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La L ibreta de Calificaciones

Era miércoles, 8:00 a.m., llegué puntual a la escuela de mi hijo.

- No olviden venir a la reunión, es obligatoria - fue lo que la maestra escribió en
el cuaderno del niño.

- ¡Pues qué cree la maestra! ¿Cree que podemos disponer del tiempo a la hora
que ella diga? Si supiera qué importante era la reunión que tenía a las 8:30
a.m., de aquí dependía un buen negocio y... ¡tuve que cancelarla!...

Ahí estábamos todos, papás y mamás, la maestra empezó puntual, agradeció
nuestra presencia y empezó a hablar.

No recuerdo qué dijo, mi mente estaba pensando cómo resolver lo de ése
negocio, probablemente podríamos comprar una nueva televisión con el dinero
que recibiría.

Juan Rodríguez!... escuché a lo lejos. ¿No está el papá de Juan Rodríguez?
dijo la maestra.

- Sí, sí, aquí estoy!! Contesté pasando a recibir la boleta de mi hijo.

Regresé a mi silla y me dispuse a verla.

- ¿Para esto vine? ¿Qué es esto?...

La boleta estaba llena de rojos 08 y 07. Guardé las calificaciones
inmediatamente, escondiéndola para que ninguna persona viera las porquerías
de calificaciones de mi hijo.

De regreso a la casa aumentó más mi coraje a la vez que pensaba...., ¡si le doy
todo! ¡Nada le falta ¡Ahora sí le va a ir muy mal!...

Me estacioné y salí del carro, entré a la casa, tiré la puerta y grité:

- Ven acá Juan!!!

Juan estaba en su recámara y corrió a abrazarme.

- ¡Papi!...

- ¡Qué papi, ni que nada!- Lo retiré de mí, me quité el cinturón y no sé
cuantos latigazos le di, al mismo tiempo que decía lo que pensaba de él.

¡¡¡¡ Y te me vas a tu cuarto!!! - terminé.

Juan se fue llorando, su cara estaba roja y su boca temblaba.

Mi esposa no dijo nada, solo movió la cabeza negativamente y se fue...
Cuando me fui a acostar, ya más tranquilo, mi esposa me entregó otra vez la
libreta de calificaciones de Juan, que estaba dentro de mi saco y me dijo: Léela
despacio y después toma tu decisión...

Ésta decía así:

BOLETA DE CALIFICACIONES PARA EL PAPÁ

TIEMPO QUE LE DEDICA A SU HIJO
CALIFICACIÓN

1. En conversar con él a la hora de dormir                   08

2. En jugar con él                                        07

3. En ayudarlo a hacer la tarea                             08

4. En salir de paseo en Familia                              07

5. En contarle un cuento antes de dormir                     08

6. En abrazarlo y besarlo                                   07

7. En ver la televisión con él                              08

Él me había puesto ochos y sietes, a mí!!! Yo me hubiese calificado con menos
de cinco...

Me levanté y corrí a la habitación de mi hijo, al verlo quise llamarlo y se
me hizo un nudo en la garganta y dos gruesas lágrimas rodaron por mi
mejilla en ese instante lo abracé y lloré...Quería regresar el tiempo, pero
era imposible...

Juanito abrió sus ojos, aún estaban hinchados por sus lágrimas, me
sonrió, me abrazó y me dijo: ¡te quiero papi! Cerró sus ojos y se durmió.

¡Que duro es ver nuestros errores como padres desde esta perspectiva!....

Démosle el VALOR a lo que realmente es de valor para nosotros: Nuestra
familia!!!

HAY MUCHAS PERSONAS QUE DESEAN UN HIJO Y NO LO TIENEN, DIOS
TE DIO UNA FAMILIA APRECIALA, AMALA, COMPRENDELA.

EL DIA DE MAÑANA EL SEÑOR TE PEDIRA CUENTAS POR TU FAMILIA Y
¿QUE LE VAS A CONTESTAR?

Espero te haya gustado...
una gran leccion.
DEL CAMPO A LA CIUDAD


En el Perú, como en otros países, mucha gente del campo decide ir a vivir a las
ciudades. ¿Te has preguntado por qué ocurre esta migración rural y qué consecuencias
trae?

La pobreza campesina es una de las causas del explosivo traslado de la población rural
hacia las ciudades. Otras de las causas de este problema es que en las ciudades se
encuentran los grandes adelantos tecnológicos que no existen en el campo.

La migración trae como consecuencia la superpoblación urbana : las ciudades albergan
más personas de las que pueden atender. Otra consecuencia, ligada a la anterior, es que
los migrantes muchas veces viven en condiciones de extrema pobreza, pues no
encuentran trabajo ni vivienda. Muchos de ellos sienten nostalgia de su tierra y no
consiguen hacer realidad las expectativas que los llevaron a la ciudad.

¿Qué hacer frente a estos problemas?

¿Qué propondrías tú para actuar solidariamente en busca del bien común?



                      ESOS GRANDES BLOQUES DE PIEDRA


Las pirámides eran las tumbas de los faraones. Se las considera entre los edificios de
piedra más antiguos del mundo, ya que tienen unos 5 000 años de antigüedad. ¿Quién
no se asombra hoy en día al contemplar esas gigantes moles de piedra que son las
pirámides? ¡Si parece increíble que puedan haberse construido hace tanto tiempo!

¿Sabes cómo se construían?

Primero, se nivelaba el suelo. Era imprescindible tener una buena base sobre la cual
construir la pirámide. Luego, se hacían las mediciones necesarias para situar la base
cuadrada de la pirámide. Para no equivocarse, los encargados de medir tenían en cuenta
la posición de las estrellas.

A continuación, se ponían los cimientos. Después se levantaban unas rampas para poder
construir la pirámide por adentro. Para ello, se traían grandes bloques de piedra a través
del río Nilo y se colocaban formando escalones. ¡A veces se necesitaban cientos de
hombres para arrastrar uno de esos bloques!

Una vez construida la pirámide, se recubría con piedras calizas blancas. Así se tapaban
los escalones y la pirámides quedaban tal y como hoy las vemos… ¡magníficas!
                         LAS TRANSFUSIONES DE SANGRE
Una transfusión consiste en introducir la sangre de una persona en los vasos sanguíneos
de otra. La persona que da su sangre se llama donante y la que la recibe se llama
receptor.

Las transfusiones se conocen desde el siglo XVII, pero no se practicaron de forma
general hasta el siglo XX. Fue entonces cuando el doctor Kart Landsteiner descubrió
que la sangre del donante y la del receptor tenían que ser compatibles para que la
transfusión fuera un éxito.

Ahora se sabe que el donante debe ser una persona joven que no haya tenido ninguna
enfermedad contagiosa (por ejemplo, la hepatitis).

Gracias a las transfusiones y a la generosidad de los donantes, se han salvado muchas
vidas.


1.- LA PALOMA Y LA HORMIGA                   (Francia - Jean de La Fontaine,
1621-1695)

Había una vez una paloma muy blanca que se paseaba por la orilla de un arroyo. Como
tenía mucha sed se acercó al agua, metió el pico dentro y después levantó la cabeza al
aire para tragarse el agua. Había también una hormiguita negra. Se paseaba por la otra
orilla del arroyo y se subió a una brizna de hierba que crecía cerca del agua para beber
mejor... Y el arroyo se la llevó lejos, muy lejos de la orilla. La hormiguita trató de
nadar moviendo deprisa las patas, pero de nada le sirvió. Menos mal que la paloma vio
a la hormiguita que estaba a punto de ahogarse. Pobrecita!, pensó. La ayudaré a salir
del agua, pero si la cojo, con el pico tan grande que tengo le haré daño. Ah, ya sé! Le
acercaré una brizna de hierba. Podrá subirse y volver así a la orilla. Y va, arranca una
brizna de hierba verde y la tira muy cerca de la hormiga. La brizna de hierba era muy
larga y encalló en la orilla del arroyo. La hormiga trepó y corrió por encima de ella
hasta llegar a tierra. Entonces se secó las patas bien secas y fue a dar las gracias a
aquella paloma tan amable. La hormiga estaba muy contenta, y la paloma también
porque había salvado a la hormiguita. Se despidieron y cada una se fue a su casa. La
hormiga al hormiguero y la paloma al palomar. Pero... mientras la hormiga se iba a su
hormiguero vio a un hombre que iba por la orilla del arroyo. Era un cazador. Llevaba
una escopeta colgada al hombro para matar pájaros. El cazador vio a la paloma, coge la
escopeta y se pone a punto de disparar. Mira, pensó. Qué bien! Ya tengo carne para el
arroz de mañana. Pero...la hormiga que lo estaba mirando ¡Huy!, dijo. Hay que hacer
algo para que el cazador no mate a mi amiga. Corriendo se acercó al hombre, trepó a su
pie y le picó muy fuerte en el dedo gordo. El cazador dio un grito: Ayyy! Y movió la
cabeza para ver qué le había picado. Miró y miró, pero no vio nada. La hormiga era
muy pequeña y se había escondido entre la hierba. Y la paloma, al oír el grito, vio al
cazador y se fue volando cielo arriba, hasta que se perdió de vista. Y cuando el cazador
quiso disparar ya no supo verla.

2.-    EL ZAR Y LA CAMISA (Rusia - León Tolstoi, 1828-1910)
Estaba muy enfermo el zar, y dijo: Daría la mitad de mi reino a quien me curase!
Entonces todos los sabios del reino se reunieron para ver de curarle, pero no
encontraban el medio. Uno de ellos sin embargo, declaró que sabía cómo podía curarse
el zar.

-Si se encuentra un hombre feliz sobre la tierra-dijo- que le quiten su camisa y se la
pongan al zar. Entonces quedará curado. El zar mandó a buscar un hombre feliz por
todo el mundo. Los enviados del soberano recorrieron todos los países pero no hallaron
lo que buscaban. No encontraron un solo hombre que estuviera contento con su suerte.

El uno era rico, pero enfermo, el otro estaba sano, pero era pobre, aquél rico y sano, se
quejaba de su mujer; éste de sus hijos: todos deseaban algo más y no eran felices. Un
día el hijo del zar, que pasaba por delante de una pobre choza, oyó que en su interior
alguien exclamaba:

-Gracias a Dios he trabajado y comido bien. Soy feliz, qué más puedo desear? El hijo
del zar se sintió lleno de alegría e inmediatamente mandó por la camisa de aquel
hombre, a cambio de todo cuanto pidiera.

Los enviados se presentaron a toda prisa en la choza del hombre feliz para quitarle la
camisa, pero el hombre era tan pobre que ni siquiera usaba esa prenda.


3.-     HISTORIA DEL JOROBADITO (Arabia - Las mil y una noches)
Allá en tiempos remotos vivía en la ciudad de Casgar, situada en los confines de la Gran
Tartaria, un honrado sastre que amaba con delirio a su esposa. Un día se presentó a la
puerta de la tienda un jorobadito cantando tan bien al son del tamboril, que el sastre le
invitó a entrar en la casa para que su mujer le oyese. Después que el jorobadito cantó lo
que sabía, se pusieron los tres a la mesa a cenar un plato de pescado; pero el jorobadito
se tragó una espina y a los pocos momentos había dejado de existir.

Llenos de pena marido y mujer, y temerosos de que la justicia les castigase como
asesinos, resolvieron, después de mil planes y proyectos, llevar al jorobadito a casa de
un médico judío que habitaba en la vecindad. Así lo hicieron a una hora avanzada de la
noche, depositando el cadáver en lo alto de la escalera. Salió a abrir la puerta un
esclavo, a quien dijo el sastre que aquel jorobadito era un pobre enfermo que necesitaba
sin tardanza de los auxilios de la ciencia. Puso una moneda de plata en manos del
criado para que pagase al médico su trabajo, y salió a escape de la casa. Apresuróse el
médico judío a ir en busca del enfermo, pero con la precipitación se olvidó de la luz y
tropezó con el cuerpo del jorobado, que rodó estrepitosamente por las escaleras. Bajó el
judío, trajeron luces, reconocieron espantados que el jorobadito no existía, y creyeron
que había muerto a consecuencia de la caída. El médico, a pesar de su trastorno, tuvo la
precaución de cerrar la puerta, subió el cadáver a su cuarto y pasó toda la noche
imaginando los medios de librarse del terrible conflicto. Al amanecer se le ocurrió al
fin arrojar el cadáver a la chimenea de la casa inmediata, habitada por uno de los
proveedores del sultán, chimenea cuyo cañón daba a la azotea del médico judío. Ató, en
efecto, al jorobado por debajo de los brazos con una cuerda y lo hizo descender de
modo que quedó en pié como si estuviese vivo. El proveedor entró poco después en la
habitación, y creyendo que aquel hombre era un ladrón que penetraba así en la casa para
robarle, se apoderó de un palo y dio repetidos golpes al jorobadito, hasta que notó que el
cuerpo no tenía movimiento. Dios mío!, exclamó. He llevado muy lejos mi venganza
quitando la vida a este infeliz! Ahora vendrán a prenderme y ya mi único porvenir es el
cadalso. Pero el proveedor no era un hombre lento en sus resoluciones y tomó en
seguida la de sacar el cadáver a la calle, colocándolo en pie junto al umbral de la
primera tienda que encontró. Luego, y sin atreverse a volver la cabeza atrás, se refugió
en su casa.

Un mercader cristiano que quería aprovechar las primeras horas de la mañana para ir al
baño sin ser visto de los musulmanes, tropezó en la calle con el jorobado; creyó que era
un malhechor y le derribó al suelo de un puñetazo, gritando ¡socorro! Llegó la guardia
y los soldados, al ver que el jorobadito había muerto a manos de un cristiano, se
indignaron en contra del mercader. Por qué habéis maltratado de esa manera a un
musulmán?, le preguntaron. Quiso robarme, me cogió por el cuello y... Le matasteis!,
le interrumpieron. El pobre mercader fue conducido a presencia del juez de policía,
quien, enterado del hecho por los guardias, fue a dar cuenta al sultán de lo sucedido. No
puedo ser clemente, le dijo éste, con los cristianos que matan a los musulmanes,
cumplid, pues, con vuestro deber. Entretanto habíasele disipado la borrachera al
mercader, el cual, por más que lo pensaba, no acertaba a comprender cómo se podía
matar a un hombre de unos simples pescozones. El desgraciado fue conducido al
patíbulo y ya el verdugo echábale al cuello el lazo fatal, cuando se oyó al proveedor
diciendo a gritos: Deteneos! Deteneos! Yo soy el verdadero criminal y ese hombre es
inocente. Al oir la confesión pública, ratificada por dos veces, los guardias mandaron al
verdugo que ahorcase al proveedor en vez del mercader cristiano; pero próxima a
consumarse la ejecución, apareció entre la multitud el médico judío, jurando por el Dios
de Abraham, de Isaac y de Jacob que él había sido, involuntariamente el matador del
jorobado. El juez ordenó que fuera ahorcado el médico en lugar del mercader cristiano.
Ya tenía aquel la cuerda al cuello, cuando llegó el sastre gritando: Señor, ése también
es inocente. Si os dignáis oírme, pronto sabréis quién fue el que mató al jorobadito.
Ayer tarde mientras yo trabajaba en mi tienda, llegó el jorobadito completamente
borracho. Después de haber cantado un rato, le propuse que pasara la noche en mi casa,
y él aceptó gustosísimo. Nos sentamos a la mesa, y al comerse un pescado, se le
atravesó una espina en la garganta y murió en el acto. Afligidos, mi mujer y yo, y
asustados a la par por temor de que se nos achacase aquella muerte, llevamos el cadáver
a casa del médico judío, el cual, al salir de su habitación, tropezó con el cuerpo y lo
echó a rodar por las escaleras, y por eso creyó que lo había matado, pero el médico es
inocente. Deja en libertad al judío, dijo el juez al verdugo, y ahorca al sastre, ya que
confiesa su delito. El verdugo se disponía a obedecer la orden, cuando evitó la ejecución
un hecho inesperado. El sultán de Casgar, que no podía estar un momento separado de
su jorobadito, que era su bufón, preguntó a uno de sus oficiales a qué obedecía la
prolongada ausencia de aquél. Señor, le contestó el oficial, el jorobadito por quien tanto
se preocupa vuestra majestad, emborrachóse ayer y contra su costumbre, salió de
palacio y ha sido encontrado muerto esta mañana. Conducido el supuesto asesino a
presencia del juez éste ordenó que se levantase en seguida el patíbulo. Al oír esto último
el sultán llamó a otro de sus oficiales y le dijo: Id al lugar del suplicio y decid de mi
parte, al juez de policía que, sin pérdida de tiempo, conduzca aquí al acusado y el
cuerpo del jorobadito. Llegó el mensajero del sultán en el preciso momento en que el
verdugo ponía el dogal al cuello del sastre. El juez acompañado del mercader, del sastre
y del judío y seguido por cuatro hombres que transportaban el cadáver del jorobadito, se
dirigió a palacio, se postró a los pies del sultán y cuando obtuvo permiso para
levantarse, contó la historia del bufón. El sultán la oyó con mucha complacencia, y
apenas el juez terminó su relato, dijo a los circunstantes: ¡Ahorquen al jorobadito! Al
oir la voz del sultán, el jorobadito dio un respingo y al expulsar la espina que tenía
atravesada se vio que en realidad no había ni crimen ni cadáver. ¿Habéis oído jamás
cosas tan sorprendentes como lo ocurrido con el jorobadito?
4.-     EL LAGARTO ESTÁ LLORANDO                    (España - Federico García
Lorca,1898-1936)


                            El lagarto está llorando.
                            La lagarta está llorando.
                            El lagarto y la lagarta
                            con delantaritos blancos.
                            Han perdido sin querer
                            su anillo de desposados.
                            ¡Ay, su anillito de plomo.,
                            ay, su anillito plomado!


                            Un cielo grande y sin gente
                            monta en su globo a los pájaros.
                            El sol, capitán redondo,
                            lleva un chaleco de raso.
                            ¡Miradlos qué viejos son!
                            ¡Qué viejos son los lagartos!
                            ¡Ay cómo lloran y lloran.
                            ¡ay! ¡ay!, cómo están llorando!

5.-     LA TORTUGA GIGANTE (Uruguay - Horacio Quiroga, 1878-1937)
Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era
un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que
solamente yéndose al campo podría curarse. El no quería ir, porque tenía hermanos
chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada ía más. Hasta que un amigo suyo,
que era director del Zoológico, le dijo un día:
Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a
vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene
mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le
daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien. El hombre enfermo
aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía mucho
calor, y eso le hacía bien. Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía
pájaros y bichos del bosque, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas.
Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una
ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio
del bosque que bramaba con el viento y la lluvia. Había hecho un atado con los cueros
de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras
venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes
como una lata de querosene. El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía
apetito. Precisamente un día en que sentía mucha hambre, vio a la orilla de una gran
laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la tenía parada de canto para
meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un
rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran
puntería, le apuntó entre los dos ojos y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero,
tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto. Ahora, se dijo el
hombre, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica. Pero cuando se acercó a la
tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza
colgaba casi de dos o tres hilos de carne.

