentando esta configuración natural diversa propia de cada unidad individual de una sociedad. Su lucidez le permitía así interpretar cualquier afán intervencionista de gobiernos y Estados como mecanismos que finalmente obstruirán inexorablemente el natural curso de las acciones a través de las cuales cada quien debe hallar su particular modo de dar con el pleno despliegue de sus humanas potencias. Spencer se rehusaba a confiar la búsqueda de las satisfacciones y plenitudes de los individuos a las mafias en control del Estado, pues éstas terminan siempre encubriendo su afán de perpetuación en el poder tras la mendaz justificación de ser los más adecuados intermediarios para hacer llegar a los ciudadanos a tales nobles ideales colectivos. De lo que se deriva que manifieste asimismo abiertamente su sospecha sobre esta tal «benevolencia» de los políticos. Esto último lo hará ubicando perfectamente en el ojo de su cuestionamiento al mismísimo Estado. El orden natural no compatibiliza con la intervención estatal, y ni siquiera un hipotético gobierno mínimo es ecuacionable con la aceptación del Estado. El gobierno no es mucho más que una expresión organizativa temporal que por la vía de una frondosa urdimbre de supersticiones políticas tiende a percibirse falsamente como perenne. En este delicado punto deberíamos entrever cómo el Spencer minarquista abre tácitamente la posibilidad futura de repensar formas de gobernabilidad sin Estado, e incluso, formas de organización social sin gobierno. Muchas de estas cuestiones (tan caras al libertarismo) lo emparentan desde este temprano escrito con la corriente de pensadores en la que habrán de abrevar economistas y filósofos como Friedrich von Hayek, Robert Nozick, o Murray Rothbard. Imaginemos, aunque sea por un instante, la inconveniencia que para muchos habra sido leer las spencerianas reflexiones en las que explícitamente se propone el derecho a abandonar el vínculo con el Estado, el derecho a renunciar a la protección que éste dice brindar, el derecho de ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 14. 7 negarse a seguir financiando su maquinaria incompetente, ineficaz e inmoral. Indudablemente, esta voluntad de desacralización del Estado y de revisión de la problemática de la gobernabilidad le costó a Spencer una legión de adversarios que no cesarían de multiplicarse en la misma medida en que el estatismo lograba nuevos adeptos. La génesis de Estática Social nos muestra así a un joven Spencer decidido a ir a contracorriente de su propio tiempo: un don que sólo pueden cultivar con tezón y perseverancia los espíritus libres. Algunas notas biográficas apuntan a ratificar ciertas conexiones innegables entre su vida, su personalidad, su rigurosidad y el resultado ensayístico a través del cual nos ha comunicado sus pensares. Veremos entonces como se hubo de producir esta imbricación bio-intelectual a través de la elaboración misma de Estática Social. Mientras trataba de terminar su obra en los escasos ratos que le dejaban sus obligaciones laborales en The Economist, fue notando que los progresos en su ensayo se volvían cada vez más lentos: las interrupciones ajenas a su voluntad se multiplicaban, y a esto había que agregarle que su salud siempre estuvo algo resentida (mencionemos que, de los hijos nacidos del matrimonio entre William George y Harriet Holms, el primogénito Herbert fue el único frágil sobreviviente —the fittest…— que logró sobrepasar los dos años de vida puesto que ninguno de sus seis hermanos tuvo esta suerte). Refiriéndose a las causas de estas demoras, surge que las mismas obedecían en gran medida a la minuciosidad perfeccionista a la que Spencer someterá a esta obra y las subsiguientes. El esfuerzo esmerado de un escritor casi escultórico de su estilo ha quedado registrado en sus autocríticas en torno a la construcción de Estática Social, autocríticas que pueden rastrearse en la correspondencia que en aquel período mantuvo con su padre. Herbert reconoce en esos intercambios epistolares que, efectivamente, la lentitud en la escritura obedecía a la alta exigencia que él mismo hubo de autoimponerse en torno a la composición y a la producción de un estilo que lo dejara realmente conforme. La búsqueda escrupulosa de errores en la sintaxis de sus oraciones, el armado de una lógica interna que redujera casi por completo la triple distancia que por momentos se le presentaba entre la idea a exponer, la claridad expositiva que ansiaba alcanzar, y la potencia del planteo que deseaba transmitir extendieron el tiempo de armado de este ensayo. Este afán por construir un edificio conceptual a la vez tan complejo y profundo como simple de entender, llevó a postergaciones que recién permitieron que en la primavera de 1850 el primer manuscrito definitivo de Estática Social llegara a manos de su corajudo editor, obviamente, John Chapman. ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 15. 8 La obra generó inmediatas resonancias, y mediatos efectos. Fue comentada no sólo en el Reino Unido entre personalidades destacadas de diversas áreas de la ciencia, las humanidades, la economía, y la política, sino también entre pensadores americanos. Herbert Spencer había cruzado así el océano, territorio donde llegaría años más tarde a influenciar a sociólogos de la talla de William Graham Sumner (un firme defensor del libre comercio, opositor a la redistribución coercitiva, denunciante de los plutócratas aliados del Estado, e inventor conceptual de la expresión «etnocentrismo» con la que expresaba su rechazo al imperialismo). Incluso, si aún nos apegamos temporalmente al impacto generado por el libro durante la segunda mitad del siglo XIX en los EEUU, notaremos que las ideas que Spencer despliega en su Estática Social resultaron de inmenso valor argumentativo para los americanos que apoyaban el abolicionismo puesto que establece una conexión entre colonialismo y esclavitud sobre la que insistirá en distintos momentos del ensayo. La esclavitud trajo en su tren las maldiciones multiplicadas de un estado social enfermo, dirá en alusión a los estados sureños de América cuyos «ruinosos resultados» mostraban el contraste de su improsperidad si se los comparaba con la situación de sus conciudadanos norteños. Spencer enfatizará su clara oposición a la esclavitud y no se cansará de mencionar los estragos de la obediencia servil bajo la que se anulan los derechos individuales. Para él, el sometimiento de un individuo a otro —en cualquier escala o forma que ese sometimiento adopte— es repudiable pues transgrede el núcleo en que se funda la práctica de la libertad. Los diversos formatos que adquiere la esclavitud y los grados diferentes en que ésta se manifiesta ponen en visibilidad que lo que se le sustrae al individuo reducido a una condición servil es su derecho a satisfacer sus propias necesidades en pos de satisfacer las de otro. El esclavo, el obediente, el subordinado a una voluntad no-propia que impone alguien sobre los propios intereses es objeto de un acto violatorio de la libertad que no puede ser aprobado por ningún hombre civilizado. Spencer relativiza correctamente el hecho de que los esclavos sean pocos o muchos, o que la coacción sea ejercida por mayorías o por una minoría. En esta misma línea tuvo el coraje de denunciar otra «gran superstición»: la de creer que la verdad puede establecerse como efecto de los votos mayoritarios. Poco más tarde Sumner no hará sino profundizar este señalamiento spenceriano al declarar que la democracia es un sistema que está bien lejos de combatir los peligros de la plutocracia, siendo más bien su perverso salvoconducto gracias al cual se perpetuará la alianza entre políticos ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 16. 9 inescrupulosos e intervencionismo estatal en detrimento de la economía de libre mercado y el desarrollo integral de cada individuo. Pero el desembarco de esta obra de Spencer en los EEUU también representó el inicio de la mayor estigmatización negativa del autor inglés. Nos referimos aquí a la controversia de la que emergieron las más duras descalificaciones contra Herbert Spencer y su etiquetamiento de frío y salvaje «darwinista social». Acusado de que sus ideas proponían dejar morir de hambre a los pobres para eliminar a los peor adaptados, en 1892 (con un Spencer ya más envejecido y abrumado por las distorsiones a las que se sometía a muchas de sus ideas y las acusaciones a su persona de «monstruo frío carente de corazón») llegó a aprobar que en la reedición corregida de Estática Social se eliminara el magnífico capítulo «El derecho a ignorar al Estado». Si Spencer aún hoy es citado vagamente en textos, conferencias, papers o debates políticos dentro de ese peculiar aparato de propaganda que son las mal llamadas «instituciones de educación superior», su mención sigue siendo con fines defenestratorios. En el derroche de verborreas masturbatorias con las que tanto goza el mainstream académico, no hay lugar para el radicalismo directo del individualismo y antiestatismo spencerianos. Y hasta cuando se le hace lugar dentro de los infértiles relatos rebuscados de los intelectuales de la progresía es para tomarlo como blanco fácil a través del que indoctrinar el sentimentalismo colectivista. Encuéstese a cualquier estudiante de grado o posgrado acerca de los contenidos de la obra spenceriana, y surgirá de inmendiato un acotado número de palabras que resumen la distorsionada mirada con que tienden a prejuzgarse sus planteos. Expresiones como la antemencionada «darwinismo social», opiniones emocionales que no dejan de mencionar esta supuesta insensibilidad ante los pobres y los débiles, y otras similares acuden de inmediato a la mente mediocre de esos pseudocríticos que jamás han tocado un libro de este pensador inglés. Spencer sigue siendo entomologizado como si se tratara de un insecto portador del peligroso virus liberal y de las bacterias protolibertarias. Se lo presenta como el transmisor de una imperdonable incitacion a la desobediencia a través de su filosofía individualista como principal impugnadora de la legitimidad de la sagrada maquinaria estatal. Su aspiración a ubicar a la libertad en el centro de la discusión política y al individuo en el foco de la reflexión ética quedó invisibilizada por esa práctica tan extendida que es destruir la reputación de un hombre amparándose en la insinceridad deformatoria de sus acciones o pensamiento. ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 17. 10 En 1944 Richard Hofstadter colocó a la obra de Spencer en la mira de los rumiantes universitarios de izquierda apegados al fanatismo emanado del culto socialista y el credo comunista. Bajo el particular clima del New Deal, Hofstadter (un devoto afiliado al Partido Comunista americano) fue quien se encargó de acusar agresivamente a Spencer de propiciar la desigualdad económica, la insensibilidad social, y el desprecio brutal a los pobres y débiles. También se lo tildó de apólogo del conservadurismo extremo. Es remarcable el hecho de que haya sido el propio Hofstadter —y no Spencer— quien inventara y utilizara la expresión «darwinismo social». Tergiversaciones mediante, acusó así a Spencer de aplicar inescrupulosamente los principios de la selección natural y de la supervivencia del más apto para justificar de tal modo la existencia de las desigualdades económico-social. Spencer fue catalogado como un divulgador de posturas eugenésicas racistas y un legitimador de la ferocidad competitiva. Una vez más en la historia de las ideas, los ideólogos del totalitarismo y del pensamiento único mostraban triunfantes la cabeza de un defensor de la libertad en la punta venenosa de su lanza. Y una vez más lo hacían desde la infamia, la mentira y el fraude interpretacionista. ¡Qué lejos se encuentra de esta serie de implacables juicios errados quien ha dicho, textualmente, que toda violencia supone criminalidad! Contrario a lo que sus detractores han proyectado sobre él, Spencer alude a la noción de fittest (que puede traducirse como «más fuerte», «más apto», o «mejor adaptado») queriendo significar con la utilización de esta expresión una preocupación que puede rastrearse en muchos apartados de sus trabajos: nos referimos a su inquietud en torno a la invalidez de cualquier ley humana que sea contraria a la ley de la naturaleza. Su optimismo le hace creer que el progreso de las sociedades humanas obedece y obedecerá al desuso de la fuerza y a la eliminación de la aplicación de la violencia, camino que conduciría hacia intercambios basados en la cooperación voluntaria. La fuerza ciega de la evolución de las especies —sin finalidad, sin sentido del bien ni del mal— seguirá siempre estando allí, operando a través de los mecanismos de selección natural. La competencia existirá igualmente, y las «unidades individuales» podrán adaptarse a su medio más o menos exitosamente. Todo eso, que no es sino lo más descarnado de nuestra inexorable condición animal, seguirá operando. Pero siendo el hombre un ser intervinculado con otros (a través de la empatía, la actitud cooperante, el impulso caritativo, la voluntad benéfica, los sentimientos de auténtica nobleza, etc.) y dado que las sociedades han llegado a un punto de desarrollo en que la tecnología apuntala muchas de estas interacciones ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 18. 11 positivas entre los miembros de una sociedad, siempre habrá oportunidad para mitigar con la espontaneidad de la acción humana los posibles efectos naturales de la selección. Spencer sabe perfectamente que ni las epidemias, ni las enfermedades, ni las malformaciones, ni la muerte son eliminables de la vida humana. Pero claramente hablará de los efectos «mitigantes» de las acciones humanas voluntarias y genuinamente nacidas del anhelo de ayudar en forma benéfica a otros. Todo ello lo volvía también un ferviente opositor a los programas sociales financiados con impuestos en los que no dejaba de ver un mecanismo de perversa subsidiaridad a la pobreza, que lejos de mejorar la situación de los más desfavorecios, perpetuaba la cadena causal real de tal condición. Por otra parte, el principio de «igual libertad» en base al cual se organizará todo el andamiaje de su ética, se halla en la base de su individualismo libertario. Éste —concebido dentro la historia natural de las especies— lo impulsa asimismo a interrogarse sobre el mejor modo en que pueden sobrevivir, desarrollarse y realizarse las unidades individuales humanas. Es así clave que todos los hombres disfruten del máximo de libertad, y es por esta misma razón que su individualismo radical observa que han sido los gobiernos quienes más han hecho por entorpecer, truncar y anular en muchos casos este principio ético. Rebarbarizados por efecto de las sociedades de control y el hipergobierno, la voluntad del individuo para establecer contratos libres mutuamente beneficiosos ha sido sustituida por la coaccción del Estado y su agresiva capacidad para imponer lo que llamará «cooperación forzosa» a través del monopolio de la fuerza. Quien se adentre en las páginas de Estática Social comprobará que pocos pensadores han fundamentado desde tanta cantidad de perspectivas su desaprobación a la ferocidad entre individuos, su rechazo a la agresividad de la coacción, su desprecio condenatorio a cualquier mecanismo de violencia como Herbert Spencer. Incluso es muy elocuente su llamamiento a no juzgar a los miembros de sectores sociales por la mera pertenencia a estos (en el apartado 6 del capítulo XX «La constitución del estado» ofrece una mirada rotundamente compasiva hacia los sectores más desfavorecidos de la sociedad poniendo en evidencia lo fácil que resulta abrir juicios de valor descalificantes contra los trabajadores y los que se hallan en situación de pobreza desde el cómodo sillón en que se apoltronan los enjuiciadores pertenecientes a los sectores más acomodados). No habrá de asombrarnos que, en la misma dirección, declare su apoyo a las asociaciones de trabajadores, siempre y cuando éstas se basen en pactos voluntarias, resultándole inaceptable la agremiación compulsiva. Spencer explicita que parte del objetivo de las asociaciones sindicales ha de ser disminuir todo ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 19. 12 cuanto se pueda la dureza de los empleadores. Resulta poco menos que llamativo que siendo estas algunas de las afirmaciones que el lector hallará en Estática Social se siga proyectando hacia Spencer tanta ignominia. Su defensa del principio de no agresión (consideraba al deseo de mandar como un deseo bárbaro, repudiable por implicar una objetable apelación a la fuerza) y su rechazo a la brutalidad colonial-militarista a través de la que se expolian los recursos de territorios extranjeros tampoco se condice con los supuestos que hizo recaer la izquierda contra el pensamiento spenceriano. En Estática Social Spencer impugnará de plano toda forma de coacción, y por ende, no hay lugar en su obra para ninguna maniobra colectivista de naciones con afanes imperiales. Mal que les pese admitir a los socialistas y residuales comunistas (tan afectos ellos a la banalidad paradojal de vestir remeras con la cara de Ernesto «Che» Guevara atribuyéndole a este asesino serial las virtudes redentoras de salvar del poder del «imperio yanqui» a pueblos oprimidos… mediante las atroces carnicerías que provocó con las balas de su fusil), Spencer sí ha sido un hombre rotundamente pacífico a la hora de defender su posición antiimperialista, y lo ha sido en el sentido profundo de lo que implica esta expresión. ¿Qué legado nos ha dejado Spencer a través de los postulados libertarios de su Estática Social? Pues se ocupa de dar firmes argumentaciones en torno al derecho del ciudadano a abandonar su vínculo con el Estado; indaga en la urgencia con que es preciso que el ciudadano comprenda que su condición de esclavo moderno ha de revertirse sólo cuando retire su apoyo a la maquinaria estatal y ejerza su derecho a negarse a colaborar en el robo compulsivo que representa la exacción tributaria; advierte acerca del peligro a que conllevan las creencias políticas que entronizan a las mayorías como entidades omnipotentes indiscutibles; se pregunta desde múltiples perspectivas acerca de la ficción de necesidad con que presentamos honores a esa deidad indoctrinada/indoctrinadora que es el Estado; nos abre los ojos a las complejas facetas de análisis que exige el pensar sobre la fenomenología del gobierno en tanto órgano avasallador de las voluntades individuales; desmenuza en detalle los efectos de la intromisión estatista en la educación, en la salud, en la vida cívica; se interroga abiertamente sobre todos los planos moral y económicamente cuestionables que quedan implicados en la barbarie de la cuestión colonialista; deja manifiestamente en claro que hombres y mujeres deben ubicarse en una posición de plena igualdad ante la ley; no ceja en su esfuerzo de denunciar que el sensible tema de la pobreza no ha de ser resuelto bajo el ensueño narcotizante de un Estado redistribucionista que juega su partida como entidad mágica ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 20. 