A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó
arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que
sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había
llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba
como un hombre. La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin
moverse. El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano
sobre el lomo. La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó.
Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo. Después no pudo levantarse más. La fiebre
aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed, El hombre comprendió que
estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía
mucha fiebre. Voy a morir, dijo el hombre. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y
no tengo quien me dé agua siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed. Y al poco
rato la fiebre subió más aun, y perdió el conocimiento. Pero la tortuga lo había oído, y
entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces: El hombre no me comió la otra
vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora. Fue entonces
a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena
y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta
y se moría de sed. Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llvó
al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la
comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie. Todas las mañanas la
tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y
sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el
conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y
la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta: Estoy solo en el bosque, la
fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay
remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí. Y como él había
dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el
conocimiento. Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo: Si queda aquí
en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como pieles, acostó con mucho
cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no
se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate
con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió
entonces el viaje. La tortuga cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche.
Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos
en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de
ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos, acostaba al hombre con
mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco. Iba entonces a buscar agua
y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan
cansada que prefería dormir.

A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que
deliraba y se moría de sed. Gritaba: agua! Agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga
tenía que darle de beber.
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaba más cerca de Buenos
Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza,
aunque ella no se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el
hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta: Voy a morir, estoy
cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí,
solo en el monte. El creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de
nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino. Pero llegó un
día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus
fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más
pronto. No tenía más fuerza para nada. Cuando cayó del todo la noche, vio una luz
lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo y no supo qué era. Se sentía
cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando
con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella. Y, sin
embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo
era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad, posiblemente el ratoncito Pérez, encontró a los dos viajeros
moribundos. Qué tortuga! dijo el ratón. Nunca he visto una tortuga más grande. Y eso
que llevas en el lomo, qué es? Es leña? No, le respondió con tristeza la tortuga, es un
hombre. Y adonde vas con ese hombre? Añadió el curioso ratón. Voy...voy...quería ir a
Buenos Aires, respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía. Pero
vamos a morir aquí, porque nunca llegaré... Ah zonza, zonza! dijo riendo el ratoncito.
Nunca vi una tortuga más zonza! Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves
allá, es Buenos Aires. Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque
aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha. Y cuando era de
madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada
y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no
se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él
mismo fue corriendoa buscar remedios, con los que el cazador se curó en seguida.
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de
trescientas leguas para que tomara lremedios, no quiso separarse más de ella. Y como él
no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se
comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija. Y así
pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y
es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de la
jaula de los monos. El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce de lejos a su
amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere nunca que él se vaya
sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.

6.-   LOS TRES DESEOS                        (Francia - Jeanne Leprince de Beaumont,
1711-1780)

Había una vez un hombre que no tenía bienes de fortuna y que se casó con una mujer
muy guapa. Una tarde de invierno, estando al amor del fuego, se pusieron a hablar de la
felicidad de sus vecinos, que eran más ricos que ellos. ¡Ay! qué feliz sería yo, dijo la
mujer, si pudiera tener cuanto deseo, mucho más feliz que toda esa gente. Igual me
pasaría a mí, dijo el marido. Y En aquel mismo momento, vieron aparecer en la
habitación una señora muy guapa, que les habló en estos términos: Soy un hada y os
prometo concederos las tres primeras cosas que me pidáis. Pero pensadlo con cuidado,
porque después de pedidas esas tres no os concederé ninguna más. Desapareció el hada
y el matrimonio quedó sumido en un mar de dudas. No voy a formular ningún deseo
todavía, dijo la mujer, pero tengo bien claro lo que querría. Para mí no hay nada mejor
que ser bella, rica y gran señora. Bueno, dijo el marido, pero eso no te libraría de la
enfermedad o de la tristeza; y también podrías morir joven. A mí me parece más
sensato desear alegría, salud y una larga vida. Y para qué quieres una larga vida sin
dinero?, replicó ella. También el hada, te digo la verdad, nos tendría que haber dejado
pedir una docena de dones. Tienes razón, dijo el marido, pero vamos a tomarnos
tiempo para pensarlo hasta mañana. Miraremos bien a ver cuáles son las tres cosas que
nos hacen más falta y las pediremos. Pero mientras tanto, ven a calentarte, que hace
frío. La mujer cogió las tenazas, se puso a avivar el fuego y, viendo que había muchos
carbones bien encendidos, exclamó sin darse cuenta: Qué fuego tan bueno! Quién
pudiera tener una vara de morcilla y asarla tan a gusto para la cena! No bien había
dicho estas palabras cuando una vara de morcilla cayó por el hueco de la chimenea.
Maldita glotona con su dichosa morcilla!, explotó el marido. Vaya un deseo más
desperdiciado! Ya sólo nos quedan dos. Me desesperas, ojalá tuvieras la morcilla en la
punta de las narices. En el mismo momento el hombre se dio cuenta que estaba más
loco que su mujer, porque atendiendo a este segundo deseo, la morcilla había saltado a
las narices de ella y no había manera de despegarla de allí. ¡Qué desgraciada me
siento!, exclamó la mujer, cómo has podido desearme esto? Te aseguro querida, repuso
él, que lo he hecho sin darme cuenta, no sabes cuánto lo siento. Voy a pedir ahora una
gran fortuna y te encargaré un estuche de oro para esconder la morcilla. Vaya solución!
Ni se te ocurra, repuso la mujer, prefiero morirme que vivir con esto pegado a la nariz
para siempre. Por favor te lo pido, nos queda un deseo, déjamelo a mi o me tiro por la
ventana. Y diciendo esto, se precipitó a abrir la ventana. Su marido, que la quería
mucho, gritó: No, por Dios, alto, querida, te dejo que pidas lo que se te dé la gana.
Pues que la morcilla caiga al suelo- dijo la mujer. Inmediatamente la morcilla se
despegó de su nariz y cayó. La mujer, que tenía sentido del humor, le dijo a su marido:
El hada se ha burlado de nosotros, pero mira, mejor. Quién sabe si no hubiéramos sido
más desgraciados volviéndonos ricos. Sabes lo que te digo querido?, que nos dejemos
de deseos y tomemos las cosas como nos la quiera ir mandando Dios. Y ahora, por de
pronto, vamos a cenar, que de todos nuestros deseos lo único que nos queda es esta
morcilla. El marido le dio la razón, cenaron en paz y no se volvieron a preocupar por las
cosas que habían tenido intención de pedir.

7.-    EL PÍCARO PAJARILLO (España - Fernán Caballero, seud. de Cecilia Böhl de
                                          Faber, 1796-1877))
Había una vez un pajarito que se fue a un sastre y le mandó que le hiciera un vestido de
lana. El sastre le tomó medidas y le dijo que a los tres días lo tendría acabado. Fue en
seguida a un sombrerero y le mandó hacer un sombrerito, y sucedió lo mismo que con el
sastre; y por último, fue a un zapatero, y el zapatero le tomó medida, y le dijo como los
otros, que volviera por ellos al tercer día. Cuando llegó e! plazo señalado, se fue al
sastre que tenía e! vestido de lana acabado, y le dijo: Póngamelo usted sobre el piquito
y le pagaré! Así lo hizo e! sastre; pero en lugar de pagarle, el picarillo se echó a volar, y
lo propio sucedió con el sombrerero y con el zapatero. Vistióse e! pajarito con su ropa
nueva y se fue al jardín del Rey, se posó sobre un árbol que había delante del balcón del
comedor y se puso a cantar mientras el Rey comía:
Más bonito estoy yo con mi vestido de lana, que no el Rey con su manto de grana.
Más bonito estoy yo con mi vestidito de lana, que no el Rey con su manto de grana.
Y tanto cantó y cantó lo mismo que su real Majestad se enfadó y mandó que lo cogiesen
y se lo trajesen frito. Así sucedió. Después de desplumado y frito, se quedó tan chico,
que el Rey se lo tragó enterito. Cuando se vio el pajarito en el estómago del Rey, que
parecía una cueva más oscura que media noche, empezó sin parar a dar sendos
picotazos a derecha e izquierda. El Rey empezó a quejarse y a decir que le había
sentado mal la comida y que le dolía el estómago. Vinieron los médicos y le dieron a
Su Majestad un mejunje de la botica para que vomitase; y conforme empezó a vomitar,
lo primero que salió fue el pajarito, que se voló más súbito que una exhalación. Fue y se
zambulló en la fuente, y en seguida se fue a una carpintería, y se untó todo el cuerpo
con cola; fuese después a todos los pájaros y les contó lo que le había pasado, y les
pidió a cada uno una plumita, y se la iban dando; y como estaba untado de cola, se le
iban pegando; como cada pluma era de su color, se quedó el pajarito más bonito que
antes, con tantos colores como un ramillete. Entonces se puso a dar voleteos por todo el
árbol que estaba delante del balcón del Rey, cantando que se las pelaba:
       ¿A quién pasó lo que a mí? En el Rey me entré, del Rey me salí.
El Rey dijo: ¡Que cojan a ese pícaro pajarito!

Pero él, que estaba sobre aviso, echó a volar que bebía los vientos, y no paró hasta
posarse sobre las narices de la luna.


8.-    AVENTURA DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN CON EL CIERVO
           (Alemania - Versión de Rudolf Eric Raspe, 1737-1799)

A buen seguro que habréis oído hablar, señores míos, de San Huberto, patrón de los
cazadores, y también del hermoso ciervo encontrado por él en cierta ocasión en los
bosques de Ardenas, llevando la Santa Cruz entre los cuernos. No sé si han existido
ciervos como el tal hasta hace poco tiempo, ni si hay alguno todavía; me limitaré a
contaros lo que yo vi. Cierto día cuando ya había gastado mi provisión de perdigones y
balas, me encontré, cuando menos podía esperarlo, frente al ciervo más hermoso de este
mundo, que me miró irónicamente, como si hubiese sabido que yo no disponía de
municiones. Cargué a toda prisa la escopeta con pólvora, a la que incorporé, luego de
despojarlos rápidamente de su pulpa, huesos de cereza; disparé hiriéndole en mitad del
testuz, entre los cuernos. El golpe lo aturdió y le hizo tambalearse; pero pudo escapar.
Uno o dos años después cazando en el mismo bosque, encontré un hermosísimo ciervo
que llevaba entre los cuernos un cerezo de diez pies de alto. Recordando entonces mi
aventura del disparo con huesos de cereza, y considerando al ciervo aquel que cosa que
de mucho tiempo atrás me pertenecía legítimamente, lo derribé de un solo tiro,
procurándome al propio tiempo la comida y el postre, pues el árbol hallábase atestado
de cerezas, que eran las más exquisitas que en mi vida haya podido comer.


9.-    EL GIGANTE EGOÍSTA (Inglaterra, Oscar Wilde, 1854-1900)
Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era
un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave.
Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había
doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa
y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se
demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños
dejaban de jugar para escuchar sus trinos. ¡Qué felices somos aquí!, se decían unos a
otros. Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de
Cornish y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya
se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el
Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los
niños jugando en el jardín. ¿Qué hacen aquí?, rugió con su voz retumbante. Los niños
escaparon corriendo en desbandada. Este jardín es mío. Es mi jardín propio, dijo el
Gigante, todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES

Era un Gigante egoísta. Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la
prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, plagada de pedruscos, y
no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante
y recordaban nostálgicamente lo que había detrás. ¡Qué dichosos éramos allí!, se decían
unos a otros. Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores.
Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no
había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez
una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste
por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida. Los únicos
que ahí se sentían a gusto eran la nieve y la escarcha. La primavera se olvidó de este
jardín, se dijeron, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año. La nieve cubrió la
tierra con su gran manto blanco y la escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida
invitaron a su triste amigo el viento del norte para que pasara con ellos el resto de la
temporada. Y llegó el viento del norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por
el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
¡Qué lugar más agradable!, dijo. Tenemos que decirle al granizo que venga a estar con
nosotros también. Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas
tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las
tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se
vestía de gris y su aliento era como el hielo.

No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí, decía el Gigante
Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco,
espero que pronto cambie el tiempo. Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el
verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no
le dio ninguno. Es un gigante demasiado egoísta, decían los frutales. De esta manera,
el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el viento del orte y el
granizo y la escarcha y la nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles. Una
mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa
llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey
de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando
frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un
pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el
granizo detuvo su danza, y el viento del norte dejó de rugir y un perfume delicioso
penetró por entre las persianas abiertas. ¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la
primavera, dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana. ¿Y qué es lo que
vio? Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro
habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un
niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían
cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles.
Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era
realmente un espectáculo muy bello.

Sólo en un rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se
encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del
árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre
árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el viento del norte
soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
¡Sube a mí, niñito!, decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño
era demasiado pequeño. El Gigante sintió que el corazón se le derretía. ¡Cuán egoísta
he sido!, exclamó. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a
ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para
siempre un lugar de juegos para los niños. Estaba de veras arrepentido por lo que había
hecho. Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en
el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el
jardín quedó en invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no
escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante.
Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo
subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus
ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron
que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera
regresó al jardín.

Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos, dijo el Gigante, y tomando un hacha
enorme, echó abajo el muro. Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos
pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían
visto jamás. Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a
despedirse del Gigante. Pero, ¿dónde está el más pequeñito?, preguntó el Gigante, ¿ese
niño que subí al árbol del rincón? El Gigante lo quería más que a los otros, porque el
pequeño le había dado un beso. No lo sabemos, respondieron los niños, se marchó
solito. Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante. Pero los niños contestaron que no
sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más
chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más.

El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer
amiguito y muy a menudo se acordaba de él. ¡Cómo me gustaría volverlo a ver!,
repetía.    Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se
debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los
niños y admiraba su jardín. Tengo muchas flores hermosas, se decía, pero los niños son
las flores más hermosas de todas. Una mañana de invierno miró por la ventana mientras
se vestía. Ya no odiaba al invierno pues sabía que era simplemente la primavera
dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los
ojos, maravillado, y miró, miró… Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En
el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas;
todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol
estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos. Lleno de alegría el
Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño
su rostro enrojeció de ira, y dijo: ¿Quién se ha atrevido a hacerte daño? Porque en la
palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos
en sus pies. ¿Pero quién se atrevió a herirte?, gritó el Gigante. Dímelo, para tomar la
espada y matarlo. ¡No!, respondió el niño. Estas son las heridas del Amor. ¿Quién eres
tú, mi pequeño niñito?, preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de
rodillas ante el pequeño. Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo: Una vez tú me
dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso. Y
cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol.
Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.


10.-   EL PRÍNCIPE FELIZ                    (Inglaterra - Oscar Wilde, 1854-1900)

En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe
Feliz. Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos
centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada por todo lo cual
era muy admirada. Es tan hermoso como una veleta, observó uno de los miembros del
Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor de arte. Ahora, que no es
tan útil, añadió temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico. Y realmente no
lo era. ¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz?, preguntaba una madre cariñosa a su
hijito, que pedía la luna. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a
voz en grito. Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente
feliz, murmuraba un hombre fracasado contemplando la estatua maravillosa.
Verdaderamente parece un ángel, decían los niños hospicianos al salir de la catedral,
vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas. ¿En qué lo
conocéis, replicaba el profesor de matemáticas, si no habéis visto uno nunca? ¡Oh! Los
hemos visto en sueños, respondieron los niños. Y el profesor de matemáticas fruncía
las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se
permitiesen                                                                        soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad. Seis semanas antes
habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás. Estaba enamorada del
más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba
sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla y su talle esbelto la atrajo de tal
modo que se detuvo para hablarle. ¿Quieres que te ame?, dijo la Golondrina, que no se
andaba nunca con rodeos. Y el Junco le hizo un profundo saludo. Entonces la
Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de
plata. Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano. Es un
enamoramiento ridículo, gorjeaban las otras golondrinas. Ese Junco es un pobretón y
tiene realmente demasiada familia. Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo. Una vez que se
fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante. No sabe
hablar, decía ella. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la
brisa. Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa el Junco multiplicaba sus más
graciosas reverencias. Veo que es muy casero, murmuraba la Golondrina. A mí me
gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.
¿Quieres seguirme?, preguntó por último la Golondrina al Junco. Pero el Junco movió
la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar. ¡Te has burlado de mí!, le gritó la
Golondrina. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós! Y la Golondrina se fue. Voló durante
todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad. ¿Dónde buscaré un abrigo?, se dijo.
Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme. Entonces divisó la
estatua sobre la columnita. Voy a cobijarme allí, gritó. El sitio es bonito. Hay mucho
aire fresco. Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz. Tengo una
habitación dorada, se dijo quedamente después de mirar en torno suyo. Y se dispuso a
dormir. Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una
pesada gota de agua. ¡Qué curioso!, exclamó. No hay una sola nube en el cielo, las
estrellas están claras y brillantes ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es
verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota. ¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia?,
dijo la Golondrina. Voy a buscar un buen copete de chimenea. Y se dispuso a volar
más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota. La Golondrina miró
hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio! Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de
lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro. Su faz era tan bella a la luz de la luna,
que la Golondrinita sintióse llena de piedad. ¿Quién sois?, dijo. Soy el Príncipe Feliz.
Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo?, preguntó la Golondrina. Me habéis
empapado casi. Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre, replicó la
estatua, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la
Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con
mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del
jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de
ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el
Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así
morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades
y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más
recurso                                       que                                      llorar.

¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?, pensó la Golondrina para sus adentros, pues
estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las
personas. Allí abajo, continuó la estatua con su voz baja y musical, allí abajo, en una
callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver
a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos
hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda
pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más
bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su
hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del
río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi
espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover. Me esperan en
Egipto, respondió la Golondrina. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo
y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El
mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado
con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y
sus manos son como unas hojas secas. Golondrina, Golondrina, Golondrinita, dijo el
Príncipe, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el
niño y tanta tristeza la madre! No creo que me agraden los niños, contestó la
Golondrina. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal
educados, los hijos del molinero, no paraban un momento de tirarme piedras. Claro es
que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y
además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era
una falta de respeto. Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita
se                                    quedó                                      apenada.

Mucho frío hace aquí, le dijo, pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra
mensajera. Gracias, Golondrinita, respondió el Príncipe. Entonces la Golondrinita
arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los
tejados de la ciudad. Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles
esculpidos en mármol blanco. Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile. Una
bella muchacha apareció en el balcón con su novio. ¡Qué hermosas son las estrellas, le
dijo, y qué poderosa es la fuerza del amor! Querría que mi vestido estuviese acabado
para el baile oficial, respondió ella. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero
son tan perezosas las costureras! Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los
mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre
ellos y pesando monedas en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre vivienda y echó
un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre se había
quedado dormida de cansancio. La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí
en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del
lecho, abanicando con sus alas la cara del niño. ¡Qué fresco más dulce siento!,
murmuró el niño. Debo estar mejor. Y cayó en un delicioso sueño. Entonces la
Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
Es curioso, observa ella, pero ahora casi siento calor, y sin embargo hace mucho frío. Y
la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba
se dormía. Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño. ¡Notable fenómeno!,
exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente. ¡Una golondrina en
invierno! Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local. Todo el
mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!... Esta noche
parto para Egipto, se decía la Golondrina. Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.
Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del
campanario de la iglesia. Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose
unos a otros: ¡Qué extranjera más distinguida! Y esto la llenaba de gozo. Al salir la
luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz. ¿Tenéis algún encargo para Egipto?, le
gritó.           Voy             a            emprender              la          marcha.