13 benevolente quitando a unos para subsidiar a otros; impugna los privilegios concedidos por el Estado y las protecciones obscenas con las que éste crea una casta de prestadores de servicios ineficientes e incompetenetes; no pierde oportunidad de remarcar los abusos que vergozosamente derivan del establecimiento de cualquier forma de monopolio; expresa su indignación ante la justicia como descomunal manufacturadora de leyes que serán usadas con propósitos extorsivos contra los ciudadanos, dejándolos a la intemperie en una paradojal maraña de derechos que no los protegen ni los benefician. Estática Social es algo más que un ensayo: es el ciudadoso tejido de conexiones producido por un librepensador. Es el derrotero de planteos tramados a través de finas conexiones lógicas que permiten recorrer desde la claridad expositiva inobjetable el ideario de un hombre honestamente reflexivo que dejó planteadas las principales rutas por las que luego transitaría el devenir libertario. El núcleo de intencionalidades que Spencer trata de exponer a mediados del siglo XIX recorre asuntos fundamentales de aquella época que resultan a la vez perfectamente acoplables a la agenda libertaria de nuestro siglo XXI. Es imposible no percibir que estamos ante un pensador clave en la historia de la defensa de la libertad. Estática Social representa una de los más completos retratos del pensamiento de Herbert Spencer. Aquí podrá vérselo empuñar las armas de la crítica política, pulimentar las herramientas inquisitivas del sociólogo, detenerse en las cavilaciones conceptuales del filósofo, trabajar desde la analítica del economista, practicar la microscópica pasión del observador natural. Es este un texto cuyos contenidos componen un exquisito caleidoscopio imprescindible e ineludible para aquellos deseosos de adquirir una mirada propia sobre este excepcional victoriano. Para el lector entrenado en las bellas artes del pensar por sí mismo, para aquellos que no renuncian a la maravillosa tosudez de ser sesudamente leales a lo que le transmiten sus propios razonamientos, para los que ya han advertido sobradamente que el único modo de construir un juicio de valor sobre un autor y su obra es volver a la «instancia de la letra», hacia todos ellos se encuentra dirigida esta edición en español de Editorial Innisfree de Estática Social. Quedan ustedes a las puertas de la audacia parresiasta de este magnífico pensador inglés... sapere aude! Gabi Romano Sudáfrica, diciembre de 2013 ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 22. 15 INTRODUCIÓN LA DOCTRINA DE LA IDONEIDAD § 1 «Danos un guía» lloran los hombres al filósofo. «Escaparíamos de estas desgracias en las que estamos envueltos. Hay un estado mejor presente en nuestra imaginación, y lo deseamos; pero todos nuestros esfuerzos para realizarlo son en vano. Estamos cansados de eternos fracasos; dinos a través de qué ley podemos alcanzar nuestro deseo». «Cualquiera que sea apropiada es correcta» es una de las últimas de las muchas respuestas a esta solicitud. «Verdad» responde alguno de los candidatos. «Con la Deidad correcto y apropiado son términos sin duda intercambiables. Para nosotros, sin embargos, ahí queda la pregunta — ¿Cuál es el antecedente y cuál es el consecuente? Reconociendo tu supuesto de que correcto es la cantidad desconocida y apropiado la conocida, la fórmula puede ser útil. Pero rechazamos tus hipótesis. Una experiencia dolorosa ha probado que las dos son igualmente indeterminadas. No, empezamos a sospechar que el correcto es el más fácil de determinar de los dos; y que tu máxima podría ser mejor si se transpusiera a — lo que fuera correcto es apropiado. «Que vuestra ley sea, la felicidad más grande para el mayor número de personas» interpone otra autoridad. «Esa, como la otra, no es ninguna ley», contestan, «sino más bien un enunciado del problema a ser resuelto. Es tu “felicidad más grande” lo que hemos estado buscando durante tanto tiempo y sin resultados; aunque nunca le hayamos dado un nombre. No nos dices nada nuevo; solo le pones nombre a lo que nosotros queremos. Lo que tú llamas una respuesta, es simplemente nuestra propia pregunta dada la vuelta. Si esta es tu filosofía ciertamente no tiene valor, pues simplemente repite la pregunta». «Tened un poco de paciencia» vuelve el moralista, «y os daré mi opinión de cómo asegurar esta felicidad más grande para el mayor número de personas». ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 23. 16 «Otra vez» — exclaman los opositores «confundes nuestra petición. Queremos algo más que opiniones. Ya hemos tenido suficientes. Cada esquema inútil para el bien general ha estado basado en una opinión; y no tenemos garantía de que tu plan no añada uno más a la lista de fallos. ¿Has encontrado la manera de crear un juicio infalible? Si no, tú estás, por lo que podemos percibir, tan a oscuras como nosotros. Es verdad, has conseguido una idea más clara del fin donde hay que llegar; pero en cuanto al camino que lleva hacia él, tu ofrecimiento de una opinión prueba que no sabes nada con más certeza que nosotros. Objetamos antes tu máxima porque no es lo que queríamos — un guía; porque no dicta un modo seguro de asegurar el desiderátum; porque no pone voto sobre una política equivocada; porque permite cualquier acción — mala, tan fácilmente como la buena — siempre y cuando los actores las crean propicias para el final prescrito. Tus doctrinas de “apropiado” o “utilidad” o “bien general” o «”la felicidad más grande para el mayor número de personas” no permiten una sola orden de carácter práctico. Deja que solo lo gobernantes piensen, o que los profesores piensen, que sus medidas beneficiarán a la comunidad, y tu filosofía quedará muda en presencia de la locura más atroz, o en la peor praxis. Esto no hará nada por nosotros. Buscamos un sistema que pueda devolvernos una respuesta definitiva cuando preguntemos — “¿Es esta una buena acción?” y no como la tuya, responda — “Sí, te beneficiará”. Si nos puedes mostrar una así — si nos puedes dar un axioma de que podamos desarrollar sucesivas proposiciones hasta que hayamos resuelto todas nuestras dificultades con certeza matemática — te lo agradeceremos. Si no, debemos buscar en otro sitio». En su defensa, nuestro filósofo dice que dichas expectaciones son irracionales. Duda de la posibilidad de una moralidad estrictamente científica. Además mantiene que su sistema es suficiente para todos los objetivos prácticos. Ha señalado claramente la meta a alcanzar. Ha estudiado el camino que hay entre nosotros y esta. Cree que ha descubierto la mejor ruta. Y al final se ha ofrecido voluntario como pionero. Habiendo hecho todo esto, proclama que ha hecho todo lo que se esperaba de él, y desprecia la oposición de estas críticas como facciosa, y sus objetivos como frívolos. Vamos a examinar esta posición más de cerca. ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 24. 17 § 2 Asumiendo que en otros aspectos sea satisfactoria, una ley, principio, o axioma, tiene valor solo si las palabras con las que se expresa tienen un significado definitivo. Los términos utilizados deben aceptarse universalmente en el mismo sentido, de otra manera la proposición será responsable de varias interpretaciones, como de perder lo que asegura el título — una ley. Entonces tenemos que dar por hecho que cuando proclama «la felicidad más grande para el mayor número de personas» como la ley para la moralidad social, su creador supone que el ser humano es unánime en su definición de «la felicidad más grande». Esta fue la hipótesis más desafortunada, porque no hay hecho más palpable que el estándar de felicidad es infinitamente variable. En todas las edades, en cada persona, en cada clase, encontramos diferentes ideas consideradas de esta. Para un gitano nómada un hogar es agobiante; mientras que un suizo es desgraciado sin uno. El progreso es necesario para el bienestar de los anglosajones; por otro lado los esquimales están satisfechos con su miserable pobreza, no tienen deseos latentes, y aún son lo que eran en los días de Tácito. Un irlandés se deleita en una ronda; un chino en pompa y ceremonias; y los normalmente apáticos hebreos se vuelven ruidosamente entusiastas ante una pelea de gallos. El paraíso del hebreo es «una ciudad de oro y piedras preciosas, son una abundancia sobrenatural de trigo y vino;» el del turco — un harén poblado de hurís; el del indio americano — un «feliz terreno de caza»; en el del paraíso nórdico había batallas diarias con curación mágica de heridas; mientras que el australiano espera que después de la muerte él pueda «renacer como un blanco, tener un montón de monedas de seis peniques.» Continuando con casos individuales, encontramos a Luis XVI interpretando que «la felicidad más grande» significa hacer cerraduras; en vez de lo que su sucesor interpreta — crear imperios. Parece que la opinión de Licurgo era que el perfecto desarrollo físico era la esencia imprescindible para la felicidad humana; Plotino, por el contrario, no era tan puramente ideal en sus aspiraciones como para estar avergonzado de su cuerpo. Ciertamente la multitud de respuestas contradictorias dadas por los pensadores griegos a la pregunta ¿Qué constituye la felicidad? Han dado ocasión a comparaciones que ahora se han convertido en triviales. Ni se ha mostrado una mayor unanimidad entre nosotros. Para un miserable Elwes amasar dinero era el único disfrute en la vida; pero Day, el autor altruista de «Sandford y ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 25. 