Golondrina, Golondrina, Golondrinita, dijo el Príncipe, ¿no te quedarás otra noche
conmigo? Me esperan en Egipto, respondió la Golondrina. Mañana mis amigas volarán
hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios
Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche
y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos
leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos
más atronadores que los rugidos de la catarata. Golondrina, Golondrina, Golondrinita,
dijo el Príncipe, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla.
Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo
de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de
granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el
director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno
en el aposento y el hambre lo ha rendido. Me quedaré otra noche con vos, dijo la
Golondrina, que tenía realmente buen corazón. ¿Debo llevarle otro rubí? ¡Ay! No tengo
más rubíes, dijo el Príncipe. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros
extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y
llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su
obra. Amado Príncipe, dijo la Golondrina, no puedo hacer eso. Y se puso a llorar.
¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita!, dijo el Príncipe. Haz lo que te pido. Entonces
la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era
fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él
como una flecha y se encontró en la habitación. El joven tenía la cabeza hundida en las
manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro
colocado sobre las violetas marchitas. Empiezo a ser estimado, exclamó. Esto proviene
de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra. Y parecía completamente
feliz. Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto. Descansó sobre el mástil de
un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando
de unos cabos. ¡Ah, iza! gritaban a cada caja que llegaba al puente. ¡Me voy a Egipto!,
les gritó la Golondrina. Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el
Príncipe Feliz. He venido para decirte adiós, le dijo. ¡Golondrina, Golondrina,
Golondrinita!, exclamó el Príncipe. ¿No te quedarás conmigo una noche más? Es
invierno, replicó la Golondrina, y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta
el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran
perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el
templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan.
Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima
os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí
será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano. Allá abajo, en
la plazoleta, contestó el Príncipe Feliz, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas.
Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva
algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al
descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará. Pasaré otra noche
con vos, dijo la Golondrina, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os
quedaríais                        ciego                      del                      todo.
¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita!, dijo el Príncipe, haz lo que te mando.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo
llevándoselo. Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya
en la palma de su mano. ¡Qué bonito pedazo de cristal!, exclamó la niña, y corrió a su
casa muy alegre. Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe. Ahora
estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre. No, Golondrinita, dijo el pobre
Príncipe. Tienes que ir a Egipto. Me quedaré con vos para siempre, dijo la Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del
Príncipe     y    le refirió       lo    que había      visto    en     países   extraños.

Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a
picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el
desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos,
pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de
la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran
serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar
con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago
sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas. Querida
Golondrinita, dijo el Príncipe, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún
es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la
miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.                 Entonces la
Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus
magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas. Voló por
los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre,
mirando con apatía las calles negras. Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos
niñitos abrazados uno a otro para calentarse. ¡Qué hambre tenemos!, decían. ¡No se
puede estar tumbado aquí!, les gritó un guardia. Y se alejaron bajo la lluvia. Entonces
la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto. Estoy
cubierto de oro fino, dijo el Príncipe, despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres.
Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices. Hoja por hoja arrancó la
Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza. Hoja
por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente
sonrosadas y rieron y jugaron por la calle. ¡Ya tenemos pan!, gritaban. Entonces llegó
la nieve y después de la nieve el hielo. Las calles parecían empedradas de plata por lo
que brillaban y relucían. Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían
de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban
gorritos rojos y patinaban sobre el hielo. La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más
frío, pero no quería abandonar al Príncipe: lo amaba demasiado para hacerlo. Picoteaba
las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo
las alas. Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez
más sobre el hombro del Príncipe. ¡Adiós, amado Príncipe!, murmuró. Permitid que os
bese la mano. Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina, dijo el
Príncipe. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los
labios porque te amo. No es a Egipto adonde voy a ir, dijo la Golondrina. Voy a ir a la
morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?

Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies. En el mismo instante
sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo. El
hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacia un frío
terrible. A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta
con dos concejales de la ciudad. Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la
estatua. ¡Dios mío!, exclamó. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz! ¡Sí, está
verdaderamente andrajoso!, dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la
opinión del alcalde. Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua. El rubí
de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado, dijo el alcalde. En resumidas
cuentas, que está lo mismo que un pordiosero. ¡Lo mismo que un pordiosero!,
repitieron a coro los concejales. Y tiene a sus pies un pájaro muerto, prosiguió el
alcalde. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran
aquí. Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea. Entonces fue
derribada           la          estatua            del           Príncipe          Feliz.

¡Al no ser ya bello, de nada sirve!, dijo el profesor de estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para
decidir lo que debía hacerse con el metal. Podríamos, propuso, hacer otra estatua. La
mía, por ejemplo. O la mía, dijeron los concejales uno a uno. Y acabaron disputando.
¡Qué cosa más rara!, dijo el oficial primero de la fundición. Este corazón de plomo no
quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho. Los fundidores lo
arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta. Tráeme las dos cosas
más preciosas de la ciudad, dijo Dios a uno de sus ángeles. Y el ángel se llevó el
corazón de plomo y el pájaro muerto. Has elegido bien, dijo Dios. En mi jardín del
Paraíso este pajarito cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz
repetirá mis alabanzas.


11..- EL SUCESO DE LA ARDILLA                   (Suecia - Fragmento de “El Maravilloso
viaje de                                                   Nils Holgersson a través de
Suecia”, de Selma                                                Lagerlöf, 1858-1940)

Una vez, a orillas del Vombsjo, en una rama de avellano había sido cogida una ardilla, a
la que llevaron a una granja próxima. Todos los moradores de la granja, jóvenes y
viejos, alegrábanse infinito al ver el pequeño animal, tan hermoso con su bonita cola,
sus ojos inteligentes y curiosos y sus patitas delicadas. Imaginaban ya un bello
espectáculo para todo el verano al contemplar los movimientos de la ágil ardilla, su
manera de descortezar rápidamente las avellanas y sus ojos despiertos y alegres. La
ardilla fue instalada en una vieja jaula a modo de una casita pintada de verde y una
rueda de alambre. La casita, que tenía puertas y ventanas, servía para comedor y
dormitorio, y allí se le preparó un lecho de hojas y se le puso un poco de leche y un
puñado de avellanas. La rueda sería el lugar de esparcimiento, donde el animalito
podría correr y trepar.

Las gentes de la granja encontraron admirable cuanto habían hecho para mayor
comodidad de la ardilla; por eso fue tan grande su asombro al descubrir que ésta no
encontraba agradable su habitación. Permanecía triste e inmóvil en un rincón de la jaula
y de tiempo en tiempo exhalaba un suspiro quejumbroso. Al ver que no probaba
alimento, decían las gentes: Es que tiene miedo. Mañana, cuando no extrañe su
encierro, comerá y jugará. Las mujeres de la casa sintieron de súbito la necesidad de
comer. En seguida comenzaron a amasar pan, y bien porque un hechizo retrasara el
trabajo impidiendo la levadura de la pasta, o bien porque la pereza se apoderara de
todos, el caso es que hubo que trabajar hasta muy entrada la noche. En la cocina
reinaba una actividad febril, y no había tiempo para pensar en la ardilla.

En la casa había una anciana harto cargada de años para que pudiese ayudar a hacer el
pan, y aunque se daba perfecta cuenta de ello, no se resignaba a que los demás
prescindieran de sus servicios. Como su tristeza no la dejaba dormir, optó por sentarse
junta a una ventana y mirar hacia fuera. A causa del calor habían dejado abierta la
puerta de la cocina y la luz que en ella había iluminaba todo el corral, rodeado de una
cerca tan baja que permitía ver la casa de enfrente, tan bien alumbrada entonces que la
anciana podía distinguir los agujeros y hendiduras de las paredes. Veía también la jaula
de la ardilla, puesta en el lugar más iluminado, pudiendo observar que durante la noche
la ardilla no cesó de ir de la casita a la rueda y de ésta a la casita. Pensó que del animal
se había apoderado una extraña inquietud, sin dejar de suponer que la causa de la misma
podía ser la fuerte luz que le imposibilitaba dormir.

Entre el establo y la cuadra había un largo corredor cubierto que conducía a la puerta de
entrada y el cual estaba situado de tal modo que la luz llegaba hasta él. Ya bastante
adelantada la noche la anciana vio entrar de repente por el hueco de la puerta a un
hombrecito que no mediría un palmo y que andaba a pasitos. Calzaba y llevaba
pantalones de cuero como los obreros. La vieja comprendió al punto que no podía ser
otra cosa que el duende, y tuvo miedo. Siempre había oído decir que el duende habitaba
por allí y que llevaba la felicidad a todas partes. Apenas llegó al corral dirigióse hacia
la jaula donde estaba encerrada la ardilla. No pudiendo alcanzarla, buscó una caña que
colocó contra la jaula y por la cual trepó con la misma rapidez y maestría que un marino
a lo largo de un mástil. Golpeó la puerta de la casita verde; pero la vieja quedóse
tranquila al recordar que los niños la habían sujetado con una cadena por temor a que
los hijos del vecino vinieran a robarles su ardilla. El duende no podía abrir la puerta, y
la vieja vio cómo la ardilla salió para dirigirse a la rueda. Allí mantuvieron los dos un
largo conciábulo, terminado el cual descendió el duende a lo largo de la caña y
desapareció por la puerta.

La vieja creyó que ya no lo volvería a ver aquella noche; pero como permaneció en su
sitio junto a la ventana, un instante después contemplaba de nuevo al duendecillo.
Ahora sus pies parecían no tocar el suelo de tan aprisa que corrían en dirección a la
jaula. La anciana pudo verlo perfectamente con sus ojos de présbita. Vio también que
llevaba algo en sus manos, mas sin distinguir lo que era. Dejó en tierra lo que llevaba
en su mano izquierda y subió a la jaula lo que llevaba en la derecha. De un puntapié
hizo saltar una de las ventanas y entregó a la ardilla lo que llevaba. Volvió a bajar,
recogió lo que dejara en el suelo y subió de nuevo. Hecho esto desapareció tan
rápidamente que la anciana apenas si pudo seguirle con la mirada.

Entonces fue la vieja la que no pudo permanecer tranquila en la casa, lentamente ganó la
puerta y se ocultó tras la bomba del agua para espiar al duende. En la casa había otro ser
que presenció lo sucedido y se mostraba también intranquilo; era el gato, que se deslizó
silenciosamente hasta la pared y se detuvo un poco antes de llegar a la raya que dibujaba
la luz. Allí esperaron largo tiempo, soportando el frío de aquella noche de marzo. Ya
estaba la vieja dispuesta a retirarse cuando oyó pasos; era el duende que se aproximaba
corriendo. Como antes, llevaba algo en las manos; pero lo de ahora chillaba y se
agitaba. La vieja comprendió que había ido al bosque de avellanos a buscar a los hijos
de la ardilla, y que ahora los dejaría con la madre para que no murieran de hambre.

La vieja permaneció inmóvil para no asustarlo con el menor ruido, y el duende se
mostraba tranquilo. Iba a dejar uno de los animalitos en el suelo para subir con el otro
hasta la jaula cuando vio brillar muy cerca de donde estaba los ojos del gato. El duende
quedó sin movimiento, desconcertado, con un pequeñuelo en cada mano, se repuso
luego, miró a todos lados y al descubrir a la anciana no vaciló en correr hacia ella para
entregarle uno de los bichitos. La vieja no quería mostrarse indigna de esta confianza.
Se inclinó, tomó la ardillita con cuidado y la guardó hasta que el duende hubo llevado la
otra a la jaula y volvió a coger la que dejara.

Cuando a la mañana siguiente reuniéronse las gentes de la granja a la hora del desayuno,
la vieja no pudo dejar de referir lo que había presenciado aquella noche. Todos se
burlaron, naturalmente, diciéndole que era un sueño: Las ardillas no criaban en tal
época del año. Pero ella estaba cierta de lo que les decía, y solo les rogaba que vieran la
jaula. Así lo hicieron. Sobre el lecho de hojas había cuatro pequeñuelos todavía sin pelo
y medio ciegos, que apenas si contarían tres días de existencia. Y al verles, dijo el
dueño de la granja: Sea lo que sea, lo único cierto es que deberíamos estar
avergonzados. Seguidamente sacó de la jaula la ardilla y sus pequeñuelos y
poniéndoselos a la vieja en el delantal, le dijo: Llévalos al bosque de nogales y déjalos
en libertad. Tal es el acontecimiento del que hablaron hasta los periódicos y que
muchos se resistieron a creer porque no acertaban a explicárselo.
12.-   AMIGOS                   (Arabia)
Dos amigos viajaban por el desierto y en un determinado punto del viaje discutieron. El
otro, ofendido, sin nada que decir, escribió en la arena: Hoy mi mejor amigo me pegó
una bofetada en el rostro.
Siguieron adelante y llegaron a un oasis donde resolvieron bañarse. El que había sido
abofeteado y lastimado comenzó a ahogarse, siendo salvado por el amigo. Al
recuperarse tomó un estilete y escribió en una piedra: Hoy mi mejor amigo me salvó la
vida.
Intrigado, el amigo preguntó:
¿Por qué, después que te lastimé, escribiste en la arena, y ahora escribes en una piedra?
Sonriendo, el otro amigo respondió:
Cuando un gran amigo nos ofende, deberemos escribir en la arena donde el viento del
olvido y el perdón se encargarán de borrarlo y apagarlo.
Y cuando nos pase algo grandioso, deberemos grabarlo en la piedra de la memoria del
corazón donde viento ninguno en todo el mundo podrá borrarlo.


13.-   EL CHICO Y EL COCODRILO                      (África)
Un chico preguntó a sus padres: Madre y padre ¿puedo ir a la selva a buscar leña? Sus
padres le dieron permiso y el chico cogió un hacha y un canasto para llevar en su
cabeza. Se adentró en la selva, y hacia el mediodía había recogido un montón de leña.
La puso en el canasto y buscó una cuerda para atarla bien. Subió una gran colina y vio
un lago a poca distancia. El chico pensó: Tengo sed, iré a beber antes de coger la
cuerda. Pero mientras estaba bebiendo se encontró cara a cara con un cocodrilo.
Empezó a correr pero el cocodrilo lo llamó: Niño, ayúdame, por favor. Hace tres días
que estoy aquí sin comida. Si te vas, seguramente moriré. El cocodrilo se llamaba
Bambo. Pensó que ese chico podría ser bueno para comer y le dijo: Mi problema es
similar a éste. ¿Sabes que el viento arrastra hojas secas por el suelo y las mete en un
agujero? Y este mismo viento que las ha arrastrado hasta allí no podrá sacarlas de
nuevo. Y las hojas tampoco podrán nunca salir por sí mismas. Pues lo mismo me pasa a
mí. Vine a este lago desde el río, pero ahora el río se ha secado y no puedo regresar.
Chico, debes ayudarme a regresar, si no seguro que moriré.
El muchacho empezó a llorar, estaba preocupado por el cocodrilo y no quería que
muriese. No hay por qué llorar, chico, dijo Bambo, no voy a comerte. ¿Cómo voy a
poder transportarte? Tú eres más grande que yo, y más fuerte que yo, y más largo que
yo, preguntó el pequeño. Ese no es ningún problema: coge tu hacha y corta dos largos
palos, respondió Bambo. El chico siguió las instrucciones del cocodrilo. Cortó los palos
y puso uno de ellos en el suelo, luego puso al cocodrilo encima, el otro palo sobre la
espalda del cocodrilo y finalmente ató al cocodrilo desde la cabeza hasta la cola. Lo alzó
un poco y lo arrastró hasta el río. Mientras, lloraba y cantaba:
      Oh, tengo miedo al cocodrilo, tengo miedo al cocodrilo, tengo miedo porque me
comerá.
Bambo le dijo: No voy a comerte. Si lo hiciera significaría que habría recompensado tu
buena acción con malicia. Pero el chico continuó cantando su canción. Cuando
finalmente llegaron al río, el muchacho quiso poner al cocodrilo de espaldas, pero
Bambo dijo: Si me dejas aquí de este modo no habrás mantenido tu promesa. Me has
traído a través de toda la colina desde donde he estado sin comida durante tres días.
Fuiste tú, chico, quien me salvó. Después de hacer tan buena acción, por favor, no me
dejes así tan cerca del río. Por lo tanto, el chico introdujo al cocodrilo en el río, hasta
que el agua le cubrió la cintura. Un poco más, un poco más, imploró Bambo. Es que el
agua me llega hasta la cintura, contestó el chico, y no sé nadar. Si realmente deseas que
la recompensa no se torne en malicia, deja que te suelte aquí mismo. Por favor,
muchacho, sólo un poco más lejos. El chico continuó unos cuantos pasos más, hasta
que el agua le llegó al cuello. Déjame soltarte aquí, rogó el muchacho. De acuerdo,
contestó Bambo. Lo soltó y luego desató las cuerdas desde la cabeza hasta la cola.
Inmediatamente el cocodrilo se dio la vuelta y apresó con sus enormes garras al chico.
Tres días de ayuno en el lago seco habían despertado un gran apetito en Bambo. ¿Cómo
puedes hacer algo así?, gritó enfurecido y sollozando el chico. Ya has olvidado tu
promesa. Bien. Debiste pensar que esa promesa no iba muy en serio. Después de todo,
estaba atrapado en el lago; pero ahora, si te dejo escapar, no tendré comida. Es un poco
desafortunado para ti, pero debes comprender mi situación, expuso Bambo. Sabía que
me comerías, replicó el chico. Por esto he estado llorando todo el rato. Sabía que
recompensarías mi buena acción con malicia.
Pero debo comerte, dijo Bambo, porque estoy hambriento. Y si te dejo escapar, nunca
más encontraré una presa mejor. Había un árbol en la orilla del río. El chico dijo al
cocodrilo: Antes de comerme, podríamos exponer nuestro caso ante este árbol. Vamos
a ver qué dice. Al cocodrilo le pareció bien y los dos expusieron sus historias al árbol.
Cuando terminaron, el árbol sacudió sus ramas y habló: Cocodrilo. ¡Sí!, exclamó
Bambo. Creo que esta vez tienes razón. Nosotros los árboles sabemos lo ingratos que
pueden ser los humanos. Vienen y se sientan bajo nuestra sombra, y los protegemos del
sol abrasador. Nosotros les proporcionamos medicamentos y los ayudamos a que llueva
mucho para el bien de sus tierras. Pero tan pronto como somos grandes y fuertes, vienen
y nos cortan para sus egoístas propósitos. Son locos y desagradecidos. Cocodrilo, coge
tu presa, sentenció solemne el árbol. Bambo quedó encantado con lo que el árbol había
dicho. Ya lo has oído, dijo, es cierto que puedo comerte. Todo el mundo sabe lo
ingratos que son los humanos. El chico empezó a cantar esta canción:
Oh, tengo miedo al cocodrilo, tengo miedo al cocodrilo. Tengo miedo porque me
comerá.
Justo en ese momento, una vaca venía de beber del río. El chico le dijo al cocodrilo:
Podríamos exponer nuestro caso a esta vaca también. Estoy seguro de que ella no estaría
de acuerdo con el árbol. Deja que veamos lo que ella nos tiene que decir. Bambo estuvo
de acuerdo y llamaron a la vaca, que ya había terminado de beber. Cuando ambos
terminaron de contar su historia la vaca levantó la cabeza y dijo: Cocodrilo. ¿Si?,
preguntó Bambo. Puedes comértelo. Los humanos son las criaturas más ingratas que
existen. Mientras era joven y los humanos podían beber mi leche, me daban comida y
agua, pero ahora que soy vieja y mi leche se ha secado me han abandonado y no me dan
ni siquiera agua para beber. Tú mismo has podido ver el largo camino que he recorrido
sólo para beber. Por lo tanto, cocodrilo, creo que tienes razón. Puedes comerte a tu
presa, sentenció la vaca. El chico empezó a cantar su canción de nuevo.
Oh, tengo miedo al cocodrilo, tengo miedo al cocodrilo. Tengo miedo porque me
comerá.
El chico cantaba y el cocodrilo se disponía a comérselo cuando un asno se acercó al río
para beber. Espera, reclamó el chico. Deja que contemos nuestras historias al asno.
¡Chico!, gritó enfurecido Bambo, no importa lo que él diga, te voy a comer de todos
modos. Aun así deja que escuchemos lo que él tiene que decir, rogó el joven. El asno
bebió hasta que tuvo lleno el estómago, y entonces ambos le contaron sus historias.
Después de escuchar atentamente, dijo: ¡Cocodrilo! ¿Sí?, replicó Bambo. Cuando yo
era joven los humanos ponían sobre mí todo tipo de cargas, pero ahora soy viejo y casi
no puedo cargar ni conmigo mismo, me han abandonado. Dejaron de darme hierba para
comer y me negaron incluso el agua para beber. Los humanos son los seres más ingratos
de este mundo. Puedes comértelo, sentenció el asno. ¡Ah!, exclamó Bambo, no pienso
dejarte libre, no hay nada que te pueda salvar. Pero antes de que pudiera comérselo, un
conejo pasó corriendo hacia el río. Contemos también nuestra historia al conejo,
suplicó de nuevo el muchacho. ¡Chico! Tengo hambre y empiezo a estar aburrido de
este juego, exclamó el cocodrilo. ¡Oh! ¡Por favor! Sólo una vez más, insistió el chico.
De acuerdo, pero el conejo va a ser el último al que vamos a consultar. Cuando el
conejo hubo bebido hasta tener lleno su estómago, los miró y les preguntó qué ocurría.
El cocodrilo le contó lo que venía al caso. El chico empezó a contar sus razones, pero el
conejo de repente lo interrumpió.
¡Cállate! He oído hablar de ti. Todo el mundo aquí sabe lo testarudo que eres. Que hable
primero el cocodrilo. En medio de las explicaciones se giró hacia el cocodrilo y le dijo:
Perdona. Mis orejas son muy grandes pero no oigo muy bien. ¿Podrías acercarte a mí un
poco más? El cocodrilo y el chico se acercaron al conejo. El nivel del agua bajó hasta el
pecho del muchacho. El cocodrilo volvió a contar su historia y cuando terminó, el
conejo dijo: Cocodrilo, aún no puedo oírte. Por favor acércate hasta la orilla. No te
preocupes, es seguro. No veo ninguna posibilidad de que este chico pueda escapar de ti.
El chico y el cocodrilo así lo hicieron. Ahora, dijo el conejo ¿podrían contarme una vez
más sus historias?
El cocodrilo explicó su versión y después dejó que el muchacho contara la suya.
Cuando terminaron el conejo dijo. Chico, eres un mentiroso. Eres tan pequeño y el
cocodrilo tan grande que no hay ninguna posibilidad de que puedas cargar con el
cocodrilo desde la colina hasta aquí. Si esto es posible, déjame ver cómo lo haces. El
cocodrilo desconfiaba, pero el conejo lo calmó: Acérquense y salgan del agua, te
prometo que pronto vas a comértelo. El chico cogió dos largos palos, puso al cocodrilo
encima de uno de ellos y el otro sobre su lomo. Después lo ató desde la cabeza hasta la
cola. ¡El cocodrilo estaba atrapado! No podía moverse. Entonces el conejo preguntó al
muchacho: ¿Le gusta la carne de cocodrilo a tu gente? Es la única carne que les gusta,
contestó el chico. Bien, entonces aquí tienes tu presa, dijo el conejo. El chico cargó
con el cocodrilo y lo llevó hasta su casa. Mientras tanto el cocodrilo cantaba:
       Oh, tengo miedo al chico, tengo miedo al chico. Tengo miedo porque me
       comerá.
Cuando su gente lo vio llegar con el cocodrilo atado entre dos palos, empezaron a gritar:
¡Miren!¡Nuestro muchacho se fue a buscar leña y trae un cocodrilo! Esto no es todo,
dijo el chico, también hay un conejo entre los matorrales. Tenemos que ir a cazarlo.
Todos los niños siguieron al chico y llevaron a sus perros. El conejo, al oír tanto ruido,
se dijo: Debo marcharme de este lugar y ocultarme, los humanos son los seres más
ingratos que existen. Los niños lo buscaron por todas partes pero no lo pudieron
encontrar. Cuando finalmente desistieron y estaban volviendo a casa, el conejo llamó al
muchacho y le dijo. Lo que dijeron el árbol, la vaca y el asno sobre los seres humanos
es totalmente cierto. Fui yo, el conejo, quien te salvó la vida, y ahora tú quieres
comerme del mismo modo como el cocodrilo quería comerte. No quiero saber nada de
ti.
Se dice que por esta razón los conejos corren tan rápido cuando ven a un ser humano.
Antes de que esto sucediera, si alguien se perdía en la selva, un conejo siempre salía
para indicarle el camino de regreso.