18 Merton» no encontraba placentero el reparar en gastos en su distribución. La calma rural, los libros, y un amigo, es lo que quiere el poeta; un trepador más bien anhela un gran círculo de conocidos con títulos, un palco en la ópera y la libertad de Almack. Las ambiciones de un comerciante y de un artista no se parecen en nada; y si comparamos los castillos en el aire de un labrador y de un filósofo, encontraríamos amplias diferencias en los órdenes de arquitectura. Generalizando tales hechos, vemos que el estándar de «felicidad más grande» posee tan poca fijeza como los otros exponentes de la naturaleza humana. Entre naciones, las diferencias de opinión son bastante evidentes. Contrastando a los patriarcas hebreos con sus actuales descendientes, observamos que incluso en la misma raza el ideal de belleza de la existencia cambia. Los miembros de cada comunidad no coinciden sobre la pregunta. Tampoco, si comparamos los deseos de un escolar codicioso con aquellos que tendrá el transcendentalista que desprecia la tierra en el que seguramente se convertirá, no encontramos ninguna constancia en el individuo. Así que debemos decir, no solo que cada época y cada pueblo tiene sus concepciones particulares de la felicidad, si no que dos hombres no tienen las mismas concepciones; y además en cada hombre la concepción no es la misma en ninguno de los períodos de la vida. La lógica de esto es bastante simple. La felicidad significa un estado satisfecho de todas las facultades. La gratificación de una facultad es producida por su ejercicio. Para ser agradable ese ejercicio debe ser proporcional al poder de la facultad; si no es suficiente aumenta el descontento, y su exceso produce fatiga. Por lo tanto, tener felicidad completa es tener todas las facultades ejercidas en la proporción de todos sus desarrollos; y un arreglo ideal de las circunstancias calculadas para asegurar esto constituye el estándar de «felicidad más grande;» pero las mentes de dos individuos no contienen la misma combinación de elementos. No se va a encontrar dos hombres iguales. En cada uno hay un balance diferente de deseos. Por tanto las condiciones adaptadas para la mayor satisfacción de uno de ellos, podría perfectamente no abarcar el mismo final para ningún otro. Y consecuentemente la noción de felicidad debe variar con la disposición y el carácter; es decir, debe variar indefinidamente. Por lo tanto también se nos lleva a la inevitable conclusión de que una verdadera concepción de lo que la vida humana debe ser es solo posible para el hombre ideal. Podemos hacer estimaciones aproximadas, pero sólo en quién los sentimientos componentes existen en sus proporciones ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 26. 19 normales es capaz de una aspiración perfecta. Pero como el mundo todavía no tiene nada de esto, se deduce que una idea específica de «felicidad más grande» es inalcanzable en el presente. No es de sorprender que Paley y Bentham hagan vanos intentos de una definición. La pregunta supone uno de esos misterios que el hombre siempre está intentando comprender y que siempre falla. Es el enigma irresoluble que Care, como una esfinge, propone a cada recién llegado, y en falta de respuesta lo devora. Y aún no hay un Edipo, ni rastro de ninguno. Posiblemente alguien hará el alegato de que estas son objeciones hipotéticas, y que en la práctica todos estamos bastante de acuerdo con lo que «felicidad más grande» significa. Sería fácil desmentir esto, pero es innecesario, ya que hay un montón de preguntas suficientemente prácticas pasa satisfacer a dicho crítico, y sobre las que los hombres no exponen nada de esta unanimidad fingida. Por ejemplo: — ¿Cuál es la proporción entre los disfrutes mentales y corporales que constituyen esta «felicidad más grande»? Hay un punto en el que el incremento de la actividad mental produce un aumento de la felicidad, pero que sobrepasando éste, al final produce más dolor que placer. ¿Dónde está ese punto? Algunos parecen pensar que la cultura intelectual y las gratificaciones que se derivan de ella difícilmente pueden ser llevadas a ese extremo. Otros mantienen también que entre las clases educadas la excitación mental se recibe en exceso; y que cuanto más tiempo se le dé a una buena satisfacción de las funciones animales, se conseguirá una cantidad mayor de placer. Si «felicidad más grande» tiene que ser la ley, se necesita decidir cuál de estas opiniones es la correcta; y además determinar el límite exacto entre el uso y el abuso de cada facultad. — ¿Cuál es realmente un elemento en la felicidad deseada, la satisfacción o la ambición? En términos generales se asume, habitualmente, que es la satisfacción. Creen que es lo principal para el bienestar. Hay otros, sin embargo, que están de acuerdo con eso pero que por descontento aún deberíamos ser salvajes. La mayor motivación para el progreso está en sus ojos. Es más, ellos mantienen que si la satisfacción fuera el orden del día, la sociedad hubiera empezado a decaer. Se requiere conciliar estas teorías contradictorias. — Y este sinónimo para «felicidad más grande» — esta «utilidad» — ¿De qué debe constar? Millones lo limitarían a las cosas que directa o indirectamente atienden a las necesidades corporales, y en palabras del proverbio «ayudan a poner algo en el plato». Hay otros que piensan que mejorar la mente es útil, independiente de los llamados resultados prácticos, ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 27. 20 y enseñan astrología, anatomía comparativa, etnología, y cosas así, junto con lógica y metafísica. A diferencia de algunos escritores romanos que estaban de acuerdo en que las bellas artes eran totalmente salvajes, ahora hay muchos que ven utilizad en comprender la poesía, la pintura, la escultura, las artes decorativas, y cualquier cosa que ayude al refinamiento del gusto. Además un grupo extremo que mantiene que la música, el baile, el teatro, y todo lo que comúnmente se llama entretenimiento, también valen la pena ser incluidos. Hay que llegar a un acuerdo en lugar de todo este desacuerdo. — ¿Sí adoptásemos la teoría de alguien de que la felicidad significa el mayor disfrute posible de los placeres de la vida, o de otros, de que eso consiste en anticipar los placeres de vida que van a llegar? Y si aceptamos el problema y decimos que se deberían combinar ambos, ¿cuánto de cada uno iría en esta composición? — ¿Y qué deberíamos pensar de nuestra época de búsqueda de riquezas? ¿Deberíamos considerar la absorción total de tiempo y energía en los negocios — la esclavitud de la mente a las necesidades del cuerpo — el gasto de vida en la acumulación de recursos para vivir, como constituye «la felicidad más grande», y actuar en concordancia? ¿O deberíamos legislar sobre la hipótesis de que esto tiene que contemplarse como la voracidad de una larva asimilando material para el desarrollo de la futura psiquis? Preguntas similares sin descubrir pueden crearse indefinidamente. No es solo teóricamente imposible un acuerdo sobre el significado de «felicidad más grande», sino que también es obvio, que el hombre tiene problemas con todos los temas, para los que su determinación requiere nociones definidas de ello. Así que para dirigirnos a esta «felicidad más grande para el mayor número de personas», como el objetivo al que deberíamos dirigirnos, nuestro piloto «guarda la promesa para nuestros oídos y la rompe para nuestra esperanza». Lo que nos muestra a través de su telescopio es una Fata Morgana, y no la tierra prometida. El verdadero paraíso de nuestras esperanzas está inmerso más allá del horizonte y aún no lo hemos visto. Está más allá del conocimiento del sabio que nunca será tan visionario. La fe y no la vista debe ser nuestra guía. No lo podemos hacer sin una brújula. ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 28. 21 § 3 Incluso si las proposiciones fundamentales del sistema de la idoneidad no fueran debilitadas de este modo por lo indefinido de sus términos, aun así serían vulnerables. Admitiendo en nombre del argumento, que el desiderátum, «la felicidad más grande», se comprende débilmente, su identidad y naturaleza están de acuerdo con todo, y en la dirección en la que yace satisfactoriamente acomodada, aún queda la hipótesis injustificada de que es posible para el juicio humano auto dirigido determinar, con algo de precisión, por qué métodos puede conseguirse. La experiencia prueba diariamente que justamente la misma incertidumbre que existe respecto a los resultados que hay que obtener, existe igualmente respecto a la forma correcta de alcanzarlos cuando se supone que se conocen. En sus intentos de alcanzar una tras otra las varias piezas que van a formar el gran total, «la felicidad más grande», el hombre ha sido de todo menos exitoso; sus medidas más prometedoras normalmente han acabado en fracasos. Veamos unos cuantos casos. Cuando se aprobó la ley en Baviera de que no se debía permitir matrimonios entre dos partes sin dinero, excepto que alguna autoridad pudiera «ver una posibilidad razonable de que las partes fueran capaces de proveer a sus hijos», sin duda esto tenía la intención de promover el bienestar público comprobando uniones imprevistas, y población de más; una causa que muchos políticos considerarían digna de alabanza, y una previsión que muchos pensarían que están bien adaptada para asegurarla. Sin embargo esta media aparentemente sagaz no ha solucionado de ningún modo su fin: el hecho es que en Múnich, la capital del reino, ¡la mitad de los nacimientos son ilegítimos! También fueron motivos admirables, y razones muy convincentes, las que llevaron a nuestro gobierno a establecer una fuerza armada en la costa de África para la supresión del comercio de esclavos. ¿Qué sería más esencial para la «felicidad más grande» que la aniquilación del tráfico abominable? ¿Y cómo podrían cuarenta naves de guerra, financiadas con un gasto de 700.000 libras al año, fracasar total o parcialmente en conseguirlo? Los resultados han sido, sin embargo, de todo menos satisfactorios. Cuando los abolicionistas de Inglaterra lo propusieron, pensaron muy poco en que tal medida en vez de prevenir solo «agravaría los horrores, sin atenuar sensatamente la extensión del tráfico;» que generaría barcos esclavistas con navegación rápida con cubiertas de solo 45 centímetros, asfixia por ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 29. 22 abarrotamiento, horribles enfermedades , y una mortalidad del treinta y cinco por ciento. Ellos nunca soñaron que cuando fuera fuertemente presionado un esclavista podría tirar un cargamento entero de 500 negros al mar; ni que en una costa asediada, los jefes decepcionados podrían, como en Gallinas, matar a 200 hombres y mujeres, y clavar sus cabezas en estacas, a lo largo de la costa, a la vista del escuadróna . En resumen, nunca previeron el tener que suplicar como están haciendo ahora para que abandonen el chantaje. De nuevo, ¡qué de grandes y qué evidentes para la mente del artesano fueron las ventajas prometidas en ese proyecto de sindicato, en el que los jefes de las manufacturas iban a desaparecer! Si un grupo de trabajadores se transforma en una asociación anónima de manufactura, con directores electos, secretario, tesorero, superintendente, capataces, etc., para administrar los asuntos importantes, y una organización adaptada para asegurar una división equitativa de los beneficios entre los miembros, estaba claro que las enormes sumas previamente embolsadas por los empleados serían distribuidas entre los asalariados para gran incremento de su prosperidad. Aún así todos los intentos pasados de representar esta teoría tan plausible ha, de una forma u otra, acabado en fracasos lamentables. Otro ejemplo es ofrecido por el destino acontecido a ese plan similar recomendado por el Sr. Babbage en su «Economía de manufacturas», siendo probablemente para el beneficio de los trabajadores y el interés del jefe; específicamente, en que las manos de una fábrica debía «unirse, y tener un representante que comprar al por mayor aquellos artículos de gran demanda; como el té, azúcar, panceta, etc., y venderlos al por menor a precios que reembolsarían todo el gasto, junto con los gastos del representante que llevaba sus ventas». Después de una prueba de catorce años un comercio, establecido persiguiendo esta idea, fue «abandonado con el consentimiento conjunto de todas las partes;» el Sr. Babbage confesa que la opinión que él había expresado «en el beneficio de dicha sociedad había sido muy modificada,» e ilustra con una serie de curvas «el rápido ascenso y el descenso gradual» de la asociación experimental. Los tejedores de Spitalfields nos ofrecen otro caso de hecho. No hay duda de que la tentación que los llevó a obtener el Acta de 1773, fijando un salario mínimo, fue grande; y la anticipación de un mayor confort asegurado por su aplicación debió parecer bastante razonable para todos. a Ver El Informe de la Sociedad anti esclavista de 1847; y Evidencia antes del Comité Parlamentario de 1848. ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 30. 23 Desgraciadamente, sin embargo, los tejedores no consideraron las consecuencias de que se les prohibiera trabajar a precios reducidos; y poco se esperaba que antes de 1793, unos 4000 telares dejaron de trabajar a consecuencia del comercio marchándose a otro lugar. Para suavizar el sufrimiento que parece necesario para la producción de la «felicidad más grande», los ingleses han aprobado más de cien actas en el Parlamento teniendo este fin en mente, cada uno de ellos surgiendo del fracaso o estado incompleto de la legislación previa. Los hombres sin embargo aún están insatisfechos con las Leyes de Pobres, y supuestamente estamos tan alejados como siempre de su solución satisfactoria. ¿Pero por qué citar casos individuales? ¿No atestigua la experiencia de todas las naciones la inutilidad de estos intentos empíricos a la adquisición de la felicidad? ¿Qué es el código de leyes sino un registro de tales desgraciadas suposiciones? ¿O la historia más que una narración de sus fallos? ¿Y qué tal adelantados estamos ahora? ¿No está aún nuestro gobierno tan ocupado para que el trabajo de crear leyes empezara ayer? ¿Ha hecho algún progreso aparente hacia un acuerdo final de arreglos sociales? ¿Y en vez de eso cada año no se envuelve aún más en la red de la legislación, confundiendo la ya masa heterogénea de decretos en una mayor confusión? Casi cada procedimiento parlamentario es una confesión tácita de incompetencia. Apenas hay un proyecto de ley presentado pero se llama «Una acta para modificar un Acta». El «en tanto que» de casi cada prólogo anuncia un recuento del error de la legislación previa. Reforma, aclaración, y revocación, forman el empleo básico de cada sesión. Todas nuestras grandes inquietudes se deben a la abolición de organismos susceptibles de ser para el bien público. Testigos de la eliminación de las Test Act y Corporation Act , para la Emancipación Católica, para el revocamiento de las Leyes de Cereales ; a los que deben añadirse aquellas para la separación de la Iglesia y el Estado. La historia de un proyecto es la historia de todos. Primero viene la presentación, luego el período de prueba, luego el fracaso; luego una enmienda, y otro fracaso; y, después de muchos parches alternativos e intentos frustrados, la abolición llega con todo lujo de detalles, seguida de la sustitución en forma de un nuevo plan, condenado a recorrer el mismo camino, y compartir el mismo destino. La filosofía de la idoneidad, sin embargo, ignora este mundo lleno de hechos. Aunque al hombre se le ha estado negando constantemente sus intentos de asegurar, a través de la legislación, cualquier componente deseado de ese conjunto complejo, «la felicidad más grande», sigue confiando en el juicio natural de los hombres del estado. No pide un guía; ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 31. 24 no posee un método ecléctico; no busca pistas a través de las que la enredada tela de la existencia social puede ser desenmarañada y sus leyes descubiertas. Pero esperando para ver el gran desiderátum, se supone que después de una revisión del fenómeno colectivo de la vida nacional, los gobiernos están cualificados para elaborar tales medidas que deben ser «apropiadas». Considera la filosofía de la humanidad tan fácil, la constitución del organismo social tan simple, las causas de la conducta de la gente tan obvia, que un análisis general puede llevar a la «sabiduría colectiva,» el requisito reconocido para la creación de leyes. Cree que la inteligencia del hombre es competente, primero, para observar con exactitud los datos expuestos por la naturaleza humana asociada; para crear sólo opiniones de carácter general e individual, de los efectos de las religiones, costumbres, supersticiones, prejuicios, las inclinaciones mentales de la edad, las probabilidades de sucesos futuros, etc., etc.; y entonces, coge a la vez los fenómenos multiplicados de este mar de vida siempre en movimiento, siempre cambiante, para deducir de ellos ese conocimiento de sus principios de gobierno que les permitirán decir si está o esa medida conducirá a «la felicidad más grande para el mayor número de personas». Si ninguna investigación previa de las propiedades de la materia terrestre, Newton hubiera continuado estudiando de inmediato la dinámica del universo, y después de pasar años con el telescopio determinando las distancias, tamaños, el tiempo de giro, la inclinación de los ejes, las formas de las órbitas, perturbaciones, etc., de los cuerpos celestes, se hubiera asignado a sí mismo para etiquetar este montón de observaciones, y deducir de todas ellas las leyes del equilibro de los planetas y estrellas, hubiera estado meditando durante toda la eternidad sin llegar a un resultado. Pero tan absurdo como ese método de investigación hubiera sido, hubiera sido mucho menos absurdo, de lo que es el intento de encontrar los principios de la política pública a través de un análisis directo de esa combinación maravillosamente compleja — la sociedad. Se necesita emoción y no sorpresa cuando la legislación, basada en las teorías así elaboradas, fracasan. Más bien su éxito podría dar material para asombro extremo. Considerando que el hombre aún entiende tan defectuosamente al hombre — el instrumento por el que, y el material en el que, las leyes tienen que actuar — y que un conocimiento completo de la unidad — hombre, no es más que un primer paso para entender a la masa — la sociedad, parece bastante obvio que para deducir de las complicaciones que se extienden infinitamente de la humanidad universal, una filosofía verdadera de la vida nacional, y a partir de ahí encontrar un código de leyes para obtener la ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 32. 