14.- JESUCRISTO Y LA VIEJITA                 (Perú - Tradición de Suyo, recogida por
José                                                        Zapata)
Cristo andaba por este mundo con San Pedro y San Juan, caminaban en un desierto y
llegaron a una casa donde vivía una mujer mayor, muy pobre. Lo único que tenía era un
vaso de oro en el que creía como si fuera su dios. Llegaron ellos y le pidieron agua.
Ella sacó el vaso de oro y les dio el agua, tomaron los tres y a la hora de irse Jesús le
robó el vaso a la señora. Luego llegaron a un lugar donde había un rey y Jesús le regaló
el vaso de oro. San Pedro le dijo: No, Señor, no puedes hacer eso, ¿cómo le quitas a
esa pobre mujer que no tiene nada, para regalárselo al que tiene tanto? Pedro, tú no
sabes, yo sé lo que hago, dijo Jesús. Pedro insistió tanto que Jesús aceptó cambiarle la
fortuna a la viejita. Así, de la noche a la mañana la viejita se hizo rica, pero se volvió
mala, insultaba a los empleados, no hablaba con los pobres. Pasado el tiempo, los tres
regresaron por ahí, pero San Juan y San Pedro no se acordaban de la viejita, dónde
vivía, cómo era. Llegaron a la casa a pedir posada. Llamaron pero no salió la señora
sino sus empleados, y cuando éstos le avisaron que había unos pobres pidiendo posada,
la mujer dijo que no, que seguramente eran ladrones. Ellos insistieron y finalmente les
permitió que se quedaran con los animales. Jesús echó a Pedro en una esquina, a Juan
en medio y Él se echó en un rincón. A la madrugada la señora empezó a gritar a los
empleados para que se fueran los viajeros. Pero ellos no se iban, hasta que se levantó la
mujer y al ver a Pedro lo atacó furiosa. Pedro le decía a Jesús: Vámonos, Señor, que
esta mujer me ha pegado. No, todavía no es hora, más tarde nos vamos, dijo Jesús, y tú
échate al medio para que Juan pase a la esquina. Al rato salió la viejita de nuevo, y al
ver que no se habían ido le empezó a pegar al del medio, que era Pedro otra vez. Señor,
mira que esta vieja me ha vuelto a pegar, y ¿por qué no te pega a ti ni a Juan? Ya,
Pedro, échate al rincón y yo me paso a la esquina, dijo Jesús. Cuando regresó la mujer
le volvió a pegar a Pedro que ahora estaba en el rincón. Señor, que esta mujer me va a
matar, gritaba Pedro. Ya nos vamos, dijo el Señor. Ya en el camino, Pedro le pidió a
Jesús que castigara a la vieja por haberle pegado. No, Pedro, dijo Jesús, yo no la puedo
castigar ahora porque es la misma viejita a la que le quité el vaso y que tú quisiste que le
cambiara la fortuna.




15.- EL MARAVILLOSO VIAJE DE NILS HOLGERSSON A TRAVES DE SUECIA
                     (Suecia - Selma Lagerlöf, 1858-1940)

Érase un muchacho que no pasaría de los 14 años, alto, desmadejado, de cabellos rubios
como el cáñamo. El pobre no servía para maldita la cosa. Dormir y comer eran sus
ocupaciones favoritas y era también muy dado a juegos. Un domingo por la mañana
disponíanse sus padres a marchar a la iglesia. El muchacho, en mangas de camisa y
sentado sobre un ángulo de la mesa, regocijábase al verles a punto de partir pensando en
que iba a ser dueño de sí durante un par de horas..

Cuando se vayan, pensaba para sus adentros, podré descolgar la escopeta de mi padre y
hacer un disparo sin que nadie se meta conmigo. Se hubiera dicho que el padre
adivinaba las intenciones del muchacho por cuanto en el momento de salir le dijo: Ya
que no quieres venir al templo conmigo y con tu madre, podrías muy bien leer en casa
los sermones del domingo. ¿Me prometes hacerlo? Lo haré si usted quiere, dijo,
pensando, como era de suponer, que no leería más que lo que le viniese en gana. Jamás
había visto el muchacho que su madre procediera con tanta prisa. En un abrir y cerrar de
ojos se fue hasta el armario colgado de la pared, sacó el sermonario bíblico y lo dejó en
la mesa, ante la luz de la ventana y abierto por la página del sermón del día.

Presurosamente buscó también el evangelio de tal domingo y lo puso junto al
sermonario. Por último, aproximó a la mesa el gran sillón que comprara el año
precedente en la subasta de la casa del cura de Vemmenhog, y en el que de ordinario
solo el padre tenía derecho a sentarse. Sentóse el rapaz pensando que la madre se
procuraba hartas molestias para prepararle la escena, ya que apenas si llegaría a leer una
o dos páginas. Pero el padre pareció adivinarle nuevamente las intenciones que
abrigaba al decirle con voz severa: Conviene que leas detenidamente, porque cuando
regresemos te preguntaré página por página; y ay de ti si has saltado alguna! El sermón
tiene catorce páginas y media, añadió la madre como para colmar la medida, debes
comenzar en seguida si quieres tener tiempo para leerlo.

Por fin partieron. Desde la puerta vio el muchacho cómo se alejaban. Estarán muy
contentos, murmuraba, con creer que han hallado el medio de tenerme sujeto al libro
durante su ausencia. Mas el padre y la madre estaban, por el contrario, muy afligidos.
Eran unos modestos terratenientes, su posesión no era más grande que el rincón de un
jardín. Cuando se instalaron en ella apenas si bastaba para el sustento de un cerdo y un
par de gallinas. Duros para la faena, trabajadores y activos, habían logrado reunir
algunas vacas y patos. Se habían desenvuelto bien y en esta hermosa mañana hubieran
partido muy contentos camino de la iglesia de no haber pensado en su hijo. Al padre le
afligía verlo tan perezoso y falto de voluntad, no había querido aprender nada en la
escuela; solo era capaz de cuidar los patos. Su madre no negaba que esto fuese verdad;
pero lo que más le entristecía era verl tan insensible, cruel con los animales y hostil al
trato con los hombres. Dios mío, acaba con su maldad y cambia su modo de sentir,
suspiraba, porque de lo contrario, hará su desgracia y la nuestra!

El muchacho reflexionó largo rato acerca de si leería o no el sermón, y, por último
comprendió que esta vez lo mejor era obedecer a sus padres. Se arrellenó en el sillón y
estuvo un rato leyendo a media voz, hasta que le adormeció su mismo sonsonete,
comenzando a dar cabezadas. Hacía un magnífico tiempo de primavera. Estábamos a
20 de marzo y como el muchacho vivía en la parte oeste del distrito de Vemmenhog y
hacia el sur de la provincia de Escania, la primavera se había iniciado ya francamente.
Los árboles no reverdecían todavía; pero apuntaban los primeros brotes y los vástagos
comenzaban a desarrollarse. Corría el agua por todos los regatos y el tusílago florecía en
los bordes de los caminos. El musgo y los líquenes que adornaban las paredes de las
casas parecían bruñidos y brillaban al sol. El bosque de bayas, que cubría el fondo, se
hinchaba a ojos vistas y parecía expresarse a cada instante. El cielo se veía muy alto y
su color era de un azul purísimo Por la puerta entreabierta de la casita penetraba el canto
de la alondra. En el corral picoteaban las gallinas y los patos. Las vacas, que sentían la
fragancia primaveral, aún encerradas en su establo, dejaban oír de tiempo en tiempo un
largo mugido.

El muchacho leía, se amodorraba y daba cabezadas en su lucha contra el sueño. No
quiero dormirme, porque entonces no acabaría de leer en toda la mañana. Pero, a
despecho de esa resolución, acabó por dormirse. ¿He dormido mucho tiempo o solo
unos instantes?, se preguntó al despertarlo un ligero ruido que oyó a sus espaldas. En el
alféizar de la ventana, frente a él descubrió un lindo espejito, en el que se reflejaba casi
toda la habitación. Lo vio en uno de sus movimientos de cabeza y quedó atónito al ver
que la tapa del cofre de su madre había sido levantada. La madre poseía un gran cofre
de roble, pesado y macizo, con guarniciones de herraje, que nunca dejó abrir a nadie.
Allí conservaba todas las cosas que heredara de su madre y que tenía en mucha estima.
Eran trajes de aldeana a la antigua usanza, de paño rojo, con corpiño y falda plisada y
plastrones bordados en perlas. Eran cofias blancas, tiesas por el almidón, y broches y
cadenas de plata. Las gentes no querían llevar estas cosas pasadas de moda, y la madre
se había propuesto repetidas veces deshacerse de ellas; pero nunca acabó por decidirse:
las tenía muy grabadas en el corazón.

El muchacho vio en el espejo que el cofre estaba abierto. No comprendía cómo había
sido esto posible, porque estaba seguro que su madre cerró el cofre antes de partir;
jamás lo hubiera abierto quedando su hijo solo en casa. Al punto sintió que se
apoderaba de él un gran malestar. Temía que un ladrón se hubiera deslizado en la casa.
No se atrevía ni a respirar: inmóvil, miraba fijamente al espejo. Sentíase atemorizado
en espera que apareciera el ladrón, cuando le extrañó ver cierta sombra negra sobre el
borde del cofre. Miraba y remiraba, sin creer lo que sus ojos veían. Poco a poco fue
precisándose lo que al principio no era más que una sombra y tardó poco en darse
cuenta de que la sombra era una realidad. No era más ni menos que un pequeño duende
que, sentado a horcajadas, cabalgaba en el canto del cofre.

El muchacho había oído ciertamente hablar de los duendes; pero jamás pudo imaginar
que fuesen tan pequeños. No tendría mayor altura que el ancho de la mano, sentado
como se hallaba en el borde del cofre. Su cara avejentada era rugosa e imberbe y vestía
larga levita con calzón corto y sombrero negro de anchas alas. Su aspecto era elegante
y distinguido: llevaba blandas blancas en mangas y cuello, zapatos con hebilla y ligas
con grandes lazos. Del fondo del cofre había sacado un plastrón bordado y lo
examinaba tan detenidamente que no pudo advertir que el muchacho se había
despertado y no salía de su asombro pero en verdad tampoco se asustó de tal duende.
No creía del caso tener miedo por cosa tan pequeña y como quiera que el duende
hallábase absorto en su contemplación hasta el punto de no ver ni oír nada, pensó el
muchacho que sería muy divertido hacerle blanco de una jugarreta: meterle, por
ejemplo, dentro del cofre y echar sobre él la tapa o algo por el estilo.

Su valor no llegaba hasta el extremo de atreverse a coger al duende con sus manos, por
lo que se dedicó a buscar con la vista un objeto que le permitiera propinarle un golpe.
Sus miradas iban de la cama a la mesa y de la mesa a la cocina, donde por la puerta
abierta de la alacena vio cacerolas, cuchillos y tenedores. Al desviar la vista dio con la
escopeta de su padre que colgaba de la pared entre los retratos de la familia real de
Dinamarca y, un poco más allá, las plantas que florecían ante la ventana. Por último,
clavó sus ojos en una vieja manga para cazar mariposas que había en lo alto de la
ventana. Distinguirla o cogerla fue todo uno, y enarbolándola corrió hacia el cofre. Su
satisfacción no tuvo límites al ver lo felizmente que había llevado al cabo su hazaña. El
duende quedó preso en la red, bajo la cual yacía el pobrecito imposibilitado para trepar.

En el primer momento el muchacho no supo qué hacer de su presa. Sólo se preocupaba
de agitar la manga hacia uno y otro lado para que el duende no estuviera tranquilo y
evitar que trepase. Cansado el duende de tanta andanza, le suplicó que le devolviera la
libertad alegando que le había hecho bien durante muchos años y que por ello debía
dispensarle mejor trato. Si lo dejaba en libertad le regalaría una antigua moneda de
plata, una cuchara del mismo metal y una moneda de oro tan grande como la tapa del
reloj de plata de su padre.

El muchacho no encontró muy generoso el ofrecimiento pero le tomó miedo al duende
después de tenerle en su poder. Se daba cuenta de que ocurría algo extraño y terrible
que no pertenecía a su mundo, y no deseaba otra cosa que salir de la aventura, así que
no tardó en acceder a la proposición del duende y levantó la manga para que pudiera
salir. Pero en el momento en que su prisionero estaba a punto de recobrar la libertad, se
le ocurrió que debía asegurar la obtención de grandes extensiones de terreno y todo
género de cosas. Como anticipo debía exigirle, por lo menos, que el sermón se le
grabara sin esfuerzo en la cabeza.

Qué tonto hubiera sido dejarlo escapar!, se dijo. Y se puso de nuevo a agitar la manga.
Pero en este mismo instante recibió una bofetada tan formidable que su cabeza parecía
estallar. Primero, fue a dar contra una pared, después contra la otra, y, por último, rodó
por los suelos, donde quedó exánime. Cuando recobró el conocimiento estaba solo en
la estancia, no quedaba ni rastro del duende. La tapa del cofre estaba cerrada; la manga
pendía como de costumbre junto a la ventana. De no sentir el dolor de la bofetada en la
mejilla, hubiera creído que todo era un sueño. Sea lo que sea, murmuraba, mis padres
serán los primeros en afirmar que todo ha sido un sueño. Seguramente que me
perdonarán lo del sermón a causa de lo sucedido. Por lo tanto, lo mejor es que me
ponga a leer de nuevo. Se dirigía a la mesa haciéndose estas reflexiones, cuando de
repente observó algo extraño. No era posible que la casa se hubiera hecho más grande.
Pero ¿cómo podía explicarse de otro modo la gran distancia que tenía que recorrer para
llegar a la mesa? ¿Y qué le pasaba a la silla? A la vista, era la misma; pero para
sentarse tuvo que subir hasta el primer travesaño y ascender hasta el asiento. Lo mismo
ocurría con la mesa, cuya superficie no podía ver sino escalando el brazo del sillón.
¿Qué significa esto? Yo creo que el duende ha encantado el sillón, la mesa y toda la
casa.