25 «felicidad más grande» es una tarea que sobrepasa la habilidad de cualquier mente limitada. § 4 Otra oposición destructiva a la filosofía de la idoneidad se encuentra en el hecho de que insinúa la eternidad del gobierno. Es un fallo asumir que el gobierno debe existir necesariamente para siempre. La institución marca una época exacta de la civilización — forma parte de una etapa particular del desarrollo humano. Como entre los bosquimanos encontramos un estado precedente al gobierno; así debe haber uno en el que se haya extinguido. Ya ha perdido algo de su importancia. El momento fue cuando la historia de un pueblo no era más que la historia de su gobierno. Ahora es de otra manera. El despotismo universal no fue más que una manifestación de la extrema necesidad de limitar. Feudalismo, servidumbre, esclavismo, — todas las instituciones tiránicas, son simplemente los tipos de leyes más fuertes, brotando de, y necesarias para, un mal estado del hombre. El progreso a partir de estas es en todos los casos el mismo — menos gobierno. Los estados constitucionales significan esto. La libertad política significa esto. La democracia significa esto. En las sociedades, asociaciones, sociedades anónimas, tenemos nuevas agencias ocupando puestos llenados por el Estado en épocas y países menos avanzados. Con nosotros la asamblea legislativa se empequeñece por poderes mayores y novedosos — ya no es el amo sino el esclavo. «Presión desde fuera» se ha llegado a conocer como la ley definitiva. El triunfo de la Liga Contra las Leyes de Cereales simplemente es el caso más señalado del momento, de un nuevo estilo de gobierno — el de la opinión, derrotando al antiguo estilo — el de la fuerza. Parece probable que se convierta en una observación trillada que el que hace la ley es solo sirviente del pensador. Día a día la habilidad política tiene menos fama. Incluso The Times puede ver que «los cambios sociales creciendo a nuestro alrededor establecen una verdad suficientemente humillante para los cuerpos legislativos» y que «las mayores etapas de nuestro progreso están determinados más bien por los trabajos espontáneos de la sociedad, conectadas como están, con el progreso del arte y las ciencias, las funciones de la naturaleza, y otras tantas causas apolíticas, que por la proposición de un proyecto de ley, la aprobación de un acta, o de ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 33. 26 ningún otro actividad política o estatal».b Así, como una civilización avanza, un gobierno decae. Para lo malo es esencial; para lo bueno, no. Es la inspección que la maldad nacional se hace a sí misma y existe solo al mismo nivel. Su duración es prueba del barbarismo que aún existe. Lo que para una bestia salvaje es una jaula, las leyes lo son para el hombre egoísta. Las restricciones son para el salvaje, el avaro, el violento; no para el justo, el amable, el caritativo. Toda la necesidad de fuerzas externas implica un estado patológico. Calabozos para el criminal; una camisa de fuerza para el loco; muletas para el cojo; sujeciones para los débiles de espalda; para el débil de carácter un amo, para el idiota un guía; pero para la mente sana, en un cuerpo sano, nada de esto. Si no hubiera ladrones ni asesinos, las cárceles no serían necesarias. Es solo porque la tiranía aún llena el mundo que tenemos ejércitos. Abogados, jueces, jurados — todos instrumentos de la ley — existen simplemente porque los granujas existen. La fuerza magistral es lo que sigue al vicio social; y el policía solo es un complemento del criminal. Por lo tanto el gobierno es lo que llamamos «un mal necesario». ¿Qué debemos pensar entonces de una moral que elige esta institución experimental como su base, construye una gran tela de conclusiones sobre su falsa permanencia, selecciona actas del parlamento como sus materiales, y emplea al hombre de estado como su arquitecto? La filosofía de la idoneidad hace esto. Coge al gobierno como colaborador, le asigna el control entero de sus asuntos — impone todo para deferir a su juicio — en resumen le hace su principio fundamental, el alma del sistema. Cuando Paley enseña que «la idoneidad de toda la sociedad está vinculada a cada parte de esta», se refiere a la existencia de algún poder supremo por el que ese «la idoneidad de toda la sociedad» se establece. Y en algún otro lugar él nos dice expresamente que para el logro de una ventaja nacional la decisión secreta del sujeto es ceder; y que «la prueba de esta ventaja se sitúa en su legislatura». Aún más concluyente es Bentham, cuando dice que «la felicidad de los individuos de los que se compone una comunidad, que son sus placeres y sus seguridad, es el único fin que el legislador tiene que tener en mente; la única norma conforme a la que cada individuo debería, tanto como dependa de la asamblea legislativa, hacerse para crear este comportamiento». Estas posturas, recordemos, no son asumidas voluntariamente; son requeridas por las hipótesis. Sí, como nos dice su propulsor, «la idoneidad» significa el beneficio de las masas, no del individuo — tanto del futuro como del presente, presupone a alguien a b Ver el Times el 12 de Octubre de 1846. ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 34. 27 juzgar qué llevará mejor a ese beneficio. Sobre la «utilidad» de ésta o aquella medida, los puntos de vista son tan variados como para que sea necesario proveerse de un juez. Si la protección de los impuestos, o religiones establecidas, o penas capitales, o leyes para los pobres, atienden o no al «bien general», son preguntas respecto a las que hay tal diferencia de opinión, de las que no hay nada que hacer hasta que todos se pongan de acuerdo en ellas, y podríamos paralizarnos hasta el fin de los tiempos. Si cada hombre llevase a cabo, independiente de un poder estatal, su propia noción de lo que mejor aseguraría «la felicidad más grande para el mayor número de personas», la sociedad caería rápidamente en el caos. Claramente, por tanto, una moralidad establecida sobre una máxima en la que la interpretación práctica es cuestionable, supone la existencia de alguna autoridad cuya decisión respecto a ello debe ser final — eso es una legislación. Y sin esa autoridad, tal moralidad nunca funcionaría. Veamos aquí el dilema entonces. Un sistema de filosofía moral mantiene que es un código de reglas apropiadas para el control de los seres humanos — hecho a medida para la regulación de los mejores, a la vez que para la de los peores miembros de la raza — aplicable, si cierta, para guiar a la humanidad a su mayor perfección concebible. El gobierno, sin embargo, es una institución que se origina en la imperfección del hombre; una institución que se confiesa engendrada por la necesidad motivada por el mal; una que debería dejar de lado al mundo poblado de generosos, concienzudos, altruistas; una, en resumen, contradictoria con esta «mayor perfección concebible». ¿Cómo, entonces, puede ese ser un sistema de moralidad verdadera que adopta al gobierno como una de sus premisas? § 5 Se debe decir de la filosofía de la idoneidad, en primer lugar, que no puede hacer una declaración de carácter científico, viendo que su proposición fundamental no es un axioma sino simplemente una enunciación del problema a ser resuelto. También, incluso suponiendo que su proposición fundamental fuera un axioma, aun así sería inadmisible porque se expresa en términos que no tienen un significado fijo. ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 35. 28 Además, si la teoría de la idoneidad sí fuera satisfactoria, aun así sería inútil; ya que requiere nada menos que la omnisciencia para ponerla en práctica. Y, prescindiendo de todas las objeciones, aún se nos fuerza a rechazar un sistema, que, a la vez que expone tácitamente una reivindicación a la perfección, toma la imperfección como su base. LA DOCTRINA DEL SENTIDO MORAL § 1 No hay forma de llegar a una verdadera teoría de la sociedad más que investigando la naturaleza de sus componentes individuales. Para entender a la humanidad en sus combinaciones, es necesario analizar a esa humanidad es un forma primordial — para la explicación del compuesto, remitirse de vuelta a lo sencillo. Encontramos rápidamente que cada fenómeno expuesto por un conjunto de hombres, se origina en alguna cualidad del propio hombre. Un poco de reflexión nos muestra, por ejemplo, que la propia existencia de la sociedad implica una afinidad natural de sus miembros por tal unión. También está muy claro que sin cierta idoneidad en el ser humano para gobernar, o ser gobernado, el gobierno hubiera sido imposible. Las estructuras infinitamente complejas de comercio han crecido bajo el estímulo de ciertos deseos existentes en cada uno de nosotros. Y es debido a nuestra posesión de una opinión con las que están de acuerdo que las instituciones religiosas se han creado. De hecho, si miramos más de cerca en el asunto, encontramos que ninguna otra disposición es concebible. Las características expuestas de seres en un estado asociado no pueden surgir por accidente de la combinación, sino que deben ser las consecuencias de ciertas propiedades intrínsecas de los propios seres. Es verdad, la agrupación debe llamar a estas características; debe manifestar lo que antes estaba inactivo; debe dar la oportunidad a las rarezas sin desarrollar para que aparezcan; pero evidentemente no las crea. Ningún fenómeno puede ser representado por un cuerpo empresarial, pero hay una capacidad que ya existe de antes en sus miembros individuales para producirlo. ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 36. 29 Este hecho, que las propiedades de un grupo son dependientes de los atributos de las partes que lo componen, lo vemos en la naturaleza. En la combinación química de un elemento con otro, Dalton nos ha mostrado que la afinidad está entre átomo y átomo. Que lo que llamamos el peso de un cuerpo es la suma de las tendencias gravitatorias de sus partículas separadas. La fortaleza de una barra de metal es el efecto total de un número indefinido de adhesiones moleculares. Y el poder de un imán es el resultado acumulativo de la polaridad de sus partículas independientes. De la misma manera, cada fenómeno social debe tener su origen en alguna propiedad del individuo. Y justo como las atracciones y afinidades que están latentes en átomos separados se vuelven visibles cuando esos átomos se aproximan, las fuerzas que están inactivas en un hombre aislado se vuelven a activar al juntarse con sus compañeros. Esta consideración, aunque quizás innecesariamente elaborada, tienen una relevancia importante en nuestra materia. Señala el camino que debemos seguir en nuestra búsqueda tras una auténtica filosofía social. Sugiere la idea de que la ley moral de la sociedad, como sus otras leyes, se origina en algún atributo del ser humano. Nos advierte en contra de adoptar ninguna doctrina fundamental que, como la de «la felicidad más grande para el mayor número de personas» no puede ser expresada sin presuponer un estado de agrupación. Por otro lado da a entender que el primer principio de un código para el correcto gobierno de la humanidad es su estado de multitud se debe encontrar en la humanidad en su estado de unidad, que las fuerzas morales de las que depende el equilibrio social residen en el átomo social, el hombre; y que las leyes de ese equilibrio las debemos buscar en la constitución humana. § 2 Si no tuviéramos otro aliciente para comer que el causado por la posibilidad de conseguir ciertas ventajas es poco probable que nuestros cuerpos estuvieran tan bien cuidados como lo están ahora. Uno puede imaginarse perfectamente que si fuéramos despojados de ese monitor puntual, el apetito, y dejados a la guía de algún código de leyes razonadas, dichas leyes nunca serían tan filosóficas, y los beneficios de obedecerlas tan obvios, y no formarían más que un sustituto ineficaz. O, en vez de ese afecto tan poderoso por la que los hombres son guiados a alimentar y ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 37. 30 proteger a sus hijos, existiera simplemente una opinión abstracta de que es apropiado y necesario mantener la población del planeta, es cuestionable si la molestia, ansiedad, y el gasto, de proveer para la posteridad, no sobrepasaría el bien esperado, como para suponer la rápida extinción de las especies. Y si, además de estas necesidades del cuerpo, y de la raza, todas las otras de nuestra naturaleza fueran asignadas de igual manera solo al cuidado del intelecto, — siendo el conocimiento, la propiedad, la libertad, la reputación, amigos, buscados solo en su dictado — entonces nuestra investigación sería tan eterna, nuestras valoraciones tan complejas, nuestras decisiones tan difíciles, que la vida se ocuparía totalmente recopilando lo evidente, y equilibrando las probabilidades. Bajo tal acuerdo la filosofía funcional sí que tendría sólidas razones en la naturaleza; ya que podrían aplicarse simplemente a la sociedad, ese sistema de gobierno al que le gustan los resultados finales calculados, y que ya rige al individuo. Bastante diferente, sin embargo, es el método de la naturaleza. Respondiendo a cada una de las acciones que es nuestro requisito cumplir, encontramos en nosotros algún apuntador llamado deseo; y cuanto más esencial es la acción más poderoso es el impulso de su actuación, y más intensa la gratificación que deriva de él. Por consiguiente, los anhelos de comida, de dormir, de calor, son irresistibles; y bastante independientes de ventajas previstas. La continuación de la raza se asegura a través de otros de igual fuerza, cuyos dictados se siguen, no por obedecer a la razón, sino normalmente al desafiarla. Que el hombre no está impelido a acumular los medios de subsistencia solamente echando un vistazo a las consecuencias se prueba con la existencia de los avaros, en quién el gusto por las posesiones se satisface por el abandono de los fines que se suponen deben fomentarse. Encontramos un sistema parecido para regular nuestra conducta con nuestros semejantes. Tenemos tal gusto por los elogios que tenemos que actuar ante el público de la forma más agradable. Se desea que haya una separación de aquellos más apropiados para el grupo de cada uno — de ahí el sentimiento de amistad. Y en la veneración que siente el hombre por la superioridad vemos una disposición prevista para asegurar la supremacía del mejor. ¿No debemos entonces esperar encontrar algo parecido empleado razonablemente como instrumento para impulsarnos a esa línea de conducta, en el justo cumplimiento de lo que consiste lo que llamamos moralidad? Todos deben admitir que se nos guía a nuestro bienestar físico por los instintos; que de esos instintos también aparecen esas relaciones domésticas por las que se guían otras cosas importantes, y qué medios ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 38. 31 parecidos se utilizan en muchos casos para asegurar nuestro beneficio indirecto regulando el comportamiento social. Viendo, por tanto, que siempre que podamos trazar fácilmente nuestras acciones a su origen, que podamos encontrarlas reproducidas de esta forma, es, hay que decir al menos, que es altamente probable que el mismo mecanismo mental se emplee en todos los casos — que como todos los requisitos importantes de nuestro ser se satisfacen en las solicitudes del deseo, así también lo son las menos esenciales, — esa conducta honesta necesaria en cada ser para la felicidad de todos, existe en nosotros un impulso hacia tal comportamiento; o, en otras palabras, poseemos un «Sentido Moral», el deber por el que se pide honestidad en nuestras negociaciones con otros; que recibe satisfacción de la transacción justa y honesta; y que da a luz al sentimiento de justicia. En la prohibición de esta conclusión ciertamente se exige, que existiendo un medio para controlar el comportamiento de hombre a hombre, deberíamos ver una evidencia universal de su influencia. Los hombres mostrarían una obediencia más obvia a sus supuestos dictados de lo que lo hacen. Habría una mayor uniformidad de opinión hacia la rectitud o maldad de las acciones. Y no deberíamos encontrar, como ahora, un hombre, o nación, considerado como una virtud y que en otro se ve como un vicio — los malayos alabando la piratería detestada por las razas civilizadas — un Thug, viéndolo como un acto religioso, ante un asesinato un europeo temblaría — un ruso orgulloso de su exitoso engaño; un indio rojo en su inmortal venganza — cosas de las que nosotros difícilmente podríamos alardear. Tan apabullante como parece esta objeción, su falacia se vuelve suficientemente evidente si observamos el dilema en él nos traiciona la aplicación general de tal prueba. Y así: nadie niega la existencia universal de un instinto al que ya nos hemos referido, que nos exige tomar el alimento necesario para mantener la vida; y nadie niega que tal instinto es altamente beneficiario, y con toda probabilidad esencial para existir. Sin embargo no faltan infinitos males ni incongruencias cuando se recuerdan todas las innumerables diferencias de opinión llamadas «gustos» que se originan en cada uno. La mera mención de «gula», «embriaguez», nos recuerda que la provocación del apetito no es siempre buena. Narices monstruosas, rostros cadavéricos, alientos fétidos, y cuerpos pletóricos, nos encuentran en cada esquina; y nuestras condolencias siempre están preguntando por dolores de cabeza, flatulencias, pesadillas, dolor de estómago, y otra infinidad de síntomas dispépticos. De nuevo: un número igual de irregularidades pueden encontrarse en el funcionamiento de ese sentimiento generalmente ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 39. 32 reconocido: el afecto paternal. Entre nosotros su influencia beneficiosa parece medianamente uniforme. En el este, sin embargo, el infanticidio se practica ahora como siempre se ha hecho. Durante la llamada época clásica, era común exponer a los bebés a la frágil piedad de las fieras salvajes. Y era práctica de los espartanos arrojar a todos los recién nacidos que no eran aprobados por un comité de ancianos a un foso público provisto para ese propósito. Si, luego, se debe discutir que el deseo de uniformidad en los códigos morales del hombre, junto con la debilidad y parcialidad de su influencia, prueba la no existencia de un sentimiento diseñado para la correcta regulación de nuestras relaciones con otros, debe deducirse de las irregularidades análogas en la conducta del hombre como las del alimento y descendencia, que no hay tales sentimientos como el apetito y el afecto paternal. Al igual, sin embargo, que no sacamos esta conclusión en el primer caso, no podemos hacerlo en el otro. Por lo tanto, a pesar de todas las incongruencias, debemos admitir que la existencia de un Sentido Moral puede ser tanto posible como probable. § 3 Pero que poseemos tal sentido puede probarse mejor a través la evidencia extraída de los labios de aquellos que dice que no la poseemos. Es bastante extraño que Bentham derive sin querer su proposición inicial de un oráculo cuya existencia niega, y de la que se burla cuando la utilizan otros. «Un hombre» comenta, hablando de Shaftesbury, «dice que se le ha hecho algo a propósito para decirle que está bien y qué está mal; y eso se llama sentido moral: y luego va a trabajar cómodamente, y dice que esta o aquella cosa está bien, y esta o aquella cosa esta mal. ¿Por qué? “Porque mi sentido moral me dice que lo está”». Si Bentham no tiene ninguna otra autoridad para su propia máxima que este mismo sentido moral, es de alguna manera tener mala suerte. Sin embargo, poniendo esta máxima en manos críticas, debemos descubrir pronto que tal es el hecho. Hagamos esto. «Así que piensas» dijo el aristócrata, «que el objetivo de nuestra ley debe ser “la felicidad más grande para el mayor número de gente”». «Esa es justamente mi opinión,» responde el plebeyo que realiza la petición. «Bueno, veamos que supone tu principio. Supón que los hombres están, como muy comúnmente están, en desacuerdo con sus deseos en algún ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 40. 