El sermonario continuaba abierto sobre la mesa, y, al parecer, sin cambiar en lo más
mínimo; pero algo extraordinario ocurría cuando para leer una sola palabra tenía que
ponerse de pie sobre el mismo libro. Después de leer algunas líneas, levantó la cabeza.
Sus ojos se fijaron de nuevo en el espejo y no pudo menos que exclamar en voz alta:
¡Otro duende! En el interior del espejo veía claramente un hombrecito, muy pequeño
con su gorro puntiagudo y sus calzones de piel. Viste exactamente como yo, gritaba,
juntando las manos con la mayor sorpresa. Entonces, el hombrecito del espejo hizo el
mismo ademán. El muchacho se tiraba de los cabellos, se pellizcaba, se mordía, hacía
piruetas, y el hombre del espejo reproducía al punto sus movimientos. Rápidamente le
dio una vuelta al espejo para ver si había alguien oculto tras él; pero no vio a nadie.
Entonces se echó a temblar porque, de repente, comprendió que el duende lo había
encantado y que la imagen que reflejaba el espejito no era otra que la suya propia.


16.- LA PATA DE PALO (España - José de Espronceda, 1808-1842)

Voy a contar el caso más espantable y prodigioso que buenamente imaginarse puede,
caso que hará erizar el cabello, horripilarse las carnes, pasmar el ánimo y acobardar el
corazón más intrépido mientras dure su memoria entre los hombres y pase de
generación en generación su fama con la eterna desgracia del infeliz a quien cupo tan
mala y tan desventurada suerte. Oh cojos! Escarmentad en pierna ajena y leed con
atención esta historia, que tiene tanto de cierta como de lastimosa; con vosotros hablo, y
mejor diré con todos, puesto que no hay en el mundo nadie, a no carecer de piernas, que
no se halle expuesto a perderlas. Érase que en Londres vivían, no ha medio siglo, un
comerciante y un artífice de piernas de palo, famosos ambos: el primero, por sus
riquezas, y el segundo, por su rara habilidad en su oficio. Y basta decir que ésta era tal,
que aún las dos piernas más ágiles y ligeras envidiaban las que solía hacer de madera,
hasta el punto de haberse hecho de moda las piernas de palo, con grave perjuicio de las
naturales. Acertó en este tiempo nuestro comerciante a romperse una de las suyas, con
tal perfección, que los cirujanos no hallaron otro remedio más que cortársela, y aunque
el dolor de la operación le tuvo a pique de expirar, luego que se encontró sin pierna, no
dejó de alegrarse pensando en el artífice que con una de palo le habría de librar para
siempre de semejantes percances. Mandó llamar a Mr. Wood al momento (que éste era
el nombre del estupendo maestro pernero), imaginándose ya con su bien arreglada y
prodigiosa pierna, que, aunque hombre grave, gordo y de más de cuarenta años, el deseo
de experimentar en sí mismo la habilidad del artífice le tenía fuera de sus casillas. No
se hizo esperar mucho tiempo, que era el comerciante rico y gozaba renombre de
generoso.

Mr. Wood, le dijo, felizmente necesito de su habilidad de usted. Mis piernas, repuso
Wood, están a disposición de quien quiera servirse de ellas. Mil gracias; pero no son las
piernas de usted, sino una de palo lo que necesito. Las de ese género ofrezco yo, replicó
el artífice, que las mías aunque son de carne y hueso, no dejan de hacerme falta. Por
cierto que es raro que un hombre como usted que sabe hacer piernas que no hay más
que pedir, use todavía las mismas con que nació. En eso hay mucho que hablar; pero
al grano; usted necesita una pierna de palo, no es eso? Cabalmente, replicó el
acaudalado comerciante, pero no vaya usted a creer que se trata de una cosa cualquiera,
sino que es menester que sea una obra maestra, un milagro del arte. Un milagro del
arte, eh!, repitió Mr. Wood. Sí señor; una pierna maravillosa y cueste lo que costare.
Estoy en ello; una pierna que supla en un todo la que usted ha perdido. No, señor; es
preciso que sea mejor todavía. Muy buen. Que encaje bien, que no pese nada, ni tenga
yo que llevarla a ella sino que ella me lleve a mí. Será usted servido, dijo el artífice. En
una palabra, quiero una pierna..., vamos, ya que estoy en el caso de elegirla, una pierna
que ande sola. Como usted guste, contestó Mr. Wood. Con que ya está usted enterado.
De aquí a tres días, respondió el pernero, tendrá usted la pierna en casa, y prometo a
usted que quedará complacido. Dicho esto se despidieron, y el comerciante quedó
entregado a mil sabrosas y lisonjeras esperanzas, pensando que de allí a tres días se
vería provisto de la mejor pierna de palo que hubiera en todo el reino unido de la Gran
Bretaña. Entretanto, nuestro ingenioso artífice se ocupaba ya de la construcción de su
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  • 1. La L ibreta de Calificaciones Era miércoles, 8:00 a.m., llegué puntual a la escuela de mi hijo. - No olviden venir a la reunión, es obligatoria - fue lo que la maestra escribió en el cuaderno del niño. - ¡Pues qué cree la maestra! ¿Cree que podemos disponer del tiempo a la hora que ella diga? Si supiera qué importante era la reunión que tenía a las 8:30 a.m., de aquí dependía un buen negocio y... ¡tuve que cancelarla!... Ahí estábamos todos, papás y mamás, la maestra empezó puntual, agradeció nuestra presencia y empezó a hablar. No recuerdo qué dijo, mi mente estaba pensando cómo resolver lo de ése negocio, probablemente podríamos comprar una nueva televisión con el dinero que recibiría. Juan Rodríguez!... escuché a lo lejos. ¿No está el papá de Juan Rodríguez? dijo la maestra. - Sí, sí, aquí estoy!! Contesté pasando a recibir la boleta de mi hijo. Regresé a mi silla y me dispuse a verla. - ¿Para esto vine? ¿Qué es esto?... La boleta estaba llena de rojos 08 y 07. Guardé las calificaciones inmediatamente, escondiéndola para que ninguna persona viera las porquerías de calificaciones de mi hijo. De regreso a la casa aumentó más mi coraje a la vez que pensaba...., ¡si le doy todo! ¡Nada le falta ¡Ahora sí le va a ir muy mal!... Me estacioné y salí del carro, entré a la casa, tiré la puerta y grité: - Ven acá Juan!!! Juan estaba en su recámara y corrió a abrazarme. - ¡Papi!... - ¡Qué papi, ni que nada!- Lo retiré de mí, me quité el cinturón y no sé cuantos latigazos le di, al mismo tiempo que decía lo que pensaba de él. ¡¡¡¡ Y te me vas a tu cuarto!!! - terminé. Juan se fue llorando, su cara estaba roja y su boca temblaba. Mi esposa no dijo nada, solo movió la cabeza negativamente y se fue...
  • 2. Cuando me fui a acostar, ya más tranquilo, mi esposa me entregó otra vez la libreta de calificaciones de Juan, que estaba dentro de mi saco y me dijo: Léela despacio y después toma tu decisión... Ésta decía así: BOLETA DE CALIFICACIONES PARA EL PAPÁ TIEMPO QUE LE DEDICA A SU HIJO CALIFICACIÓN 1. En conversar con él a la hora de dormir 08 2. En jugar con él 07 3. En ayudarlo a hacer la tarea 08 4. En salir de paseo en Familia 07 5. En contarle un cuento antes de dormir 08 6. En abrazarlo y besarlo 07 7. En ver la televisión con él 08 Él me había puesto ochos y sietes, a mí!!! Yo me hubiese calificado con menos de cinco... Me levanté y corrí a la habitación de mi hijo, al verlo quise llamarlo y se me hizo un nudo en la garganta y dos gruesas lágrimas rodaron por mi mejilla en ese instante lo abracé y lloré...Quería regresar el tiempo, pero era imposible... Juanito abrió sus ojos, aún estaban hinchados por sus lágrimas, me sonrió, me abrazó y me dijo: ¡te quiero papi! Cerró sus ojos y se durmió. ¡Que duro es ver nuestros errores como padres desde esta perspectiva!.... Démosle el VALOR a lo que realmente es de valor para nosotros: Nuestra familia!!! HAY MUCHAS PERSONAS QUE DESEAN UN HIJO Y NO LO TIENEN, DIOS TE DIO UNA FAMILIA APRECIALA, AMALA, COMPRENDELA. EL DIA DE MAÑANA EL SEÑOR TE PEDIRA CUENTAS POR TU FAMILIA Y ¿QUE LE VAS A CONTESTAR? Espero te haya gustado... una gran leccion.
  • 3. DEL CAMPO A LA CIUDAD En el Perú, como en otros países, mucha gente del campo decide ir a vivir a las ciudades. ¿Te has preguntado por qué ocurre esta migración rural y qué consecuencias trae? La pobreza campesina es una de las causas del explosivo traslado de la población rural hacia las ciudades. Otras de las causas de este problema es que en las ciudades se encuentran los grandes adelantos tecnológicos que no existen en el campo. La migración trae como consecuencia la superpoblación urbana : las ciudades albergan más personas de las que pueden atender. Otra consecuencia, ligada a la anterior, es que los migrantes muchas veces viven en condiciones de extrema pobreza, pues no encuentran trabajo ni vivienda. Muchos de ellos sienten nostalgia de su tierra y no consiguen hacer realidad las expectativas que los llevaron a la ciudad. ¿Qué hacer frente a estos problemas? ¿Qué propondrías tú para actuar solidariamente en busca del bien común? ESOS GRANDES BLOQUES DE PIEDRA Las pirámides eran las tumbas de los faraones. Se las considera entre los edificios de piedra más antiguos del mundo, ya que tienen unos 5 000 años de antigüedad. ¿Quién no se asombra hoy en día al contemplar esas gigantes moles de piedra que son las pirámides? ¡Si parece increíble que puedan haberse construido hace tanto tiempo! ¿Sabes cómo se construían? Primero, se nivelaba el suelo. Era imprescindible tener una buena base sobre la cual construir la pirámide. Luego, se hacían las mediciones necesarias para situar la base cuadrada de la pirámide. Para no equivocarse, los encargados de medir tenían en cuenta la posición de las estrellas. A continuación, se ponían los cimientos. Después se levantaban unas rampas para poder construir la pirámide por adentro. Para ello, se traían grandes bloques de piedra a través del río Nilo y se colocaban formando escalones. ¡A veces se necesitaban cientos de hombres para arrastrar uno de esos bloques! Una vez construida la pirámide, se recubría con piedras calizas blancas. Así se tapaban los escalones y la pirámides quedaban tal y como hoy las vemos… ¡magníficas! LAS TRANSFUSIONES DE SANGRE
  • 4. Una transfusión consiste en introducir la sangre de una persona en los vasos sanguíneos de otra. La persona que da su sangre se llama donante y la que la recibe se llama receptor. Las transfusiones se conocen desde el siglo XVII, pero no se practicaron de forma general hasta el siglo XX. Fue entonces cuando el doctor Kart Landsteiner descubrió que la sangre del donante y la del receptor tenían que ser compatibles para que la transfusión fuera un éxito. Ahora se sabe que el donante debe ser una persona joven que no haya tenido ninguna enfermedad contagiosa (por ejemplo, la hepatitis). Gracias a las transfusiones y a la generosidad de los donantes, se han salvado muchas vidas. 1.- LA PALOMA Y LA HORMIGA (Francia - Jean de La Fontaine, 1621-1695) Había una vez una paloma muy blanca que se paseaba por la orilla de un arroyo. Como tenía mucha sed se acercó al agua, metió el pico dentro y después levantó la cabeza al aire para tragarse el agua. Había también una hormiguita negra. Se paseaba por la otra orilla del arroyo y se subió a una brizna de hierba que crecía cerca del agua para beber mejor... Y el arroyo se la llevó lejos, muy lejos de la orilla. La hormiguita trató de nadar moviendo deprisa las patas, pero de nada le sirvió. Menos mal que la paloma vio a la hormiguita que estaba a punto de ahogarse. Pobrecita!, pensó. La ayudaré a salir del agua, pero si la cojo, con el pico tan grande que tengo le haré daño. Ah, ya sé! Le acercaré una brizna de hierba. Podrá subirse y volver así a la orilla. Y va, arranca una brizna de hierba verde y la tira muy cerca de la hormiga. La brizna de hierba era muy larga y encalló en la orilla del arroyo. La hormiga trepó y corrió por encima de ella hasta llegar a tierra. Entonces se secó las patas bien secas y fue a dar las gracias a aquella paloma tan amable. La hormiga estaba muy contenta, y la paloma también porque había salvado a la hormiguita. Se despidieron y cada una se fue a su casa. La hormiga al hormiguero y la paloma al palomar. Pero... mientras la hormiga se iba a su hormiguero vio a un hombre que iba por la orilla del arroyo. Era un cazador. Llevaba una escopeta colgada al hombro para matar pájaros. El cazador vio a la paloma, coge la escopeta y se pone a punto de disparar. Mira, pensó. Qué bien! Ya tengo carne para el arroz de mañana. Pero...la hormiga que lo estaba mirando ¡Huy!, dijo. Hay que hacer algo para que el cazador no mate a mi amiga. Corriendo se acercó al hombre, trepó a su pie y le picó muy fuerte en el dedo gordo. El cazador dio un grito: Ayyy! Y movió la cabeza para ver qué le había picado. Miró y miró, pero no vio nada. La hormiga era muy pequeña y se había escondido entre la hierba. Y la paloma, al oír el grito, vio al cazador y se fue volando cielo arriba, hasta que se perdió de vista. Y cuando el cazador quiso disparar ya no supo verla. 2.- EL ZAR Y LA CAMISA (Rusia - León Tolstoi, 1828-1910) Estaba muy enfermo el zar, y dijo: Daría la mitad de mi reino a quien me curase! Entonces todos los sabios del reino se reunieron para ver de curarle, pero no
  • 5. encontraban el medio. Uno de ellos sin embargo, declaró que sabía cómo podía curarse el zar. -Si se encuentra un hombre feliz sobre la tierra-dijo- que le quiten su camisa y se la pongan al zar. Entonces quedará curado. El zar mandó a buscar un hombre feliz por todo el mundo. Los enviados del soberano recorrieron todos los países pero no hallaron lo que buscaban. No encontraron un solo hombre que estuviera contento con su suerte. El uno era rico, pero enfermo, el otro estaba sano, pero era pobre, aquél rico y sano, se quejaba de su mujer; éste de sus hijos: todos deseaban algo más y no eran felices. Un día el hijo del zar, que pasaba por delante de una pobre choza, oyó que en su interior alguien exclamaba: -Gracias a Dios he trabajado y comido bien. Soy feliz, qué más puedo desear? El hijo del zar se sintió lleno de alegría e inmediatamente mandó por la camisa de aquel hombre, a cambio de todo cuanto pidiera. Los enviados se presentaron a toda prisa en la choza del hombre feliz para quitarle la camisa, pero el hombre era tan pobre que ni siquiera usaba esa prenda. 3.- HISTORIA DEL JOROBADITO (Arabia - Las mil y una noches) Allá en tiempos remotos vivía en la ciudad de Casgar, situada en los confines de la Gran Tartaria, un honrado sastre que amaba con delirio a su esposa. Un día se presentó a la puerta de la tienda un jorobadito cantando tan bien al son del tamboril, que el sastre le invitó a entrar en la casa para que su mujer le oyese. Después que el jorobadito cantó lo que sabía, se pusieron los tres a la mesa a cenar un plato de pescado; pero el jorobadito se tragó una espina y a los pocos momentos había dejado de existir. Llenos de pena marido y mujer, y temerosos de que la justicia les castigase como asesinos, resolvieron, después de mil planes y proyectos, llevar al jorobadito a casa de un médico judío que habitaba en la vecindad. Así lo hicieron a una hora avanzada de la noche, depositando el cadáver en lo alto de la escalera. Salió a abrir la puerta un esclavo, a quien dijo el sastre que aquel jorobadito era un pobre enfermo que necesitaba sin tardanza de los auxilios de la ciencia. Puso una moneda de plata en manos del criado para que pagase al médico su trabajo, y salió a escape de la casa. Apresuróse el médico judío a ir en busca del enfermo, pero con la precipitación se olvidó de la luz y tropezó con el cuerpo del jorobado, que rodó estrepitosamente por las escaleras. Bajó el judío, trajeron luces, reconocieron espantados que el jorobadito no existía, y creyeron que había muerto a consecuencia de la caída. El médico, a pesar de su trastorno, tuvo la precaución de cerrar la puerta, subió el cadáver a su cuarto y pasó toda la noche imaginando los medios de librarse del terrible conflicto. Al amanecer se le ocurrió al fin arrojar el cadáver a la chimenea de la casa inmediata, habitada por uno de los proveedores del sultán, chimenea cuyo cañón daba a la azotea del médico judío. Ató, en efecto, al jorobado por debajo de los brazos con una cuerda y lo hizo descender de modo que quedó en pié como si estuviese vivo. El proveedor entró poco después en la habitación, y creyendo que aquel hombre era un ladrón que penetraba así en la casa para robarle, se apoderó de un palo y dio repetidos golpes al jorobadito, hasta que notó que el cuerpo no tenía movimiento. Dios mío!, exclamó. He llevado muy lejos mi venganza quitando la vida a este infeliz! Ahora vendrán a prenderme y ya mi único porvenir es el
  • 6. cadalso. Pero el proveedor no era un hombre lento en sus resoluciones y tomó en seguida la de sacar el cadáver a la calle, colocándolo en pie junto al umbral de la primera tienda que encontró. Luego, y sin atreverse a volver la cabeza atrás, se refugió en su casa. Un mercader cristiano que quería aprovechar las primeras horas de la mañana para ir al baño sin ser visto de los musulmanes, tropezó en la calle con el jorobado; creyó que era un malhechor y le derribó al suelo de un puñetazo, gritando ¡socorro! Llegó la guardia y los soldados, al ver que el jorobadito había muerto a manos de un cristiano, se indignaron en contra del mercader. Por qué habéis maltratado de esa manera a un musulmán?, le preguntaron. Quiso robarme, me cogió por el cuello y... Le matasteis!, le interrumpieron. El pobre mercader fue conducido a presencia del juez de policía, quien, enterado del hecho por los guardias, fue a dar cuenta al sultán de lo sucedido. No puedo ser clemente, le dijo éste, con los cristianos que matan a los musulmanes, cumplid, pues, con vuestro deber. Entretanto habíasele disipado la borrachera al mercader, el cual, por más que lo pensaba, no acertaba a comprender cómo se podía matar a un hombre de unos simples pescozones. El desgraciado fue conducido al patíbulo y ya el verdugo echábale al cuello el lazo fatal, cuando se oyó al proveedor diciendo a gritos: Deteneos! Deteneos! Yo soy el verdadero criminal y ese hombre es inocente. Al oir la confesión pública, ratificada por dos veces, los guardias mandaron al verdugo que ahorcase al proveedor en vez del mercader cristiano; pero próxima a consumarse la ejecución, apareció entre la multitud el médico judío, jurando por el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob que él había sido, involuntariamente el matador del jorobado. El juez ordenó que fuera ahorcado el médico en lugar del mercader cristiano. Ya tenía aquel la cuerda al cuello, cuando llegó el sastre gritando: Señor, ése también es inocente. Si os dignáis oírme, pronto sabréis quién fue el que mató al jorobadito. Ayer tarde mientras yo trabajaba en mi tienda, llegó el jorobadito completamente borracho. Después de haber cantado un rato, le propuse que pasara la noche en mi casa, y él aceptó gustosísimo. Nos sentamos a la mesa, y al comerse un pescado, se le atravesó una espina en la garganta y murió en el acto. Afligidos, mi mujer y yo, y asustados a la par por temor de que se nos achacase aquella muerte, llevamos el cadáver a casa del médico judío, el cual, al salir de su habitación, tropezó con el cuerpo y lo echó a rodar por las escaleras, y por eso creyó que lo había matado, pero el médico es inocente. Deja en libertad al judío, dijo el juez al verdugo, y ahorca al sastre, ya que confiesa su delito. El verdugo se disponía a obedecer la orden, cuando evitó la ejecución un hecho inesperado. El sultán de Casgar, que no podía estar un momento separado de su jorobadito, que era su bufón, preguntó a uno de sus oficiales a qué obedecía la prolongada ausencia de aquél. Señor, le contestó el oficial, el jorobadito por quien tanto se preocupa vuestra majestad, emborrachóse ayer y contra su costumbre, salió de palacio y ha sido encontrado muerto esta mañana. Conducido el supuesto asesino a presencia del juez éste ordenó que se levantase en seguida el patíbulo. Al oír esto último el sultán llamó a otro de sus oficiales y le dijo: Id al lugar del suplicio y decid de mi parte, al juez de policía que, sin pérdida de tiempo, conduzca aquí al acusado y el cuerpo del jorobadito. Llegó el mensajero del sultán en el preciso momento en que el verdugo ponía el dogal al cuello del sastre. El juez acompañado del mercader, del sastre y del judío y seguido por cuatro hombres que transportaban el cadáver del jorobadito, se dirigió a palacio, se postró a los pies del sultán y cuando obtuvo permiso para levantarse, contó la historia del bufón. El sultán la oyó con mucha complacencia, y apenas el juez terminó su relato, dijo a los circunstantes: ¡Ahorquen al jorobadito! Al oir la voz del sultán, el jorobadito dio un respingo y al expulsar la espina que tenía
  • 7. atravesada se vio que en realidad no había ni crimen ni cadáver. ¿Habéis oído jamás cosas tan sorprendentes como lo ocurrido con el jorobadito? 4.- EL LAGARTO ESTÁ LLORANDO (España - Federico García Lorca,1898-1936) El lagarto está llorando. La lagarta está llorando. El lagarto y la lagarta con delantaritos blancos. Han perdido sin querer su anillo de desposados. ¡Ay, su anillito de plomo., ay, su anillito plomado! Un cielo grande y sin gente monta en su globo a los pájaros. El sol, capitán redondo, lleva un chaleco de raso. ¡Miradlos qué viejos son! ¡Qué viejos son los lagartos! ¡Ay cómo lloran y lloran. ¡ay! ¡ay!, cómo están llorando! 5.- LA TORTUGA GIGANTE (Uruguay - Horacio Quiroga, 1878-1937) Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. El no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada ía más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día: Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien. El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía mucho calor, y eso le hacía bien. Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del bosque, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia. Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras
  • 8. venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de querosene. El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que sentía mucha hambre, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la tenía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto. Ahora, se dijo el hombre, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica. Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne. A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre. La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse. El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo. La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo. Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed, El hombre comprendió que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre. Voy a morir, dijo el hombre. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed. Y al poco rato la fiebre subió más aun, y perdió el conocimiento. Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces: El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora. Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llvó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie. Todas las mañanas la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas. El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta: Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí. Y como él había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el conocimiento. Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo: Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires. Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como pieles, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje. La tortuga cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos, acostaba al hombre con
  • 9. mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco. Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir. A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: agua! Agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber. Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaba más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta: Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte. El creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino. Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada. Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella. Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje. Pero un ratón de la ciudad, posiblemente el ratoncito Pérez, encontró a los dos viajeros moribundos. Qué tortuga! dijo el ratón. Nunca he visto una tortuga más grande. Y eso que llevas en el lomo, qué es? Es leña? No, le respondió con tristeza la tortuga, es un hombre. Y adonde vas con ese hombre? Añadió el curioso ratón. Voy...voy...quería ir a Buenos Aires, respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré... Ah zonza, zonza! dijo riendo el ratoncito. Nunca vi una tortuga más zonza! Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires. Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha. Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendoa buscar remedios, con los que el cazador se curó en seguida. Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara lremedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija. Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de la jaula de los monos. El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce de lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo. 6.- LOS TRES DESEOS (Francia - Jeanne Leprince de Beaumont, 1711-1780) Había una vez un hombre que no tenía bienes de fortuna y que se casó con una mujer muy guapa. Una tarde de invierno, estando al amor del fuego, se pusieron a hablar de la
  • 10. felicidad de sus vecinos, que eran más ricos que ellos. ¡Ay! qué feliz sería yo, dijo la mujer, si pudiera tener cuanto deseo, mucho más feliz que toda esa gente. Igual me pasaría a mí, dijo el marido. Y En aquel mismo momento, vieron aparecer en la habitación una señora muy guapa, que les habló en estos términos: Soy un hada y os prometo concederos las tres primeras cosas que me pidáis. Pero pensadlo con cuidado, porque después de pedidas esas tres no os concederé ninguna más. Desapareció el hada y el matrimonio quedó sumido en un mar de dudas. No voy a formular ningún deseo todavía, dijo la mujer, pero tengo bien claro lo que querría. Para mí no hay nada mejor que ser bella, rica y gran señora. Bueno, dijo el marido, pero eso no te libraría de la enfermedad o de la tristeza; y también podrías morir joven. A mí me parece más sensato desear alegría, salud y una larga vida. Y para qué quieres una larga vida sin dinero?, replicó ella. También el hada, te digo la verdad, nos tendría que haber dejado pedir una docena de dones. Tienes razón, dijo el marido, pero vamos a tomarnos tiempo para pensarlo hasta mañana. Miraremos bien a ver cuáles son las tres cosas que nos hacen más falta y las pediremos. Pero mientras tanto, ven a calentarte, que hace frío. La mujer cogió las tenazas, se puso a avivar el fuego y, viendo que había muchos carbones bien encendidos, exclamó sin darse cuenta: Qué fuego tan bueno! Quién pudiera tener una vara de morcilla y asarla tan a gusto para la cena! No bien había dicho estas palabras cuando una vara de morcilla cayó por el hueco de la chimenea. Maldita glotona con su dichosa morcilla!, explotó el marido. Vaya un deseo más desperdiciado! Ya sólo nos quedan dos. Me desesperas, ojalá tuvieras la morcilla en la punta de las narices. En el mismo momento el hombre se dio cuenta que estaba más loco que su mujer, porque atendiendo a este segundo deseo, la morcilla había saltado a las narices de ella y no había manera de despegarla de allí. ¡Qué desgraciada me siento!, exclamó la mujer, cómo has podido desearme esto? Te aseguro querida, repuso él, que lo he hecho sin darme cuenta, no sabes cuánto lo siento. Voy a pedir ahora una gran fortuna y te encargaré un estuche de oro para esconder la morcilla. Vaya solución! Ni se te ocurra, repuso la mujer, prefiero morirme que vivir con esto pegado a la nariz para siempre. Por favor te lo pido, nos queda un deseo, déjamelo a mi o me tiro por la ventana. Y diciendo esto, se precipitó a abrir la ventana. Su marido, que la quería mucho, gritó: No, por Dios, alto, querida, te dejo que pidas lo que se te dé la gana. Pues que la morcilla caiga al suelo- dijo la mujer. Inmediatamente la morcilla se despegó de su nariz y cayó. La mujer, que tenía sentido del humor, le dijo a su marido: El hada se ha burlado de nosotros, pero mira, mejor. Quién sabe si no hubiéramos sido más desgraciados volviéndonos ricos. Sabes lo que te digo querido?, que nos dejemos de deseos y tomemos las cosas como nos la quiera ir mandando Dios. Y ahora, por de pronto, vamos a cenar, que de todos nuestros deseos lo único que nos queda es esta morcilla. El marido le dio la razón, cenaron en paz y no se volvieron a preocupar por las cosas que habían tenido intención de pedir. 7.- EL PÍCARO PAJARILLO (España - Fernán Caballero, seud. de Cecilia Böhl de Faber, 1796-1877)) Había una vez un pajarito que se fue a un sastre y le mandó que le hiciera un vestido de lana. El sastre le tomó medidas y le dijo que a los tres días lo tendría acabado. Fue en seguida a un sombrerero y le mandó hacer un sombrerito, y sucedió lo mismo que con el sastre; y por último, fue a un zapatero, y el zapatero le tomó medida, y le dijo como los otros, que volviera por ellos al tercer día. Cuando llegó e! plazo señalado, se fue al sastre que tenía e! vestido de lana acabado, y le dijo: Póngamelo usted sobre el piquito y le pagaré! Así lo hizo e! sastre; pero en lugar de pagarle, el picarillo se echó a volar, y lo propio sucedió con el sombrerero y con el zapatero. Vistióse e! pajarito con su ropa