33 momento dado; y supón que los que forman un mayor grupo recibirán una cierta cantidad de felicidad cada uno, por adoptar un rumbo, mientras que aquellos que forman el menor grupo recibirán la misma cantidad de felicidad cada uno, por adoptar el rumbo contrario: entonces si «la felicidad más grande» tiene que ser nuestra guía, se debe entender, o no, que se hará como la mayoría quiera? «Desde luego». «Eso es decir que, si vosotros — la gente, sois cien, mientras que nosotros somos noventa y nueve, debe preferirse vuestra felicidad, nuestros deseos deben colisionar, y que las cantidades individuales de satisfacción en juego deben ser iguales en ambas partes». «Exacto; eso supone nuestro axioma». «Así parece entonces que, en ese caso, mientras que decides entre dos grupos por mayoría numérica, asumes que la felicidad de un miembro de un grupo es igualmente importante que la de un miembro del otro». «Claro». «Entonces, si lo reducimos a la forma más simple, tu doctrina resulta ser una afirmación de que todos los hombres tienen el mismo derecho a la felicidad; o, aplicándolo personalmente — que tú tienes tanto derecho a la felicidad como lo tengo yo». «Sin duda lo tengo». «Y diga, señor, ¿quién le dijo que tiene tanto derecho a la felicidad como yo? «¿Qué quién me lo dijo? — Estoy seguro de ello; lo sé; lo siento, lo…» «No, no, eso no funcionará. Dame a tu autoridad. Dime quién te lo dijo — quién te llevó a ello — de dónde lo dedujiste». Con lo cual, tras un poco de interrogatorio, nuestro demandante es forzado a confesar que no tiene otra autoridad a parte de sus propios sentimientos — que simplemente tiene una percepción innata del hecho; o, en otras palabras, que «su sentido moral se lo dice». Ahora no necesita que se considere si se lo que dice es correcto. Todo lo que ahora pide atención es el hecho de que, cuando se le pregunta, incluso el discípulo de Bentham no tiene más alternativa que caer en una intuición de este sentido moral tan ridiculizado, para la creación de su propio sistema. ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 41. 34 § 4 En verdad, ninguno de esos comprometidos a una teoría preconcebida, puede fracasar en reconocer, en cada mano, el funcionamiento de tal facultad. Desde tiempos remotos en adelante ha habido constantes signos de su presencia — signos que se expanden felizmente hasta que nuestros días se aproxima. Los artículos de la Carta Magna personifican sus protestas ante la opresión, y sus peticiones para una mejor administración de la justicia. La servidumbre se abolió parcialmente gracias a su sugerencia. Animó a Wickliffe, Huss, Luther, y Knox en su protesta contra el papismo; y a través de ella hugonotes, covenants, moravianos, se estimularon a mantener la libertad de opinión frente a las enseñanzas eclesiásticas. Dictó el «Essay on the Liberty of Unlicensed Printing» de Milton. Llevó a los padres peregrinos al nuevo mundo. Apoyó a los seguidores de George Fox bajo multas y encarcelamiento. Y susurró resistencia ante el clero presbiteriano en 1662. Días después pronunció esa marea de sentimientos que debilitaron y arrastraron las incapacidades Católicas. A través de las bocas de oradores anti esclavistas, vertió su fuego, para abrasar al egoísta, para fusionar al bueno, para nuestra purificación nacional. Fue su calor, también, el que templó nuestra compasión por los polacos, e hizo hervir nuestra indignación contra sus opresores. Sus acumulaciones reprimidas, liberadas de una injusticia de larga duración, generó la efervescencia de una agitación reformista. De su creciente llama vinieron esas chispas por las que las teorías proteccionistas explotaron, y la luz que nos descubrió las verdades del Libre comercio. A través del paso de su sutil corriente es como se lleva a cabo esa electrólisis social, que une a hombres en grupos — que separa a la nación en su positivo y su negativo — sus elementos radicales y conservativos. En el presente se pone en la piel de las Asociaciones Anti Estado-Iglesia, y muestras su presencia en diversas sociedades para la expansión del poder popular. Construye monumentos a mártires políticos, se agita por la admisión de judíos en el parlamento, publica libros por los derechos de las mujeres, peticiones contra la legislación de clases; amenaza con revelarse contra el servicio militar obligatorio, se niega a pagar los impuestos de la iglesia, revoca actas de deudor opresivas, se lamenta de los sufrimientos de Italia, y se emociona con compasión por los húngaros. De esto, como de una raíz, aparecen nuestras aspiraciones hacia la rectitud social: florece en expresiones como: «Haz a los otros lo que te gustaría que ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 42. 35 te hicieran a ti», «La honestidad es la mejor política», «Justicia antes que generosidad» y sus frutos son justicia, libertad y seguridad. § 5 ¿Pero cómo, se debe preguntar, puede un sentimiento tener una percepción? ¿Cómo un deseo asciende a un sentido moral? ¿No hay aquí una confusión del intelecto con lo emocional? Es la función de un sentido percibir, no inducir a cierto tipo de acción; mientras que es la función de un instinto el inducir a cierto tipo de acción, y no percibir. Pero en los siguientes argumentos, las funciones motoras e intuitivas se atribuyen al mismo agente. La objeción parece seria; y entender el término sentido en su aceptación más estricta sería fatal. Pero la palabra es en este caso, como en muchos otros, utilizada para expresar los sentimientos con los que un instinto viene a considerar las acciones y objetivos con los que se relaciona; o más bien ese juicio que, por algún tipo de acción refleja, causa al intelecto que se forma de ellos. Para dilucidar esto debemos tomar un ejemplo; y quizás el amor a la acumulación nos ofrecerá uno tan bueno como cualquier otra. Encontramos, entonces, que unido al impulso de adquirir propiedad, hay lo que llamamos un sentido del valor de la propiedad; y encontramos que la intensidad de este sentido varía con la fuerza del impulso. Contrasta al avaro con el derrochador. Acompañando su constante deseo de acumular, el avaro tiene una creencia bastante peculiar en el valor del dinero. Piensa que el más severo ahorro es moral; y de cualquier cosa como la generosidad más común un vicio; mientras que tiene absoluto horror al derroche. Cualquier cosa que se añada a su depósito le parece bueno; lo que se saca de él, malo. Y aunque una chispa de generosidad le lleve en alguna ocasión especial a abrir su monedero, es muy seguro que después se reprochará a sí mismo que ha hecho mal. Por otro lado, pese que al derrochador le falta el instinto de adquisición, también fracasa al darse cuenta del valor intrínseco de la propiedad; no vuelve a casa con él; le tiene poco sentido. Así que bajo la influencia de otros sentimientos, ve el hábito de ahorrar como malo; y mantiene que hay algo noble en derrochar. Está claro que estas percepciones opuestas de la propiedad o impropiedad de ciertas líneas de conducta no se originan con el intelecto, si no con las facultades emocionales. El intelecto, sin ser influenciado por el deseo, les mostraría tanto al avaro como al ALDO EMILIANO LEZCANO
  • 43. 36 derrochador que sus hábitos eran imprudentes; mientras que el intelecto, influenciado por el deseo, les hace pensar que el otro es un estúpido pero no le deja ver su propia estupidez. Esta ley funciona universalmente. Cada sentimiento se acompaña de un sentido de la idoneidad de esas acciones que le dan satisfacción — tiende a generar convicciones de que las cosas son buenas o malas de acuerdo a si traen placer o dolor; y generarían siempre dichas convicciones si no tuvieran oposición. Como sin embargo hay un conflicto perpetuo entre los sentimientos — algunos de ellos siendo un antagonista durante toda la vida — resulta en una congruencia proporcional en las creencias — un conflicto similar también entre estos — un antagonista paralelo. Así que es solo donde un deseo es muy predominante, o donde no existe un deseo adverso, que esta conexión entre los instintos y las opiniones que dictan, se vuelve visiblemente marcada. Aplicado a la explicación del caso en cuestión, estos hechos explican como de un impulso que actúa en el camino que llamamos justo se alzará una percepción de que ese comportamiento es correcto — una creencia de que es bueno. Este instinto o sentimiento, satisfecho solo por una acción justa, y lamentándose por una acción injusta, produce una aprobación en la primera y una repulsión de la otra; y estas creencias generan de inmediato que una es moral y la otra es mala. O, refiriéndose de nuevo a la ilustración, debemos decir que así como el deseo de acumular propiedad es acompañada por un sentido del valor de la propiedad, también es el deseo de actuar justamente, acompañado por un sentido de lo que es correcto. Quizás será necesario encontrarse aquí con la oposición, de que mientras que según la declaración anterior cada sentimiento tiende a generar nociones de apropiado o inapropiado de las acciones con las que se relaciona; y mientras que la moralidad debe determinar qué es correcto en todos las partes de la conducta, es inapropiado limitar el término «sentido moral» a lo que solo puede permitir direcciones en un sola parte. Esto es bastante cierto. Sin embargo, viendo que nuestro comportamiento hacia otros es más importante que nuestro comportamiento, y en el que somos más propensos a equivocarnos; viendo también que esta misma facultad es tan pura e inmediatamente moral en su propósito; y viendo además, como veremos enseguida, que sus máximas son las únicas capaces de reducirse a una forma exacta, debemos continuar empleando ese término mostrando algo de razón, con este significado restringido. ALDO EMILIANO LEZCANO