  • 11. nueva y se fue al jardín del Rey, se posó sobre un árbol que había delante del balcón del comedor y se puso a cantar mientras el Rey comía: Más bonito estoy yo con mi vestido de lana, que no el Rey con su manto de grana. Más bonito estoy yo con mi vestidito de lana, que no el Rey con su manto de grana. Y tanto cantó y cantó lo mismo que su real Majestad se enfadó y mandó que lo cogiesen y se lo trajesen frito. Así sucedió. Después de desplumado y frito, se quedó tan chico, que el Rey se lo tragó enterito. Cuando se vio el pajarito en el estómago del Rey, que parecía una cueva más oscura que media noche, empezó sin parar a dar sendos picotazos a derecha e izquierda. El Rey empezó a quejarse y a decir que le había sentado mal la comida y que le dolía el estómago. Vinieron los médicos y le dieron a Su Majestad un mejunje de la botica para que vomitase; y conforme empezó a vomitar, lo primero que salió fue el pajarito, que se voló más súbito que una exhalación. Fue y se zambulló en la fuente, y en seguida se fue a una carpintería, y se untó todo el cuerpo con cola; fuese después a todos los pájaros y les contó lo que le había pasado, y les pidió a cada uno una plumita, y se la iban dando; y como estaba untado de cola, se le iban pegando; como cada pluma era de su color, se quedó el pajarito más bonito que antes, con tantos colores como un ramillete. Entonces se puso a dar voleteos por todo el árbol que estaba delante del balcón del Rey, cantando que se las pelaba: ¿A quién pasó lo que a mí? En el Rey me entré, del Rey me salí. El Rey dijo: ¡Que cojan a ese pícaro pajarito! Pero él, que estaba sobre aviso, echó a volar que bebía los vientos, y no paró hasta posarse sobre las narices de la luna. 8.- AVENTURA DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN CON EL CIERVO (Alemania - Versión de Rudolf Eric Raspe, 1737-1799) A buen seguro que habréis oído hablar, señores míos, de San Huberto, patrón de los cazadores, y también del hermoso ciervo encontrado por él en cierta ocasión en los bosques de Ardenas, llevando la Santa Cruz entre los cuernos. No sé si han existido ciervos como el tal hasta hace poco tiempo, ni si hay alguno todavía; me limitaré a contaros lo que yo vi. Cierto día cuando ya había gastado mi provisión de perdigones y balas, me encontré, cuando menos podía esperarlo, frente al ciervo más hermoso de este mundo, que me miró irónicamente, como si hubiese sabido que yo no disponía de municiones. Cargué a toda prisa la escopeta con pólvora, a la que incorporé, luego de despojarlos rápidamente de su pulpa, huesos de cereza; disparé hiriéndole en mitad del testuz, entre los cuernos. El golpe lo aturdió y le hizo tambalearse; pero pudo escapar. Uno o dos años después cazando en el mismo bosque, encontré un hermosísimo ciervo que llevaba entre los cuernos un cerezo de diez pies de alto. Recordando entonces mi aventura del disparo con huesos de cereza, y considerando al ciervo aquel que cosa que de mucho tiempo atrás me pertenecía legítimamente, lo derribé de un solo tiro, procurándome al propio tiempo la comida y el postre, pues el árbol hallábase atestado de cerezas, que eran las más exquisitas que en mi vida haya podido comer. 9.- EL GIGANTE EGOÍSTA (Inglaterra, Oscar Wilde, 1854-1900)
  • 12. Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos. ¡Qué felices somos aquí!, se decían unos a otros. Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín. ¿Qué hacen aquí?, rugió con su voz retumbante. Los niños escaparon corriendo en desbandada. Este jardín es mío. Es mi jardín propio, dijo el Gigante, todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí. Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía: ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES Era un Gigante egoísta. Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás. ¡Qué dichosos éramos allí!, se decían unos a otros. Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida. Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la nieve y la escarcha. La primavera se olvidó de este jardín, se dijeron, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año. La nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el viento del norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el viento del norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas. ¡Qué lugar más agradable!, dijo. Tenemos que decirle al granizo que venga a estar con nosotros también. Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo. No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí, decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, espero que pronto cambie el tiempo. Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno. Es un gigante demasiado egoísta, decían los frutales. De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el viento del orte y el granizo y la escarcha y la nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles. Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un
  • 13. pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el granizo detuvo su danza, y el viento del norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas. ¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera, dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana. ¿Y qué es lo que vio? Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el viento del norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse. ¡Sube a mí, niñito!, decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño. El Gigante sintió que el corazón se le derretía. ¡Cuán egoísta he sido!, exclamó. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños. Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho. Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó al jardín. Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos, dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro. Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás. Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante. Pero, ¿dónde está el más pequeñito?, preguntó el Gigante, ¿ese niño que subí al árbol del rincón? El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso. No lo sabemos, respondieron los niños, se marchó solito. Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante. Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste. Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él. ¡Cómo me gustaría volverlo a ver!, repetía. Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín. Tengo muchas flores hermosas, se decía, pero los niños son las flores más hermosas de todas. Una mañana de invierno miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba al invierno pues sabía que era simplemente la primavera
  • 14. dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró… Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas; todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos. Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo: ¿Quién se ha atrevido a hacerte daño? Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies. ¿Pero quién se atrevió a herirte?, gritó el Gigante. Dímelo, para tomar la espada y matarlo. ¡No!, respondió el niño. Estas son las heridas del Amor. ¿Quién eres tú, mi pequeño niñito?, preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño. Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo: Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso. Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas. 10.- EL PRÍNCIPE FELIZ (Inglaterra - Oscar Wilde, 1854-1900) En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada por todo lo cual era muy admirada. Es tan hermoso como una veleta, observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor de arte. Ahora, que no es tan útil, añadió temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico. Y realmente no lo era. ¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz?, preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito. Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz, murmuraba un hombre fracasado contemplando la estatua maravillosa. Verdaderamente parece un ángel, decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas. ¿En qué lo conocéis, replicaba el profesor de matemáticas, si no habéis visto uno nunca? ¡Oh! Los hemos visto en sueños, respondieron los niños. Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar. Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad. Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás. Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla y su talle esbelto la atrajo de tal modo que se detuvo para hablarle. ¿Quieres que te ame?, dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos. Y el Junco le hizo un profundo saludo. Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata. Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano. Es un enamoramiento ridículo, gorjeaban las otras golondrinas. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia. Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos. Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo. Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante. No sabe hablar, decía ella. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa. Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa el Junco multiplicaba sus más
  • 15. graciosas reverencias. Veo que es muy casero, murmuraba la Golondrina. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo. ¿Quieres seguirme?, preguntó por último la Golondrina al Junco. Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar. ¡Te has burlado de mí!, le gritó la Golondrina. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós! Y la Golondrina se fue. Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad. ¿Dónde buscaré un abrigo?, se dijo. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme. Entonces divisó la estatua sobre la columnita. Voy a cobijarme allí, gritó. El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco. Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz. Tengo una habitación dorada, se dijo quedamente después de mirar en torno suyo. Y se dispuso a dormir. Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua. ¡Qué curioso!, exclamó. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo. Entonces cayó una nueva gota. ¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia?, dijo la Golondrina. Voy a buscar un buen copete de chimenea. Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota. La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio! Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro. Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad. ¿Quién sois?, dijo. Soy el Príncipe Feliz. Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo?, preguntó la Golondrina. Me habéis empapado casi. Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre, replicó la estatua, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar. ¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?, pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas. Allí abajo, continuó la estatua con su voz baja y musical, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover. Me esperan en Egipto, respondió la Golondrina. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas. Golondrina, Golondrina, Golondrinita, dijo el Príncipe, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre! No creo que me agraden los niños, contestó la
  • 16. Golondrina. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento de tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto. Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada. Mucho frío hace aquí, le dijo, pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera. Gracias, Golondrinita, respondió el Príncipe. Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad. Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco. Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile. Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio. ¡Qué hermosas son las estrellas, le dijo, y qué poderosa es la fuerza del amor! Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial, respondió ella. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras! Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre se había quedado dormida de cansancio. La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño. ¡Qué fresco más dulce siento!, murmuró el niño. Debo estar mejor. Y cayó en un delicioso sueño. Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho. Es curioso, observa ella, pero ahora casi siento calor, y sin embargo hace mucho frío. Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía. Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño. ¡Notable fenómeno!, exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente. ¡Una golondrina en invierno! Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local. Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!... Esta noche parto para Egipto, se decía la Golondrina. Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre. Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia. Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros: ¡Qué extranjera más distinguida! Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz. ¿Tenéis algún encargo para Egipto?, le gritó. Voy a emprender la marcha. Golondrina, Golondrina, Golondrinita, dijo el Príncipe, ¿no te quedarás otra noche conmigo? Me esperan en Egipto, respondió la Golondrina. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata. Golondrina, Golondrina, Golondrinita, dijo el Príncipe, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre lo ha rendido. Me quedaré otra noche con vos, dijo la
  • 17. Golondrina, que tenía realmente buen corazón. ¿Debo llevarle otro rubí? ¡Ay! No tengo más rubíes, dijo el Príncipe. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra. Amado Príncipe, dijo la Golondrina, no puedo hacer eso. Y se puso a llorar. ¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita!, dijo el Príncipe. Haz lo que te pido. Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación. El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas. Empiezo a ser estimado, exclamó. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra. Y parecía completamente feliz. Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto. Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos. ¡Ah, iza! gritaban a cada caja que llegaba al puente. ¡Me voy a Egipto!, les gritó la Golondrina. Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz. He venido para decirte adiós, le dijo. ¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita!, exclamó el Príncipe. ¿No te quedarás conmigo una noche más? Es invierno, replicó la Golondrina, y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano. Allá abajo, en la plazoleta, contestó el Príncipe Feliz, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará. Pasaré otra noche con vos, dijo la Golondrina, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo. ¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita!, dijo el Príncipe, haz lo que te mando. Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo. Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano. ¡Qué bonito pedazo de cristal!, exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre. Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe. Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre. No, Golondrinita, dijo el pobre Príncipe. Tienes que ir a Egipto. Me quedaré con vos para siempre, dijo la Golondrina. Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que había visto en países extraños. Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas. Querida Golondrinita, dijo el Príncipe, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún
  • 18. es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas. Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas. Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras. Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse. ¡Qué hambre tenemos!, decían. ¡No se puede estar tumbado aquí!, les gritó un guardia. Y se alejaron bajo la lluvia. Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto. Estoy cubierto de oro fino, dijo el Príncipe, despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices. Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza. Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle. ¡Ya tenemos pan!, gritaban. Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo. Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían. Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo. La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: lo amaba demasiado para hacerlo. Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas. Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe. ¡Adiós, amado Príncipe!, murmuró. Permitid que os bese la mano. Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina, dijo el Príncipe. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo. No es a Egipto adonde voy a ir, dijo la Golondrina. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad? Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies. En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo. El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacia un frío terrible. A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad. Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua. ¡Dios mío!, exclamó. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz! ¡Sí, está verdaderamente andrajoso!, dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde. Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua. El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado, dijo el alcalde. En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero. ¡Lo mismo que un pordiosero!, repitieron a coro los concejales. Y tiene a sus pies un pájaro muerto, prosiguió el alcalde. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí. Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea. Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz. ¡Al no ser ya bello, de nada sirve!, dijo el profesor de estética de la Universidad. Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal. Podríamos, propuso, hacer otra estatua. La mía, por ejemplo. O la mía, dijeron los concejales uno a uno. Y acabaron disputando. ¡Qué cosa más rara!, dijo el oficial primero de la fundición. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho. Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta. Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad, dijo Dios a uno de sus ángeles. Y el ángel se llevó el
  • 19. corazón de plomo y el pájaro muerto. Has elegido bien, dijo Dios. En mi jardín del Paraíso este pajarito cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas. 11..- EL SUCESO DE LA ARDILLA (Suecia - Fragmento de “El Maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia”, de Selma Lagerlöf, 1858-1940) Una vez, a orillas del Vombsjo, en una rama de avellano había sido cogida una ardilla, a la que llevaron a una granja próxima. Todos los moradores de la granja, jóvenes y viejos, alegrábanse infinito al ver el pequeño animal, tan hermoso con su bonita cola, sus ojos inteligentes y curiosos y sus patitas delicadas. Imaginaban ya un bello espectáculo para todo el verano al contemplar los movimientos de la ágil ardilla, su manera de descortezar rápidamente las avellanas y sus ojos despiertos y alegres. La ardilla fue instalada en una vieja jaula a modo de una casita pintada de verde y una rueda de alambre. La casita, que tenía puertas y ventanas, servía para comedor y dormitorio, y allí se le preparó un lecho de hojas y se le puso un poco de leche y un puñado de avellanas. La rueda sería el lugar de esparcimiento, donde el animalito podría correr y trepar. Las gentes de la granja encontraron admirable cuanto habían hecho para mayor comodidad de la ardilla; por eso fue tan grande su asombro al descubrir que ésta no encontraba agradable su habitación. Permanecía triste e inmóvil en un rincón de la jaula y de tiempo en tiempo exhalaba un suspiro quejumbroso. Al ver que no probaba alimento, decían las gentes: Es que tiene miedo. Mañana, cuando no extrañe su encierro, comerá y jugará. Las mujeres de la casa sintieron de súbito la necesidad de comer. En seguida comenzaron a amasar pan, y bien porque un hechizo retrasara el trabajo impidiendo la levadura de la pasta, o bien porque la pereza se apoderara de todos, el caso es que hubo que trabajar hasta muy entrada la noche. En la cocina reinaba una actividad febril, y no había tiempo para pensar en la ardilla. En la casa había una anciana harto cargada de años para que pudiese ayudar a hacer el pan, y aunque se daba perfecta cuenta de ello, no se resignaba a que los demás prescindieran de sus servicios. Como su tristeza no la dejaba dormir, optó por sentarse junta a una ventana y mirar hacia fuera. A causa del calor habían dejado abierta la puerta de la cocina y la luz que en ella había iluminaba todo el corral, rodeado de una cerca tan baja que permitía ver la casa de enfrente, tan bien alumbrada entonces que la anciana podía distinguir los agujeros y hendiduras de las paredes. Veía también la jaula de la ardilla, puesta en el lugar más iluminado, pudiendo observar que durante la noche la ardilla no cesó de ir de la casita a la rueda y de ésta a la casita. Pensó que del animal se había apoderado una extraña inquietud, sin dejar de suponer que la causa de la misma podía ser la fuerte luz que le imposibilitaba dormir. Entre el establo y la cuadra había un largo corredor cubierto que conducía a la puerta de entrada y el cual estaba situado de tal modo que la luz llegaba hasta él. Ya bastante adelantada la noche la anciana vio entrar de repente por el hueco de la puerta a un hombrecito que no mediría un palmo y que andaba a pasitos. Calzaba y llevaba pantalones de cuero como los obreros. La vieja comprendió al punto que no podía ser otra cosa que el duende, y tuvo miedo. Siempre había oído decir que el duende habitaba
  • 20. por allí y que llevaba la felicidad a todas partes. Apenas llegó al corral dirigióse hacia la jaula donde estaba encerrada la ardilla. No pudiendo alcanzarla, buscó una caña que colocó contra la jaula y por la cual trepó con la misma rapidez y maestría que un marino a lo largo de un mástil. Golpeó la puerta de la casita verde; pero la vieja quedóse tranquila al recordar que los niños la habían sujetado con una cadena por temor a que los hijos del vecino vinieran a robarles su ardilla. El duende no podía abrir la puerta, y la vieja vio cómo la ardilla salió para dirigirse a la rueda. Allí mantuvieron los dos un largo conciábulo, terminado el cual descendió el duende a lo largo de la caña y desapareció por la puerta. La vieja creyó que ya no lo volvería a ver aquella noche; pero como permaneció en su sitio junto a la ventana, un instante después contemplaba de nuevo al duendecillo. Ahora sus pies parecían no tocar el suelo de tan aprisa que corrían en dirección a la jaula. La anciana pudo verlo perfectamente con sus ojos de présbita. Vio también que llevaba algo en sus manos, mas sin distinguir lo que era. Dejó en tierra lo que llevaba en su mano izquierda y subió a la jaula lo que llevaba en la derecha. De un puntapié hizo saltar una de las ventanas y entregó a la ardilla lo que llevaba. Volvió a bajar, recogió lo que dejara en el suelo y subió de nuevo. Hecho esto desapareció tan rápidamente que la anciana apenas si pudo seguirle con la mirada. Entonces fue la vieja la que no pudo permanecer tranquila en la casa, lentamente ganó la puerta y se ocultó tras la bomba del agua para espiar al duende. En la casa había otro ser que presenció lo sucedido y se mostraba también intranquilo; era el gato, que se deslizó silenciosamente hasta la pared y se detuvo un poco antes de llegar a la raya que dibujaba la luz. Allí esperaron largo tiempo, soportando el frío de aquella noche de marzo. Ya estaba la vieja dispuesta a retirarse cuando oyó pasos; era el duende que se aproximaba corriendo. Como antes, llevaba algo en las manos; pero lo de ahora chillaba y se agitaba. La vieja comprendió que había ido al bosque de avellanos a buscar a los hijos de la ardilla, y que ahora los dejaría con la madre para que no murieran de hambre. La vieja permaneció inmóvil para no asustarlo con el menor ruido, y el duende se mostraba tranquilo. Iba a dejar uno de los animalitos en el suelo para subir con el otro hasta la jaula cuando vio brillar muy cerca de donde estaba los ojos del gato. El duende quedó sin movimiento, desconcertado, con un pequeñuelo en cada mano, se repuso luego, miró a todos lados y al descubrir a la anciana no vaciló en correr hacia ella para entregarle uno de los bichitos. La vieja no quería mostrarse indigna de esta confianza. Se inclinó, tomó la ardillita con cuidado y la guardó hasta que el duende hubo llevado la otra a la jaula y volvió a coger la que dejara. Cuando a la mañana siguiente reuniéronse las gentes de la granja a la hora del desayuno, la vieja no pudo dejar de referir lo que había presenciado aquella noche. Todos se burlaron, naturalmente, diciéndole que era un sueño: Las ardillas no criaban en tal época del año. Pero ella estaba cierta de lo que les decía, y solo les rogaba que vieran la jaula. Así lo hicieron. Sobre el lecho de hojas había cuatro pequeñuelos todavía sin pelo y medio ciegos, que apenas si contarían tres días de existencia. Y al verles, dijo el dueño de la granja: Sea lo que sea, lo único cierto es que deberíamos estar avergonzados. Seguidamente sacó de la jaula la ardilla y sus pequeñuelos y poniéndoselos a la vieja en el delantal, le dijo: Llévalos al bosque de nogales y déjalos en libertad. Tal es el acontecimiento del que hablaron hasta los periódicos y que muchos se resistieron a creer porque no acertaban a explicárselo.
  • 21. 12.- AMIGOS (Arabia) Dos amigos viajaban por el desierto y en un determinado punto del viaje discutieron. El otro, ofendido, sin nada que decir, escribió en la arena: Hoy mi mejor amigo me pegó una bofetada en el rostro. Siguieron adelante y llegaron a un oasis donde resolvieron bañarse. El que había sido abofeteado y lastimado comenzó a ahogarse, siendo salvado por el amigo. Al recuperarse tomó un estilete y escribió en una piedra: Hoy mi mejor amigo me salvó la vida. Intrigado, el amigo preguntó: ¿Por qué, después que te lastimé, escribiste en la arena, y ahora escribes en una piedra? Sonriendo, el otro amigo respondió: Cuando un gran amigo nos ofende, deberemos escribir en la arena donde el viento del olvido y el perdón se encargarán de borrarlo y apagarlo. Y cuando nos pase algo grandioso, deberemos grabarlo en la piedra de la memoria del corazón donde viento ninguno en todo el mundo podrá borrarlo. 13.- EL CHICO Y EL COCODRILO (África) Un chico preguntó a sus padres: Madre y padre ¿puedo ir a la selva a buscar leña? Sus padres le dieron permiso y el chico cogió un hacha y un canasto para llevar en su cabeza. Se adentró en la selva, y hacia el mediodía había recogido un montón de leña. La puso en el canasto y buscó una cuerda para atarla bien. Subió una gran colina y vio un lago a poca distancia. El chico pensó: Tengo sed, iré a beber antes de coger la cuerda. Pero mientras estaba bebiendo se encontró cara a cara con un cocodrilo. Empezó a correr pero el cocodrilo lo llamó: Niño, ayúdame, por favor. Hace tres días que estoy aquí sin comida. Si te vas, seguramente moriré. El cocodrilo se llamaba Bambo. Pensó que ese chico podría ser bueno para comer y le dijo: Mi problema es similar a éste. ¿Sabes que el viento arrastra hojas secas por el suelo y las mete en un agujero? Y este mismo viento que las ha arrastrado hasta allí no podrá sacarlas de nuevo. Y las hojas tampoco podrán nunca salir por sí mismas. Pues lo mismo me pasa a mí. Vine a este lago desde el río, pero ahora el río se ha secado y no puedo regresar. Chico, debes ayudarme a regresar, si no seguro que moriré. El muchacho empezó a llorar, estaba preocupado por el cocodrilo y no quería que muriese. No hay por qué llorar, chico, dijo Bambo, no voy a comerte. ¿Cómo voy a poder transportarte? Tú eres más grande que yo, y más fuerte que yo, y más largo que yo, preguntó el pequeño. Ese no es ningún problema: coge tu hacha y corta dos largos palos, respondió Bambo. El chico siguió las instrucciones del cocodrilo. Cortó los palos y puso uno de ellos en el suelo, luego puso al cocodrilo encima, el otro palo sobre la espalda del cocodrilo y finalmente ató al cocodrilo desde la cabeza hasta la cola. Lo alzó un poco y lo arrastró hasta el río. Mientras, lloraba y cantaba: Oh, tengo miedo al cocodrilo, tengo miedo al cocodrilo, tengo miedo porque me comerá. Bambo le dijo: No voy a comerte. Si lo hiciera significaría que habría recompensado tu buena acción con malicia. Pero el chico continuó cantando su canción. Cuando
  • 22. finalmente llegaron al río, el muchacho quiso poner al cocodrilo de espaldas, pero Bambo dijo: Si me dejas aquí de este modo no habrás mantenido tu promesa. Me has traído a través de toda la colina desde donde he estado sin comida durante tres días. Fuiste tú, chico, quien me salvó. Después de hacer tan buena acción, por favor, no me dejes así tan cerca del río. Por lo tanto, el chico introdujo al cocodrilo en el río, hasta que el agua le cubrió la cintura. Un poco más, un poco más, imploró Bambo. Es que el agua me llega hasta la cintura, contestó el chico, y no sé nadar. Si realmente deseas que la recompensa no se torne en malicia, deja que te suelte aquí mismo. Por favor, muchacho, sólo un poco más lejos. El chico continuó unos cuantos pasos más, hasta que el agua le llegó al cuello. Déjame soltarte aquí, rogó el muchacho. De acuerdo, contestó Bambo. Lo soltó y luego desató las cuerdas desde la cabeza hasta la cola. Inmediatamente el cocodrilo se dio la vuelta y apresó con sus enormes garras al chico. Tres días de ayuno en el lago seco habían despertado un gran apetito en Bambo. ¿Cómo puedes hacer algo así?, gritó enfurecido y sollozando el chico. Ya has olvidado tu promesa. Bien. Debiste pensar que esa promesa no iba muy en serio. Después de todo, estaba atrapado en el lago; pero ahora, si te dejo escapar, no tendré comida. Es un poco desafortunado para ti, pero debes comprender mi situación, expuso Bambo. Sabía que me comerías, replicó el chico. Por esto he estado llorando todo el rato. Sabía que recompensarías mi buena acción con malicia. Pero debo comerte, dijo Bambo, porque estoy hambriento. Y si te dejo escapar, nunca más encontraré una presa mejor. Había un árbol en la orilla del río. El chico dijo al cocodrilo: Antes de comerme, podríamos exponer nuestro caso ante este árbol. Vamos a ver qué dice. Al cocodrilo le pareció bien y los dos expusieron sus historias al árbol. Cuando terminaron, el árbol sacudió sus ramas y habló: Cocodrilo. ¡Sí!, exclamó Bambo. Creo que esta vez tienes razón. Nosotros los árboles sabemos lo ingratos que pueden ser los humanos. Vienen y se sientan bajo nuestra sombra, y los protegemos del sol abrasador. Nosotros les proporcionamos medicamentos y los ayudamos a que llueva mucho para el bien de sus tierras. Pero tan pronto como somos grandes y fuertes, vienen y nos cortan para sus egoístas propósitos. Son locos y desagradecidos. Cocodrilo, coge tu presa, sentenció solemne el árbol. Bambo quedó encantado con lo que el árbol había dicho. Ya lo has oído, dijo, es cierto que puedo comerte. Todo el mundo sabe lo ingratos que son los humanos. El chico empezó a cantar esta canción: Oh, tengo miedo al cocodrilo, tengo miedo al cocodrilo. Tengo miedo porque me comerá. Justo en ese momento, una vaca venía de beber del río. El chico le dijo al cocodrilo: Podríamos exponer nuestro caso a esta vaca también. Estoy seguro de que ella no estaría de acuerdo con el árbol. Deja que veamos lo que ella nos tiene que decir. Bambo estuvo de acuerdo y llamaron a la vaca, que ya había terminado de beber. Cuando ambos terminaron de contar su historia la vaca levantó la cabeza y dijo: Cocodrilo. ¿Si?, preguntó Bambo. Puedes comértelo. Los humanos son las criaturas más ingratas que existen. Mientras era joven y los humanos podían beber mi leche, me daban comida y agua, pero ahora que soy vieja y mi leche se ha secado me han abandonado y no me dan ni siquiera agua para beber. Tú mismo has podido ver el largo camino que he recorrido sólo para beber. Por lo tanto, cocodrilo, creo que tienes razón. Puedes comerte a tu presa, sentenció la vaca. El chico empezó a cantar su canción de nuevo. Oh, tengo miedo al cocodrilo, tengo miedo al cocodrilo. Tengo miedo porque me comerá.
  • 23. El chico cantaba y el cocodrilo se disponía a comérselo cuando un asno se acercó al río para beber. Espera, reclamó el chico. Deja que contemos nuestras historias al asno. ¡Chico!, gritó enfurecido Bambo, no importa lo que él diga, te voy a comer de todos modos. Aun así deja que escuchemos lo que él tiene que decir, rogó el joven. El asno bebió hasta que tuvo lleno el estómago, y entonces ambos le contaron sus historias. Después de escuchar atentamente, dijo: ¡Cocodrilo! ¿Sí?, replicó Bambo. Cuando yo era joven los humanos ponían sobre mí todo tipo de cargas, pero ahora soy viejo y casi no puedo cargar ni conmigo mismo, me han abandonado. Dejaron de darme hierba para comer y me negaron incluso el agua para beber. Los humanos son los seres más ingratos de este mundo. Puedes comértelo, sentenció el asno. ¡Ah!, exclamó Bambo, no pienso dejarte libre, no hay nada que te pueda salvar. Pero antes de que pudiera comérselo, un conejo pasó corriendo hacia el río. Contemos también nuestra historia al conejo, suplicó de nuevo el muchacho. ¡Chico! Tengo hambre y empiezo a estar aburrido de este juego, exclamó el cocodrilo. ¡Oh! ¡Por favor! Sólo una vez más, insistió el chico. De acuerdo, pero el conejo va a ser el último al que vamos a consultar. Cuando el conejo hubo bebido hasta tener lleno su estómago, los miró y les preguntó qué ocurría. El cocodrilo le contó lo que venía al caso. El chico empezó a contar sus razones, pero el conejo de repente lo interrumpió. ¡Cállate! He oído hablar de ti. Todo el mundo aquí sabe lo testarudo que eres. Que hable primero el cocodrilo. En medio de las explicaciones se giró hacia el cocodrilo y le dijo: Perdona. Mis orejas son muy grandes pero no oigo muy bien. ¿Podrías acercarte a mí un poco más? El cocodrilo y el chico se acercaron al conejo. El nivel del agua bajó hasta el pecho del muchacho. El cocodrilo volvió a contar su historia y cuando terminó, el conejo dijo: Cocodrilo, aún no puedo oírte. Por favor acércate hasta la orilla. No te preocupes, es seguro. No veo ninguna posibilidad de que este chico pueda escapar de ti. El chico y el cocodrilo así lo hicieron. Ahora, dijo el conejo ¿podrían contarme una vez más sus historias? El cocodrilo explicó su versión y después dejó que el muchacho contara la suya. Cuando terminaron el conejo dijo. Chico, eres un mentiroso. Eres tan pequeño y el cocodrilo tan grande que no hay ninguna posibilidad de que puedas cargar con el cocodrilo desde la colina hasta aquí. Si esto es posible, déjame ver cómo lo haces. El cocodrilo desconfiaba, pero el conejo lo calmó: Acérquense y salgan del agua, te prometo que pronto vas a comértelo. El chico cogió dos largos palos, puso al cocodrilo encima de uno de ellos y el otro sobre su lomo. Después lo ató desde la cabeza hasta la cola. ¡El cocodrilo estaba atrapado! No podía moverse. Entonces el conejo preguntó al muchacho: ¿Le gusta la carne de cocodrilo a tu gente? Es la única carne que les gusta, contestó el chico. Bien, entonces aquí tienes tu presa, dijo el conejo. El chico cargó con el cocodrilo y lo llevó hasta su casa. Mientras tanto el cocodrilo cantaba: Oh, tengo miedo al chico, tengo miedo al chico. Tengo miedo porque me comerá. Cuando su gente lo vio llegar con el cocodrilo atado entre dos palos, empezaron a gritar: ¡Miren!¡Nuestro muchacho se fue a buscar leña y trae un cocodrilo! Esto no es todo, dijo el chico, también hay un conejo entre los matorrales. Tenemos que ir a cazarlo. Todos los niños siguieron al chico y llevaron a sus perros. El conejo, al oír tanto ruido, se dijo: Debo marcharme de este lugar y ocultarme, los humanos son los seres más ingratos que existen. Los niños lo buscaron por todas partes pero no lo pudieron encontrar. Cuando finalmente desistieron y estaban volviendo a casa, el conejo llamó al muchacho y le dijo. Lo que dijeron el árbol, la vaca y el asno sobre los seres humanos es totalmente cierto. Fui yo, el conejo, quien te salvó la vida, y ahora tú quieres
  • 24. comerme del mismo modo como el cocodrilo quería comerte. No quiero saber nada de ti. Se dice que por esta razón los conejos corren tan rápido cuando ven a un ser humano. Antes de que esto sucediera, si alguien se perdía en la selva, un conejo siempre salía para indicarle el camino de regreso. 14.- JESUCRISTO Y LA VIEJITA (Perú - Tradición de Suyo, recogida por José Zapata) Cristo andaba por este mundo con San Pedro y San Juan, caminaban en un desierto y llegaron a una casa donde vivía una mujer mayor, muy pobre. Lo único que tenía era un vaso de oro en el que creía como si fuera su dios. Llegaron ellos y le pidieron agua. Ella sacó el vaso de oro y les dio el agua, tomaron los tres y a la hora de irse Jesús le robó el vaso a la señora. Luego llegaron a un lugar donde había un rey y Jesús le regaló el vaso de oro. San Pedro le dijo: No, Señor, no puedes hacer eso, ¿cómo le quitas a esa pobre mujer que no tiene nada, para regalárselo al que tiene tanto? Pedro, tú no sabes, yo sé lo que hago, dijo Jesús. Pedro insistió tanto que Jesús aceptó cambiarle la fortuna a la viejita. Así, de la noche a la mañana la viejita se hizo rica, pero se volvió mala, insultaba a los empleados, no hablaba con los pobres. Pasado el tiempo, los tres regresaron por ahí, pero San Juan y San Pedro no se acordaban de la viejita, dónde vivía, cómo era. Llegaron a la casa a pedir posada. Llamaron pero no salió la señora sino sus empleados, y cuando éstos le avisaron que había unos pobres pidiendo posada, la mujer dijo que no, que seguramente eran ladrones. Ellos insistieron y finalmente les permitió que se quedaran con los animales. Jesús echó a Pedro en una esquina, a Juan en medio y Él se echó en un rincón. A la madrugada la señora empezó a gritar a los empleados para que se fueran los viajeros. Pero ellos no se iban, hasta que se levantó la mujer y al ver a Pedro lo atacó furiosa. Pedro le decía a Jesús: Vámonos, Señor, que esta mujer me ha pegado. No, todavía no es hora, más tarde nos vamos, dijo Jesús, y tú échate al medio para que Juan pase a la esquina. Al rato salió la viejita de nuevo, y al ver que no se habían ido le empezó a pegar al del medio, que era Pedro otra vez. Señor, mira que esta vieja me ha vuelto a pegar, y ¿por qué no te pega a ti ni a Juan? Ya, Pedro, échate al rincón y yo me paso a la esquina, dijo Jesús. Cuando regresó la mujer le volvió a pegar a Pedro que ahora estaba en el rincón. Señor, que esta mujer me va a matar, gritaba Pedro. Ya nos vamos, dijo el Señor. Ya en el camino, Pedro le pidió a Jesús que castigara a la vieja por haberle pegado. No, Pedro, dijo Jesús, yo no la puedo castigar ahora porque es la misma viejita a la que le quité el vaso y que tú quisiste que le cambiara la fortuna. 15.- EL MARAVILLOSO VIAJE DE NILS HOLGERSSON A TRAVES DE SUECIA (Suecia - Selma Lagerlöf, 1858-1940) Érase un muchacho que no pasaría de los 14 años, alto, desmadejado, de cabellos rubios como el cáñamo. El pobre no servía para maldita la cosa. Dormir y comer eran sus ocupaciones favoritas y era también muy dado a juegos. Un domingo por la mañana disponíanse sus padres a marchar a la iglesia. El muchacho, en mangas de camisa y
  • 25. sentado sobre un ángulo de la mesa, regocijábase al verles a punto de partir pensando en que iba a ser dueño de sí durante un par de horas.. Cuando se vayan, pensaba para sus adentros, podré descolgar la escopeta de mi padre y hacer un disparo sin que nadie se meta conmigo. Se hubiera dicho que el padre adivinaba las intenciones del muchacho por cuanto en el momento de salir le dijo: Ya que no quieres venir al templo conmigo y con tu madre, podrías muy bien leer en casa los sermones del domingo. ¿Me prometes hacerlo? Lo haré si usted quiere, dijo, pensando, como era de suponer, que no leería más que lo que le viniese en gana. Jamás había visto el muchacho que su madre procediera con tanta prisa. En un abrir y cerrar de ojos se fue hasta el armario colgado de la pared, sacó el sermonario bíblico y lo dejó en la mesa, ante la luz de la ventana y abierto por la página del sermón del día. Presurosamente buscó también el evangelio de tal domingo y lo puso junto al sermonario. Por último, aproximó a la mesa el gran sillón que comprara el año precedente en la subasta de la casa del cura de Vemmenhog, y en el que de ordinario solo el padre tenía derecho a sentarse. Sentóse el rapaz pensando que la madre se procuraba hartas molestias para prepararle la escena, ya que apenas si llegaría a leer una o dos páginas. Pero el padre pareció adivinarle nuevamente las intenciones que abrigaba al decirle con voz severa: Conviene que leas detenidamente, porque cuando regresemos te preguntaré página por página; y ay de ti si has saltado alguna! El sermón tiene catorce páginas y media, añadió la madre como para colmar la medida, debes comenzar en seguida si quieres tener tiempo para leerlo. Por fin partieron. Desde la puerta vio el muchacho cómo se alejaban. Estarán muy contentos, murmuraba, con creer que han hallado el medio de tenerme sujeto al libro durante su ausencia. Mas el padre y la madre estaban, por el contrario, muy afligidos. Eran unos modestos terratenientes, su posesión no era más grande que el rincón de un jardín. Cuando se instalaron en ella apenas si bastaba para el sustento de un cerdo y un par de gallinas. Duros para la faena, trabajadores y activos, habían logrado reunir algunas vacas y patos. Se habían desenvuelto bien y en esta hermosa mañana hubieran partido muy contentos camino de la iglesia de no haber pensado en su hijo. Al padre le afligía verlo tan perezoso y falto de voluntad, no había querido aprender nada en la escuela; solo era capaz de cuidar los patos. Su madre no negaba que esto fuese verdad; pero lo que más le entristecía era verl tan insensible, cruel con los animales y hostil al trato con los hombres. Dios mío, acaba con su maldad y cambia su modo de sentir, suspiraba, porque de lo contrario, hará su desgracia y la nuestra! El muchacho reflexionó largo rato acerca de si leería o no el sermón, y, por último comprendió que esta vez lo mejor era obedecer a sus padres. Se arrellenó en el sillón y estuvo un rato leyendo a media voz, hasta que le adormeció su mismo sonsonete, comenzando a dar cabezadas. Hacía un magnífico tiempo de primavera. Estábamos a 20 de marzo y como el muchacho vivía en la parte oeste del distrito de Vemmenhog y hacia el sur de la provincia de Escania, la primavera se había iniciado ya francamente. Los árboles no reverdecían todavía; pero apuntaban los primeros brotes y los vástagos comenzaban a desarrollarse. Corría el agua por todos los regatos y el tusílago florecía en los bordes de los caminos. El musgo y los líquenes que adornaban las paredes de las casas parecían bruñidos y brillaban al sol. El bosque de bayas, que cubría el fondo, se hinchaba a ojos vistas y parecía expresarse a cada instante. El cielo se veía muy alto y su color era de un azul purísimo Por la puerta entreabierta de la casita penetraba el canto
  • 26. de la alondra. En el corral picoteaban las gallinas y los patos. Las vacas, que sentían la fragancia primaveral, aún encerradas en su establo, dejaban oír de tiempo en tiempo un largo mugido. El muchacho leía, se amodorraba y daba cabezadas en su lucha contra el sueño. No quiero dormirme, porque entonces no acabaría de leer en toda la mañana. Pero, a despecho de esa resolución, acabó por dormirse. ¿He dormido mucho tiempo o solo unos instantes?, se preguntó al despertarlo un ligero ruido que oyó a sus espaldas. En el alféizar de la ventana, frente a él descubrió un lindo espejito, en el que se reflejaba casi toda la habitación. Lo vio en uno de sus movimientos de cabeza y quedó atónito al ver que la tapa del cofre de su madre había sido levantada. La madre poseía un gran cofre de roble, pesado y macizo, con guarniciones de herraje, que nunca dejó abrir a nadie. Allí conservaba todas las cosas que heredara de su madre y que tenía en mucha estima. Eran trajes de aldeana a la antigua usanza, de paño rojo, con corpiño y falda plisada y plastrones bordados en perlas. Eran cofias blancas, tiesas por el almidón, y broches y cadenas de plata. Las gentes no querían llevar estas cosas pasadas de moda, y la madre se había propuesto repetidas veces deshacerse de ellas; pero nunca acabó por decidirse: las tenía muy grabadas en el corazón. El muchacho vio en el espejo que el cofre estaba abierto. No comprendía cómo había sido esto posible, porque estaba seguro que su madre cerró el cofre antes de partir; jamás lo hubiera abierto quedando su hijo solo en casa. Al punto sintió que se apoderaba de él un gran malestar. Temía que un ladrón se hubiera deslizado en la casa. No se atrevía ni a respirar: inmóvil, miraba fijamente al espejo. Sentíase atemorizado en espera que apareciera el ladrón, cuando le extrañó ver cierta sombra negra sobre el borde del cofre. Miraba y remiraba, sin creer lo que sus ojos veían. Poco a poco fue precisándose lo que al principio no era más que una sombra y tardó poco en darse cuenta de que la sombra era una realidad. No era más ni menos que un pequeño duende que, sentado a horcajadas, cabalgaba en el canto del cofre. El muchacho había oído ciertamente hablar de los duendes; pero jamás pudo imaginar que fuesen tan pequeños. No tendría mayor altura que el ancho de la mano, sentado como se hallaba en el borde del cofre. Su cara avejentada era rugosa e imberbe y vestía larga levita con calzón corto y sombrero negro de anchas alas. Su aspecto era elegante y distinguido: llevaba blandas blancas en mangas y cuello, zapatos con hebilla y ligas con grandes lazos. Del fondo del cofre había sacado un plastrón bordado y lo examinaba tan detenidamente que no pudo advertir que el muchacho se había despertado y no salía de su asombro pero en verdad tampoco se asustó de tal duende. No creía del caso tener miedo por cosa tan pequeña y como quiera que el duende hallábase absorto en su contemplación hasta el punto de no ver ni oír nada, pensó el muchacho que sería muy divertido hacerle blanco de una jugarreta: meterle, por ejemplo, dentro del cofre y echar sobre él la tapa o algo por el estilo. Su valor no llegaba hasta el extremo de atreverse a coger al duende con sus manos, por lo que se dedicó a buscar con la vista un objeto que le permitiera propinarle un golpe. Sus miradas iban de la cama a la mesa y de la mesa a la cocina, donde por la puerta abierta de la alacena vio cacerolas, cuchillos y tenedores. Al desviar la vista dio con la escopeta de su padre que colgaba de la pared entre los retratos de la familia real de Dinamarca y, un poco más allá, las plantas que florecían ante la ventana. Por último, clavó sus ojos en una vieja manga para cazar mariposas que había en lo alto de la
  • 27. ventana. Distinguirla o cogerla fue todo uno, y enarbolándola corrió hacia el cofre. Su satisfacción no tuvo límites al ver lo felizmente que había llevado al cabo su hazaña. El duende quedó preso en la red, bajo la cual yacía el pobrecito imposibilitado para trepar. En el primer momento el muchacho no supo qué hacer de su presa. Sólo se preocupaba de agitar la manga hacia uno y otro lado para que el duende no estuviera tranquilo y evitar que trepase. Cansado el duende de tanta andanza, le suplicó que le devolviera la libertad alegando que le había hecho bien durante muchos años y que por ello debía dispensarle mejor trato. Si lo dejaba en libertad le regalaría una antigua moneda de plata, una cuchara del mismo metal y una moneda de oro tan grande como la tapa del reloj de plata de su padre. El muchacho no encontró muy generoso el ofrecimiento pero le tomó miedo al duende después de tenerle en su poder. Se daba cuenta de que ocurría algo extraño y terrible que no pertenecía a su mundo, y no deseaba otra cosa que salir de la aventura, así que no tardó en acceder a la proposición del duende y levantó la manga para que pudiera salir. Pero en el momento en que su prisionero estaba a punto de recobrar la libertad, se le ocurrió que debía asegurar la obtención de grandes extensiones de terreno y todo género de cosas. Como anticipo debía exigirle, por lo menos, que el sermón se le grabara sin esfuerzo en la cabeza. Qué tonto hubiera sido dejarlo escapar!, se dijo. Y se puso de nuevo a agitar la manga. Pero en este mismo instante recibió una bofetada tan formidable que su cabeza parecía estallar. Primero, fue a dar contra una pared, después contra la otra, y, por último, rodó por los suelos, donde quedó exánime. Cuando recobró el conocimiento estaba solo en la estancia, no quedaba ni rastro del duende. La tapa del cofre estaba cerrada; la manga pendía como de costumbre junto a la ventana. De no sentir el dolor de la bofetada en la mejilla, hubiera creído que todo era un sueño. Sea lo que sea, murmuraba, mis padres serán los primeros en afirmar que todo ha sido un sueño. Seguramente que me perdonarán lo del sermón a causa de lo sucedido. Por lo tanto, lo mejor es que me ponga a leer de nuevo. Se dirigía a la mesa haciéndose estas reflexiones, cuando de repente observó algo extraño. No era posible que la casa se hubiera hecho más grande. Pero ¿cómo podía explicarse de otro modo la gran distancia que tenía que recorrer para llegar a la mesa? ¿Y qué le pasaba a la silla? A la vista, era la misma; pero para sentarse tuvo que subir hasta el primer travesaño y ascender hasta el asiento. Lo mismo ocurría con la mesa, cuya superficie no podía ver sino escalando el brazo del sillón. ¿Qué significa esto? Yo creo que el duende ha encantado el sillón, la mesa y toda la casa. El sermonario continuaba abierto sobre la mesa, y, al parecer, sin cambiar en lo más mínimo; pero algo extraordinario ocurría cuando para leer una sola palabra tenía que ponerse de pie sobre el mismo libro. Después de leer algunas líneas, levantó la cabeza. Sus ojos se fijaron de nuevo en el espejo y no pudo menos que exclamar en voz alta: ¡Otro duende! En el interior del espejo veía claramente un hombrecito, muy pequeño con su gorro puntiagudo y sus calzones de piel. Viste exactamente como yo, gritaba, juntando las manos con la mayor sorpresa. Entonces, el hombrecito del espejo hizo el mismo ademán. El muchacho se tiraba de los cabellos, se pellizcaba, se mordía, hacía piruetas, y el hombre del espejo reproducía al punto sus movimientos. Rápidamente le dio una vuelta al espejo para ver si había alguien oculto tras él; pero no vio a nadie.
  • 28. Entonces se echó a temblar porque, de repente, comprendió que el duende lo había encantado y que la imagen que reflejaba el espejito no era otra que la suya propia. 16.- LA PATA DE PALO (España - José de Espronceda, 1808-1842) Voy a contar el caso más espantable y prodigioso que buenamente imaginarse puede, caso que hará erizar el cabello, horripilarse las carnes, pasmar el ánimo y acobardar el corazón más intrépido mientras dure su memoria entre los hombres y pase de generación en generación su fama con la eterna desgracia del infeliz a quien cupo tan mala y tan desventurada suerte. Oh cojos! Escarmentad en pierna ajena y leed con atención esta historia, que tiene tanto de cierta como de lastimosa; con vosotros hablo, y mejor diré con todos, puesto que no hay en el mundo nadie, a no carecer de piernas, que no se halle expuesto a perderlas. Érase que en Londres vivían, no ha medio siglo, un comerciante y un artífice de piernas de palo, famosos ambos: el primero, por sus riquezas, y el segundo, por su rara habilidad en su oficio. Y basta decir que ésta era tal, que aún las dos piernas más ágiles y ligeras envidiaban las que solía hacer de madera, hasta el punto de haberse hecho de moda las piernas de palo, con grave perjuicio de las naturales. Acertó en este tiempo nuestro comerciante a romperse una de las suyas, con tal perfección, que los cirujanos no hallaron otro remedio más que cortársela, y aunque el dolor de la operación le tuvo a pique de expirar, luego que se encontró sin pierna, no dejó de alegrarse pensando en el artífice que con una de palo le habría de librar para siempre de semejantes percances. Mandó llamar a Mr. Wood al momento (que éste era el nombre del estupendo maestro pernero), imaginándose ya con su bien arreglada y prodigiosa pierna, que, aunque hombre grave, gordo y de más de cuarenta años, el deseo de experimentar en sí mismo la habilidad del artífice le tenía fuera de sus casillas. No se hizo esperar mucho tiempo, que era el comerciante rico y gozaba renombre de generoso. Mr. Wood, le dijo, felizmente necesito de su habilidad de usted. Mis piernas, repuso Wood, están a disposición de quien quiera servirse de ellas. Mil gracias; pero no son las piernas de usted, sino una de palo lo que necesito. Las de ese género ofrezco yo, replicó el artífice, que las mías aunque son de carne y hueso, no dejan de hacerme falta. Por cierto que es raro que un hombre como usted que sabe hacer piernas que no hay más que pedir, use todavía las mismas con que nació. En eso hay mucho que hablar; pero al grano; usted necesita una pierna de palo, no es eso? Cabalmente, replicó el acaudalado comerciante, pero no vaya usted a creer que se trata de una cosa cualquiera, sino que es menester que sea una obra maestra, un milagro del arte. Un milagro del arte, eh!, repitió Mr. Wood. Sí señor; una pierna maravillosa y cueste lo que costare. Estoy en ello; una pierna que supla en un todo la que usted ha perdido. No, señor; es preciso que sea mejor todavía. Muy buen. Que encaje bien, que no pese nada, ni tenga yo que llevarla a ella sino que ella me lleve a mí. Será usted servido, dijo el artífice. En una palabra, quiero una pierna..., vamos, ya que estoy en el caso de elegirla, una pierna que ande sola. Como usted guste, contestó Mr. Wood. Con que ya está usted enterado. De aquí a tres días, respondió el pernero, tendrá usted la pierna en casa, y prometo a usted que quedará complacido. Dicho esto se despidieron, y el comerciante quedó entregado a mil sabrosas y lisonjeras esperanzas, pensando que de allí a tres días se vería provisto de la mejor pierna de palo que hubiera en todo el reino unido de la Gran Bretaña. Entretanto, nuestro ingenioso artífice se ocupaba ya de la construcción de su